Capítulo 11

Levantarme para ir al trabajo la mañana siguiente no fue tarea fácil. Me sorprendí tarareando en la ducha y me puse más sombra en los ojos de lo habitual, pero la falda vaquera, la blusa a rayas y el pelo recogido me sentaron como un uniforme reconfortante. Lillian y yo nos pasamos toda la mañana enmendando libros en un cuarto sin ventanas. Conseguimos que fuese llevadero intercambiando recetas o debatiendo sobre la proeza académica de su criatura de siete años. Si bien mi parte de la conversación se limitó a varias exclamaciones de aprobación y admiración en los momentos apropiados, no me vino mal. Puede que un día tuviera mis propios hijos, ¿quizá unos rubios regordetes? ¿O gigantes narigudos con el pelo de fuego? Y seguramente le diría a todo el que se me cruzase lo maravillosos que eran.

Me agradó levantarme de la mesa de trabajo y estirarme antes de irme a casa para almorzar. Me había costado tanto levantarme y había tomado un desayuno tan frugal que tenía mucha hambre e intentaba visualizar el contenido de mi nevera mientras giraba la llave de la cerradura de casa. No me sobresaltó escuchar una voz procedente de mis espaldas, sino que me fastidió el no poder hincarle el diente a algo inmediatamente.

– ¡Roe! ¡Teentsy dijo que estarías a punto de volver! Oye, tenemos un problemilla en casa -decía el viejo señor Crandall.

Me volví, resignada a posponer mi almuerzo.

– ¿Y qué problemilla es ese, señor Crandall?

El hombre no era elocuente para nada, a excepción de las armas, así que acabé por comprender que, si quería enterarme del problema que tenía Teentsy con la lavadora, tendría que acompañarlo.

No era justo que me sintiese utilizada según la conveniencia de los demás; al fin y al cabo era mi deber. Pero llevaba la mañana deseando irme a comer sin la voz de Lillian martilleándome los oídos. Además, al ser miércoles, debía de haber un nuevo ejemplar del Times en mi buzón. Suspiré en silencio y crucé el pequeño patio a la zaga del señor Crandall.

La lavadora y la secadora de los Crandall se encontraban en el sótano, por supuesto, como ocurría en las cuatro viviendas adosadas. Se llegaba mediante un empinado tramo de escaleras rectas, abierto al vacío por un lado de no ser por el discreto pasamano. Bajé las escaleras con Teentsy justo detrás relatándome la catástrofe de la lavadora con precisión milimétrica. Al llegar abajo, vi que se había formado un charco de agua. Me invadió una profunda desazón. Supe en ese momento que tendría que pasar mi hora del almuerzo buscando un fontanero.

A pesar de que tenía todas las probabilidades en contra, di con uno a la primera llamada. Los Crandall contemplaban admirados cómo arreglaba una cita para que Ace Plumbing les hiciese una visita en la siguiente hora. Como Ace era una de las empresas de fontanería que mi madre empleaba para todos los trabajos de sus propiedades, quizá no fuera tan extraña su buena disposición, pero conseguir que se pasaran inmediatamente, ¡eso sí que era asombroso! Cuando colgué el teléfono y vi cómo Teentsy ponía ante mí un filete acompañado de patatas y judías verdes, vi el lado alegre de ser la administradora de la propiedad.

– Oh, no es necesario -dije sin mucha convicción, pero cedí. Las calorías y el colesterol no contaban en la cocina de Teentsy, así que sus platos eran absolutamente deliciosos, sazonados con ese plus de culpabilidad.

Teentsy y Jed Crandall parecían encantados por contar con una visita. Menuda pareja, ella con su abundante pecho, voz infantil y rizos canosos, y Jed con su expresión dura como una piedra.

Mientras comía, Teentsy se puso a garrapiñar un dulce y el señor Crandall (no era capaz de llamarlo Jed) hablaba de la granja que había vendido el año anterior y lo acertado que había sido para ellos vivir en la ciudad, a tiro de piedra de todos sus médicos, allegados y nietos. Aunque no parecía muy convencido, y pude notar que se moría por tener algo que hacer.

