Capítulo 3

El silencioso pasillo ya no lo era tanto. Los policías entraban por la puerta de atrás mientras nosotros abandonábamos la sala de conferencias. Les representaba un hombre robusto con chaqueta a cuadros, más alto y mayor que Arthur, acompañado por dos agentes de uniforme. Mientras yo permanecía apoyada en una pared, olvidada por un momento, Arthur los llevó por el pasillo y abrió la puerta de la cocina. Se asomaron para mirar dentro. Todos permanecieron en silencio durante un momento. El agente de uniforme más joven hizo una mueca y luego recuperó la expresión. El otro agente meneó la cabeza una vez y se quedó mirando a Mamie con expresión de disgusto. Me pregunté qué le disgustaba. ¿El desastre que habían acometido con el cuerpo de un ser humano? ¿La pérdida de una vida? ¿El hecho de que un vecino al que supuestamente debían proteger cometiera un acto tan terrible?

Deduje que el hombre de la chaqueta de cuadros era un sargento de detectives; vi su foto en los periódicos cuando arrestaron a un traficante de drogas. Frunció los labios un momento.

– Dios -dijo con una expresión fugaz.

Arthur empezó a contarles los pormenores, rápidamente y en voz baja. Supe a qué punto del relato había llegado cuando todas las cabezas se volvieron hacia mí simultáneamente. No sabía si asentir o qué. Simplemente me los quedé mirando y sentí el peso de mil años sobre los hombros. Sus caras se volvieron hacia Arthur mientras continuaba con el informe.

Los dos agentes de uniforme abandonaron el edificio mientras Arthur y el sargento continuaban con su conversación. Arthur parecía estar enumerando cosas mientras el sargento asentía con aprobación y, de vez en cuando, solapaba algún comentario. Arthur sacó un pequeño cuaderno de notas y se puso a garabatear algo mientras hablaba.

Otro recuerdo del sargento me vino a la cabeza.

Se llamaba Jack Burns. Le compró la casa a mi madre. Estaba casado con una maestra de escuela y tenía dos hijos en la universidad. En ese momento, Jack Burns dirigió un gesto seco con la cabeza a Arthur, como si desenfundase un arma. Arthur se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió.

– Señor Wright, ¿podría acompañarme un momento, por favor? -le pidió el detective Arthur Smith con una voz tan desnuda de expresión que era un aviso en sí misma.

Gerald Wright salió al pasillo, titubeante. A esas alturas, todos los ocupantes de la sala sabían que había ocurrido algo terrible, y yo no podía evitar preguntarme por dónde iban sus comentarios. Gerald dio un paso hacia mí, pero Arthur lo asió del brazo con bastante firmeza y lo guio hasta la sala de conferencias pequeña. Sabía que estaba a punto de contarle que su mujer había muerto y me pregunté cómo se lo tomaría Gerald. Entonces sentí vergüenza.

A ratos, comprendía desde la decencia humana lo que le había pasado a una mujer que conocía, pero en otros momentos no podía evitar pensar en su muerte como en uno de los casos de nuestro club.

– Señorita Teagarden -dijo Jack Burns con un tono arrastrado-. Usted debe de ser la hija de Aida Teagarden.

Bueno, también tenía un padre, pero había cometido el pecado capital de inmigrar desde el extranjero (Texas) para trabajar en el periódico local de Georgia, casarse con mi madre, concebirme, para luego marcharse y divorciarse de la muy local Aida Brattle Teagarden.

– Sí -le dije.

– Lamento profundamente que haya tenido que presenciar algo como esto -señaló Jack Burns meneando la cabeza en un gesto de pena.

Era más bien una parodia, de pura exageración. ¿Sería sarcasmo? Bajé la mirada y no dije nada. Era lo último que necesitaba en ese momento. Estaba traumatizada y confusa.

– Me parece algo extraño que una mujer tan dulce como usted acuda a un club como este -continuó Jack Burns lentamente con un tono que expresaba asombro y perplejidad-. ¿Podría aclararme cuál es el propósito de esta… organización?

Tenía que responder a una pregunta directa. Pero ¿por qué me la hacía a mí? Su propio detective pertenecía al mismo club. Ojalá ese hombre de mediana edad, con su traje a cuadros y sus botas de vaquero, desapareciese como por arte de magia. Por poco que conociese a Arthur, deseaba que volviese. Ese hombre me asustaba. Empujé mis gafas sobre la nariz con dedos temblorosos.

– Nos reunimos una vez al mes -dije con voz accidentada- para hablar de un caso famoso de asesinato, normalmente uno antiguo.

El sargento parecía estar meditándolo profundamente.

– ¿Hablar? -inquirió amablemente.

