Capítulo 12

Aunque no lo supe hasta que salí del trabajo, había sido una tarde ajetreada para los medios informativos y la policía.

La muerte de Mamie no había suscitado demasiado interés en la capital, a pesar de ocupar las portadas de Lawrenceton. La caja de bombones había dado para un par de párrafos del interior de una publicación local y había pasado completamente desapercibida en los medios de la capital. Pero el asesinato de Morrison Pettigrue sí era noticia, el asesinato extraño de un tipo extraño y excéntrico, salpimentado con la carga de asesinato político de Benjamin. Cabía la posibilidad de que Benjamin fuese el carnicero local en obvia busca de atención, por cualquier medio y de la peor manera, pero merecía el título de «director de campaña» como se le tildaba. Los dos corresponsales locales de los periódicos de la capital disfrutaron de un par de días de importancia sin precedentes.

Tal como nos había dicho Sally de forma tan indignada en la última reunión celebrada en casa, la policía le había pedido que mantuviese las especulaciones relativas a Julia Wallace fuera de su publicación. El relato del asesinato de Julia Wallace sería poco atractivo para los lectores de periódico estadounidenses del siglo XX, les había dicho la policía a Julia y a su jefe. Y, aparte, interferiría en su investigación. Sally estaba siguiendo la pista del asesinato Wright, no cabía duda, al formar parte del club y además estaba presente cuando encontré el cuerpo, así que le sentó muy mal que se excluyera su exclusivo conocimiento de los hechos. Pero su jefe, Macon Turner, se plegó a las demandas del jefe de la policía local y guardó el caso en el cajón «durante unos días». Sería de manos de Macon Turner como juntaría todos estos retazos de información más tarde; había estado rondando a mi madre durante unos meses antes de que John Queensland le ganara la mano y nos habíamos hecho amigos.

Sally se puso frenética tras el asesinato de Pettigrue; en cuanto supo de sus fuentes policiales que había un periódico diseminado por la superficie del agua de la bañera y que lo habían colocado allí después de matarlo, repasó mentalmente los asesinatos de radicales y no tardó en caer en el apuñalamiento de Charlotte Corday a Paul Marat en la Francia revolucionaria. Charlotte había conseguido entrar en la casa de Marat afirmando que llevaba una lista de los traidores de su provincia. Entonces lo mató mientras tomaba un baño para aliviar su enfermedad de la piel.

En cuanto lo tuvo claro, Sally irrumpió en el despacho de Macon Turner y exigió contar toda la historia. Sabía que sería el reportaje más importante de su carrera. Turner, que era amigo del jefe de policía, dudó durante un par de fatales días, durante los cuales los Buckley fueron asesinados. Tras llegar a una inmediata y obvia conclusión, Sally preparó su reportaje con una completa exposición de la teoría «paralela», como acabó llamándose.

Turner ya no podía resistirse al mayor y más importante reportaje que le había estallado entre las manos desde que compró el Sentinel de Lawrenceton. Por fortuna, ninguno de los dos reporteros a tiempo parcial conocía a ninguno de los socios de Real Murders, quienes no hablaban mucho del asesinato de Mamie Wright, especialmente desde la última reunión dominical en mi casa. Por ejemplo, LeMaster Cane me dijo más tarde que, antes de la propia reunión, había llegado a la conclusión de que los asesinatos se parecían demasiado a casos antiguos como para considerarlos una coincidencia. Pero, como afroamericano, tenía miedo a que lo implicaran si daba un paso al frente para compartir su teoría. Para entonces también había descubierto que su martillo -con sus iniciales impresas en el mango- había desaparecido. Imaginó que lo habían usado para matar a Mamie.

La misma tarde que se halló muertos a los Buckley, el laboratorio forense estatal llamó a la policía local para decir que, a pesar de que el informe estaba enviado, querían que Arthur y Lynn supieran que los bombones que recibimos mi madre y yo contenían matarratas. Si mi madre hubiese tomado uno de ellos con la suerte de notar el sabor y escupirlo, lo habría pasado muy mal. Si por alguna razón sus papilas gustativas hubiesen estado atrofiadas como para comerse tres bombones, podría haber muerto. Pero los matarratas suelen tener un olor y un sabor muy fuertes, precisamente para impedir su ingesta accidental, así que cabía concluir que el intento de envenenamiento había sido poco entusiasta y de corte aficionado.

