La mañana del 25 de marzo de 1993, Gilbert Snook — el neutrino humano— estaba sentado en un bar, disfrutando tranquilamente de un cigarrillo y de una ginebra con agua bien helada. Era un hombre delgado de estatura mediana, con pelo negro cortado al rape y rasgos atractivos y duros. El contorno inusitadamente definido de los músculos, aun de los que le rodeaban la boca, sugería fuerza física, pero por lo demás nada en él llamaba la atención.
Su satisfacción derivaba de una combinación de factores, y uno de ellos era que gozaba del primer día de ocio en dos semanas. Con las temperaturas diurnas del sur de la península arábiga, el mantenimiento de aviones ligeros era una ocupación que inducía a apreciar cabalmente pequeños lujos como el de estar al fresco. Dentro del casco de un avión el calor era insoportable: las superficies metálicas tenían que ser cubiertas con trapos para no quemarse al tocarlas, y el aceite de la máquina se aligeraba tanto que los mecánicos expertos desechaban las instrucciones de fábrica sobre viscosidad y elegían lubricantes que en circunstancias normales se habrían comportado como melaza.
Las condiciones de trabajo en Malaq disuadían a casi todos los técnicos extranjeros de quedarse mucho tiempo, pero se avenían con el temperamento de Snook. Era uno de los tantos estados minúsculos que se habían formado después de la fragmentación del ex sultanato de Omán, y atraía a Snook principalmente porque contenía sólo alrededor de dos personas por kilómetro cuadrado. Las presiones mentales que le disgustaban en zonas densamente pobladas casi no existían en Malaq. Hasta le era posible evitar periódicos, reproducciones facsimilares y emisiones radiofónicas. Todo cuanto se le exigía era colaborar para que la pequeña flota de transportes militares y viejos cazas del sultán siguiera remontando vuelo, a cambio de lo cual se alojaba en el único hotel del país y recibía un generoso sueldo libre de impuestos. Habitualmente, enviaba casi todo el dinero a un banco de su nativa Ontario.
El día había tenido un buen comienzo para Snook. Había saltado de la cama bien descansado tras de un largo sueño, había disfrutado de un desayuno a la occidental, había nadado en la piscina un par de horas, y ahora tomaba un aperitivo antes del almuerzo. La base aérea y el poblado de los nativos, a cinco kilómetros de distancia, estaban ocultos tras de una loma baja que permitía a Snook convencerse fácilmente de que en el mundo entero no había nada salvo el hotel, el ancho océano azul y las cimitarras de arena blanca que se curvaban a ambos lados de la bahía. De vez en cuando pensaba en la cita que tenía esa noche con Eva, una intérprete de una consultoría técnica alemana en la ciudad, pero por el momento sólo le interesaba embriagarse moderada y felizmente.
Le asombró, por lo tanto, descubrir en sí mismo una sensación de inquietud que se agudizaba a medida que el sol pasaba el cenit. Snook había aprendido a confiar en sus premoniciones — a veces sospechaba que era ligeramente sensitivo—, pero al echar un vistazo al vestíbulo espacioso y casi desierto no halló nada que pudiera haber provocado alarmas subconscientes. Desde su asiento ante la ventana, Snook podía atisbar una pequeña alacena detrás del bar y le sorprendió advertir que el barman de chaqueta blanca entraba para ponerse lo que parecía un par de gafas de magniluct. El barman, un delicado joven árabe, se quedó totalmente rígido un momento, mirando hacia arriba; luego guardó las gafas y volvió al mostrador, donde susurró algo al camarero negro. Los ojos del camarero destellaron blancos en la cara africana, mirando el cielo raso con aprensión.
Snook sorbió un trago cavilosamente. Ahora que lo pensaba, había visto un grupo de turistas europeos con gafas de magniluct en la piscina, y se había preguntado por qué necesitaban gafas para la oscuridad en medio de ese brillo abrasador. Al principio le había parecido simplemente otro ejemplo de las excentricidades típicas de los seres humanos demasiado civilizados, pero ahora le asaltaban otras ideas.