– Eh…, a veces sencillamente lo reseñamos, quién murió y a manos de quién. Nuestros socios tienen intereses muy variados. -A mí me interesaba más la víctima-. Otras veces -proseguí con torpeza-, dependiendo del caso, decidimos si la policía arrestó a la persona correcta. O, si el asesinato quedó sin resolver, discutimos sobre quién podría haber sido el culpable. A veces solo ponemos una película.

– ¿Una película? -El sargento arqueó las cejas, acompañando con un leve gesto de la cabeza para que desarrollase ese punto.

– Como La delgada línea azul, o alguna basada en un caso auténtico. A sangre fría…

– Pero nunca -preguntó con delicadeza- una snuff movie [6], ¿verdad?

– Por Dios -dije con disgusto-. Por Dios, no. ¿Cómo puede siquiera pensarlo? -interrogué desde mi ingenuidad.

– Bueno, señorita Teagarden, estamos ante un asesinato de verdad, y tenemos que hacer preguntas de verdad -sentenció con una expresión para nada agradable. Nuestro club había ofendido en algo la sensibilidad de Jack Burns. ¿Qué pensaría de Arthur, un oficial de policía y miembro del mismo? Pero, al parecer, no iba a estar exento de trabajar en la investigación hasta cierta medida-. Bien, señorita Teagarden -prosiguió Jack Burns, colocándose de nuevo la máscara y con la voz tan cremosa como un buñuelo-. Voy a dirigir esta investigación y mis dos detectives de homicidios intervendrán en ella. Arthur Smith nos ayudará, ya que les conoce a todos. Sé que colaborará al máximo con él. Me ha dicho que sabe un poco más de todo esto que los demás, que recibió una llamada telefónica y descubrió el cadáver. Puede que tengamos que volver a hablar de esto en más de una ocasión, así que le ruego que tenga paciencia. -Y, por su cara, supe que tendría que presentarme cada vez que se me requiriese sin perder un minuto.

Visto lo visto, sentía que Arthur Smith era como un amigo de toda la vida, aunque solo fuese por lo tranquila que me sentía a su lado, en comparación con ese gélido hombre y sus terribles preguntas. Precisamente emergió por detrás de su sargento, la expresión neutra y la mirada cauta. Había escuchado al menos una parte de nuestra conversación, que habría parecido rutinaria de no ser por los modales amenazadores de Burns.

– Señorita Teagarden -dijo Arthur con brusquedad-, ¿te gustaría unirte a los demás en la sala de conferencias? Te ruego que no hables con ellos acerca de lo que ha pasado aquí. Y gracias por todo.

Con Gerald probablemente lamentándose en la sala pequeña y Mamie muerta, no me quedaba más remedio que unirme a los demás, salvo que quisiera que me quedase en el servicio.

Con un retortijón de emociones, de entre las que predominaba el alivio, abrí la puerta y sentí una mano en el brazo.

– Lo siento -murmuró Arthur. Por encima de su hombro vi la chaqueta a cuadros del sargento dándome la espalda mientras mantenía la puerta de acceso abierta para dar paso a agentes uniformados cargados con material-. Si no te importa, pasaré a verte mañana por la mañana para hablar del asunto Wallace. ¿Irás a trabajar?

– Mañana libro -respondí-. Estaré en casa.

– ¿A las nueve sería muy temprano?

– No, estará bien.

Cuando accedí a la sala más amplia, donde mis compañeros de club estaban encerrados en un mar de ansia, me dio por pensar en la inteligencia a la que se enfrentaba Arthur Smith. Alguien se había esmerado artísticamente en una especie de arte vil. Alguien había lanzado un desafío a cualquiera que estuviese dispuesto a recogerlo. «Averiguad quién soy si podéis, estudiantes aficionados del crimen. Yo me he graduado en la vida real. Esta es mi obra».

Sentí la urgencia instintiva de ocultar mis pensamientos. Despejé la mente de mis malos pensamientos y traté de mirar a los ojos a mis compañeros, que me aguardaban tensamente en la sala. Pero Sally Allison era una profesional a la hora de captar miradas esquivas, y vi cómo entreabría la boca al encontrarse con la mía. Sabía, sin lugar a dudas, que me iba a preguntar si había encontrado a Mamie Wright. No era ninguna tonta. Negué firmemente con la cabeza y ella no se acercó.

– ¿Estás bien, pequeña? -preguntó John Queensland, avanzando con la dignidad que era la piedra angular de su carácter-. Tu madre se va a molestar mucho cuando sepa… -Pero como John, que era un pomposillo, por así decirlo, no tenía ni idea de lo que iba a oír mi madre, tuvo que callarse. Me interrogó con la mirada.

