Capítulo 2

Los miembros de Real Murders nos reuníamos en el Centro de Veteranos a cambio de pagarles una pequeña suma por tal privilegio. El dinero iba a un fondo para la fiesta anual de Navidad del centro, así que todos estábamos contentos con el trato. Por supuesto, el edificio era mucho más grande de lo que un pequeño grupo como nosotros necesitaba, pero nos gustaba la intimidad.

Un oficial del centro solía quedar con uno de los socios media hora antes de la reunión para abrir el edificio. Ese socio era el responsable de dejar las estancias como las habíamos encontrado y de devolver las llaves terminado el evento. Ese año, le tocaba a Mamie Wright, ya que también era la vicepresidenta. Solía disponer las sillas en semicírculo delante del estrado y preparar los refrescos en una mesa. El encargo de llevarlos era rotativo.

Llegué temprano. Llego temprano a casi todas partes.

Ya había dos coches en el aparcamiento, que se encontraba escondido detrás del pequeño edificio y estaba bordeado por un espacio ajardinado de mirtos de crepé, aún grotescamente desnudos a esas alturas de la primavera. Las farolas del aparcamiento se habían encendido automáticamente al anochecer. Aparqué mi Chevette bajo la luz de una de ellas, la más cercana a la puerta trasera. Los aficionados a los asesinatos somos demasiado conscientes de los peligros de este mundo.

Al entrar en el pasillo, la pesada puerta de metal se cerró de golpe tras de mí. El edificio solo tenía cinco habitaciones; la solitaria puerta metálica de la izquierda conducía a la sala principal, donde celebrábamos nuestras reuniones. Las cuatro puertas de la derecha daban a una pequeña sala de conferencias, los servicios de hombres y mujeres y, al final del pasillo, a una pequeña cocina.

Todas las puertas estaban cerradas, como de costumbre, ya que mantenerlas abiertas requería de más tenacidad de la que ninguno de nosotros era capaz de desplegar.

El Centro de Veteranos había sido construido para resistir un ataque enemigo, dedujimos, y las pesadas puertas hacían que el edificio estuviese sumido en un profundo silencio. Incluso ahora, a sabiendas de que, por los coches aparcados fuera, había al menos dos personas más en el edificio, no se escuchaba nada.

El efecto de todas esas puertas cerradas en un pasillo tan despejado era inquietante. Era como un pequeño túnel beis apenas interrumpido en su uniformidad por el teléfono público adherido a la pared.

Recordé que una vez le dije a Bankston Waites que, si alguna vez sonaba, esperaría encontrarme con Rod Serling [2] al otro lado de la línea diciéndome que acababa de entrar En los límites de la realidad. Sonreí ante la idea y me volví para aferrar el tirador de la gran sala de reuniones.

Y el teléfono sonó.

Me volví de repente y di dos pasos titubeantes hacia el aparato, el corazón a punto de salirse de mi pecho. Todo seguía quieto en el silencioso edificio.

El teléfono volvió a sonar. Mi mano se cerró, reacia, sobre el auricular.

– ¿Diga? -contesté suavemente, carraspeé y volví a intentarlo-. Diga -repetí con firmeza.

– ¿Podría hablar con Julia Wallace, por favor? -dijo una voz susurrada.

Sentí que se me erizaban todos los pelos.

– ¿Qué? -balbuceé.

– Julia -susurró la voz.

Y colgaron.

Aún sostenía el auricular cuando la puerta del baño de señoras se abrió y de él emergió Sally Allison.

Di un respingo.

– Jesús, Roe, ¿tan mal aspecto tengo? -dijo Sally, asombrada.

