Capítulo 13

El soldado estaba tan borracho que no habría podido permanecer de pie sin la ayuda de los dos policías militares que le aferraban los brazos. Por el aspecto del uniforme era obvio que se había caído más de una vez y había vomitado generosamente. Pese al aturdimiento, la presencia del coronel Tommy Freeborn le aterraba y refirió su historia en frases inconexas, mechadas de palabras swahili, que sólo tenían sentido para alguien que ya poseyera una imagen general. Cuando terminó de hablar, el coronel le miró con un desprecio implacable.

— ¿Está seguro de que era el hombre blanco, Snook, quien tenía el arma? — preguntó Freeborn tras una pausa.

— Sí, señor — la cabeza del soldado rodaba de izquierda a derecha mientras hablaba—. Y yo sólo hice lo que me dijo el teniente.

— Llévense este trasto — ordenó Freeborn.

Mientras los policías militares retiraban al soldado a empellones, el sargento que les acompañaba se volvió con una mirada inquisitiva. Freeborn cabeceó e imitó el acto de calarse un sombrero hasta las orejas. El sargento, que era un hombre servicial y sabía que el sombrero invisible era una bolsa de polietileno, saludó correctamente y se marchó.

En cuanto estuvo solo, el coronel Freeborn agachó la cabeza y pensó unos momentos en el hijo de su hermano. Luego llamó por radio e impartió una serie de órdenes destinadas a reunir un centenar de hombres en la boca de la Mina Nacional Número Tres. Recogió el bastón, se sacudió una mota de polvo de la camisa de manga corta y salió caminando con paso firme y mesurado hasta donde le esperaba el coche. Faltaban dos horas para el amanecer y el viento de la noche era frío, pero Freeborn rechazó con un ademán el abrigo que le ofrecía el conductor, y se acomodó en el asiento trasero del vehículo.

Durante el viaje desde Kisumu permaneció inmóvil, cruzando los brazos desnudos, y mentalmente distribuyó las culpas por la muerte de su sobrino. Una parte se la adjudicó a sí mismo: en su afán por erradicar las debilidades de Curt había presionado excesivamente al muchacho; una porción más grande le correspondía a Paul Ogilvie, sin cuya interferencia ningún extranjero indeseable se habría entrometido en el asunto de la mina, pero la culpa más grande le incumbía a Gilbert Snook, aquel payaso insolente a quien debieron matar como un perro el primer día que pisó Barandi.

Aún no era el momento de pedir cuentas a Ogilvie, pero en poco tiempo — en muy poco tiempo, se prometió Freeborn— Snook lamentaría que tres años antes no le hubieran asfixiado apaciblemente. Cada vez que pensaba en Snook, Freeborn tenía la impresión de abrir la puerta de un horno dentro de su cabeza, y a medida que se acercaba a la mina las llamaradas le enloquecían cada vez más. De manera que cuando llegó a la boca de la mina y vio una de las limusinas del presidente aparcada ante el portón, fue como una zambullida en las negras aguas del Ártico. Las formas lustrosas y relucientes del automóvil resultaban incongruentes contra el fondo de camiones militares y tropas vigilantes. Freeborn se apeó del coche y, sabiendo lo que se requería de él, fue directamente a la limusina y se sentó en el asiento trasero, al lado de Paul Ogilvie.

El presidente le habló sin volver la cabeza.

— Exijo una explicación, Tommy.

— La situación ha cambiado desde que… — extrañamente en él, Freeborn desechó las formalidades—. Curt ha sido asesinado por Snook.

— Ya me he enterado. Todavía sigo esperando que me expliques por qué están aquí estos hombres.

Freeborn sentía que las sienes le empezaban a palpitar.

— Pero… Acabo de decírtelo… Han asesinado a mi sobrino.

— Decirme que tu sobrino y otros miembros del regimiento entraron en la mina contraviniendo mis órdenes no explica porqué has reunido estas tropas aquí — dijo Ogilvie con voz fría y seca—. ¿Estás acaso desafiando mi autoridad?

— Jamás haría eso — dijo Freeborn, infundiendo un matiz de sinceridad a la voz mientras sopesaba mentalmente la clase de factores que influyen en la historia de las naciones. Tenía la automática reglamentaria al alcance de la mano derecha, pero antes de poder usarla tendría que abrir la tapa de cuero de la funda. Era muy improbable que Ogilvie hubiera salido sin protección, y sin embargo tenía que haberse movido precipitadamente tras establecer contacto con sus informantes. Aquel momento, allí en la oscuridad del coche, podía ser el punto crucial para todo Barandi… Y la muerte de Curt habría servido para algo.

