Capítulo 6

Arthur vino a casa por motivos oficiales una segunda vez, y esta vez se trajo a otra detective, o quizá fue ella quien lo trajo a él consigo. Lynn Liggett era una detective de homicidios, y tan alta como Arthur, o sea que bastante más que la media femenina.

No puedo decir que me entrara el miedo justo entonces. Lo que me confundía era la etiqueta del remitente haciéndose pasar por mi padre; estaba indignada porque alguien hubiera intentado engañarnos para que nos comiésemos algo nocivo, pero estaba convencida de que, con la dificultad que entrañaba hacerse con un veneno, lo que habían metido en los bombones nos habría hecho pasar un mal rato, lejos de matarnos a mi madre y a mí.

Arthur parecía bastante fastidiado por todo el asunto y fue Lynn Liggett quien hizo las preguntas. Y más preguntas. Podía ver el alfiler de la solapa de mi madre moverse al ritmo de su respiración agitada. Cuando la detective Liggett metió la caja de bombones en una bolsa y se la llevó en el coche de Arthur, mamá se dirigió a mí en un susurro furioso:

– ¡Actúa como si los demás no tuviésemos una vida decente!

– No nos conoce, mamá -dije en tono conciliador, aunque, a decir verdad, yo también estaba un poco molesta con la detective Liggett. Preguntas como «¿Ha finalizado recientemente alguna relación con alguien que le podría guardar rencor, señora Teagarden?» o «Señorita Teagarden, ¿desde cuándo conoce al señor Crusoe?» tampoco me habían dejado un buen sabor de boca. Jamás había entendido por qué los ciudadanos decentes no colaboran con la policía; a fin de cuentas es su trabajo, no te conocen personalmente, deben tratar a todos los ciudadanos por igual y todo lo demás, ¿no?

Ahora lo comprendía. Jack Burns mirándome como si fuese un barbo que llevase un día muerto era una cosa, un incidente aislado, quizá. Tuve ganas de decirle: «Liggett, las relaciones románticas no tienen nada que ver con esto. ¡Hay un maníaco que le ha mandado el veneno a mi madre y me ha metido a mí en ello enviando la caja a mi dirección!», pero sabía que estaba obligada a formularnos esas preguntas y yo debía responderlas. Pero aun así no me gustaban un pelo.

Quizá no me habría molestado tanto si Lynn Liggett no hubiese sido una mujer.

No es que crea que las mujeres no pueden desempeñar las labores de detective, sin duda creía todo lo contrario y sabía que muchas de las que conozco serían excelentes profesionales del oficio; deberíais ver la mirada de algunas de mis compañeras bibliotecarias cuando siguen el rastro de un libro que no se ha devuelto dentro del plazo, no es broma.

Pero Lynn Liggett parecía estar evaluándome como mujer, como si percibiera en mí un fallo de base. Me miró desde arriba y me encontró mucho más baja. Supuse que, como la altura le debió de dar más de un quebradero de cabeza a la detective Liggett, asumió automáticamente que yo me sentía superior como mujer al ser más baja y, por lo tanto, «femenina». Como no podía competir conmigo en ese terreno, la detective decidió ser más dura, más suspicaz, una fría profesional. Una fuerte mujer fronteriza en contraste conmigo, la excesivamente emotiva, inútil y débil mujer florero del este.

Sé mucho de interpretación, y no le dejé echarme ese toro encima. Me sentí tentada de sacar un pañuelo de encaje (si tuviese algo tan inútil) y decir: «¡Arthur! ¡Pobre de mí, que estoy muerta de miedo!». Porque sabía que todo eso tenía más que ver con Arthur que conmigo.

Yendo al grano, la detective de homicidios Liggett bebía las aguas por el detective de allanamientos Smith y, tal como ella lo veía, su compañero las bebía por mí.

Me llevó un buen rato racionalizar lo que sentí en cuestión de minutos. Lynn Liggett me decepcionó porque me habría gustado entablar amistad con ella y escuchar las historias de su trabajo. Ojalá fuese una detective más sutil de lo que lo era como mujer. Y no me quedaba más remedio que responder a las condenadas preguntas, a pesar de que sabía, al igual que mi madre e intuyo que el propio Arthur, que eran una completa pérdida de tiempo.

