Capítulo 9

Tenía un aspecto estupendo. La madre de Amina meneó la cabeza pensativamente cuando le dije que necesitaba algo nuevo que ponerme para almorzar en la ciudad, y que debía ser algo que me sirviese también para ir a trabajar. Eso último se salía del guion que Amina me había dado, pero no era ella quien pagaba la factura. La señora Day pasó las apretadas perchas con mano profesional. Su mirada saltaba de las blusas a mí con ojos entornados mientras yo intentaba no parecer tan tonta (o quizá desesperada) como me sentía.

Sacó una blusa de color marfil con unos motivos de enredadera verde oscuros que se abrían paso de abajo arriba, a juego con un lazo del mismo color («A tu edad, querida, no necesitas nada más claro, es demasiado juvenil») que anidaba en las indómitas ondulaciones de mi pelo con rotunda feminidad. También me dio unos pantalones marrones con un cinturón ancho y pliegues extravagantes, aparte de unos zapatos. Deslicé los pies dentro para llevármelos puestos de la tienda. La señora Day chasqueó la lengua al examinar mi pintura de labios (no era lo bastante oscura), pero me mantuve en mis trece. Odiaba pintarme los labios.

No es que fuese un conjunto espectacular, pero sin duda suponía todo un cambio en mí. Me sentía genial, y mientras conducía fuera de la ciudad en dirección a la interestatal que la rodeaba, estaba bastante convencida de que Robin acabaría impresionado.

Me sentí menos segura cuando oteé por la puerta de panel acristalado del aula. Tal como predijo Amina, había un montón de «chicas monas» de universidad en el taller de escritura creativa de Robin. Estaba dispuesta a apostar que la aplastante mayoría escribía poesía relacionada con el hambre en el mundo y relaciones sentimentales con finales tristes. Al menos cinco de ellas no llevaban sujetador. Los cuatro hombres del taller eran de la variedad seria y desaseada. Probablemente lo suyo eran las piezas existenciales. O quizá poesías sobre relaciones con finales tristes.

Cuando los demás se levantaron para marcharse, dos de las chicas monas se rezagaron para lucir sus encantos ante Robin. Sonreí, pensando en Amina, al entrar en el aula.

Robin creyó que la sonrisa iba por él y me la devolvió.

– Me alegra que hayas encontrado el aula sin problema -dijo, y las jovencitas (recordé que no eran niñas) se volvieron para mirarme-. Lisa, Kimberly, os presento a Aurora Teagarden. -Oh, vaya, esa no me la esperaba. Robin y sus modales. La morena parecía incrédula y la rubia rio disimuladamente antes de poder evitarlo-. ¿Lista para almorzar? -preguntó Robin, y las caras de las dos jovencitas se pusieron tensas.

Gracias, Robin.

– Sí, vámonos -dije audiblemente, sin perder la sonrisa.

– Claro. Bueno, nos vemos en clase el miércoles -señaló Robin a Lisa y Kimberly. Salieron del aula con los brazos llenos de libros y Robin guardó un par de antologías en su maletín-. Permíteme que deje esto en mi despacho -dijo. El despacho estaba justo al otro lado del pasillo, y estaba repleto de libros y papeles, aunque no eran suyos, según me explicó-. Se suponía que James Artis iba a dar tres talleres de escritura y una clase de Historia de la Novela de Misterio, pero cuando sufrió un infarto, me recomendó a mí.

– ¿Y por qué lo aceptaste? -pregunté. Salimos andando del campus en dirección a un restaurante de sándwiches y ensaladas justo al final de la calle.

– Necesitaba un cambio -explicó-. Estaba cansado de permanecer encerrado en un cuarto escribiendo todo el día. Llegué a escribir tres novelas seguidas sin apenas descansar entre ellas y me faltaban ideas para la siguiente, así que la enseñanza me pareció de lo más interesante. James me recomendó Lawrenceton como un lugar donde no me arruinaría pagando un alquiler, y dado que pasé un par de semanas en una de las habitaciones libres de la residencia masculina, me alegré sobremanera de encontrar la casa que ahora ocupo.

– ¿Tienes previsto quedarte mucho tiempo? -pregunté con delicadeza.

– Eso depende del éxito de los talleres y la clase -dijo- y de la salud de James. Podría quedarme por la zona aunque dejase la universidad. Esto me gusta tanto como el sitio donde viví antes. La verdad es que ya no tengo raíces en ninguna parte. Mis padres se han jubilado en Florida, así que no tengo muchos motivos para volver a mi ciudad natal…, San Luis -añadió en respuesta a la pregunta que no había formulado.