— Estás muy pensativo — la nota de complacencia en la voz de Ogilvie le dijo a Freeborn cuanto necesitaba saber; el presidente estaba protegido, y el statu quo tendría que preservarse aún durante un tiempo.

— Al margen de las cuestiones personales — dijo el coronel Freeborn—, el regimiento de Leopardos es una de las claves de la seguridad interna. Esos hombres no saben nada de política internacional y diplomacia… Lo que sí saben es que dos de sus camaradas han sido asesinados a sangre fría por un extranjero blanco. No suelen pecar de sentimentalismo, pero si se enteran de que semejantes actos no son inmediatamente castigados…

— No necesitas explicarme los detalles, Tommy. Pero la gente de la ONU llegará mañana.

— ¿Y les impresionará favorablemente saber que los asesinatos no se castigan en Barandi? — presintiendo que había encontrado un argumento atinado, Freeborn insistió—. No estoy proponiendo una matanza de inocentes, Paul. El único hombre que quiero es Snook, y es posible que sea un estorbo para los demás, que probablemente estén satisfechos de librarse de él.

— ¿Qué estás proponiendo?

— Déjame entrar allí con un par de hombres para pedirle simplemente que se entregue. No tendría más que insinuarles que es para bien de los otros. Incluida la muchacha.

— ¿Crees que sería suficiente?

— Creo que sería suficiente — dijo Freeborn—. Verás, Snook pertenece a esa clase de imbéciles.


Cuando terminó con el brandy, Snook se encaramó a la plataforma y observó cómo trabajaban los otros. Desde que se enteraron de la muerte de Murphy habían emprendido las tareas con una sombría determinación, y sólo hablaban lo imprescindible. Ambrose, Culver y Quig estaban casi siempre arrodillados frente al complejo panel de control de la parte trasera de la máquina Moncaster. Hasta Helig y Prudence colaboraban clavando clavos para instalar una barandilla precaria que Ambrose había juzgado necesaria por razones de seguridad. Ya habían levantado otra estructura, parecida a un cubículo para ducharse, hecha de madera y láminas de plástico claro. Dentro de la caja transparente había dos cilindros de hidrógeno.

Esa actividad de grupo en la que él no participaba agudizó la sensación de soledad de Snook, y cuando oyó el gruñido distante de motores de camión casi sintió alivio.

Ninguno de los otros pareció reparar en el sonido, así que optó por no mencionarlo. Los minutos transcurrieron sin indicios de actividades militares, y Snook empezó a preguntarse si su imaginación no actuaría en complicidad con el jadeo del viento nocturno. Lo más lógico, considerando la decisión a que había llegado, sería caminar tranquilamente hacia la boca de la mina. Pero sentía una profunda resistencia a desaparecer sin más en la oscuridad. No pertenecía al grupo, pero le costaba afrontar esa alternativa.

— Listo — Ambrose se frotaba las manos después de ponerse de pie—. Esta minibatería nos dará toda la energía que necesitamos. Creo que ya estamos preparados — miró el reloj—. Falta menos de media hora.

— Es todo un artefacto — dijo Snook, que de golpe cayó en la cuenta de la enormidad del intento.

— Claro que sí. Hasta hace diez años se habría necesitado un acelerador de cinco kilómetros de largo para producir los campos de radiación que podemos proyectar aquí — Ambrose acarició la superficie de la máquina como si fuera su mascota favorita.

— ¿No es peligroso?

— Puede serlo si uno se pone delante, pero eso también sucede con las bicicletas. Son máquinas como ésta las que han acelerado la investigación nuclear en la última década… Y con lo que estamos aprendiendo gracias a Felleth… ¡Cuidado con el cubículo! — le gritó de pronto a Helig—. El laminado de plástico no debe sufrir desgarrones…, tiene que ser hermético.

Snook examinó dubitativo la endeble estructura.

— ¿Es allí donde espera que se materialice Felleth?

— Ese es el lugar.

— ¿Pero tendrá que quedarse allí? ¿Cómo sabe que él respira hidrógeno?

— El hidrógeno no es para respirar, Gil. Es para crear el medio físico que Felleth especificó para su llegada, al menos en parte. Sus conocimientos superan en mucho los míos, pero creo que es para contar con una provisión conveniente de protones que él empleará para…

— ¡Doctor Ambrose! — rugió una voz amplificada en la negrura circundante—. Habla el coronel Freeborn, comandante de las fuerzas de seguridad interna de Barandi. ¿Me oye?

