Capítulo 10

– Cordelia Botkin, 1898 -susurró Jane, triunfante.

Se me había acercado por la espalda mientras estaba recolocando una serie de libros que habían devuelto. Me encontraba al final de una estantería, cerca de la pared, a punto de rodear el extremo con mi carro hacia la siguiente tanda. Resoplé hacia mi pecho, cerré los ojos y recé para ser capaz de perdonarla. La mañana del martes había ido tan bien hasta ese momento…

– ¡Roe, lo siento! Creí que me habías oído llegar.

Negué con la cabeza. Procuré no apoyarme en el carro con demasiada obviedad.

– ¿Cordelia qué? -conseguí articular finalmente.

– Botkin. Es lo que más se le acerca. En realidad no encaja del todo, pero sí lo suficiente. Fue tan chapucero que creo que resultó de la improvisación. O puede incluso que debiera ocurrir antes de la muerte de Mamie Wright.

– Puede que tengas razón, Jane. La caja de bombones tardó seis días en llegar y la enviaron desde la capital, así que quienquiera que lo hizo pensó que llegaría al cabo de dos o tres días.

Miré alrededor para comprobar que no había nadie escuchando. Lillian Schmidt, otra bibliotecaria, estaba colocando libros varias estanterías más allá, pero no lo bastante cerca como para poder escucharnos.

– ¿Y cómo encaja, Jane?

Jane abrió la libreta que siempre parecía acompañarla.

– Cordelia Botkin vivía en San Francisco. Fue la amante de John Dunning, jefe de departamento de Associated Press. Él había dejado a su mujer en… -Jane repasó sus notas- Dover, Delaware. Botkin escribió a la mujer varias cartas anónimas antes. ¿Recibió tu madre alguna?

Asentí. Con un labio superior más rígido que el mármol, mi madre le había contado a Lynn Liggett algo que jamás pensó que sería lo bastante significativo como para decírmelo a mí: había recibido una larga, incomprensible y desagradable nota anónima en el buzón pocos días antes de que llegasen los bombones. Pensó que el episodio era tan desagradable e irrelevante que no quería «molestarme» con ello. La tiró a la basura, por supuesto, pero la habían escrito a máquina.

Estaba dispuesta a apostar a que la habían escrito con la misma máquina que se utilizó para escribir la dirección de envío de los bombones.

– En fin -dijo Jane después de repasar de nuevo sus notas-, Cordelia decidió finalmente que Dunning iba a volver con su mujer, así que envenenó algunos bombones y se los mandó a la señora. Ella y una amiga suya murieron.

– Murieron -repetí lentamente.

Jane asintió, manteniendo la mirada discretamente en sus notas.

– Tu padre sigue en el sector de la prensa, ¿no es así, Roe?

– Sí, pero no es periodista, sino que está en el departamento de publicidad.

– Y está viviendo con su nueva esposa, que podría representar a la «otra mujer».

– Bueno, sí.

– Entonces es evidente que el asesino vio una similitud remota y aprovechó la oportunidad.

– ¿Le has contado algo de esto a Arthur Smith?

– Pensé que debería hacerlo -dijo Jane con un amplio gesto de asentimiento.

– ¿Y qué ha dicho? -pregunté.

– Quiso saber de qué libro saqué la información, lo apuntó, me dio las gracias, diría que algo abrumado, y se despidió. Tengo la impresión de que ha tenido dificultades para convencer a sus superiores de la relevancia de estos asesinatos. ¿Sabes ya lo que había en los bombones?

– No, se llevaron la caja al laboratorio estatal para analizarla. Arthur nos advirtió que algunas de las pruebas llevan su tiempo.

Lillian estaba cada vez más cerca y parecía sentir curiosidad, algo crónico en ella. Pero lo cierto era que últimamente todos mis compañeros sentían un interés extraordinario hacia mí. Una tranquila bibliotecaria encuentra un cadáver una noche de viernes cuando se reúne en un club de lo más extraño, recibe una caja de bombones alterados el sábado y aparece vestida con ropa completamente nueva e inusual el lunes, para mantener una conversación susurrada con una mujer nerviosa al día siguiente.

– Será mejor que me vaya. Te estoy entreteniendo -murmuró Jane. Conocía bastante bien a Lillian-. Pero es que me emocioné tanto al descubrir el patrón que no pude evitar venir corriendo a contártelo. Por otro lado, es evidente que la muerte de ese comunista fue una imitación del asesinato de Marat. ¡Pobre Benjamin Greer! Las noticias dicen que él encontró el cuerpo.

– Jane, te agradezco la labor de investigación -le susurré de vuelta-. La semana que viene te invito a almorzar en agradecimiento. -Lo último de lo que me apetecía hablar era del asesinato de Morrison Pettigrue.

– Oh, por Dios, no es necesario. Me has dado algo con lo que entretenerme. Hacer sustituciones en la escuela y aquí es divertido, pero nada en comparación con identificar el patrón de un asesinato. Aun así, sospecho que tendré que buscarme una afición nueva. Todas esas muertes, ese miedo. Empieza a ser demasiado para mí. -Y Jane suspiró, aunque no estaba muy segura de si se debía a las muertes de Mamie Wright y Morrison Pettigrue o porque tendría que buscarse una afición nueva.