– No, no, es la llamada. -Estaba a punto de echarme a llorar, y eso me abochornaba. Sally era reportera del diario de Lawrenceton, y era tan buena reportera como mujer dura e inteligente a sus cuarenta años largos. Era la veterana de un precipitado matrimonio adolescente que acabó cuando nació el bebé esperado. Yo había ido a la escuela con ese bebé, llamado Perry, y ahora trabajaba con él en la biblioteca. Odiaba a Perry, pero Sally me caía muy bien, a pesar de que sus implacables interrogatorios en ocasiones me hacían retorcerme. Sally era una de las razones por las que estaba tan bien preparada para mi presentación sobre Wallace.

Invocó todos los hechos relacionados con la llamada en forma de preguntas concisas que condujeron a una sensible conclusión; se trataba de una broma pesada de uno de los socios del club, o quizá del hijo de uno de ellos, ya que la voz parecía bastante juvenil cuando Sally la puso bajo su escrutinio.

Me sentí estafada, aunque también bastante aliviada.

Sally sacó una bandeja y un par de cajas de galletas de la sala de conferencias pequeña. Explicó que las había dejado allí al llegar y de repente sintió la urgencia de las dos tazas de café que se había tomado después de la cena.

– Creía que ni siquiera podría atravesar el pasillo hasta el servicio -dijo, poniendo los ojos en blanco.

– ¿Cómo van las cosas en el periódico? -pregunté tan solo para que Sally siguiese hablando mientras me recuperaba del susto.

Me costaba superar esa llamada tan fácil y lógicamente como Sally. Mientras la seguía hacia la sala más amplia y ella relataba la pelea que había tenido con su nuevo editor, aún podía sentir el regustillo metálico de la adrenalina en la boca. Tenía los brazos con la carne de gallina y me arrebujé en el jersey.

Mientras ordenaba las galletas sobre la bandeja, Sally empezó a contarme cosas sobre las elecciones que se celebrarían para encontrar a alguien que acabara el mandato de nuestro alcalde, que había muerto de forma inesperada.

– Se quedó tieso en el mismo despacho, según cuenta su secretaria -comentó como si tal cosa mientras ordenaba una nueva fila de Oreos-. ¡Y eso que solo llevaba un mes en el cargo! Se acababa de comprar un escritorio nuevo. -Meneó la cabeza, no sé si porque lamentaba la muerte del alcalde o el desperdicio del escritorio nuevo.

– Sally -dije, sorprendiéndome a mí misma-, ¿dónde está Mamie?

– ¿A quién le importa? -repuso ella con franqueza. Me apuntó con una ceja arqueada.

Sabía que debería reírme, ya que Sally y yo ya habíamos hablado del desagrado que compartíamos acerca de Mamie, pero no me molesté en hacerlo. Sally empezaba a irritarme, ahí, con ese aspecto sensible y atractivo, su sinuosa permanente broncínea, el traje caro bien llevado y los también caros zapatos que le sentaban como un guante.

– Al aparcar -dije con bastante tranquilidad- vi dos coches; el tuyo y el de Mamie. Reconocí el suyo porque tiene un Chevette como el mío, pero blanco en vez de azul. Ambas estamos aquí, así que ¿dónde está Mamie?

– Ha colocado las sillas y ha preparado el café -explicó Sally después de pasear la mirada por los alrededores-. Pero no veo su bolso. Quizá se haya ido a casa a por algo que haya olvidado.

– ¿Y cómo no nos hemos topado con ella?

– Oh, y yo que sé. -Sally empezaba a compartir mi irritación-. Ya aparecerá. ¡Siempre lo hace!

Las dos nos reímos, tratando de disipar nuestro disgusto mutuo en lo divertido que nos parecía que Mamie Wright se empeñase en acudir a todos los eventos a los que asistía su marido, formar parte de todos los clubes a los que se apuntaba y compartir su vida hasta las últimas consecuencias.