Estaban casi a fines de mayo, recordó trabajosamente Snook, y pronto se produciría un importante acontecimiento astronómico. No le interesaba la astronomía, y de las conversaciones oídas a los pilotos había deducido vagamente la aproximación de un objeto vasto pero tenue, menos sustancial que la cola gaseosa de un cometa. Y cuando supo que el objeto ni siquiera era visible, salvo gracias a una extraña propiedad de las gafas de magniluct, Snook lo calificó de poco más que una ilusión óptica y lo olvidó por completo. Sin embargo parecía que los demás se interesaban profundamente, y esto era otra prueba más de que Snook no marchaba al mismo paso que el resto de la humanidad.
Bebió un largo trago del líquido brumoso y cristalino, pero notó que el sentimiento de inquietud no se había disipado: advertir que seguía el ritmo de un tambor diferente no implicaba ninguna novedad. La vaga embriaguez que había estado saboreando se disolvió de golpe, y eso le fastidió. Se puso de pie y se quedó frente al largo ventanal, entornando los ojos contra el resplandor de la arena, el mar y el cielo. El grupo de europeos seguía reunido en la piscina cubierta. Por un momento pensó en acercárseles y preguntar si había algún suceso reciente del que conviniera estar al tanto, pero eso lo enredaría en contactos humanos innecesarios y optó por no hacerlo. Se alejaba del ventanal cuando avistó la nube de polvo de un vehículo que se acercaba velozmente desde el norte, la dirección donde estaban el poblado y la base aérea. En menos de un minuto distinguió un jeep pintado con el camuflaje terroso de las fuerzas armadas del sultán.
«Ahí está — pensó con extraña satisfacción—. Vienen por mí.»
Regresó al asiento, encendió otro cigarrillo y trató de adivinar qué había ocurrido. A juzgar por sus experiencias, podía ser cualquier cosa, desde que el motor de un jet hubiera engullido un pájaro que le había estropeado la digestión metálica, hasta una lucecita que no funcionaba en el Boeing privado del sultán. Snook se hundió aún más en el tapizado y decidió que se negaría a atender cualquier presunta emergencia a menos que fuera cuestión de vida o muerte. Acababa de apagar el cigarrillo cuando el teniente Charlton, piloto de combate, entró en el vestíbulo, la cara encendida, tieso en el uniforme color trigo. Charlton era un australiano de unos treinta años que había firmado un contrato de tres para pilotear aviones de caza, y de los hombres que Snook había conocido era el que menos entendía de máquinas o se interesaba en ellas. Caminó directamente hacia la mesa de Snook y se detuvo apoyando el vello dorado de las rodillas desnudas contra el plástico blanco. Tenía los ojos rojizos de furia.
— ¿Por qué está ahí sentado bebiendo, Snook? — preguntó con deliberada impertinencia.
Snook consideró serenamente la pregunta.
— Porque no me gusta beber de pie.
— No sea… — Charlton inhaló profundamente, y al parecer optó por cambiar de táctica—. ¿No le entregó el conserje mi mensaje?
— Afortunadamente no. Es mi primer día libre en dos semanas.
Charlton miró impotente a Snook, luego se instaló en una silla y echó una ojeada cautelosa a su alrededor antes de hablar.
— Le necesitamos en la base, Gil.
Snook reparó en el uso del nombre y dijo:
— ¿Qué pasa, Chuck?
Charlton, que siempre insistía en que el personal de tierra le tratara de usted, cerró los ojos un segundo.
— Se está cocinando una revuelta. Es posible que dañen algunos aviones, y el comando en jefe ha decidido trasladarlos hasta que pase la tormenta.
— ¿Una revuelta? — Snook estaba anonadado—. Cuando ayer me fui de la base todo estaba en calma.
— Surgió durante la noche… Usted ya debería saber cómo son los malaquíes.
— ¿Y para qué están las milicias del sultán? ¿Y los firquat? ¿No pueden reprimirla?
— Son los malditos firquat que la promueven — Charlton se secó la frente—. ¿Vendrá o no, Gil? Si no nos apresuramos a sacar esos aviones de allí en menos que canta un gallo no tendremos aviones para sacar.
— Si es así… — Snook se incorporó al mismo tiempo que Charlton—. Me cambio en menos de un minuto.
Charlton le agarró del brazo y le arrastró hacia la puerta.
— No hay tiempo para etiquetas. Es una fiesta informal.