– Vaya muchacho apuesto el que te acompañaba la otra noche -dijo Teentsy pícaramente-. ¿Os lo pasasteis bien?

Estaba dispuesta a apostar que Teentsy sabía exactamente a qué hora me trajo Robin a casa.

– Oh, sí, muy bien -contesté con tono evasivo. Paseé la mirada por su cocina-comedor. El mío estaba forrado de libros, mientras que el de los Crandall, con pistolas. Yo prácticamente no sabía nada de armas y me alegraba fervientemente de que así fuera, pero hasta yo sabía que eran de diferentes tipos y épocas. Empecé a preguntarme por su valor y enseguida me vi preocupándome por la cobertura del seguro de mi madre sobre artículos de ese tipo. ¿De quién sería la responsabilidad en caso de robo, por ejemplo? Aunque el ladrón que estuviese dispuesto a robarle a Jed Crandall tendría que estar hecho de una pasta muy dura.

Y pensando en riesgos y seguridad en general, mis pensamientos fueron derivando en otra dirección. Observé la puerta trasera de los Crandall. Habían añadido dos cerrojos extra.

Posé el tenedor sobre la mesa.

– Señor Jed, tenemos que hablar de esos cerrojos nuevos -dije amablemente.

Efectivamente, había leído el contrato de alquiler con mucho cuidado. Su dura expresión entrada en años adquirió un tono avergonzado al instante.

– Oh, Jed -le riñó Teentsy-. Te dije que tenías que hablar con Roe de esos cerrojos.

– Bien, Roe -dijo su marido-, ya ves que esta colección de armas necesita más protección de la que puede dar un solo cerrojo en la puerta de atrás.

– Entiendo cómo te sientes e incluso estoy de acuerdo -respondí con tacto-, pero sabes que, si decides poner más cerrojos, tienes que darme la llave. Y si decides mudarte, sabes que los cerrojos se quedan con las llaves. Por supuesto, espero que eso nunca ocurra, pero deberías darme las llaves ahora.

Mientras el señor Crandall refunfuñaba algo sobre que la casa de un hombre es su castillo y que eso iba en contra de darle las llaves a otra persona -incluida una chica tan maja como yo-, Teentsy se levantó y se puso a hurgar en uno de los armarios de la cocina. Encontró enseguida un puñado de llaves y se puso a repasarlas con preocupación.

– Siempre me digo que tengo que repasar estas llaves y tirar las viejas que ya no necesitamos, y como estamos jubilados no debería faltarme el tiempo, pero aún no me he puesto -me explicó-. Bien, seguro que estas dos son las copias de los cerrojos nuevos… Toma, Jed, pruébalas para asegurarnos.

Mientras su marido las probaba en los cerrojos, ella recorrió el manojo con dedos impotentes.

– Esta parece la llave de esa vieja camioneta. Esta no sé de qué es… Ya sabes, Roe, ahora que lo pienso, una de estas es de ese apartamento de al lado que tiene alquilado ahora el señor Waites. Seguro que te acuerdas de Edith Warnstein, la anterior inquilina. Nos dio una copia porque decía que siempre se le olvidaban las llaves cuando salía y tú estabas en el trabajo.

– Bueno, tráemela cuando la encuentres, no hay prisa -dije. El señor Crandall me entregó las copias, que resultaron ser buenas, y agradecí a Teentsy el maravilloso almuerzo, sintiéndome un poco culpable por «invadir su castillo» después de que me dieran de comer. A veces es muy duro ser tan concienzuda. Me sentí mucho mejor al comprobar que mi partida coincidía con la llegada del fontanero. A juzgar únicamente por su aspecto -barba de dos días, un pañuelo de colores vivos cubriendo unos rizos de pelo negro y mono de mecánico Day-Glo-, yo no le habría confiado mi lavadora, pero llevaba su maleta de herramientas con tanta seguridad, y tuvo el gesto de apuntar concienzudamente los gastos a la cuenta de mi madre, que me fui sintiendo que había hecho un buen servicio.