Snook avanzó hacia la escalerilla, pero Ambrose le aferró el brazo con una fuerza sorprendente.

— Le oigo, coronel.

— Esta tarde el presidente Ogilvie ha dado órdenes de que se interrumpieran los trabajos en la mina. ¿Ha recibido usted el mensaje?

— Lo he recibido.

— Entonces, ¿por qué está desobedeciendo?

Ambrose titubeó.

— No estoy desobedeciendo, coronel. Una de estas máquinas contiene un reactor nuclear en miniatura, y los controles no funcionan correctamente. Hemos pasado las seis últimas horas tratando de desconectarlo.

— Eso huele a pretexto recién inventado, doctor Ambrose.

— Si quiere acercarse, le mostraré a qué me refiero.

— Por el momento estoy dispuesto a pasarlo por alto — tronó la voz de Freeborn— ; veo que Snook está con usted.

— Sí… El señor Snook está aquí.

— He venido a arrestarle por asesinato de dos miembros de las fuerzas armadas de Barandi.

— ¿Por qué? — Ambrose estaba ronco de hablar a gritos.

— Creo que ha oído, doctor.

— Sí, pero ha sido tan inesperado que… Oímos algunos disparos, pero no tenía idea de lo que había ocurrido. Esto es terrible — Ambrose soltó a Snook y se alejó de él.

— Me mantengo a distancia porque Snook está armado. Eso no impedirá el arresto, desde luego. Pero preferiría capturarle sin tiroteos. No deseo que ningún inocente resulte herido, y eso puede evitarse si Snook accede a entregarse.

— Gracias, coronel — la cara en sombras de Ambrose resultaba inescrutable mientras miraba a Snook—. Usted comprenderá que esto es sorprendente para mí y los otros miembros del grupo que, como usted dice, son inocentes y no tenían idea de lo sucedido. ¿Nos da un poco de tiempo para llegar a una determinación?

— Quince minutos… No más.

Siguió un prolongado silencio que reveló que Freeborn daba el diálogo por concluido.

— Buen trabajo, Boyce — dijo Snook, hablando en voz baja por si le estaban apuntando con micrófonos de largo alcance; reconoció que Ambrose había demostrado muchísimo sentido común al disociarle de los demás, pero aunque lo admitiera, no podía reprimir la sensación irracional de que le habían traicionado. Inclinó la cabeza para despedirse de Prudence y los otros tres hombres, y se volvió para irse.

— Gil — susurró enfurecido Ambrose—, ¿adonde diablos piensa ir?

— Al diablo, precisamente. Ya es mi turno.

— Quédese aquí. Yo le sacaré de este lío.

Snook soltó una risotada opaca.

— No hay salida. Además, la pequeña diversión le dará a usted tiempo para completar el experimento. Es el compromiso más importante en la agenda de hoy, ¿verdad?

Ambrose meneó la cabeza.

— Antes convinimos en que yo era un grandísimo hijo de perra, pero todo tiene un límite. No me importa admitir que tenía esperanzas de que me dejaran en paz para llevar a cabo lo planeado, pero ahora la situación es diferente.

— Mire — Snook se golpeteó el pecho—. No quiero parecer melodramático, pero a mí ya puede considerarme muerto… No hay manera de evitarlo.

— Ya sé que puedo considerarle muerto, Gil — dijo Ambrose con voz tensa—. De otro modo no me arriesgaría a ofrecerle la única posibilidad de huida que le queda.

— ¿Huida? — Snook sintió el viejo escozor de la premonición mientras miraba la inquietante máquina cúbica—. ¿Huida? ¿Hacia dónde?

— A usted ya no le queda ningún sitio adonde ir — repuso Ambrose sentenciosamente—. Ninguno…, salvo Averno.


Snook retrocedió un paso, impresionado, y luego echó una ojeada al grupo que le rodeaba. Los rostros eran solemnes y atentos como los de los niños, y se concentraban en Ambrose.

— Existe un riesgo — dijo Ambrose—. Sólo puedo hacer esto con el consentimiento y la colaboración de usted, y no lo intentaría en absoluto si usted tuviera otra manera de salir de aquí.

Snook tragó con dolor.

— ¿Qué hará?

