– Esta noche quiero hablaros de uno de los misterios de asesinato más fascinantes: el caso Wallace -le dije a mi espejo con entusiasmo.
Luego probé con más sinceridad; después con un poco de seriedad.
El cepillo tropezó con un nudo.
– ¡Mierda! -exclamé, y lo intenté de nuevo-. Creo que el caso Wallace puede llenar el programa de la velada -declaré con firmeza.
Contábamos con doce socios permanentes que resultaban ideales para los doce programas anuales. No todos los casos daban para un programa de dos horas, por supuesto. El socio responsable de presentar el asesinato del mes, como lo llamábamos en broma, traía a un orador invitado; algún miembro del departamento de policía de la ciudad, un psicólogo especializado en criminología o el director de algún centro local de asistencia a mujeres violadas. De vez en cuando poníamos una película.
Pero la fortuna me había sonreído en el sorteo. Había material más que de sobra del caso Wallace, aunque no tanto como para sentirme precipitada a examinarlo. Habíamos programado dos reuniones sobre Jack el Destripador. Jane Engle había dedicado una a las víctimas y las circunstancias que rodearon los crímenes y Arthur Smith había dedicado otra a la investigación policial y los sospechosos. Con Jack no se puede escatimar.
– Los elementos del caso Wallace son los siguientes -proseguí-: un hombre que se hacía llamar Qualtrough, un torneo de ajedrez, una mujer aparentemente inofensiva, llamada Julia Wallace, y, por supuesto, el acusado, su marido, el propio William Herbert Wallace. -Recogí mi pelo en un montón marrón y me debatí entre hacerme un moño, una trenza o simplemente recogérmelo con una goma para que no me cayese sobre la cara. Opté por la trenza. Hacía que me sintiera artista e intelectual. Mientras dividía el pelo en mechones, mis ojos dieron con el retrato de estudio enmarcado de mi madre que ella misma me había regalado en mi último cumpleaños con un informal: «Dijiste que querías uno». Mi madre, que se parece mucho a Lauren Bacall, mide casi uno setenta, es elegante hasta la médula y arquitecta de su propio imperio inmobiliario. Yo mido uno cincuenta, llevo unas grandes gafas redondas de pasta y he cumplido mi sueño de infancia de convertirme en bibliotecaria. Y me puso el nombre de Aurora, aunque para una mujer bautizada a su vez como Aida, Aurora no debería resultar demasiado ultrajante.
Por sorprendente que parezca, adoro a mi madre.
Suspiré, como suelo hacer cuando pienso en ella, y terminé de recogerme el pelo con la velocidad que da la práctica. Comprobé mi reflejo en el gran espejo de pared: pelo marrón, gafas marrones, ojos marrones, mejillas rosas (artificial) y buena piel (real). Como a fin de cuentas era noche de viernes, me deshice de mi ropa de trabajo, una blusa sencilla y una falda, y opté por una cómoda camiseta de tirantes y unos pantalones holgados negros. Decidí que no era lo bastante festivo para William Herbert Wallace y me puse un lazo amarillo en el nacimiento de la trenza, a juego con el jersey que completaba el conjunto.
Una mirada al reloj me indicó que había llegado el momento de irse. Me pinté un poco los labios, cogí el bolso y troté escaleras abajo. Paseé la mirada por la zona que hacía las veces de guarida, comedor y cocina que ocupaba la mitad de la planta inferior de la casa. Estaba impoluta; odio volver a casa y encontrármela hecha una leonera. Me hice con mi cuaderno de apuntes y localicé las llaves mientras recitaba los hechos del caso Wallace. Había pensado en fotocopiar las borrosas fotografías del cuerpo de Julia Wallace para repartirlas y mostrar el escenario del crimen, pero pensé que quizá sería sensacionalista y, sin duda, irrespetuoso para con la señora Wallace.
Un club como el de Real Murders [1] ya parecía bastante extraño para la gente que no compartía nuestros intereses como para añadir ese grado de atrocidad. Intentábamos pasar desapercibidos.
Encendí la luz exterior mientras cerraba la puerta. Acababa de empezar la primavera y ya había oscurecido; aún no habíamos cambiado al horario de verano. Bajo la excelente luz de la puerta de atrás, mi patio, rodeado de altas vallas, presentaba un aspecto impoluto, las rosaledas a punto de florecer.
– ¡Ayho, ayho, de crímenes voy a hablar! -canturreé desafinadamente, cerrando la verja tras de mí. Cada una de las cuatro casas adosadas cuenta con dos plazas de aparcamiento, y hay más al otro lado para visitas. Bankston Waites, mi vecino de dos puertas más abajo, también se disponía a meterse en su coche.
– Nos vemos allí -dijo-. Primero tengo que recoger a Melanie.
– De acuerdo, Bankston. ¡Hoy toca Wallace!
– Lo sé. Ya había ganas.
Arranqué el motor, dejando que Bankston saliera primero de camino a recoger a su bella dama. Tuve la tentación de sentir lástima por mí misma por el hecho de que Melanie Clark tuviese una cita y yo me viese en la situación de ir sola a Real Murders, pero no me apetecía ponerme triste. Vería a mis amigos y pasaría una noche de viernes estupenda, como de costumbre. Puede que hasta mejor.
Al dar marcha atrás, me di cuenta de que la casa junto a la mía tenía las luces encendidas y había un coche desconocido aparcado en una de sus plazas. Así que eso era lo que significaba el mensaje que mi madre me había dejado pegado en la puerta de atrás.
Me había estado instando a que me comprase un contestador automático, ya que los inquilinos de la casa (sus arrendatarios) podían necesitar dejarme a mí (la presidenta de la comunidad) mensajes mientras estuviese trabajando en la biblioteca. En realidad creo que mi madre quería saber que podía hablar conmigo aunque no estuviese en casa.
Me había encargado de limpiar la casa de al lado cuando se marcharon los últimos inquilinos. Estaba en perfectas condiciones para mostrarse, me aseguré a mí misma. Me presentaría al nuevo vecino al día siguiente, ya que el sábado libraba.
Conduje por Parson Road y pasé junto a la biblioteca en la que trabajo. Giré a mano izquierda para llegar a la zona de tiendas pequeñas y gasolineras donde se encontraba el Centro de Veteranos de las Guerras Extranjeras. No dejé de ensayar durante todo el camino.
Bien podría haberme dejado las notas en casa.