Entonces Lynn Liggett encontró una caja de matarratas abierta en el coche de Arthur.

El agente que había tomado nota del mensaje del laboratorio estatal se llamaba Paul Allison, hermano del hombre con el que Sally había estado casada años atrás. Era amigo de Sally y Arthur le importaba poco. Paul Allison estaba en el aparcamiento de la comisaría cuando Lynn, que se había metido en el coche de Arthur para recoger su libreta olvidada, encontró la caja de matarratas debajo. Lynn dio por sentado que Arthur se había hecho con una muestra por alguna razón y la levantó donde Paul Allison pudiera verla, justo antes de darse cuenta de que algo no encajaba e intentar esconderla de nuevo.

Cuando Paul Allison vio el matarratas, no hubo forma posible de ocultar el episodio y Arthur tuvo que dar muchas explicaciones, al igual que Lynn, que siempre había acompañado al otro de acá para allá.

Paul Allison decidió dar sus propias explicaciones a Sally. La llamó una hora más tarde y el reportaje se imprimió a la mañana siguiente.

Su relato no dejó indiferente a nadie, como era de esperar. Sally Allison, periodista de mediana edad, por fin había dado con la historia que llevaba toda la vida anhelando, y fue a por todas, sin cortapisa alguna.

Los reporteros no sabían nada de la «teoría paralela», pero sí que algo extraño estaba pasando en Lawrenceton, que solía contar con una de las menores tasas de asesinatos. Cuando mataron a los Buckley, una reportera estaba escuchando la emisora de la policía. Mientras los coches patrulla convergían en la casa, ella cargaba su cámara. Detuvo el coche en una gasolinera para repostar y luego condujo lentamente por Parson hasta encontrar la casa. Delante, una mujer alta y atractiva se había dejado caer con las piernas manchadas de sangre. Junto a esa bella mujer, rodeándola con el brazo, había una bibliotecaria bajita con gafas redondas y expresión sombría. Trataba de pasar por alto las arcadas que me provocaba el olor a vómito de Lizanne.

Su foto de nosotras apareció en la sección metropolitana-estatal del diario de la tarde. Sus fuentes en el departamento de policía no habían estado calladas mientras tanto, y el pie rezaba: «Elizabeth Buckley yace conmocionada en la escalera de la casa de sus padres tras descubrir sus cadáveres. La consuela Aurora Teagarden, que halló el cadáver de la señora de Gerald Wright la noche del viernes».

Así que esa tarde, mientras trabajaba en la biblioteca sumida en el aturdimiento, los periodistas estaban vigilando mi casa y la oficina de mi madre. A nadie se le ocurrió que podía ir simplemente al trabajo después de «consolar» a Lizanne. Claro que el periódico aún no había salido y todavía no había visto la foto, pero cuando llegué a casa después de mi turno, había un equipo de informativos de la televisión aparcado en mi plaza de aparcamiento. Habían recibido un soplo temprano de la historia, y como Lizanne estaba incomunicada en el hospital y Arthur y Lynn estaban enredados en la comisaría con el descubrimiento del matarratas, mi madre y yo éramos de los pocos objetivos abordables que quedaban.

Así era hasta que el equipo de informativos divisó a Robin, que llegaba a casa desde la universidad. El reportero era un ávido aficionado al género del misterio y lo reconoció enseguida, después de haber leído sobre su llegada tras el afligido escritor que había sufrido un infarto. El cámara lo siguió como una exhalación y el reportero se plantó ante él con unas preguntas apresuradas. Robin, acostumbrado a ser entrevistado, lo llevó muy bien. Fue agradable, sin llegar a revelar demasiada información. Aquella noche lo vi en el noticiario.

Desgraciadamente, no estaban tan centrados como para que uno de ellos no se diera cuenta de mi presencia cuando llegaba a casa. Puede que tuviese el deber de hablar con la policía, pero no tenía por qué perder el tiempo con esa gente. Uno de ellos sostenía un ejemplar del periódico, y me lo puso ante las narices mientras salía titubeante de mi coche, dispuesta a darme el baño más largo y caliente que recordase. Dijo algo, no sé el qué, ya que me sentí tan espantada al ver la foto de la pobre Lizanne que no fui capaz de escuchar nada. Me encontraba rodeada, y así estaba, a pesar de que mi mente sentía que los tres hombres que formaban el equipo eran como treinta.

Estaba sencillamente agotada y no podía más.