Robin estuvo allí todo el tiempo, si bien su presencia no era estrictamente necesaria desde el momento que relató su sencilla historia a los detectives.

– Me encontré con Roe Teagarden en la tienda de comestibles y le pregunté si podía venir a su casa para relajarme del ajetreo de la mía. Cuando llegaron los bombones, parecía bastante sorprendida, sí. También vi el agujero en la base del bombón cuando la señora Teagarden lo sostuvo. No, no conocía a Roe Teagarden o a su madre hasta hace un par de días. Me entrevisté brevemente con la señora Teagarden cuando fui a su agencia inmobiliaria para acordar una cita para visitar la casa de al lado, y no conocí a Roe hasta la reunión de Real Murders, anoche.

– ¿Y desde cuándo está aquí? -preguntó Arthur tranquilamente. Estaba en la cocina hablando con Robin mientras que la detective Liggett nos interrogaba a mi madre y a mí. Las dos estábamos sentadas en el canapé y la detective, encorvada sobre el sofá de dos plazas.

– Apenas hora y media -dijo Robin con cierta retranca.

La voz de Arthur no proyectaba ninguna alusión (Liggett hizo peor los deberes), pero yo tenía claro que allí cada cual seguía su propia agenda, a excepción posiblemente de mi madre. No era ninguna tonta cuando el elemento sexual saltaba al aire y, de hecho, en un momento dado me lanzó una de sus miradas deslumbrantes. Y se la podría haber ahorrado, ya que, al parecer, Liggett la interceptó y se debió de ver reflejada en ella.

Mi madre se incorporó, cogió su bolso y dio por terminada la entrevista.

– Mi hija y yo estamos bien, y en la vida sería capaz de concebir que mi exmarido nos haya mandado estos bombones o que siquiera tuviese la remota intención de hacernos daño -explicó con contundencia-. Adora a Aurora y mantengo con él una relación civilizada. Nuestras pequeñas costumbres familiares no son ningún secreto. No creo que nuestra típica caja navideña de bombones haya pasado desapercibida. Es probable que haya aburrido a más de una persona contándole la misma historia. Por supuesto, nos interesará saber qué es lo que contienen los bombones cuando lo averigüen, si es que en realidad hay algo. Los agujeros quizá solo sean para asustarnos y esto sea una broma de mal gusto. Gracias por venir, pero tengo que volver a la oficina. -Yo también me levanté y Lynn Liggett se sintió obligada a acompañarnos hasta la puerta.

Mi madre fue la primera en meterse en su coche, mientras que Arthur y Lynn conversaban en el patio. Robin se sentía claramente indeciso sobre qué hacer. La exhibición de desafío masculino, por muy implícita que fuese, lo había pillado por sorpresa, y permanecía junto a la estufa, los ojos entrecerrados, proyectando una mirada perdida. Probablemente se estuviera preguntando en qué se había metido y si la investigación criminal sería tan divertida como se había imaginado.

De repente me sentí asqueada por todos ellos. Puede que nunca hubiese sido la sensación de mis citas porque era una persona aburrida, pero era más probable que fuera porque tenía muy poca tolerancia por todas esas maniobras preliminares e interpretación de señales. Mi amiga Amina Day disfrutaba con todas esas cosas y era prácticamente una profesional. De repente la echaba de menos desesperadamente.

– Ven a comer conmigo a la ciudad el lunes -sugirió Robin tras llegar a una especie de conclusión interior.

Medité por un instante.

– Vale -accedí-. Sustituí a una compañera cuando tuvo que llevar a su hijo al dentista la semana pasada, así que el lunes no entro hasta las dos.

– ¿Conoces el campus universitario? Oh, claro, estudiaste allí. Bien, pues podemos vernos en Tarkington Hall, el edificio de Inglés. Terminaré un taller de escritores a eso de las doce menos cuarto. Está en la segunda planta, aula treinta y seis. Saldremos desde allí, si te parece bien.

– Me parece bien. Nos veremos entonces.

– Si necesitas cualquier cosa, mañana pasaré el día en casa preparando las clases.

– Gracias.

El teléfono sonó dentro y fui a responder mientras Robin atravesaba la puerta a paso lento, saludando con una mano despreocupada a los dos detectives. Una agitada voz masculina preguntaba por Arthur y yo lo llamé. Lynn Liggett había recuperado su fría compostura, y cuando grité «¡Arthur! ¡Teléfono!», su boca apenas se torció un poco. Huy, tonta de mí. Tenía que haberme dirigido a él como detective Smith.