Casi choco literalmente con Bankston cuando salía del patio de los Crandall. Llevaba su bolsa de golf y parecía recién duchado. Saltaba a la vista que había estado haciendo unos hoyos en el club de campo. Pareció sorprenderse al verme.

– ¿Problemas de fontanería con los Crandall? -preguntó, indicando con la cabeza la furgoneta del fontanero.

– Sí -dije distraídamente tras echar un vistazo al reloj-. ¿Tu lavadora secadora funciona bien?

– Oh, claro. Oye, ¿cómo llevas los problemas de los últimos días?

Bankston intentaba ser amable, pero yo no tenía ni el tiempo ni las ganas de charlar.

– Bastante bien, gracias. Me he alegrado cuando supe que Melanie y tú os casáis -añadí, recordando que le debía un poco de cortesía-. No tuve la oportunidad de decirte nada la otra noche, cuando nos reunimos en mi casa. Enhorabuena.

– Gracias, Roe -dijo con su típica actitud intencionada-. Tuvimos la suerte de llegar a conocernos de verdad. -Sus ojos azules lanzaban destellos, y tenía claro que eran el reflejo de los fuertes sentimientos de Melanie. Estaba un poco celosa, a decir verdad, y la peor parte de mí misma se preguntaba qué era lo que tenían que llegar a «conocer de verdad» mutuamente dos personas tan apáticas. Se hacía tarde.

– Enhorabuena -repetí alegremente, y el sentimiento era sincero en su mayor parte-. Tengo un poco de prisa.

Corrí a mi casa para dejar las llaves de los Crandall en mi llavero «oficial» y, a pesar de que me quedaba poco tiempo para llegar a la biblioteca, me tomé un instante para etiquetarlas.

Llegaría tarde de todos modos.


Conduje hacia el norte por Parson Road, de regreso a la biblioteca. La casa de los Buckley me pillaba de camino, a la izquierda.

Por pura coincidencia, Lizanne salía por la puerta justo cuando pasaba yo por delante con mi coche. Yo miraba a la izquierda para admirar las flores que decoraban el jardín delantero de la familia. En ese momento se abrió la puerta y una figura salió trastabillando. Supe que era Lizanne por el color de su pelo y la silueta, además de que era la casa de sus padres. Pero nada en su postura o actitud delataba a la Lizanne que yo conocía. Se desplomó en el umbral de la puerta, aferrándose como podía a la barandilla de hierro forjado negro que descendía junto a los peldaños de ladrillo rojo.

Que Dios me perdone, pero una mitad de mi ser deseaba seguir conduciendo para llegar al trabajo, víctima de la ignorancia del momento, pero la otra mitad que pensaba que una amiga podía necesitar ayuda era la que controlaba el coche. Aparqué el coche enfrente y crucé la calle y el césped temiendo llegar hasta ella y descubrir por qué tenía el rostro contorsionado y tenía las medias manchadas, especialmente a la altura de las rodillas.

Ni se dio cuenta de mi presencia. Sus largos dedos, con las uñas delicadamente arregladas, se aferraban a su falda y el aire entraba y salía de sus pulmones produciendo un terrible sonido. Tenía la cara manchada de lágrimas, aunque ya no lloraba. A tenor del olor, había vomitado recientemente. Su lánguida, dulce y casual belleza se había evaporado.

La rodeé con el brazo y traté de olvidar el amargo olor, pero mi estómago también empezó a revolverse. El delicioso almuerzo de los Crandall amenazaba con deshacer camino. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, ella me estaba mirando, los dedos tensos como garras.

– Los han matado, Roe -dijo con una terrible claridad-. Papá y mamá están muertos. Me arrodillé para asegurarme y tengo la ropa manchada de la sangre de papá.