Bankston Waites y su gran amor, Melanie Clark, entraron justo cuando posaba el cuaderno de notas sobre el estrado y deslizaba el bolso por debajo. Melanie era administrativa en la aseguradora del marido de Mamie y Bankston era responsable de préstamos del Associated Second Bank. Llevaban saliendo un año, tras descubrir su interés mutuo durante las reuniones de Real Murders, si bien habían ido juntos al instituto de Lawrenceton unos cuantos cursos por delante de mí sin que saltaran las chispas.

La madre de Bankston me dijo la semana anterior en la tienda de alimentación que cualquier día se esperaba un anuncio importante de la pareja. Hizo especial hincapié en ese punto, ya que yo misma había salido unas cuantas veces con Bankston más de un año antes y quería asegurarse de que él iba a quedarse fuera de la circulación. Si se mordía las uñas ante el inminente anuncio, era la única. En Lawrenceton no quedaba nadie de la edad de Bankston y Melanie en edad casadera, salvo ellos mismos. Bankston tenía treinta y dos años y Melanie, uno o dos más. Bankston tenía el pelo ralo y rubio, un agradable rostro redondo y unos ojos ligeramente azules; no destacaba en nada especial. O al menos así había sido siempre. Por primera vez me di cuenta de que los músculos de los hombros y los brazos se hacían notar por debajo de las mangas de la camisa.

– ¿Has estado haciendo pesas, Bankston? -pregunté, sorprendida. Podría haber estado más interesada si hubiese hecho gala de la misma iniciativa cuando salíamos juntos.

Él parecía algo ruborizado, pero no le desagradaba la observación.

– Sí, ¿se nota mucho?

– Yo sí lo noto -dije con genuina admiración. Resultaba difícil creer que Melanie Clark fuese la motivación de tan revolucionario cambio en la vida sedentaria de Bankston, pero no cabía duda de ello. Quizá su absorción con él era tan completa debido al hecho de que no tenía más familia que reclamase su devoción. Sus padres, ambos hijos únicos, habían muerto años atrás, su madre, de cáncer, y su padre, atropellado por un camión.

En ese momento, Melanie, la motivadora, parecía disgustada.

– ¿Qué opinas de todo esto, Melanie? -le pregunté apresuradamente.

Ella se relajó visiblemente cuando di muestras de reconocer su estatus de propietaria. Anoté mentalmente que debía cuidar mis palabras cuando ella estuviese delante, ya que Bankston vivía en una de «mis» casas. A buen seguro, Melanie sabía de la relación que Bankston y yo habíamos mantenido en el pasado, y no le costaría nada hacerse ideas incorrectas sobre nuestra relación arrendador-arrendatario.

– El ejercicio ha hecho maravillas en Bankston -declaró con naturalidad. Pero había un tufillo inconfundible en sus palabras. Melanie quería transmitirme un mensaje específico: Bankston y ella estaban manteniendo relaciones sexuales. Me sorprendió un poco su empeño por que yo me enterara. Sus ojos brillaron, denotando que había un fuego interior que contrastaba con la serenidad aparente. Bajo su melena lisa y negra de corte conservador, bajo su sencillo vestido, Melanie estaba guerrera. Era de caderas y pechos generosos, pero de repente los vi como debía de verlos Bankston: como símbolos de fertilidad en vez de impedimentos. Y tuve otra revelación: no solo se estaban acostando, sino que lo hacían a menudo y de manera exótica.

Observé a Melanie con más respeto. Cualquiera capaz de engañar al escrutinio colectivo de Lawrenceton delante de sus mismas narices bien se lo había ganado.

– Alguien llamó por teléfono antes de que llegaras -empecé diciendo, y me prestaron una atención deliberada. Pero antes de poder contarles el asunto, oí un estallido de risas desde la puerta que se abría. Mi amiga, Lizanne Buckley, entró acompañada por un pelirrojo muy alto. Verla allí fue toda una sorpresa. Era de las que se leían los libros de un año para otro, y sus aficiones, si es que las tenía, no incluían los crímenes.