Me puse a regar mis rosales mientras Arthur hablaba dentro de la casa. Lynn me miraba pensativa. El silencio que reinaba entre las dos era bastante frágil y pensé que mantener una conversación sin trascendencia no era la mejor idea, si bien lo intenté.

– ¿Cuánto tiempo llevas de servicio aquí? -pregunté.

– Unos tres años. Me destinaron como oficial de patrulla y luego me ascendieron.

A lo mejor la detective Liggett y yo habríamos acabado siendo íntimas al cabo del rato, pero en ese momento Arthur salió al patio con paso acelerado.

– Han encontrado el bolso -dijo a su compañera.

– ¿En serio? ¿Dónde?

– Metido bajo el asiento delantero de un coche.

«¡Pero di cuál!», casi exclamé presa de la indignación.

Pero, como era de esperar, Arthur no lo reveló. Los dos agentes salieron por la puerta sin decirme una palabra. Y he de conceder a Lynn Liggett que estaba demasiado implicada en su trabajo como para volverse y lanzarme una mirada triunfal.


Para mantener las manos ocupadas mientras la mente volaba libre, continué la remodelación de un viejo cofre de madera de dos cajones que llevaba meses en mi cuarto de invitados a la espera de un momento como ese. Tras pelearme con él para bajarlo por las escaleras y disponerlo en el patio, la actividad resultó ser lo que necesitaba.

Por supuesto que no dejé de pensar en el incidente de los bombones, preguntándome si la policía ya se habría puesto en contacto con mi padre. Era incapaz de imaginar qué pensaría de todo ese asunto. Mientras me frotaba las manos en la pila de la cocina una vez acabado el trabajo, afloró en mi mente una nueva idea, una que debía haber surgido antes. ¿Sería el envío de los bombones a mi madre la imitación de otro crimen? Fui a la estantería y me puse a consultar todos mis libros de asesinatos reales. No encontré nada, así que el intento no imitaba ninguno de los asesinatos más célebres registrados. Jane Engle, mi compañera de la biblioteca, contaba con una colección literaria más importante que la mía, así que le llamé para contarle mi ocurrencia.

– Me suena de algo…, es un asesinato que tuvo lugar en Estados Unidos, según creo recordar -dijo Jane, interesada-. ¿No es extraño, Roe? ¿Imaginabas que algo así pudiera darse en Lawrenceton? ¿A nosotros? Porque empiezo a pensar que esto está pensado para nosotros, los socios de nuestro pequeño club. ¿Has oído que encontraron el bolso de Mamie en el coche de Melanie Clark?

– ¡Melanie! ¡Oh, no me lo puedo creer!

– Puede que ahora la policía se lo esté tomando en serio, pero, Roe, tú y yo sabemos que es ridículo. Quiero decir, Melanie Clark. Es una distracción.

– ¿Eh?

– Matan a uno de los socios del club y usan a otro para distraer con respecto al verdadero culpable.

– ¿Crees que quien matase a Mamie se llevó el bolso y lo dejó deliberadamente bajo el asiento del coche de Melanie? -dije lentamente.

– Por supuesto. -Podía imaginar a Jane de pie, en su diminuta casa llena de los muebles de su madre, su moño plateado brillando en medio de estanterías de libros repletos de muertes escabrosas.

– Pero quizá Melanie y Gerald Wright tenían algo entre ellos -protesté débilmente-. Puede que Melanie lo haya hecho de verdad.

– Aurora, ya sabes que está como loca por Bankston Waites. La pequeña casa que tiene alquilada está justo al final de mi calle y no he podido evitar percatarme de que el coche de él siempre está aparcado delante. -Jane tuvo el tacto de no mencionar si eso incluía pasar la noche.

– El coche de ella también pasa mucho tiempo aquí -admití.

– Entonces -dijo Jane de modo convincente- estoy segura de que el asunto de los bombones es otra reedición de un crimen clásico, ¡y apuesto a que la policía encontrará el veneno en la cocina de otro de los socios del club!

– Es posible -argumenté lentamente-. Entonces ninguno de nosotros está a salvo.