Me encontraba en la segunda planta de la biblioteca, que es una amplia galería que se extiende por tres paredes y domina la planta baja, donde están los libros infantiles, las publicaciones periódicas y el mostrador de préstamo. Estaba observando a Jane dirigirse hacia la puerta de salida y pensando en Cordelia Botkin cuando me percaté de que otra persona abandonaba el edificio. Era la detective Lynn Liggett. El director de la biblioteca, Sam Clerrick, la acompañaba hasta la puerta. Fue una desagradable sorpresa para mí. Solo podía imaginar que había estado allí para hacer preguntas sobre mí. ¿Sería para conocer mis horarios? ¿Querría saber más sobre mi personalidad? ¿Cuánto había trabajado el día del asesinato?

Llena de incómodas dudas, doblé la esquina de la siguiente fila de estanterías. Reanudé la colocación de libros con el piloto automático puesto, incapaz de dejar de pensar en la visita de la detective Liggett. Sam Clerrick no tenía nada malo que contarle acerca de mí, razoné. Era una empleada muy meticulosa. Siempre era puntual y casi nunca me ponía enferma. Nunca me había enfrentado con ningún cliente, por muy tentada que me hubiese sentido, especialmente a los padres que dejaban a sus hijos en la biblioteca durante el verano con instrucciones de pasárselo bien durante un par de horas mientras mamá y papá se iban de compras.

Entonces ¿de qué me preocupaba? Me solté un sermón. Me afectaba demasiado formar parte de una investigación criminal. Era prácticamente mi deber cívico no molestarme por ser objeto del escrutinio policial.

Me pregunté si existía una posibilidad razonable de considerarme sospechosa del asesinato de Mamie. Pude haberlo hecho, claro que sí. Había estado en casa sin testigos de ello durante más de una hora antes de salir hacia la reunión. Quizá alguno de los vecinos podría declarar que mi coche estaba en su sitio habitual, aunque eso no constituiría una prueba concluyente. Es de suponer que si hubiese encontrado un lugar donde se vendiesen los bombones Mrs. See’s, pude habérmelos enviado a mí misma. Pude haber escrito la dirección con una de las máquinas de escribir de la biblioteca. ¡A lo mejor la detective Liggett había tomado muestras de todas las que teníamos! Aunque, si alguna de ellas encajaba, eso no demostraría que yo hubiese escrito nada. Y si no encajaba ninguna, pude haber usado otra… Quizá la del despacho de mi madre.

Pero el asesinato de Morrison Pettigrue era un asunto completamente distinto. Jamás lo conocí, y desde luego que nunca podría hacerlo. Ni siquiera sabía dónde vivía hasta que me lo dijo otra bibliotecaria, pero, bien pensado, eran estas cosas lo que no podía demostrar. La ignorancia es algo muy difícil de demostrar. Además, si lo asesinaron a última hora del domingo, tras la infructuosa última reunión de Real Murders, no tenía ninguna coartada. Me había quedado sola, en casa, compadeciéndome de mí misma.

Aun así, si por algún milagro se demostrase que el asesinato tuvo lugar en las horas que estuvimos reunidos, ¡todos estaríamos libres de sospecha! Sería demasiado bueno para ser verdad.

Estaba tan ocupada tratando de imaginar todos los pros y los contras de arrestarme que me di de bruces con Sally Allison. Estaba mirando los libros de costura, que abundaban en nuestra biblioteca. Lawrenceton era como una capital del bordado.

Susurré una disculpa. Sally hizo lo propio.

– No pasa nada.

Pero Sally se quedó petrificada en el sitio, los ojos clavados en los volúmenes que tenía delante. Sally había frecuentado bastante la biblioteca durante los dos últimos meses, incluso durante lo que yo suponía que eran sus horas de trabajo. En realidad no creía que fuese a ver libros, aunque siempre se llevaba alguno. Estaba convencida de que venía a vigilar a Perry. No me sorprendía, después de lo que me había contado Amina. Me di cuenta de que a veces Sally ni siquiera hablaba con su hijo, sino que lo vigilaba desde la distancia, como si buscase algún síntoma de problemas.

– ¿Qué tal está tu madre, Roe? -me preguntó.

– Muy bien, gracias.

– ¿Os habéis recuperado del susto de los bombones? No tuve ocasión de preguntarte la otra noche.

Sally nos llamó a las dos para entrevistarnos cuando leyó los informes policiales sobre el incidente. Mi madre y yo habíamos sido tan escuetas como corteses, descubrimos más tarde al comparar las versiones. Yo consideraba que mi nombre había aparecido en la prensa hacía demasiado poco, y mi madre creía que todo ese episodio era demasiado sórdido como para hablar del tema. (Además, como mujer con carrera, ella pensaba que un intento de envenenamiento no sería bueno para el negocio).

– Sally, no estaba asustada, porque no sabía, entonces como ahora, que nadie quisiera hacernos daño a mi madre y a mí. Seré franca, Sally: eres mi amiga aparte de periodista, y la verdad es que no tengo muy claro con quién vengo hablando últimamente.

Sally se volvió para encararme. No estaba enfadada, pero la determinación brillaba en su mirada.