– ¿Qué demonios hace ella aquí? -inquirió Melanie. Parecía desconcertada, y decidí que teníamos a una nueva Mamie Wright en ciernes.

Lizanne (Elisabeth Anna) Buckley era la mujer más guapa de Lawrenceton. No necesitaba esforzarse lo más mínimo para que todos los hombres se le echaran a los pies, y nunca lo hacía. Ella nunca dudaba en pasarles por encima, tranquila y sonriente, sin bajar nunca la mirada. Era amable, a su manera pasiva y lánguida, y concienzuda, siempre que no se le exigiera demasiado. Su trabajo como recepcionista y telefonista en la compañía eléctrica le sentaba como un guante (y a la compañía también). Los hombres pagaban sus facturas sin dilación y con una sonrisa dibujada en la cara, y cualquiera que se pusiese quisquilloso al teléfono era remitido a instancias superiores en el tótem de mando. En persona, nadie se ponía quisquilloso. Para el noventa por ciento de la población era sencillamente imposible mantener el enfado ante la presencia de Lizanne.

Pero era de las que requieren un entretenimiento constante por parte de sus novios, y el pelirrojo alto de nariz ganchuda y gafas de montura metálica parecía muy empeñado en ello.

– ¿Sabes quién es el que viene con Lizanne? -pregunté a Melanie.

– ¿No lo reconoces? -Su sorpresa era un poco sobreactuada.

Así que se suponía que debía conocerlo. Volví a examinar al recién llegado. Llevaba pantalones holgados y una chaqueta deportiva marrón claro en combinación con una camisa blanca sencilla. Tenía unas manos y unos pies enormes y su pelo bastante largo flotaba sobre su cabeza en un halo cobrizo. Tuve que agitar la cabeza.

– Es Robin Crusoe, el escritor de novelas de misterio -dijo Melanie, triunfante.

La administrativa de una aseguradora metiéndole un gol a la bibliotecaria en su propio campo.

– Parece distinto sin la pipa en la boca -indicó John Queensland por detrás de mi hombro derecho. John, nuestro adinerado promotor inmobiliario y presidente, iba inmaculado, como de costumbre: traje caro, camisa blanca, el pelo color crema suave y su personalidad afilada como una flecha. Se había vuelto una persona más interesante para mí desde que salía con mi madre. Sentía que debía de haber más sustancia debajo de esa apariencia tan estereotipada. Después de todo, era un experto en Lizzie Borden [3]. ¡Y estaba convencido de que era inocente! Un auténtico romántico, si bien lo ocultaba de maravilla.

– ¿Y qué está haciendo aquí? -pregunté en plan práctico-. Con Lizanne.

– Lo averiguaré -respondió John inmediatamente-. Tengo que darle la bienvenida de todos modos, como presidente del club. Por supuesto que los visitantes son bienvenidos, aunque no recuerdo que hayamos tenido ninguno antes.

– Espera, tengo que contarte lo de la llamada -dije apresuradamente. El visitante me había distraído-. Cuando llegué hace unos minutos…

Pero Lizanne me había divisado y ya se dirigía hacia nuestro pequeño grupo arrastrando a su célebre acompañante.

– Roe, os he traído compañía esta noche -anunció Lizanne con su agradable sonrisa. Nos presentó a todos con soltura, ya que Lizanne conoce a todo el mundo en Lawrenceton. Mi mano acabó engullida en la grande y huesuda del escritor, y vaya si me la estrechó. Eso me gustaba; odio que la gente te dé una mano lánguida y te deje el trabajo a ti. Levanté la mirada hacia su boca rugosa y sus pequeños ojos avellanados. El conjunto me agradaba.

– Roe, te presento a Robin Crusoe, que acaba de mudarse a Lawrenceton -dijo Lizanne-. Robin, esta es Roe Teagarden.

Me dedicó una elogiosa sonrisa, pero estaba con Lizanne, así que no saqué conclusiones.