– No -contestó Jane-. La verdad es que no.

– ¿Quién podría tenernos tanta manía?

– Querida, no tengo la menor idea. Pero puedes estar segura de que le daré vueltas, y ahora mismo voy a buscar un caso que se parezca al tuyo.

– Gracias, Jane -dije, y colgué sin poder dejar de pensar en mis circunstancias.

No tenía nada especial que hacer esa noche, como venían siendo mis sábados por la noche de los últimos dos años. Justo después de mi habitual banquete semanal de pizza y ensalada, recordé que quería llamar a Amina a Houston.

Milagrosamente, di con ella. Amina no estaba en casa un sábado por la noche desde hacía doce años, pero pensaba salir más tarde, según me dijo después. Su cita era con un director de departamento de una tienda que trabajaba hasta tarde los sábados.

– ¿Qué tal por Houston? -pregunté, melancólica.

– ¡Genial! ¡Siempre hay algo que hacer! Todos los compañeros de mi trabajo son muy simpáticos. -Amina era secretaria judicial de primera.

La gente casi siempre se mostraba amistosa con Amina. Era una chica delgada, con la cara llena de pecas, y muy extrovertida, casi de mi edad. Habíamos crecido juntas, fuimos a la universidad juntas y aún nos considerábamos muy buenas amigas. Amina se había casado y divorciado infantilmente, la única interrupción en su dilatada carrera de flirteos. No era exactamente guapa, pero sí irresistible; era risueña, puro nervio en las conversaciones, y nunca se le escapaba la posibilidad de meterse en una. Tenía un gran talento para disfrutar de la vida y maximizar cada recurso innato o adquirido (no era precisamente rubia natural). De repente pensé que tenía que haber sido la hija de mi madre.

Cuando Amina terminó de contarme cómo le iba en el trabajo, le lancé la bomba.

– ¿Que encontraste un cadáver? ¡Qué asco! ¿De quién? -gritó Amina-. ¿Estás bien? ¿Estás teniendo pesadillas? ¿Los bombones estaban realmente envenenados?

Como era mi mejor amiga, le dije la verdad:

– No sé si el chocolate estaba envenenado. Sí, estoy teniendo pesadillas, pero, al mismo tiempo, todo esto me parece algo muy emocionante.

– ¿Crees que estás a salvo? -me preguntó con ansiedad-. ¿Quieres venir y quedarte conmigo hasta que termine todo? ¡No puedo creer que te esté pasando a ti! ¡Pero si eres un cielo!

– Bueno, sea un cielo o no -repuse sombría-, está pasando. Gracias por preguntar, Amina. Cuenta con que vaya a verte pronto, pero de momento tengo que quedarme aquí. No creo que corra un especial peligro. Supongo que era mi turno, y la cosa salió bien. -Pasé por alto la especulación con Arthur de que el asesino podría seguir matando, así como la conjetura de Jane Engle de que quizá todos acabaríamos implicados. Fui directamente al terreno que más dominaba Amina.

– Tengo un problemilla -empecé diciendo en cuanto tuve toda su atención. Los matices y los detalles entre ambos sexos eran pura rutina para Amina. No había tenido nada que contarle en ese sentido desde nuestros días en el instituto. Costaba creer que personas adultas aún jugaran a ese tipo de juegos.

– Así que -dijo mi amiga cuando terminé de hablar- Arthur está un poco resentido porque ese Robin haya pasado la tarde en tu casa, y Robin intenta decidir si le gustas lo suficiente para mantener el comienzo de vuestra relación a la vista del aire ligeramente posesivo de Arthur. Aunque Arthur todavía no es dueño de nada, ¿verdad?

– Verdad.

– Y todavía no has tenido una cita con ninguno de estos dos mozos, ¿verdad?

– Verdad.

– Pero Robin te ha invitado a almorzar en la ciudad el lunes.

– Ajá.

– Y se supone que os tenéis que ver en su aula.

– Sí.

– Y Lizanne ha descartado oficialmente a Robin. -Amina y Lizanne siempre habían tenido una curiosa relación. Amina funcionaba sobre la personalidad y Lizanne sobre las apariencias, pero las dos habían sondeado la población masculina de Lawrenceton y las localidades colindantes con una cadencia asombrosa.

– Lizanne finalmente me lo ha pasado a mí -le dije a Amina.