– Ser periodista en un periódico modesto no quiere decir que no lo sea de verdad, Roe. Eres una Teagarden, así que todo lo que te pase es noticia por partida doble. Tu madre es una de las mujeres más prominentes de la ciudad y tu padre es muy conocido. Mi jefe no mantendrá el acuerdo de silencio con la policía durante mucho más tiempo. ¿Responde eso a tu pregunta? Ahí viene Lillian. ¿Has leído este libro sobre bordado florentino?

Parpadeé y volví a coger pie.

– No, Sally, ni siquiera sé coser un botón. Deberías preguntar a mi madre cualquier cosa sobre costura. O a Lillian -añadí ágilmente mientras mi compañera arrastraba su carro hasta el otro extremo de las estanterías.

Lillian, cuyo sentido del oído es tan fino como el de un murciélago, se volvió al oír su nombre y vino hacia nosotras. Las dos no tardaron en enzarzarse en una confusa conversación acerca del punto francés y el bordado de pabilo. Algo entristecida, volví con mis labores. Me pregunté si Sally decidiría volver a ser sencillamente mi amiga cuando dejase de ser noticia.

Cuando miré el reloj y vi que eran las cuatro y debía salir a las seis, me di cuenta de que debía ponerme a pensar qué me pondría para ir al Carriage House con Robin. Dijo que me recogería a las siete, lo que me daba una hora escasa para llegar a casa, ducharme, maquillarme y vestirme. No hubo problemas con las reservas; los martes no eran días especialmente complicados en el restaurante, y teníamos hora para las siete y cuarto. Pero aún tenía que decidir qué ponerme. Acababa de recoger de la lavandería el vestido de seda azul marino. ¿Llevé a reparar las sandalias a juego cuando me di cuenta de que tenían una tira suelta? Desesperada, lamenté no haber comprado los zapatos negros que había visto en la tienda de la madre de Amina esa mañana. Tenían unos lazos en la parte trasera del tacón y me parecieron preciosos. ¿Tenía tiempo para ir a comprarlos?

Poco a poco fui consciente de que alguien hablaba con un zumbido de monótona voz desde el otro lado de la estantería. Solo podía ser Lillian. Por supuesto, cuando saqué un volumen de la «perspectiva humorística de la vida con animales dentro y fuera de casa» de un veterinario que habían dejado en la 364, por el hueco pude ver la redonda cara de mi compañera.

– Creo que deberíamos ganar más dinero -dijo Lillian con mal humor-. Y creo que deberían consultarnos antes de asignarnos los turnos de noche, aparte de que nunca debieron contratar a ese jefe bibliotecario.

– ¿Sam Clerrick? ¿Noches? -interrogué atolondradamente, sin saber muy bien por dónde empezar con mis preguntas. Lillian había sido una de las mayores admiradoras de Sam Clerrick hasta ese momento, al menos hasta donde yo sabía. El señor Clerrick me parecía duro e inteligente, pero me reservaba mi juicio sobre su capacidad de gestionar al personal.

– Oh, ¿no lo has oído? -contestó Lillian con placer-. Claro, con tantas emociones fuertes que tienes últimamente, no me extraña que no te hayas enterado de los asuntos mundanos.

Puse los ojos en blanco.

– Al grano, Lillian.

Lillian movió sus anchos hombros con expectación.

– ¿Sabías que el consejo de administración se reunió hace dos noches? Sam Clerrick estuvo allí, por supuesto, y dijo que, en su opinión, no se había explotado adecuadamente la apertura nocturna de hace cuatro años, cuando fue todo un fiasco, ¿lo recuerdas? Quiere que vuelva a intentarse durante un tiempo, con la plantilla que tenemos ahora. Así que, en vez de abrir una noche a la semana, abriremos tres durante un mes de prueba.

Cuatro años atrás, Lawrenceton era una ciudad más pequeña, y abrir más de una noche después de las seis de la tarde solo había servido para engrosar la factura de la luz y el aburrimiento de unos cuantos bibliotecarios. Nuestro horario nocturno semanal era ideal para quienes tuvieran turnos laborales fuera de lo normal y no pudieran acudir a la biblioteca en las horas normales. La actividad no había sido tan escasa en esas noches, pensé justamente, y con el reciente aumento de la población local, otra intentona me parecía bastante razonable. Aun así, me fastidiaba un poco que me cambiasen el horario.

Por otra parte, últimamente me costaba considerar mi trabajo como lo más importante de mi vida.

– ¿Cómo va a hacerlo sin aumentar la plantilla? -pregunté sin demasiado interés.

– En vez de dos bibliotecarios por noche, trabajaremos en equipos de un bibliotecario y un voluntario.

Los voluntarios eran de lo más variado. Generalmente solían ser hombres y mujeres mayores o mujeres de mediana edad que disfrutaban con los libros y se sentían como en casa en una biblioteca. Una vez formados, eran toda una bendición, salvo el diminuto porcentaje que aceptaba el trabajo para ver a sus amigos y cotillear. Ese porcentaje no tardaba en aburrirse y dejarlo de todos modos.

– Yo me apunto -le dije a Lillian.

– Hoy sabremos algo más oficialmente -prosiguió ella, decepcionada ante mi reacción-. Hay una reunión de la plantilla a las cinco y media, así que Perry Allison te relevará en el mostrador de devoluciones. Vaya -dijo, mirando su reloj con un gesto demasiado obvio-, ¿no va siendo hora de que vayas para allá?