Guardó silencio y perdió la mirada en su falda. A sabiendas de mi impotencia en esa espantosa situación, dejé que mis pensamientos derivasen hacia lo que de verdad se me daba bien: hallar el patrón, el terrible e impersonal patrón en el que alguien estaba intentando encajar a las víctimas por la fuerza. En esta ocasión teníamos a Lizanne, un padre y una madrastra muertos de forma sangrienta y a plena luz del día.

Me preguntaba dónde estaría el hacha.

– Acababa de entrar por la puerta de atrás para almorzar con ellos, como todos los días -dijo de repente-. Cuando cerré la puerta y no respondían, abrí la delantera. Toma, esta es la única llave que tengo. Ellos…, había sangre por todas las paredes.

– ¿Las paredes? -murmuré estúpidamente, inconsciente de lo que iba a decir hasta que hubo salido por mi boca.

– Sí -dijo seriamente, defendiendo una horrible verdad-. Las paredes. Papá está en el sofá, Roe, el que usa para ver la televisión, y está, está… Y mamá está arriba, en el cuarto de invitados, en el suelo, junto a la cama.

La estreché con todas mis fuerzas y ella se arrebujó en mí.

– No debí verlos así -susurró.

– No.

Y luego se sumergió en otro silencio.

Tenía que llamar a la policía.

Me incorporé como una anciana (me sentía como una anciana). Me volví para mirar la puerta que Lizanne acababa de cerrar y extendí la mano, como presa de un trance, para abrirla.

Había sangre por todas partes, rociada a salpicones por la pared. Lizanne tenía razón: sangre en las paredes. Y en el techo, y en el televisor.

Podía ver a Arnie Buckley desde mi posición, que quedaba justo frente al comedor. Suponía que era Arnie. Era de un tamaño similar y yacía en su casa, bueno, en su sillón. Le habían desintegrado la cara.


Quise gritar hasta que alguien me noqueara. Nada en el mundo haría que pusiera otro pie en esa casa. Lo que más deseaba en el mundo era retroceder hacia la calle, meterme en mi coche y salir corriendo sin mirar atrás. Al parecer tenía una horrible facilidad para abrir puertas y encontrarme muertos, mutilados y apaleados al otro lado. Conseguí cerrar la puerta, esa puerta tan blanca y residencial con aldaba de bronce. Mientras trataba de avanzar por el césped de los Buckley en busca de ayuda, no pude dejar de mirar mi Chevette con anhelo.

No sé si llamé yo, ni lo que le dije a la señora de la puerta de al lado. Solo sé que volví tambaleándome para sentarme en un peldaño, junto a Lizanne.

Habló una vez, preguntándome, para mi desconcierto, por qué habían asesinado a sus padres. Le dije honestamente que los había matado la misma persona que asesinó a Mamie Wright. Deseaba que no me preguntase por qué tenía que tocarles a sus padres. Los habían escogido porque ella se llamaba Elizabeth, porque no estaba casada y porque su madre no lo era realmente. Eran los rasgos de la vida de Lizanne que encajaban remotamente con los asesinatos de Fall River, Massachussetts, cometidos en 1893, en un sórdido y tenso hogar de un barrio de clase media, seguramente a manos de la hija menor del señor Andrew Borden, llamada Lizzie.

Pero no creía que Lizanne hubiese oído hablar jamás de ese caso, y me alegraba. Mantuve mi brazo sobre su hombro para que no dejara de notar un poco de calor humano, pero el olor seguía provocándome náuseas. Seguí así porque era todo lo que podía hacer.

Jack Burns salió del coche patrulla que apareció en el jardín privado. Le acompañaba un médico, un cirujano local, y más tarde descubrí que estaban almorzando juntos cuando recibió la llamada. El médico miró a Lizanne, luego a mí y titubeó, pero Jack Burns nos rodeó e hizo un gesto a su amigo hacia la casa. El sargento de detectives echó un vistazo al interior y luego me miró con ojos encendidos. Yo no era el objeto de su mirada, sino un mero obstáculo. Sin embargo, fue a mí a quien calcinó la furia de su mirada.

– ¡No toques nada! ¡Cuidado por donde caminas! -le indicó al médico.