Treinta segundos después Snook se encontró en el asiento del jeep, aferrándose con fuerza mientras arrancaban en medio de un brusco remolino de grava. Charlton condujo el vehículo hasta la carretera de la costa y viró hacia el norte a toda velocidad, dominándolo apenas, acelerándolo al máximo en cada cambio. Un viento tórrido, muy diferente del aire acondicionado y fresco del hotel, rugía bajo el parabrisas inclinado y dificultaba la respiración a Snook. Las terrazas áridas del jebel relucían a la izquierda, más allá de la llanura. Snook cayó en la cuenta de que había sido persuadido de renunciar a un buen ganado descanso, y de viajar con un conductor peligrosamente impulsivo, sin enterarse de la verdadera razón para todo esto.
Tironeó la manga de Charlton.
— ¿Vale la pena matarse por esto?
— En absoluto… Yo siempre conduzco así — el ánimo de Charlton parecía haber mejorado ahora que estaba cumpliendo con su misión.
— ¿Qué ha provocado la revuelta?
— ¿No escucha nunca las noticias? — Charlton apartó los ojos del camino para escudriñar el rostro del pasajero, y el jeep rechinó cerca de la arena y los pedruscos que bordeaban la carretera.
— No, tengo otras maneras de amargarme.
— Una sabia actitud, tal vez. De todos modos, lo que causa el revuelo es el Planeta de Thornton. No sólo aquí… Hay agitación en todas partes.
— ¿Pero por qué? Es decir, el planeta en realidad no existe, ¿verdad?
— ¿Por qué no intenta explicarle eso a un bosquimano de Australia, o incluso a una matrona italiana? Lo que muchos imaginan es que… ¡Blum! — Charlton se interrumpió para devolver el jeep al centro de la carretera y luego siguió gritando por encima del ventarrón—. Gente como esa cree que si puede verlo venir, lo sentirá cuando llegue.
— Pensé que no se lo podía ver sin gafas Amplite.
— Esas cosas están ahora en todas partes, campeón. La industria más próspera desde que inventaron el sexo. En las zonas más pobres los importadores las parten en dos y las venden como monóculos — explicó Charlton con intención escandalosa.
— Todavía no entiendo — Snook contempló unos segundos el horizonte que brincaba—. ¿Cómo pueden asustarse de una especie de ilusión óptica?
— ¿Le ha echado una ojeada últimamente?
— No.
— Tenga — Charlton se tanteó el bolsillo del pecho, sacó un par de gafas azuladas y se las alargó a Snook—. Fíjese un poco…, hacia el este.
Snook se encogió de hombros y se puso las gafas. Como era de esperar, el mar iluminado por el sol resultaba intolerablemente brillante con las gafas especiales, pero el cielo era algo más oscuro. Irguió la cabeza y… Casi se le detiene el corazón. El Planeta de Thornton refulgía encima de él, una esfera vasta y amenazante, de algún modo paralizada en su descenso mortal, que dominaba el cielo entero con su maligno resplandor azul. Un temor ancestral y supersticioso dominó a Snook hasta paralizarle la razón, advirtiéndole así que todos los órdenes estaban a punto de caducar. Se quitó bruscamente las gafas y regresó a un mundo de tranquilizadora normalidad.
— ¿Y bien? — Charlton parecía maliciosamente divertido—. ¿Qué opina de nuestra ilusión óptica?
— Yo… — Snook escrutó nuevamente el cielo, feliz de encontrarlo vacío, y esforzándose por aprehender la noción de dos realidades distintas. Levantó un poco las gafas con la intención de volver a ponérselas, luego cambió de opinión y se las devolvió a Charlton—. Parecía real.
— Es tan real como la Tierra, pero al mismo tiempo es menos real que un arco iris — Charlton brincaba en el asiento como un jinete acuciando a la montura—. Hay que ser físico para entenderlo. Yo no lo entiendo, pero no me preocupa porque confío en cualquiera con un título delante de su nombre. Esta gente no piensa igual, sin embargo. Creen que destruirá el mundo — señaló las chozas de madera en los suburbios del poblado que empezaba a delinearse más allá de la línea diagonal de una colina; entre las casuchas destartaladas se veían mujeres embozadas de negro y niños de corta edad.