– No quiero decir nada -informé, nerviosa. El cámara corrió en pos de mí. El reportero era un tipo atractivo con una bonita sonrisa, pero quería que se apartase de mi camino más de lo que había deseado nunca. Sentía que estaba rayando peligrosamente con el linde de la histeria.

Robin decidió venir en mi rescate. Se asomó entre ellos y tiró de mí para que atravesase la barricada humana. Por un instante me pregunté si no me retendrían, pero se apartaron y corrí junto a Robin. Él me rodeó con un brazo, dimos la espalda al equipo de informativos y nos dirigimos hacia la puerta del patio.

Yo sabía que el cámara seguía al trote (el novelista de misterio y su casera bibliotecaria viviendo en casas adyacentes) y sentí un respingo en las entrañas. Me volví para encarar al cámara.

– Esto es una propiedad privada. Pertenece a mi madre, a quien represento yo en este momento -dije ominosamente-. No tenéis mi permiso para entrar. Esto va contra la ley -añadí, como quien pronuncia un encantamiento. Y, por los efectos, bien lo parecía, ya que volvieron a su furgoneta, ¡y se fueron! Me sentí increíblemente satisfecha conmigo misma, pero también sorprendida al encontrarme a un Robin sonriente cual padre orgulloso.

– Puedes con ellos, Aurora -dijo, admirado.

– Agradezco que me echases una mano en el aparcamiento, Robin -apunté-, pero, maldita sea, ¡no seas paternalista conmigo! -Seguí un poco con el discurso de independentismo personal y conseguí entrar por mi puerta trasera sin estallar en lágrimas.

Esa noche, Arthur me llamó para contarme la sórdida historia del matarratas.

– Quienquiera que sea ese malnacido, está jugando con nosotros y ha ido muy lejos -dijo Arthur, airado.

Yo consideraba que asesinar a los Buckley ya era ir demasiado lejos.

Tras compadecerme tanto como me permitía la decencia, le comenté el problema que estaba teniendo con los medios de comunicación. Había recibido un par de llamadas durante mi maravilloso baño que habían conseguido arruinarlo. Solo la esperanza de escuchar la voz de alguien con quien me apeteciese charlar me animaba a seguir cogiendo el aparato. Por primera vez en mi vida me vi deseando tener un contestador.

– Yo también estoy recibiendo llamadas -indicó Arthur, sombrío-. No estoy acostumbrado a ser el objeto directo de tanta atención mediática.

– Ni yo -dije-. Lo odio. Menos mal que dar ruedas de prensa no forma parte del oficio de bibliotecaria. ¿Crees que hemos dejado de ser sospechosos?

– Sí. No me han suspendido, ni nada por el estilo. Al menos he conseguido labrarme un respeto suficiente para eso.

– Me alegro. -Y así era. Mientras Arthur siguiese en su sitio, sentía que contaba con alguien de mi parte en la policía. Si lo hubieran suspendido, no solo lo habría lamentado por él, sino que también me habría sentido impotente del todo.

– Deja el teléfono descolgado -me recomendó Arthur-. Pero antes llama a tu madre y dile que ponga un cartel con letras bien grandes en tu aparcamiento que deje claro que es una propiedad privada y que los intrusos serán demandados.

– Buena idea. Gracias.

Nos despedimos con cierta incomodidad. Ambos nos preguntábamos que sería lo siguiente, y a quién le pasaría.


Mi madre llamó a su manitas particular esa noche y le dijo que le pagaría el triple de lo habitual si colocaba el cartel en el aparcamiento antes de las siete de la mañana. Me imploró que abandonase la ciudad o que me fuese a vivir con ella, al menos hasta que la situación volviese a la normalidad. Había conocido a los Buckley y le horrorizaba pensar lo que debieron de experimentar antes de su muerte. Los Buckley tenían su edad, eran sus conocidos.

– John ha tenido que ir a declarar a la policía -me dijo-. Me parece bien que pueda ayudar, pero odio que haya tenido que ir. Ojalá nunca te hubieses unido a ese grupo del demonio, Aurora. Pero de nada sirve hablar de ello ahora. ¿No quieres quedarte conmigo?

– ¿Me vas a defender, madre? -le pregunté con sonrisa pesarosa.

– Hasta el último aliento -contestó llanamente.

De repente pensé que mi madre estaría más a salvo si permanecía lejos de ella.

– Me las arreglaré -le dije-. Gracias por ocuparte del cartel.

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