– Pensé que Robin Crusoe era un seudónimo -me murmuró Bankston al oído.

– Yo también -susurré-, pero se ve que no.

– Pobre tipo, sus padres debían de estar mal de la cabeza -comentó Bankston con una risa disimulada, hasta que, por mis cejas arqueadas, se dio cuenta de que estaba hablando con alguien que se llamaba Aurora Teagarden [4].

– Conocí a Robin cuando vino a contratar los servicios de la luz -le estaba comentando Lizanne a John Queensland. John agasajaba como era debido a Robin Crusoe, feliz de tener a un personaje tan conocido en nuestro pequeño pueblo. Le señalaba que, si deseaba, se quedase mucho tiempo y todas esas cosas. John le presentó a Sally Allison, que estaba departiendo con nuestro socio más reciente, un oficial de policía llamado Arthur Smith. Si Robin era un tipo larguirucho, Arthur era bajo y recio, con una melena basta, rizada y pálida y la mirada decidida del toro que se sabe el macho más poderoso de la manada.

– Eres afortunada de haber conocido a un escritor tan famoso -le dije a Lizanne, celosa. Aún sentía la necesidad de hablar con alguien acerca de la llamada, pero Lizanne no era la persona más adecuada. Seguro que ni siquiera sabía quién era Julia Wallace. Y resultó que tampoco sabía quién era Robin Crusoe.

– ¿Escritor? -dijo con indiferencia-. Estoy aburrida.

La observé, incrédula. ¿Aburrida con Robin Crusoe?

Una tarde, cuando había ido a la compañía eléctrica a pagar mi recibo, me confesó: «No sé por qué, pero por mucho que me guste un hombre, tras salir con él una temporada, me cansa un poco. Me cuesta mucho actuar como si me siguiese interesando, y al final tengo que decirle que ya no quiero salir más con él. Siempre se molestan», añadía con una agitación filosófica de su brillante melena negra. La solitaria de Lizanne nunca se había casado, vivía en un diminuto apartamento cerca de su trabajo y comía en casa de sus padres todos los días.

Robin Crusoe, escritor deseable, llamaba la atención junto a Lizanne. Ella parecía… adormecida.

Se materializó de nuevo a su lado.

– ¿En qué parte de Lawrenceton vives? -pregunté, ya que el nuevo parecía muy consciente de que no bailaba al son de la música local.

– En Parson Road. En un adosado. Me quedo allí hasta que lleguen mis muebles, espero que mañana. El alquiler es muy bajo y el sitio es mucho mejor que cualquier otro cerca de la universidad.

De repente sentí que una oleada de alegría me invadía.

– Pues creo que soy tu arrendadora -señalé, pero después de comentar la coincidencia una mirada al reloj me perturbó. John Queensland me estaba lanzando una mirada de lo más elocuente sobre el hombro de Arthur Smith. Él era el encargado de abrir la reunión en su calidad de presidente, y ya estaba listo.

Miré a mi alrededor, contando las cabezas. Jane Engle y LeMaster Cane habían llegado por su propio pie y charlaban mientras se preparaban sendas tazas de café. Jane era una bibliotecaria escolar jubilada que realizaba sustituciones tanto en la biblioteca del colegio como en la pública, una solterona sorprendentemente sofisticada especializada en asesinatos victorianos. Lucía su pelo gris en un moño y jamás se vestía con pantalones. Parecía dulce y frágil, como el encaje entrado en años, pero después de treinta años de experiencia con estudiantes, era tan dura como un sargento de marina. Su ídolo era Madeleine Smith, la sensual joven envenenadora escocesa que algunas veces me suscitaba preguntas acerca de su pasado. LeMaster era nuestro único socio afroamericano, un corpulento hombre de mediana edad con barba y enormes ojos marrones que regentaba un negocio de limpieza en seco. LeMaster estaba muy interesado en los asesinatos con motivaciones raciales de la década de los sesenta y principios de los setenta, los asesinatos de Zebra en San Francisco y el tiroteo de Jones-Piagentini en Nueva York, por ejemplo.