Snook asintió, más comprensivo ahora que acababa de observar un cielo desconocido.
— Sin duda nos culparán a nosotros, por supuesto. Hemos hecho visible la cosa, por lo tanto le hemos dado existencia.
— Todo lo que sé es que tenemos que trasladar unos aviones y no tenemos suficientes pilotos — gruñó Charlton—. Usted podrá pilotar alguno de esos viejos Skyvans, ¿verdad?
— No tengo licencia.
— Eso no le importará a nadie. Esta es su oportunidad de ganarse una medalla, campeón.
— Magnífico — dijo Snook con abatimiento, y aferró con más fuerza las agarraderas del jeep cuando Charlton dejó la carretera de la costa para internarse en una pista que conducía al este del poblado e iba directamente a la base aérea.
Charlton no hizo concesión alguna a las lamentables condiciones del camino, y a Snook le costó no salir despedido del vehículo mientras traqueteaban entre piedras y baches. Se alegró cuando avistaron la alambrada de la base aérea, y sintió alivio al ver sólo un puñado de hombres con ropas malaquíes reunido ante el portón de la entrada, aunque la mayoría empuñaba rifles modernos y eso indicaba que eran miembros de la milicia del sultán. Cuando el jeep se acercó al portón Snook vio que habían otros malaquíes con uniformes de soldados regulares apostados dentro de la alambrada, en posición de tiro. Empezó a perder las esperanzas de que la situación fuera menos urgente de lo que Charlton había dicho.
Al llegar, Charlton dio un cornetazo con la bocina y agitó furiosamente un brazo para que le despejaran el camino.
— Será mejor que disminuya la velocidad — le gritó Snook.
Charlton meneó la cabeza.
— Si vamos muy despacio no pasaremos nunca.
Siguió apretando el acelerador hasta que llegaron cerca de la entrada y figuras arropadas de blanco brincaron a ambos lados con gritos furibundos. En el último momento Charlton clavó los frenos y metió el jeep entre dos alerones oxidados que hacían las veces de barreras. Parecía que su táctica había resultado totalmente fructífera cuando un viejo árabe que estaba de pie sobre un tambor de petróleo saltó frente al vehículo alzando los brazos. Charlton no tuvo tiempo de reaccionar. Un impacto blando sacudió el jeep y el viejo desapareció bajo el parachoques. Charlton detuvo el vehículo detrás de la línea de guardias y miró a Snook con ojos indignados.
— ¿Ha visto eso? — jadeó, perdiendo el color—. ¡Qué viejo imbécil!
— Creo que le hemos matado — dijo Snook mientras se volvía en el asiento para ver aquel puñado de hombres reunido alrededor del cuerpo tumbado, y empezó a apearse del jeep. De pronto apareció un sargento barbudo y le metió dentro con un empellón.
— No vuelvan allí — advirtió—. Les harán trizas.
— Pero no podemos… — las palabras de Snook resbalaron cuando Charlton puso una marcha y el jeep aceleró caracoleando hacia la hilera de hangares del lado sur de la pista—. ¿Qué está haciendo?
— El sargento no bromea — dijo sombríamente Charlton, y como para confirmar sus palabras se oyó el estampido irregular de armas cortas. Breves chorros de arena estallaron en varias partes cerca del jeep.
Snook se hundió en el asiento tratando de ofrecer el menor blanco posible, admitiendo a regañadientes que su compañero, aunque equivocado en muchas otras cosas, tenía razón en esto. En Malaq había tan pocos coches que la gente nunca había llegado a aceptar la inevitabilidad de los accidentes de tráfico. Los parientes de la víctima siempre consideraban esa muerte como un asesinato premeditado y aun en tiempos normales, buscaban venganza. Snook sabía de un mecánico de aviones que el año anterior había atropellado accidentalmente a un niño y había sido llevado fuera del país el mismo día, para que no le mataran.
Se irguió en el asiento mientras el jeep quedaba a salvo tras una línea de barricadas y finalmente se detenía frente al edificio de un solo piso donde estaba la sala de operaciones. El jefe de escuadrón Gross, un ex oficial de la RAF que era subcomandante de la fuerza aérea del sultán, se les acercó corriendo. Se detuvo, callando mientras tres cazas Skywhip despegaban en formación de una pista cercana. Tenía cubierta de polvo la cara recién afeitada.