– Bueno, está claro que está muerto, pero si quieres que lo certifique, no tengo inconveniente -dijo la voz del médico.

– ¿Alguien más? -me espetó Burns. Supongo que vio que Lizanne era incapaz de responder.

– Me ha dicho que su madrastra está muerta en la planta de arriba -le dije con mucha tranquilidad, aunque no creo que Lizanne me hubiese oído aunque hubiese gritado.

– ¡Sube a ver! -ordenó.

Es probable que el médico subiese corriendo, pero yo no los habría acompañado aunque me hubiesen apuntado en la sien con un arma.

– Aquí hay otro cadáver -indicó el médico desde arriba.

– Entonces baja echando leches, hay que recoger muestras -dijo Burns bruscamente.

El médico salió a paso ligero por la puerta y, tras meditar un instante, simplemente enfiló calle abajo. No estaba por la labor de pedirle a Jack Burns que le acercara de regreso al restaurante. Burns entró, pero no lo oí caminar por el suelo de madera. Debió de quedarse quieto, observando. Al menos dejó la puerta entrecerrada tras de sí para que hubiese algo entre nosotras y el horror.

Los coches de policía empezaron a amontonarse detrás del de Burns y la rutina estaba a punto de empezar. Lynn Liggett salió del primero. Enseguida se puso a repartir órdenes entre los agentes uniformados que salieron del siguiente coche.

– ¿Qué hacías aquí? -inquirió Lynn saltándose los preliminares.

– ¿Alguien ha llamado una ambulancia para Lizanne? -pregunté. Empezaba a sacudirme el letargo, la extraña ensoñación en la que me había sumido.

– Sí, hay una de camino.

– Vale. Yo iba de camino al trabajo. Ella salió por la puerta así. Me dijo algo y luego abrí la puerta para mirar dentro. Entonces llamé a la policía desde la casa de la vecina.

Lynn Liggett abrió la puerta y echó un vistazo. Yo me obligué a mantener los ojos hacia el frente. Su piel adquirió un tono verdoso y tenía los labios tan apretados que se transformaron en dos líneas blanquecinas.

La ambulancia llegó enseguida, y me alegré de verla, ya que el rostro de Lizanne palidecía por momentos y sus manos estaban perdiendo la coordinación. Su respiración parecía irregular y superficial. Cuando el auxiliar subió las escaleras para ponerse junto a nosotras, ella había dejado caer todo su peso sobre mí. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia del personal de la ambulancia. La cargaron en la camilla con rápida eficacia. Caminé junto a ella por la calle, cogiéndole de la mano, pero ella no sabía que estaba allí. Cuando el camillero la metió en la ambulancia, parecía haber perdido el conocimiento.

Contemplé cómo se alejaba la ambulancia blanca y naranja desde el bordillo. No creía que pudiese irme. Me apoyé en el capó del coche de Lynn durante lo que me pareció una eternidad, a la deriva, procurando pensar lo menos posible. Al cabo de un momento, me di cuenta de que Lynn Liggett estaba junto a mí.

– Lizanne no es sospechosa, ¿verdad? -pregunté finalmente. Esperaba sinceramente que la detective me soltara una impertinencia en relación a que no era asunto mío, pero algo había ablandado a esa mujer desde la última vez que la vi. Había compartido conmigo algo terrible.

– No -dijo-. La vecina afirma que oyó a Lizanne llamar a la puerta de atrás y que luego la vio rodear la casa para entrar por delante, algo tan poco habitual que ya sopesó llamarnos ella misma. Habrían hecho falta más de siete minutos para hacer eso y limpiarlo todo. Y salta a la vista que sus padres ya llevaban muertos una hora cuando llegó.

– El señor Buckley tenía que entrar a trabajar en la biblioteca a las dos, y mañana íbamos a compartir el turno de noche -dije.

– Sí, está apuntado en el calendario colgado de la nevera.