– No es avara -le concedió ella-. Si se cansa de ellos, se lo hace saber y luego los deja libres. Bien, si vas a verte con él en la universidad, eres consciente de que estará sentado en un aula llena de jovencitas haciendo méritos para meterse en la cama de un escritor famoso, ¿no?

– Tiene un atractivo convencional -dije-. Tiene encanto.

– ¡Bueno, pues no te pongas ninguna de esas combinaciones de blusa y falda que siempre llevas al trabajo!

– ¿Y qué me sugieres? -inquirí fríamente.

– Mira, tú me has llamado para pedirme consejo -me recordó Amina-. Está bien, te lo voy a dar. Has pasado por algo horrible. Nada te hará sentir mejor que ropa nueva, y te la puedes permitir. Así que pásate por la tienda de mi madre mañana, cuando abra, y cómprate algo nuevo. Quizá un vestido clásico, de estilo rústico. Ponte unos pendientes discretos, ya que no eres muy alta. Y quizá alguna cadena de oro. -¿Alguna? Tendría suerte si encontraba la que mi madre me había regalado por Navidad. Los novios de Amina le regalaban cadenas de oro en cualquier ocasión, de todas las longitudes y densidades que pudieran permitirse. Debía de tener una veintena-. Eso debería bastar para un almuerzo informal en la ciudad -concluyó.

– ¿Crees que me verá como a una mujer y no como a otra aficionada a los asesinatos?

– Si quieres que te vea como a una mujer, no disimules tu deseo por él.

– ¿Eh?

– No digo que te relamas los labios o te pongas a jadear. Mantén una conversación normal. No caigas en obviedades. Debes hacerlo de forma que no pierdas nada si decide que no está interesado. -Amina se esforzaba tanto en no perder la compostura que parecía japonesa.

– ¿Y qué hago?

– Hazte desear. Arréglatelas para que todo parezca normal, pero intenta concentrarte en la zona que hay debajo de la cintura y encima de las rodillas, ¿vale? Y emite señales. Puedes hacerlo. Es como el ejercicio de Kegel. No puedes enseñar a nadie cómo se hace, pero si se lo describes a una mujer, seguro que lo capta.

– Lo intentaré -dije dubitativa.

– No te preocupes, saldrá natural -me aseguró Amina-. Tengo que dejarte. Están llamando al timbre. Llámame para decirme cómo ha ido, ¿de acuerdo? Lo único malo de Houston es que no estás aquí.

– Te echo de menos -dije.

– Sí, yo también, pero tengo que dejarte -contestó ella antes de colgar.

Y, tras un momento de descreimiento, supe que tenía razón. Su partida me había liberado del papel de la mejor amiga de la chica más popular, papel que requería de mí que no sacase todo mi partido porque ni siquiera así le podía hacer sombra a Amina. Siempre me tocaba el opaco papel de la intelectual.

Estaba sentada sopesando lo que Amina me había dicho cuando sonó el teléfono. Mi mano aún estaba posada encima del auricular. Di un respingo.

– Soy yo otra vez -me avisó Amina apresuradamente-. Escucha, Franklin me está esperando en el salón, pero te he venido a llamar desde el otro teléfono para decirte otra cosa. ¿Dijiste que Perry Allison estaba en ese club vuestro? Ten cuidado con Perry. Cuando éramos compañeros de universidad, coincidimos en muchos de los cursos de primero. Tenía unos cambios de humor muy bruscos. Cuando estaba sobreexcitado, me seguía por todas partes parloteando y luego se me quedaba mirando callado y malhumorado. La universidad acabó llamando a su madre.

– Pobre Sally -dije involuntariamente.

– Vino y lo metió en una institución especial, no solo por lo mío, sino porque se saltaba algunas clases y nadie quería compartir habitación con él por culpa de sus extrañas costumbres.

– Algo me dice que está repitiendo la tónica, Amina. Aún está en la biblioteca, pero Sally parece preocupada últimamente.

– Tú no lo pierdas de vista. Nunca le ha hecho daño a nadie, que yo sepa, pero sí ha puesto nervioso a más de uno. Si está relacionado con el asesinato, ¡ten mucho cuidado!

– Gracias, Amina.

– De nada. Hasta luego.

Y volvió a colgar para pasar un buen rato con Franklin.

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