— He oído algunos disparos — dijo cuando se disipó el estruendo de los reactores—. ¿Qué ha pasado?
Charlton movió los pies con embarazo y se miró las manos aferradas al volante.
— Nos disparaban a nosotros, señor. Uno de los nativos se cruzó… bueno, hmmm, se cruzó en el camino cuando atravesábamos el portón.
— ¿Muerto?
— Era bastante viejo.
— Espero que sí, Charlton — dijo amargamente Gross—. ¡Cielo santo! ¡Como si las cosas no anduvieran bastante mal…!
Charlton se aclaró la garganta.
— He logrado encontrar a Snook, señor. Está dispuesto a pilotar uno de los Skyvans.
— Aquí quedan sólo dos Skyvans… Y no irán a ninguna parte — Gross señaló las sombras del hangar vecino donde descansaban dos de esas máquinas viejas y cuadradas. La hélice de estribor de una había mordido el extremo del ala de la otra, aparentemente por culpa de la ineptitud de algún piloto.
Snook saltó al cemento caliente.
— Echaré un vistazo a las averías.
— No. Trasladaré a todo el personal al norte hasta que esto estalle. Mejor que vaya con Charlton en el Skywhip — Gross clavó en Charlton una mirada poco amistosa—. Le deseo buen viaje.
— Gracias.
Snook se volvió y corrió detrás de Charlton, quien ya estaba a mitad de camino del jet. Trepó luego al asiento trasero y conectó los auriculares de comunicación interna mientras Charlton encendía el motor. El avión arrancó casi instantáneamente, bamboleándose firmemente sobre el tren de aterrizaje, y rodó hacia la pista. Snook todavía forcejeaba con las correas de seguridad cuando los barquinazos que estremecían el casco cesaron de repente anunciándole que ya estaban en el aire. Se examinó la ropa; camisa de seda azul oscuro, shorts azul celeste y sandalias ligeras, asombrado ante lo incongruente que resultaba entre los instrumentos de la cabina. Según su reloj, era la una y seis minutos, lo cual significaba que hacía apenas nueve minutos que estaba sentado en el hotel bebiendo ginebra con agua.
Aun para Gil Snook, el neutrino humano, la partícula elusiva de la humanidad, el curso de los acontecimientos había sido desconcertante. Se sujetó la última hebilla, irguió la cabeza y vio de inmediato que estaban volando hacia el sur. Como no quería sacar conclusiones apresuradas, esperó a que el avión se nivelara en los siete mil metros sin alterar el curso antes de hablarle al piloto.
— ¿Cuál es el plan, Chuck? — dijo fríamente.
La voz de Charlton sonó vivida y potente en los auriculares.
— Mírelo así, campeón… En Malaq los dos estamos liquidados; ese espantajo que se nos cruzó en el camino probablemente tenía treinta o cuarenta hijos y sobrinos, y dondequiera que vayamos estarán apuntándonos con sus Martins y Lee Enfields. Son pésimos tiradores en su mayoría, pero algún día se acercarán lo suficiente y no le servirá de nada explicarles que no era usted quien conducía. Créame, entiendo de estas cosas.
— ¿Adonde vamos, pues?
— Sea como fuere mis vuelos para Gross han terminado. Se supone que somos una fuerza de choque y lo único que hacemos es…
— Le he preguntado adonde vamos.
La mano de Charlton asomó por encima del respaldo del asiento eyector, y el índice señaló directamente hacia adelante.
— Tenemos toda África para elegir.
Snook sacudió la cabeza incrédulamente.
— Mi pasaporte se ha quedado en el cuarto del hotel. ¿Dónde está el suyo?
— En casa — Charlton parecía muy confiado—. Pero no se preocupe por nada… Estamos cerca de por lo menos seis repúblicas recién fundadas que se alegrarán de protegernos. A cambio del avión, desde luego.
— Desde luego — Snook alzó los ojos hacia el cielo del este, frunciendo el ceño.
El Planeta de Thornton era invisible e irreal, pero, como cualquier otro fenómeno celeste, había sido un presagio de mala suerte.