— No tengo tiempo de darle un curso de física nuclear, Gil. Básicamente se trata de revertir los procedimientos de Felleth, haciéndole a usted rico en neutrones… Pero tendrá que confiar en mí. ¿Está dispuesto?

— Estoy dispuesto — dijo Snook, vislumbrando en la memoria las formas diamantinas y alargadas de las islas de Averno—. Pero usted no ha venido aquí para esto.

— Eso no importa. En estas circunstancias no me atrevería a transferir a Felleth ni a ningún otro averniano a nuestro universo… Alguien podría tirotearles — Ambrose se interrumpió para encender un cigarrillo, sin dejar de mirar a Snook—. Pero podemos poner a prueba el principio de la transferencia, para ilustración de Felleth.

— De acuerdo — Snook descubrió que esto le daba más miedo que la perspectiva de que meramente le mataran—. ¿Qué quiere que haga?

— Bien, lo primero que tiene que hacer es comunicarse con Felleth y hablarle del cambio de planes.

— Boyce, usted habla como si… ¿Tiene el número del teléfono de Averno?

— Él necesitará tiempo para reaccionar, Gil. Tiene una gran pericia, pero aún así necesitará que le avisen para disponerse a recibirlo a usted — la cara de Ambrose permanecía impasible, pero Snook advirtió que el cerebro le funcionaba a toda máquina, evaluando probabilidades como un tramposo de experiencia internacional.

— ¿Cree que él podrá hacer los preparativos a tiempo?

Snook sabía que responder a esa pregunta exigía conocimientos que no existían en la Tierra, pero no pudo abstenerse de formularla.

— Felleth nos lleva muchísima ventaja en este campo, y las relaciones energéticas favorecen un traslado de este universo al de él. Creo que con un buen tirón de Felleth y un pequeño empujón de nuestra parte, todo saldrá bien.

Snook advirtió de pronto que había perdido todo contacto humano con Ambrose: era imposible discernir si le estaba aconsejando como amigo o tomando las medidas necesarias para proteger el experimento. En la práctica no había diferencia alguna; de un modo u otro él tenía que elegir entre una muerte segura en la Tierra y la posibilidad de vivir en Averno. Se volvió hacia Prudence, pero ella se apresuró a desviar la mirada, y Snook comprendió que la muchacha tenía miedo. Una nueva inquietud se le deslizó en la mente.

— Boyce, suponiendo que todo salga bien y yo… desaparezca — dijo—, ¿qué ocurrirá después? A Freeborn no le va a gustar demasiado.

Ambrose no se inmutó.

— Ese problema ya se solucionará solo… Pero usted ni siquiera tendrá la oportunidad de ser transferido si no se comunica de inmediato con Felleth — apretó el botón de la esfera de su reloj para mirar la hora—. Ascenderá en poco más de cuatro minutos por el sitio que marcamos en el Nivel Dos.

— Iré — dijo serenamente Snook, comprendiendo que ya no quedaba tiempo para conciliábulos.

Bajaron la escalerilla y se apiñaron estrechamente bajo la plataforma para cubrir a Snook mientras se escurría hacia la boca de la mina. Corrió lo más rápido que pudo, confiando en que las lentes azules de los Amplite le guardaran de tropezar con obstáculos al tiempo que rogaba que Freeborn no hubiera tomado la precaución de saturar el área de soldados. Pensó que el coronel había manejado la situación con una llamativa delicadeza, pero no había tiempo para analizar los motivos.

Al acercarse a la entrada del ascensor permaneció todo lo que le era posible a la sombra de los tubos de evacuación que se alejaban del hueco como tentáculos de un pulpo gigantesco. Repitiendo los movimientos que siempre realizaba Murphy, puso en marcha la maquinaria y agradeció que el funcionamiento fuera silencioso. Saltó a una jaula descendente, bajó al Nivel Dos y brincó a la galería circular. Por un momento aterrador no pudo identificar la entrada del conducto sur, pero luego se encontró dentro de él corriendo mientras el aire frío le silbaba en los oídos.

Cuando llegó al área indicada por Ambrose, descubrió que Felleth y varios otros avernianos ya estaban presentes, visibles de la cintura para arriba por encima del suelo de la roca, y elevándose ostensiblemente a cada segundo mientras fruncían e hinchaban las bocas desmesuradas. Las figuras azuladas y traslúcidas se mezclaban con lo que parecían máquinas y estructuras altas y rectangulares.