Por alguna razón, eso me provocó un escalofrío. El trabajo de esa mujer incluía registrar los calendarios de los muertos mientras aún yacían en el suelo sobre un charco de sangre. Citas a las que nunca acudirían. En ese momento, reconsideré mi actitud hacia Lynn Liggett.

– Ya sabes a qué se parece.

– Al caso Borden.

Moví la cabeza bruscamente para mirarla, sorprendida.

– Arthur está dentro -explicó-. Me lo ha dicho él.

Arthur salió de la casa en ese momento, con el mismo tono pálido verdoso que había aquejado a Lynn con anterioridad. Me saludó con un gesto de la cabeza, dando mi presencia por sentado.

– ¿John Queensland, de Real Murders? -dije. Arthur asintió-. Bueno, es un experto sobre el caso Borden.

– Ya me acordaba. Me pondré en contacto con él esta tarde.

Pensé en la dulce pareja de ancianos que vi pasárselo bien en el restaurante justo la noche anterior. Pensé en tener que decirle a los Crandall que sus mejores amigos habían sido apaleados hasta morir. Entonces me di cuenta de que tenía que contarles a los detectives dónde había visto a los Buckley por última vez, por si era un dato importante. Tras relatárselo, y que Lynn apuntara los nombres de los Crandall y la hora a la que los había visto, sentí ganas de acercarme a Arthur, de darle una palmada o un abrazo, de establecer un contacto cálido y humano. Pero no podía.

– Es lo peor que espero ver en la vida. Lo cierto es que ya no parecen personas -dijo Arthur de repente, hundiendo las manos en los bolsillos. Me di cuenta de que sus compañeros detectives tendrían que echarle una mano con el caso. Me había librado de ese mal rato y, a decir verdad, lo agradecía.

Se me pasaron muchas cosas que decir, pero eran todas fútiles. Había llegado el momento de marcharme. Me metí en mi coche y, sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, puse rumbo al trabajo. Fui a decirle al señor Clerrick que nuestro voluntario ya no vendría esa tarde.

El resto de la jornada pasó sin pena ni gloria. Más tarde no recordaría una sola de las cosas que hice al volver a mi puesto. Sí recordaba haberme sentido bien al levantarme esa mañana, y no podía creérmelo. Solo deseaba que transcurriese un día sin incidentes, ni buenos ni malos. Sin emociones fuertes. Simplemente un día monótono y normal, como los que había vivido hasta hacía muy poco.

Casi a la hora del cierre, vi que entraba uno de los detectives que no conocía personalmente. Se dirigió hacia el despacho de Sam Clerrick, en la planta baja, y salió en cuestión de segundos para enfilar directamente a Lillian, que estaba detrás del mostrador de préstamo. El detective le formuló un par de preguntas, a las que ella dio entusiasmada respuesta. Él apuntó algunas cosas en su libreta y se marchó tras despedirse de ella con un gesto de la cabeza.

Lillian alzó la vista hacia la segunda planta, donde me encontraba yo recolocando libros una vez más, y nuestras miradas se encontraron. Parecía excitada, y más que eso. Apartó la mirada. Al poco, cuando otra compañera estuvo a tiro de conversación, Lillian la llamó. Juntaron las cabezas, tras lo cual la compañera corrió hacia la sección de publicaciones periódicas, donde había otra compañera más. Si la policía seguía presentándose haciendo preguntas sobre mí, pensé con un repentino retortijón, el señor Clerrick podría dejarme marchar. Por mucho que me dijera que no había hecho nada, supe de repente que no supondría diferencia alguna. Aquello no me estaba pasando, hube de recordarme. Seguramente otros socios de Real Murders estaban sufriendo los mismos inconvenientes por todo Lawrenceton, por no hablar de todos aquellos cuyas vidas habían sido trastocadas por el asesino, por muy tangencialmente que fuese.

Era el típico efecto de ondas cuando tiras un guijarro en un estanque. Pero, en vez de guijarros, estaban arrojando cadáveres al estanque comunitario, y las consiguientes ondas de sufrimiento, temor y suspicacia alcanzarían a más y más personas hasta que los crímenes tocasen a su fin.

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