Perry Allison, el hijo de Sally, también había venido y había tomado asiento sin hablar con nadie. Lo cierto es que no formaba parte de Real Murders, pero, para disgusto mío, había acudido a las dos últimas reuniones. Ya lo veía bastante en el trabajo. Perry hacía gala de un molesto conocimiento sobre asesinos en serie, como los estranguladores de Hillside y el asesino de Green River, cuyas motivaciones eran claramente sexuales.

Gifford Doakes se encontraba solo. Era algo habitual a menos que trajese con él a su amigo Reynaldo. Su interés estaba en las masacres (el Día de San Valentín, el Holocausto…, poco le importaba la diferencia a Gifford Doakes). Le encantaban los cadáveres apilados. La mayoría de nosotros estábamos metidos en Real Murders por razones de mucho peso, pero, vaya, ¿quién no leía los artículos de asesinatos en los periódicos? Pero Gifford era harina de otro costal. Quizá se había apuntado en la creencia de que intercambiábamos algún tipo de enfermiza pornografía sangrienta y seguía con nosotros con la esperanza de que algún día confiásemos lo suficientemente en él como para compartir nuestros secretos. Cuando se traía a Reynaldo, no sabíamos cómo tratar con él. ¿Era un invitado o una cita? Había una diferencia, y era de las que nos ponía un poco nerviosos, sobre todo a John Queensland, que consideraba su deber como presidente hablar con todos los presentes.

Y Mamie Wright sin aparecer por ninguna parte.

Si había tenido tiempo de ordenar las sillas y preparar el café, y si su coche estaba aparcado fuera, debía de estar en alguna parte. Aunque no me agradaba mucho, su ausencia me resultó tan extraña que me sentí en la obligación de investigar.

Justo cuando estaba llegando a la puerta, el marido de Mamie, Gerald, entró por ella. Llevaba un maletín bajo el brazo y parecía enfadado. Dados sus malos humos, y porque me sentía estúpida con mi propia incomodidad, hice algo extraño: a pesar de ir en busca de su mujer, le dejé pasar sin decir nada.

El pasillo estaba muy silencioso cuando se cerró la puerta detrás de mí. El linóleo blanco con motas y la pintura beis casi brillaban con su limpieza bajo el duro destello de las lámparas fluorescentes. Rezaba por que el teléfono no sonase otra vez mientras observaba las cuatro puertas del otro lado del pasillo. Con una fugaz y absurda sensación salida directamente de ¿La dama o el tigre? [5], fui a la derecha para abrir la puerta de la sala de conferencias pequeña. Sally me dijo que ya había estado allí, solo para dejar la bandeja de galletas, así que registré la estancia con cuidado. Dado que apenas había nada que registrar, aparte de una mesa y unas sillas, me llevó unos segundos.

Abrí la siguiente puerta del pasillo, los servicios de mujeres, a pesar de que Sally también había estado allí. Había solo dos apartados, así que estaba segura de que Mamie tampoco estaba allí. Aun así, me incliné para otear bajo las puertas. Vacío. Abrí las puertas. Nada.

Me faltó valor para comprobar el servicio de hombres, pero como Arthur Smith entró mientras yo dudaba, imaginé que no tardaría en saber si estaba Mamie dentro.

Seguí adelante. En los deslumbrantes tonos del pasillo, reparé en algo distinto que me hizo bajar la mirada hacia la base de la puerta y vi una mancha. Era marrón rojiza.

Los diferentes motivos de mi inquietud se condensaron de repente en puro horror. Contuve el aliento mientras extendía la mano para abrir la última puerta, la de la pequeña cocina que se usaba para preparar los refrigerios…, y vi un pequeño zapato turquesa tirado junto a la puerta.