Mantuvo abierta la puerta del restaurante. El sitio estaba lleno de helechos y las camareras y los camareros lucían delantales idénticos y vaqueros por debajo. El que nos tocó se llamaba Don, y parecía contento de servirnos. Habían sintonizado una cadena de radio de rock suave para todos los que nos considerábamos de la vieja guardia, de entre los veintiocho y los cuarenta y dos. Mientras estudiábamos la carta, decidí empezar a insinuarme, tal como me instruyó Amina. Mientras pedíamos, debí de apuntar mal, ya que Don se puso rojo y apenas podía evitar mirarme el escote. Robin pareció captar el grueso de las señales y, no sin cierto titubeo (era mediodía, estábamos en un local público y tenía que dar clase esa tarde), me cogió la mano sobre la mesa.

Nunca supe cómo reaccionar ante una situación así. Las ideas siempre se me disparaban. «Vaya, me ha cogido de la mano; ¿significa eso que quiere acostarse conmigo, salir otra vez o qué?». Y es que tampoco sabía dónde mirar. ¿A los ojos? Demasiado directo. ¿A la mano? Bastante estúpido. ¿Debía mover la mano para agarrar la suya? Incómodo. Nunca fui demasiado buena con estas cosas.

Por fin llegaron las ensaladas, así que separamos las manos para hacernos con los cubiertos, un poco aliviados, confesaré.

Me estaba preguntando si debía seguir insinuándome mientras comíamos, cuando me di cuenta de que James Taylor [10] dejó de cantar por los altavoces y empezaron las noticias. El nombre de mi ciudad siempre llamaba mi atención. La voz neutral de una mujer decía: «En otro orden de cosas, el candidato a la alcaldía de Lawrenceton, Morrison Pettigrue, ha sido hallado muerto hoy. Pettigrue, de treinta y cinco años, concurría a las elecciones por el Partido Comunista. Su director de campaña, Benjamin Greer, halló a Pettigrue muerto por heridas de puñal en la bañera de su vivienda en Lawrenceton. Había papeles flotando en el agua, pero la policía no ha dicho si alguno de ellos contenía una nota de suicidio. Las autoridades no tienen sospechosos y han rehusado especular sobre si la muerte se debió, como sostiene Greer, a un asesinato político».

Nuestros tenedores se quedaron paralizados a medio camino. Robin y yo nos quedamos mirándonos como dos tontos. La sensualidad se había evaporado.

– En la bañera -dijo Robin.

– Con un cuchillo. Y el remate de los papeles.

– Marat -dijimos al unísono.

– Pobre Benjamin -añadí yo. Nos había repudiado para seguir su propio camino, y el camino le había dado una patada en la entrepierna.

– Smith reconocerá el crimen, ¿no? -dijo Robin al cabo de infructuosas especulaciones por nuestra parte.

– Eso espero -contesté confiadamente-. Arthur es inteligente y ha leído mucho.

– ¿Llegaste a descubrir si los bombones encajaban con algún patrón?

– Llamé a Jane Engle -le conté, y le expliqué quién era y por qué su memoria era tan fiable. Él solo había coincidido una vez con los socios de Real Murders-. Está buscando.

– ¿Crees que dará con el caso para la noche de mañana? -preguntó.

– Bueno, puede que hoy la vea. A lo mejor ya habrá encontrado algo.

– ¿Hay algún buen restaurante en Lawrenceton?

– Bueno, está el Carriage House. -Tal como rezaba su nombre en inglés, era una auténtica cochera y hacía falta reservar. Era el único establecimiento de Lawrenceton con ínfulas suficientes como para poder hacerlo. Di los nombres de algunas alternativas, pero el Carriage House le gustó más que ningún otro.

– Este almuerzo está siendo un fiasco, apenas hemos tocado las ensaladas -señaló-. Permíteme que te lleve a cenar mañana y podremos hablar y comer como es debido.

– Vaya, gracias. Encantada. El Carriage House es un sitio elegante -añadí, y me pregunté si la indirecta le ofendería.

– Gracias por avisar -respondió Robin para alivio mío-. Te acompañaré de vuelta a tu coche.

Cuando miré el reloj, comprobé que tenía razón. Tanto caminar, insinuarme y especular había agotado casi todo mi tiempo y tenía que llegar a tiempo al trabajo.

– Si no te importa hacer la reserva, te recogeré mañana a las siete -dijo Robin cuando llegamos a mi coche.

Bueno, al menos teníamos otra cita, aunque algo me decía que no era la típica cita social. Robin tenía un interés profesional en los asesinatos, pensé, y yo era la lugareña que podía interpretar el escenario para él. Pero me dio un beso en la mejilla cuando iba a entrar en el coche y no paré de cantar a James Taylor mientras conducía de vuelta a Lawrenceton.

Era mucho mejor que imaginar la horrible escena de Morrison Pettigrue tiñendo de escarlata el agua de la bañera con su propia sangre.

Загрузка...