– Sí, Lillian, sé la hora que es -respondí con elaborada paciencia-, y ya me voy.

Nos turnábamos para la reposición así como para casi cualquier otra tarea, ya que la plantilla era demasiado pequeña para permitir cualquier tipo de especialización, si bien rebosante de individuos que no dudaban en dejar claras cuáles eran sus preferencias. Mal haría si fuese a correr escaleras abajo solo porque Lillian había mirado su reloj, así que proseguí:

– Estoy dispuesta a dar otra oportunidad al horario nocturno. Tener más tiempo libre durante el día también puede ser una ventaja. -«Ya que mi calendario social nocturno tampoco es que tenga lista de espera», aunque no sentí la necesidad de compartir eso con Lillian.

Me alivió el hecho de que la reunión no tuviese lugar después del cierre de las seis. Entonces recordé con certeza que las sandalias que iban a juego con el vestido de seda azul tenían la tira suelta.

– Demonios -susurré mientras colocaba un libro en su sitio con tal fuerza que el del otro lado salió disparado al suelo.

– Dios mío -dijo Lillian de manera triunfal mientras se inclinaba para recogerlo-. ¿Qué mosca te ha picado, eh?

Mis labios pronunciaron otra cosa aparte de «demonios», pero no lo articulé con la voz.


Solía disfrutar de mis turnos de recepción. Tenía que estar en el gran escritorio del lateral de la entrada. Respondía a las preguntas y recibía los libros, cobraba la tarifa si los devolvían pasado el plazo, les volvía a colocar la respectiva tarjeta y los depositaba en los carros para luego volver a colocarlos en sus respectivas estanterías. También administraba la salida de los volúmenes de la biblioteca. Y si el trabajo se acumulaba, me ponían un ayudante.

Hoy era un día tranquilo, y menos mal, porque mi mente no se centraba en el trabajo y discurría por sus propios caminos. Qué cerca había estado mi madre de comerse ese bombón. Cómo me había mirado la cara de Mamie desde esa posición imposible, de espaldas. Cómo me alegraba de no haber visto la parte delantera. Cómo la importancia de ser el descubridor de un cadáver le había dado a Benjamin un nuevo pretexto para la vida tras la muerte de sus ambiciones políticas. Cómo me alegraba de salir con Robin esa noche. Cómo me gustaban los ojos azules de Arthur Smith.

Arranqué mis pensamientos de ese torrente agridulce y me dispuse a intercambiar una conversación banal con el voluntario que compartía puesto conmigo en el mostrador: Arnie, el padre de Lizanne Buckley, un jubilado de pelo blanco y sesenta y seis años a la espalda y una mente como una correa de acero. Una vez que el señor Buckley se interesaba en un tema, leía todo lo que podía encontrar sobre el mismo y no olvidaba apenas nada. Cuando daba por concluido su interés, lo hacía del todo, pero se convertía en una especie de autoridad en ello. En esa tranquila y cálida tarde, el señor Buckley confesó que empezaba a tener dificultades para encontrar otro tema en el que interesarse. Le pregunté cómo daba con ellos en otras ocasiones y él me respondió que surgían de forma casual.

– Por ejemplo, cuando veo una abeja sobre mis rosas. Entonces me digo: «¡Caramba! ¿No es esa abeja más pequeña que la que sobrevuela la otra rosa? ¿Serán de la misma especie? ¿Acaso esta especie solo recoge polen de las rosas? ¿Cómo es que no crecen más rosas en estado salvaje si las abejas transportan el polen?». Así que me da por leer sobre abejas, y puede que sobre rosas también. Pero últimamente, no sé, no parece surgir nada.

Simpaticé con su perspectiva y le dije que, ahora que empezaba a mejorar el tiempo y podría dar más paseos, los temas no tardarían en aflorar.

– A la vista de lo que ha estado pasando en esta ciudad últimamente -comentó el señor Buckley-, he pensado que podría ser interesante investigar sobre asesinatos.

Le lancé una mirada afilada, pero vi que no se refería a la relación de los socios de Real Murders en una serie de crímenes.

– No es mala idea -dije al cabo de un rato.

– Pero se han llevado todos los libros -comentó.

– ¿Qué?

– Se han llevado casi toda la bibliografía sobre asesinos y asesinatos -explicó pacientemente.

Bien pensado, tampoco era muy de extrañar. Todos los socios de Real Murders -bueno, los antiguos miembros- sin duda se estaban preparando para lo que quiera que pudiese ocurrir.

Pero cabía la posibilidad de que alguien estuviese preparando el terreno para que eso mismo ocurriese precisamente.

Era enfermizo. Pensé en ello un momento y luego tuve que apartar mis ideas. No alcanzaba a visualizar, no me atrevía, a algún conocido mío hurgando en esos libros en busca de ese viejo asesinato para realizar su siguiente imitación, su retorcida recreación en el cuerpo de alguno de sus conocidos.

Perry se acercó al mostrador para relevarme y que pudiera asistir a la reunión, que se me antojaba tan irrelevante que casi cogí mi jersey y salí por la puerta principal. Además, tenía una cita esa noche. De repente, mis expectativas por esa cita se disolvieron. Al menos parte de mi bajón podía atribuirse a Perry; definitivamente se encontraba en una de sus fases de angustia. Sus labios estaban apretados en una línea hosca, y esto redoblada la profundidad de sus arrugas buconasales.