Y entonces reparé en la sangre rociada por todas partes sobre el brillante esmalte beis del fogón y la nevera.

Y la gabardina.

Finalmente me obligué a mirar a Mamie. Estaba muerta. Tenía la cabeza con una inclinación imposible. Su pelo teñido de negro estaba salpicado de coágulos de sangre. Pensé que se suponía que el cuerpo está formado de un noventa por ciento de agua, no de sangre. Entonces me zumbaron los oídos y empecé a sentirme débil, y a pesar de saber que estaba sola en ese pasillo, sentí la presencia de algo horrible en esa cocina, algo temible. Y no era la pobre Mamie Wright.

Oí que una puerta se cerraba en el pasillo. Oí la voz de Arthur Smith que decía:

– ¿Ocurre algo, señorita Teagarden?

– Es Mamie -susurré, aunque intentaba que mi voz sonase con normalidad-. Es la señora Wright. -Arruiné todo ese esfuerzo por mantener las formas derrumbándome sobre el suelo. Mis rodillas parecían haberse convertido en goznes defectuosos.

Se puso detrás de mí al instante. Medio abrió la puerta para ayudarme, pero se quedó petrificado por lo que vio por encima de mi cabeza.

– ¿Estás segura de que es Mamie Wright? -preguntó.

La parte que funcionaba de mi mente me dijo que Arthur Smith tenía motivos para preguntar. Quizá, si hubiese estado en su lugar, yo también habría tenido dudas. Su ojo… Oh, Dios mío, su ojo.

– No aparecía en la sala grande, pero su coche está aparcado fuera y ese es su zapato -conseguí decir con los dedos apretados sobre la boca.

La primera vez que le vi esos zapatos puestos, pensé que eran los más horribles que había visto jamás. Odio el turquesa. Intenté aliviarme con ese pensamiento. Era mucho más agradable que pensar en lo que tenía justo delante.

El policía me sorteó con mucho cuidado y se acuclilló con más cuidado si cabe junto al cuerpo. Le puso los dedos en el cuello. Sentí que la bilis ascendía hasta mi garganta. No tenía pulso, por supuesto. ¡Qué ridiculez! Mamie estaba muerta.

– ¿Puedes levantarte? -me preguntó al cabo de un momento. Se limpió las manos mientras se incorporaba.

– Si me echas una mano.

Sin más ceremonias, Arthur Smith me puso en pie y me sacó por la puerta en un solo movimiento. Era muy fuerte. No dejó de rodearme con el brazo mientras cerraba la puerta y me dejó apoyada en ella. Sus ojos azules me miraban pensativamente.

– Eres muy ligera -dijo-. Estarás bien si te dejo un momento. Voy a ese teléfono de la pared.

– Vale. -Mi propia voz me pareció extraña, ligera, metálica. Siempre me había preguntado si sería capaz de mantener la compostura si me encontrase con un cadáver, y allí estaba, manteniéndola, me dije locamente mientras observaba cómo se alejaba para hacer una llamada por el teléfono público. Me aliviaba no perderle de vista. Puede que no estuviese tan entera si me hubiese tenido que quedar sola en ese pasillo, con un cadáver a mis espaldas.

Mientras Arthur murmuraba unas palabras por el auricular, yo mantuve los ojos pegados a la puerta de la sala más grande del otro lado del pasillo, donde John Queensland debía de estar deseando dar comienzo a la reunión. Pensé en lo que acababa de ver. No pensaba en que Mamie estuviese muerta, sobre la realidad y la finalidad de su muerte. Pensaba en la escena que se había montado, cuyo protagonista era el cadáver de Mamie Wright. El reparto era deliberado, pero el papel del descubridor del cadáver había recaído casualmente en mí. Alguien había preparado deliberadamente esa escena, y de repente supe qué me había estado picando bajo el manto del horror.