Ninguno de los avernianos reaccionó ante su llegada, y Snook recordó que en esta ocasión no estaba iluminado por el equipo de Ambrose. Fijó los ojos en Felleth — y con una parte de la mente se preguntó cómo había logrado identificarle— y avanzó. Felleth se llevó de pronto las manos transparentes a la cabeza, y Snook vio cómo el destello de la pared verde y viviente se le superponía en la visión. Inclinó la cabeza hacia la de Felleth, viendo una vez más cómo los estanques de bruma de los ojos se dilataban hasta inundarle la mente.


Paz profunda de la corriente ondulatoria.

Te comprendo, Igual Gil. Puedes venir.

Paz profunda de la corriente ondulatoria.


Snook se encontró de rodillas en la piedra húmeda e irregular del túnel. Los Amplite le mostraban, al margen de una imagen normal de cuanto le rodeaba, sólo un resplandor vago y generalizado. Eso significaba que la superficie de Averno ya se había elevado por encima de su cabeza, recordó. Alzó los ojos hacia el techo curvo y pulido mientras se preguntaba cuánto tiempo le quedaba. Si quería tener la oportunidad de sobrevivir debía encontrarse con Felleth y Ambrose en un punto directamente encima de su ubicación actual. Felleth ya ascendía a través de estratos geológicos que para él no existían, pero para Snook no había más opción que volver sobre sus propios pasos.

Se puso en pie, trató de sobreponerse a la languidez ya familiar que seguía a la unión telepática, y corrió hacia el ascensor. Al llegar a la galería trepó a una jaula ascendente y se aferró del alambre tejido hasta llegar a la superficie. Agachó la cabeza y corrió hacia la plataforma, sin fijarse ahora si alguien se le interponía. Las lámparas portátiles que rodeaban la plataforma se destacaron en la negrura sin estrellas, y cuando las vio volvió a comprender que era necesario evitar un tropiezo con posibles enemigos. Avanzó más despacio, se agazapó y se abrió paso sigilosamente hasta la base de la plataforma. Ambrose y Helig le estaban esperando al pie de la escalerilla.

— Me he comunicado con Felleth — barbotó Snook, luchando por controlar la respiración—. Ha accedido.

— Buen trabajo — dijo Ambrose—. Mejor que subamos y empecemos. No nos queda mucho tiempo.

Treparon por la escalerilla y encontraron a Prudence y los otros tres hombres de pie y en silencio. Snook tuvo la impresión de que estaban sosteniendo una conversación entre cuchicheos y se habían interrumpido al verle llegar. La situación era intensamente embarazosa y nadie se atrevía a mirarle de frente; Snook supo que se habían creado las mismas barreras que cuando en una familia o grupo se sabe que alguien está a punto de morir. Por mucho que lo intenten, comprendió, quienes saben que tienen un futuro por delante no pueden evitar cierta extrañeza ante el aura que rodea a una persona que se está preparando para morir. Teóricamente, la vida de Snook sería salvada mediante magia nuclear, pero su trayectoria por este mundo concluiría de forma tan definitiva como si fuera a la tumba, y todos los presentes debían saberlo subconscientemente.

— Esto no lo necesitamos — dijo Ambrose, empujando a un lado la tienda de plástico para el hidrógeno, y en ese lugar puso una pequeña caja de madera, boca abajo—. Será mejor que se siente aquí, Gil.

— Bien — Snook trató de aparentar estolidez e impasibilidad, pero un frío mortal le traspasaba, y las rodillas se le aflojaron cuando cruzó la plataforma y estrechó las manos de Helig, Culver y Quig. No atinaba a comprender por qué de repente esa formalidad se le imponía como necesaria. Prudence le tomó la mano entre las suyas, pero cuando le dio un beso, muy ligero y muy fugaz, tenía el rostro como una máscara de sacerdotisa. Cuando él se volvía, Prudence le llamó por su nombre.

— ¿Qué, Prudence? — dijo él, con la imprecisa esperanza de que ella le diera algo, un regalo de palabras, para llevar a otro mundo.

— Yo… Lamento haberme reído de su nombre.

Él asintió extrañamente gratificado e incapaz de hablar, y luego fue a sentarse en la caja. La única ocasión en que Prudence se había divertido a costa de su nombre había sido en el primer encuentro, y en su estado de abyecta ansiedad por un consuelo humano le pareció que esa extraña disculpa había sido para Prudence una manera de borrar toda la secuela de hechos subsiguientes. «Es todo lo que lograrás con ella — pensó—. Tal vez fue más de lo que esperabas, dadas las circunstancias.» Miró a su alrededor, concentrado en la imagen que, salvo algún desenlace tan grotesco como inesperado, sería lo último que vería en la Tierra.