De repente sentí lástima por Perry, y le dije:

– Eh, nos vemos luego. -Lo hice con el tono más amable que pude sacar mientras pasaba junto a él de camino a la sala de conferencias. Lo lamenté cuando él sonrió de vuelta. Ojalá hubiese mantenido la seriedad. Su sonrisa era depravada y engañosa como la de un tiburón. Podía imaginarlo como el fantoche victoriano de Neal Cream, que daba píldoras envenenadas a las prostitutas y se quedaba mirando, deseando ver cómo se las tragaban.

– Ve a la reunión -dijo con voz desagradable.

Me fui aliviada al tiempo que Arnie Buckley emprendía la batalla perdida de mantener una conversación con Perry.

Sin ningún entusiasmo, me dejé caer sobre una horrible silla metálica de la sala de conferencias de la biblioteca y escuché las novedades que ya conocía. El señor Clerrick, con su habitual eficiencia y falta de conocimiento sobre la especie humana, ya había preparado los nuevos cuadrantes de horarios y los estaba distribuyendo, en vez de dar a todos la oportunidad de digerir y debatir el nuevo horario.

Me tocaba el jueves, de seis a nueve, con el señor Buckley apuntado provisionalmente como voluntario. A los voluntarios aún no les habían preguntado individualmente si estaban dispuestos a trabajar por las noches, si bien su presidente había accedido, al menos en principio. El señor Clerrick iba a poner un anuncio en el periódico para compartir con la clientela las emocionantes noticias (de hecho, esas fueron sus palabras).

– ¿Vas a salir con nuestro nuevo escritor residente esta noche? -preguntó Perry con tono sedoso cuando regresé al mostrador.

Me pilló por sorpresa; por una vez, tenía la mente muy centrada en el trabajo.

– Sí -dije llanamente, sin pensarlo-. ¿Por qué?

Había dejado entrever mi desagrado; un error. Tenía que haber mantenido la superficie amistosa.

– Oh, por nada -contestó Perry alegremente, pero empezó a sonreír, una sonrisa tan falsa y desagradable que, por primera vez, me hizo sentir un poco de miedo.

– Ya me encargo yo del mostrador -le dije-. Puedes volver a tu trabajo. -No sonreí y mantuve la voz plana; ya era demasiado tarde para disimulos. Por un terrible instante, pensé que no se iría nunca, que la terrible lobreguez que proyectaba la mente de Perry lo volvía tan imprudente como para mantener juntos los retazos superficiales de su vida.

– Hasta luego -se despidió Perry tras borrar completamente su sonrisa.

Observé cómo se marchaba con piel de gallina.

– ¿Te ha dicho algo desagradable, Roe? -me preguntó el señor Buckley. Tenía todo el aspecto belicoso que un anciano de pelo blanco podría desplegar.

– No, la verdad. Es cómo lo ha dicho -repuse, deseosa de ser sincera, pero procurando no alterar al padre de Lizanne.

– Ese chico tiene una mente venenosa -declaró el señor Buckley.

– Es verdad. Bueno, hablando de los nuevos horarios…

No tardamos en volver a ocuparnos y las cosas volvieron a su cauce, al menos en la superficie; pero estaba más convencida que nunca de que la mente de Perry Allison era retorcida como una serpiente y que las frecuentes visitas de su madre a la biblioteca eran mecanismos de control. Sally Allison era consciente de las serpientes que poblaban su mente y temía que pudieran colarse por los crecientes huecos del estado mental de Perry.

El señor Buckley y yo estuvimos muy ocupados hasta la hora del cierre, atendiendo a un aluvión de clientes de todas las edades, que venían a hacer trabajos escolares o a devolver libros después del trabajo. Tanto trabajo me devolvió a mi ser, como si tener un objetivo a corto plazo me sirviese de bálsamo.

Arthur Smith me estaba esperando junto a mi coche. Tenía tanta prisa por llegar a casa y prepararme que no pude evitar lamentar verlo allí delante en un primer momento.

– No quería interrumpirte en tu trabajo a menos que fuese estrictamente necesario -dijo con su tono serio.

– No pasa nada, Arthur. ¿Tienes noticias nuevas? -Pensé que quizá el laboratorio ya había analizado lo que quisiera que contenían los bombones.

– No, los análisis aún no han concluido. ¿Tienes un momento?

– Eh…, bueno, unos minutos.

Para mi deleite, no parecía sorprendido por mi falta de tiempo.

– Bien, si no te importa podemos entrar en mi coche o dar un paseo alrededor de la manzana.

Escogí el paseo. Por alguna razón, no quería que Lillian Schmidt me viera en un coche acompañada de un hombre en medio de un aparcamiento. Así que anduvimos por la acera en esa fresca noche. No puedo mantener el paso de algunos hombres, ya que mis piernas son tan cortas que les obligan a contenerlo, pero Arthur parecía adaptarse bien.

– ¿Qué esperabas de la reunión del domingo? -me preguntó a bocajarro.

– No lo sé. Un milagro. Deseaba que alguien tuviese una idea que evaporara toda esta pesadilla. Pero, en vez de ello, alguien mató a Morrison Pettigrue. Todo un éxito de reunión, ¿eh?