Pensé más deprisa que nunca. Ya no me sentía tan mal.

Arthur cruzó el pasillo hasta la puerta de la sala grande y la abrió apenas lo suficiente para introducir su cabeza por el hueco. Oí cómo se dirigía a los miembros del club.

– Eh, amigos, ¿amigos? -Las voces callaron-. Ha habido un accidente -dijo enfáticamente-. Voy a tener que pediros que os quedéis en esta sala un rato, hasta que podamos tener las cosas controladas aquí fuera.

Hasta donde yo podía ver, la situación ya estaba completamente controlada.

– ¿Dónde está Roe Teagarden? -reclamó la voz de John Queensland.

El bueno de John. Tendría que decírselo a mi madre; se emocionaría.

– Está bien. Vuelvo dentro de un momento.

– ¿Dónde está mi mujer, señor Smith? -dijo la fina voz de Gerald Wright.

– Volveré dentro de unos minutos -repitió el policía firmemente y cerró la puerta. Se quedó sumido en sus pensamientos. Me pregunté si no sería la primera vez que llegaba el primero a la escena de un crimen. Parecía estar marcando los pasos mentalmente a tenor de la forma que tenía de agitar los dedos mientras miraba al vacío.

Aguardé. Entonces sentí que las piernas me volvían a temblar y temí volver a caerme.

– Arthur -le llamé secamente-. Detective Smith.

Dio un respingo. Se había olvidado de mí. Me tomó del brazo solícitamente.

Le di un golpe con la mano libre por puro agravio.

– ¡No quiero que me ayudes, sino ayudarte yo a ti en lo que sea!

Me dejó sobre una silla de la sala de conferencias pequeña y me miró como si esperase a que terminase mi ofrecimiento.

– Esta noche iba a hacer una presentación del caso Wallace, ¿recuerdas? ¿William Herbert Wallace y su mujer, Julia, Inglaterra, 1931?

Asintió con su cabeza de pelo rizado pálido y supe que estaba a miles de kilómetros de allí. Me dieron ganas de volver a abofetearlo. Sabía que sonaba como una idiota, pero ya llegaba al fondo del asunto.

– No sé lo que recuerdas del caso Wallace; si no recuerdas algo, te puedo poner en antecedentes más tarde. -Agité las manos para indicar que eso era lo de menos, que allá iba lo importante-: Lo que quiero decirte, lo importante, es que Mamie Wright ha sido asesinada exactamente igual que Julia Wallace. La han preparado.

¡Bingo! Su mirada azul de repente era casi amedrentadora. Me sentía como un bicho empalado en un alfiler. La sutileza no era lo suyo.

– Ponme algunos ejemplos antes de que lleguen los de la científica para que les hagan unas fotos.

Resoplé, aliviada.

– La gabardina que tenía debajo. Hace días que no llueve. Encontraron una gabardina debajo de Julia Wallace. Y han colocado a Mamie junto a un horno pequeño. Encontraron a la señora Wallace cerca de un hornillo de gas. Se desangró hasta morir, al igual que Mamie, creo. Wallace era vendedor de seguros, al igual que Gerald Wright. Estoy segura de que se me escapan más cosas. Mamie tenía la misma edad que Julia Wallace.

Había tantos paralelismos que estaba segura de que no había dado con todos.

Arthur se me quedó mirando pensativo durante unos segundos interminables.

– ¿Hay fotografías del escenario del crimen de los Wallace? -preguntó.

Las fotocopias me habrían venido muy bien en ese momento, pensé.

– Sí, yo he visto una, pero puede que haya más.

– ¿Arrestaron al marido?

– Sí, y lo condenaron. Pero más tarde conmutaron la sentencia y quedó en libertad.

– Vale. Ven conmigo.

– Una cosa más -dije con urgencia-. Esta noche, cuando he llegado, ha sonado el teléfono. Alguien preguntaba por la señora Julia Wallace.

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