Las cinco personas de la plataforma le devolvieron la mirada, pero las lentes azules de las gafas, que les permitían ver en la oscuridad, les daban aspecto de ciegos. Alrededor del tosco escenario de madera el telón de la noche empezaba a descorrerse ligeramente, y Snook supo que llegaba el alba. Sólo la gruesa capa de nubes, similar a la de Averno, mantenía tan baja la visibilidad. Ambrose se había ubicado detrás de la máquina Moncaster y estaba ajustando los controles cuando la voz de Freeborn estalló en la negrura.

— Los quince minutos ya se han acabado, doctor, y ya estoy cansado de esperar.

— Aún no hemos terminado de discutir — gritó Ambrose sin dejar de mover las manos.

— ¿Qué tienen que discutir?

— Debe usted comprender que exigirnos que le entreguemos un hombre sin tener pruebas de su delito es pedirnos demasiado.

— Usted ha estado jugando conmigo, doctor — la amplificación y los ecos hacían que la voz de Freeborn viniera de todas partes al mismo tiempo—. Lo va a lamentar. Si Snook no se entrega de inmediato, iré en su busca.

Esas palabras hicieron entender a Snook que al margen de cuanto hubiera podido esperarle, era todavía un habitante de la Tierra y conservaba todas sus responsabilidades.

— Tengo que bajar, Boyce — dijo—. Ya no queda tiempo.

— Quédese donde está — ordenó Ambrose—. Apaga las luces, Des.

Quig se agachó y tiró de un cable. La luz tenue que apuntaba hacia arriba desde el círculo de lámparas se disipó abruptamente.

— ¿De qué servirá? — Snook estuvo a punto de levantarse, pero luego volvió a desplomarse en el asiento improvisado. Con el advenimiento de la oscuridad, dedos espectrales y azules se veían más allá del borde de la plataforma. Los habitantes de Averno, callados, traslúcidos y espantosos, se movían entre y a través de las pilas de desechos, volviendo los ojos sin ver, moviendo las bocas sin hablar. En pocos segundos se oyeron alaridos de pavor. Un arma disparó repetidas veces, pero los disparos no iban dirigidos a blancos humanos, y eventualmente se hizo de nuevo el silencio. Los avernianos seguían paseándose sin advertir nada que estuviera fuera del propio universo.

— Estaba seguro de que así ganaríamos tiempo — dijo Ambrose, firme en su papel de hechicero jefe, mientras los tenues perfiles de un edificio se hacían visibles alrededor de él—. Bien, Gil. Ya está. Felleth llegará a nuestro nivel dentro de un par de minutos, y tengo que prepararle a usted para el viaje.

Con la desaparición del peligro, los temores previos volvieron a Snook y de nuevo buscó consuelo en las palabras.

— ¿Qué me va a hacer, Boyce? — algo instintivo le urgió a sacarse la automática del bolsillo y deslizaría por el áspero suelo de madera.

— Le estoy rodeando con un flujo de neutrones, eso es todo — le dijo Ambrose con calma—. Le estoy volviendo rico en neutrones.

Snook descubrió, incrédulo, que aún podía pensar.

— Pero ciertas partes de una planta nuclear son bombardeadas durante años con neutrones, y permanecen tal como están, ¿no es cierto?

— No es lo mismo, Gil. En una planta energética los neutrones no duran mucho tiempo, o bien se manifiestan en otras reacciones — Ambrose siguió hablando con la misma voz tranquilizadora y monótona mientras las figuras de Felleth, de otros avernianos y del instrumental de ellos se elevaba a su alrededor—. Aquí la estrella espectáculo será Felleth, desde luego… A él le corresponde la tarea de sintetizar el cuerpo de usted con los elementos de su mundo. Todo cuanto sabemos es que los neutrones libres en que usted será convertido se reducirán a protones, electrones y antineutrones. Y Felleth se encargará de que se preserven los antineutrinos…

Snook dejó de escuchar la fórmula del encantamiento cuando la estructura insustancial de un gabinete le fue colocada alrededor por avernianos que teman estanques de bruma luminiscentes en vez de ojos. Buscó a Prudence, pero ella se había tapado la cara con las manos. Apenas tuvo tiempo para desear que ella estuviera llorando de tristeza… Luego viajó más allá de las estrellas.

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