– Planearon esa muerte antes de la reunión. Lo que me reconcome es que yo estaba sentado en la misma sala que el asesino, horas antes del asesinato, y no tuve ninguna intuición. A pesar de saber que había un asesino entre nosotros. -Se paró, meneó la cabeza con violencia y siguió andando.

– ¿Alguno de tus compañeros piensa como tú, que una sola persona está haciendo todo esto?

– Me está costando convencer a los otros detectives acerca de las similitudes de los dos casos con otros más antiguos. Y desde lo de Pettigrue están menos receptivos, a pesar de que, cuando vi la escena, les dije que era una copia del asesinato de Jean-Paul Marat. Les faltó reírse en mi cara. Hay mucho loco de derechas que desearía ver muerto a un comunista confeso. Solo un par de detectives están dispuestos a creer que los dos crímenes están relacionados.

– Hoy he visto a Lynn Liggett en la biblioteca. Supongo que me estaba investigando.

– Estamos investigando a cualquiera remotamente implicado -dijo Arthur llanamente-. Liggett solo hace su trabajo. Se supone que yo he de averiguar dónde estuviste la noche del domingo.

– ¿Tras la reunión?

Asintió.

– En casa. En la cama. Sola. Sabes que no tengo nada que ver con el asesinato de Mamie, los bombones o la muerte de Morrison Pettigrue.

– Lo sé. Te vi cuando descubriste el cuerpo de la señora Wright.

Sentí una ridícula oleada de calidez y gratitud porque alguien me creyera.

Ya llegaba tarde y tenía que prepararme, así que dije:

– ¿Querías contarme algo más?

– Soy un hombre divorciado sin hijos -dijo Arthur de sopetón.

Asentí, alucinada. Intenté mantener un aire de curiosidad inteligente.

– Una de las razones por las que me divorcié era que mi mujer no soportaba el hecho de que, en el trabajo policial, a veces no podía cumplir con los planes que habíamos hecho. Incluso en Lawrenceton, que no es ni mucho menos Nueva York, o siquiera Atlanta.

Hizo una pausa a la espera de una respuesta, así que dije, insegura:

– Claro.

– Así que he pensado que quiero salir contigo. -Sus profundos ojos azules se clavaron en mí con efectos devastadores-. Pero surgirán cosas, y a veces te sentirás decepcionada. Deberías tener eso en cuenta de antemano si también quieres salir conmigo. No sé si es así, pero quería dejarlo bien claro.

Pensé: a) era de una franqueza admirable, b) ¿tenía ese tío ego, o qué?, c) como había dicho «No sé si es así», al menos albergaba una esperanza, aunque lo más probable era que hubiese sido un tanteo, y d) sí que quería salir con él, pero no desde una posición de debilidad. Arthur respetaba la fuerza de los demás.

Me llevó unos minutos elaborar todos esos pensamientos. Unos días antes, le habría dado un «sí» timorato, pero desde entonces había vadeado alguna que otra tempestad y creía que podía aspirar a más.

Miré mis pies mientras avanzaban por la acera y dije:

– Si me estás pidiendo salir insinuando que tu trabajo es más importante que los planes que podamos hacer juntos, no puedo aceptar una relación tan… desequilibrada. -Seguí observando mis pies, que avanzaban con firmeza. Los zapatos de Arthur eran brillantes y oscuros, y durarían al menos veinte años-. Pero si me dices que el departamento de policía tiene prioridad durante una crisis, puedo llegar a comprenderlo. Si no estás poniendo una tirita antes de la herida para cubrirte las espaldas cuando no te apetezca aparecer. -Inspiré profundamente. Hasta aquí, los zapatos no se habían largado en otra dirección-. Entonces vale. Además, esto parece un poco excluyente, ya que nunca hemos salido juntos. Me gustaría ir poco a poco.

Había subestimado a Arthur.

– He debido de sonar asquerosamente egoísta -se excusó-. Lo siento. ¿Te apetecería salir conmigo alguna vez?

– Sí -contesté. No sabía qué hacer a continuación. Lo miré de reojo y vi que sonreía-. ¿A qué he accedido exactamente? -pregunté.

– A menos que me asignen alguna cosa ineludible, no olvides que el departamento está en medio de una investigación criminal. -¡Como si fuese a olvidarlo!-. ¿Te parece el sábado por la noche? Tengo una máquina de palomitas y un aparato de vídeo.

Nada de primeras citas en el apartamento de un hombre. Por Dios, al menos podría llevarme a alguna parte en nuestra primera cita. No me apetecía hacer un pulso. Mi experiencia era limitada, pero algunas cosas ya las sabía. Además, quizá no pudiese echar el pulso con Arthur, y no quería empezar una relación así.

– Quiero ir a patinar -dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

Arthur no podría haberse mostrado más aturdido si le hubiese dicho que quería saltar desde la azotea de la biblioteca. ¿Por qué había dicho eso? Hacía años que no patinaba. Volvería llena de cardenales después de demostrar mi proverbial torpeza.

Pero puede que él también.

– Es muy original -dijo Arthur lentamente-. ¿Estás segura de que es lo que quieres?

Decidida, asentí con gravedad.

– Vale -contestó él con firmeza-. Te recogeré el sábado a las seis. Si te parece bien. Luego, cuando nos hayamos dado todos los golpes necesarios, podemos ir a cenar. Eso dando por sentado que me darán una noche libre en medio de tres investigaciones. Aunque es posible que, para entonces, ya las hayamos resuelto.

– Vale -asentí. Eran unas condiciones aceptables.

Terminamos de rodear la manzana y cada uno se subió a su coche. Observé cómo Arthur salía del aparcamiento mientras agitaba la cabeza hacia sí. Reí en voz alta.


Odiaba llegar tarde a mi cita con Robin. Tuve que pedirle que me esperara abajo mientras me daba los últimos retoques.

Había comprado los zapatos y estaba encantada conmigo misma. Robin no pareció sorprendido o desconcertado por tener que esperarme, pero no pude evitar sentirme grosera y en cierta desventaja, como si hubiese podido mostrar algo mejor después de tanta preparación. No obstante, mientras me contemplaba en un espejo de cuerpo entero antes de bajar, comprobé que no me había ido tan mal. No había tenido tiempo para arreglarme el pelo, así que decidí dejármelo suelto con el flequillo hacia atrás con una horquilla esmaltada. El vestido de seda azul era sobrio, pero al menos conseguía enfatizar mis encantos más visibles.

Me sentía muy insegura antes de bajar las escaleras, muy tímida cuando Robin alzó la mirada. Pero parecía complacido y dijo:

– Me encanta tu vestido. -Con su traje gris no parecía la persona sociable que se había bebido mi vino o el profesor de universidad por quien había sentido deseos pélvicos después de comer en el restaurante, sino más bien el escritor relativamente famoso que era.

Hablamos del asesinato de Pettigrue en nuestra mesa del Carriage House, donde la camarera pareció reconocer vagamente su nombre. Aunque a lo mejor pensaba en el personaje literario. Lo pronunció como «Cur-so» y nos dio una buena mesa.

Le pedí que me hablara de su trabajo en la universidad y de cómo lo compaginaba con la escritura, preguntas a las que probablemente ya había respondido antes. Me di cuenta de que era una persona acostumbrada a ser entrevistada, a ser reconocida. Me sentí mejor cuando recordé que Lizanne me lo había «legado», y justo cuando pensaba eso vi que Arnie y Elsa, los padres de Lizanne, estaban sentados en una mesa frente a nosotros. Les acompañaban los Crandall, propietarios de la vivienda a la derecha de la mía.

Sentí que tenía una obligación social, así que les presenté a Robin y nos acercamos a su mesa.

Arnie Buckley se levantó como un resorte y estrechó la mano de Robin con sumo entusiasmo.

– ¡Oh, Lizanne nos ha hablado mucho de usted! -dijo-. Nos enorgullece que un escritor tan famoso como usted haya decidido mudarse aquí, a Lawrenceton. ¿Le gusta? -El señor Buckley siempre había sido miembro de la Cámara de Comercio de Lawrenceton y confeso defensor de su localidad.

– Es un lugar emocionante -respondió Robin honestamente.

– Bien, bien, pues tendrá que pasarse por la biblioteca. No es tan sofisticada como las que podrá encontrar en la capital, pero ¡a nosotros nos gusta! Elsa y yo somos voluntarios. ¡Hay que ocupar el tiempo con algo ahora que estamos jubilados!

– Yo ayudo con la venta de libros -matizó Elsa modestamente.

Elsa era la madrastra de Lizanne, pero había sido tan hermosa como probablemente fue su madre biológica. Arnie Buckley era un tipo afortunado en lo que a mujeres se refería. Ahora canosa y con arrugas, Elsa seguía siendo una mujer de compañía y aspecto agradables.

No sabía que los Buckley fueran amigos de los Crandall, pero pude ver dónde radicaba la atracción. Al igual que el señor Buckley, Jed Crandall no era de esos jubilados capaces de quedarse sentados, sino todo un nervio, fácil de encender y de apaciguar. A su mujer siempre la habían llamado Teentsy [11], y aún se ceñía al apelativo, si bien superaba a su marido en unos veinte kilos.

Teentsy y Jed mantenían con Robin la típica conversación de vecinos, pidiéndole que les hiciera una visita. Teentsy dejó claro que, como era un pobre soltero (y ahí dejó caer una mirada de soslayo hacia mí), podría quedarse sin comida en un momento u otro, en cuyo caso no debería dudar en llamar a su puerta, que a ellos les sobraba, ¡y ella era la viva prueba!

– ¿Le interesan las armas? -preguntó Jed alegremente.

– El señor Jed tiene una buena colección -le dije a Robin apresuradamente, pensando que no le vendría mal estar al tanto.

– Bueno, a veces, desde un punto de vista profesional. Soy escritor de novelas de misterio -explicó cuando los Crandall no pudieron disimular su estupor, si bien los Buckley asentían vigorosamente, benditos sean.

– Entonces ¡pásese por casa, no sea tímido! -le animó Jed Crandall.

– Muchas gracias, ha sido un placer conocerlos -dijo Robin a la mesa en general, recibiendo a cambio un coro de «encantados» y «un placer igualmente» antes de regresar a nuestra mesa.

El encuentro despertó la voraz curiosidad de Robin, y al hablarle de los Crandall y los Buckley empecé a sentirme más cómoda. Hablábamos de su nuevo trabajo cuando llegó la comida. Cuando empezamos a comer, ya estaba lista para sacar el tema de los asesinatos.

– Jane Engle ha venido hoy a la biblioteca con una teoría bastante sólida bajo el brazo -comencé, y le comenté la similitud de «nuestro» caso con el de Cordelia Botkin. Se quedó intrigado.

– Jamás había oído hablar de ese caso -dijo cuando nos sirvieron la ensalada-. ¡Qué libro podría sacar con esto! A lo mejor me animo a escribirlo; mi primer libro basado en hechos reales.

Robin gozaba de una mayor distancia del caso. Era nuevo en la ciudad, no conocía a las víctimas personalmente (a menos que pudiéramos incluir a mi madre en el saco) y probablemente tampoco conocía al perpetrador. Me sorprendía que los crímenes le parecieran tan emocionantes, hasta que, después de tragarse un trozo de tomate, explicó:

– ¿Sabes, Roe?, escribir sobre crímenes no quiere decir que tengas una experiencia directa. Esto es lo más cerca que he estado nunca de un asesinato real.

Yo podría haber dicho lo mismo desde el punto de vista de una lectora. Había sido una aficionada a los crímenes, tanto reales como de ficción, durante años, pero aquella había sido mi experiencia más cercana a la muerte violenta.

– Pues yo espero no acercarme más -dije abruptamente.

Estiró su mano sobre la mesa y cogió la mía.

– Es poco probable -señaló cautelosamente-. Sé lo de los bombones envenenados. Bueno, aún no sabemos si lo estaban, ¿verdad? Espeluznante. Pero también impersonal, ¿no crees? La situación de tu madre encaja a duras penas con el caso Botkin, no tanto como Mamie Wright con el caso de Julia Wallace. Por eso la escogieron.

– Pero los mandaron a mi dirección -dije, permitiendo de repente que el miedo me abrumara, como si lo hubiese estado conteniendo todo ese tiempo-. Querían implicarme a mí. Mi madre encajaba en el patrón, aunque eso no habría sido de ningún consuelo si hubiera muerto -añadí sin paños calientes-. Pero el envío a mi casa… fue un intento deliberado de… matarme. O, al menos, de que fuese testigo de la muerte de mi madre, o que lo pasase mal, dependiendo de lo que contuvieran los bombones. Eso no encaja en ningún patrón. Se trata de algo muy personal.

– ¿Qué clase de persona haría tal cosa? -se preguntó Robin.

Lo miré a los ojos.

– Ese es el quid de la cuestión, ¿no? -dije-. Por eso nos gustan tanto los antiguos asesinatos. Desde una distancia segura, podemos elucubrar sobre las personas capaces de hacer cosas así sin remordimientos. Prácticamente todo el mundo es capaz de matar a otra persona. Supongo que yo también, si me viese acorralada. Pero estoy segura, he de estarlo, de que no muchos son capaces de sentarse a planear la muerte de otros como parte de un juego que el asesino ha decidido emprender. He de aferrarme a eso.

– Estoy de acuerdo -dijo él.

– Esta persona no actúa por ninguno de los famosos motivos que escribió Tennyson Jessie [12] -proseguí-. Debe de ser alguien que actúa conforme a lo que siempre ha querido hacer. Por alguna razón, ahora se ve con la posibilidad de hacerlo.

– Un socio del club.

– Un exsocio -dije tristemente, y le conté a Robin lo del encuentro de la noche del domingo.

Necesitábamos cambiar de tema; ¿es que no había más cosas aparte de asesinatos? Robin, bendito sea, debió de ver que no podía más y empezó a hablarme de su agente y el proceso que se sigue para publicar un libro. Me hizo reír con anécdotas sobre firmas de libros que había soportado y yo le correspondí con historias de gente que venía a la biblioteca para hacer unas preguntas de lo más extrañas. Lo cierto es que pasamos una velada muy agradable, y aún estábamos en nuestra mesa cuando los Crandall y los Buckley pagaron la cuenta y se fueron.

Como el Carriage House estaba al sur de la ciudad, tuvimos que pasar junto a nuestras casas para meternos en el camino privado. Había un hombre de pie frente a la hilera de casas, en la acera. Cuando pasamos por delante, volvió su pálido rostro hacia nosotros. Bajo la luz de una farola creí reconocer a Perry.

Pero me distrajo el beso que me dio Robin cuando llegamos a mi puerta trasera. Fue tan inesperado como delicioso, y la disparidad de nuestras alturas dejó de tener ninguna importancia. Quizá su petición de salir no había sido tan impersonal como me había figurado en un principio; su beso estaba cargado de entusiasmo.

Subí mis escaleras tarareando una melodía y sintiéndome muy atractiva. Al entrar en mi habitación a oscuras, eché un vistazo por la ventana. No había nadie en la calle.


Esa noche llovió. Me despertaron las gotas que no dejaban de repiquetear en la ventana. Veía los destellos de los relámpagos filtrarse a través de las cortinas.

Bajé las escaleras y comprobé que estaban los cerrojos echados. Escuché y solo oí la lluvia. Miré por las ventanas y solo vi lluvia. Frente a la casa, donde estaba la farola, vi cómo el agua discurría rápidamente por la leve pendiente de la calle hasta el desagüe del otro extremo de la manzana. Nada más se movía.

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