– Lo siento -dije con un leve graznido. Agité la cabeza con irritación-. Lo siento -repetí con más fuerza-. No creo que el detective Smith quiera que diga nada antes de que habléis con él. -Lancé a John una ligera sonrisa y fui a sentarme en una silla junto a la cafetera, procurando ignorar las miradas indignadas y los murmullos de disconformidad que se disparaban en mi dirección. Gifford Doakes no paraba de caminar de acá para allá, como una fiera enjaulada. Los policías de fuera parecían estar poniéndole muy nervioso. El novelista Robin Crusoe parecía más bien anhelante y curioso; Lizanne sencillamente destilaba aburrimiento. LeMaster Cane, Melanie y Bankston, al igual que Jane Engle, hablaban entre sí en susurros. Por primera vez, me di cuenta de que otro socio del club, Benjamin Greer, no había venido. Su asistencia era errática, como su vida en general, así que no le di especial importancia. Sally estaba sentada junto a su hijo, Perry, cuya fina línea de la boca estaba retorcida en una sonrisa muy particular. El ascensor de Perry no paraba en todos los pisos.

Me puse una taza de café lamentando que no fuese un trago de bourbon. Pensé en Mamie llegando temprano a la reunión, disponiéndolo todo, preparando cada café para no tener que bebernos el horrible brebaje de Sally… Estallé en lágrimas y derramé el café en mi jersey amarillo.

Esos horribles zapatos turquesa. Seguía sin poder quitarme de la cabeza ese zapato derecho sobre el suelo.

Oí un dulce murmullo que me alivió y supe que Lizanne Buckley había venido en mi ayuda. Me tapó generosamente de las miradas del resto de la sala con su propio cuerpo. Oí el arrastrar de una silla y vi un par de largas y delgadas piernas enfundadas en unos pantalones. Su acompañante, el novelista pelirrojo, la estaba ayudando y luego tuvo el tacto de alejarse. Lizanne se posó sobre la silla y se acercó a mí. Su mano, con la manicura hecha, depositó un pañuelo en el amasijo nervioso que era la mía.

– Pensemos en otra cosa -dijo Lizanne en voz baja, aunque firme. Parecía muy segura de que yo fuese capaz de algo así-. Tonta de mí -continuó ella, encantadora-. No consigo interesarme en las cosas que le gustan a Robin Crusoe, como los asesinatos. Así que si a ti te gusta más, tienes vía libre. Creo que os entenderíais muy bien. Él no tiene ningún problema -añadió apresuradamente, por si me daba por pensar que me estaba ofreciendo mercancía dañada-. Pienso que sería más feliz contigo, ¿no crees? -preguntó persuasivamente. Estaba convencida de que lo que me hacía falta para sentirme mejor era un hombre.

– Lizanne -contesté con un par de sollozos ahogados-, eres maravillosa. No sé de nadie que te supere. No quedan muchos solteros de nuestra edad en Lawrenceton con los que salir, ¿verdad?

Lizanne parecía desconcertada. Sin duda ella no había notado escasez alguna de hombres con los que salir. Me preguntaba de dónde venían todos los que acababan saliendo con ella. Probablemente conducían desde muy, muy lejos.

– Gracias, Lizanne -dije, sin poder hacer nada.

El sargento Burns apareció en el umbral de la puerta y examinó la estancia. Estaba segura de que memorizaba todas y cada una de las caras presentes. Por el fruncimiento de su ceño al ver a Sally Allison, debía de saber que era periodista. Pareció contrariarse más aún cuando vio a Gifford Doakes, que paró en seco sus paseos a ninguna parte y le devolvió una mirada llena de hostilidad.

– Vale, amigos -dijo tajantemente, mirándonos más bien como si fuésemos unos extraños degenerados pillados medio desnudos-, ha habido una muerte.

Eso ya no impresionaba a nadie. A fin de cuentas, todos los que estábamos allí teníamos costumbre de recopilar pistas. Aun así, hubo un zumbido de desconcierto tras el anuncio de Burns. Unas cuantas reacciones quedaron marcadas. Una extraña sonrisa se dibujó en la cara de Perry Allison, y fui más consciente que nunca de que, en el pasado, Perry pasó por lo que a la gente le dio por llamar «problemas nerviosos», si bien desempeñó su trabajo en la biblioteca correctamente. Su madre contemplaba su expresión con evidente ansiedad. El rostro del escritor pelirrojo se encendió de emoción, aunque procuró mantenerse en los lindes de la decencia. Nada de todo aquello le tocaba en lo personal, por supuesto. Acababa de llegar a la ciudad, apenas conocía a nadie y era su primera visita a Real Murders.

Lo envidiaba.

Me pilló mirándolo, observando su emoción, y se puso rojo.

Burns dijo claramente:

– Les voy a llevar a la sala de al lado de uno en uno, y uno de nuestros agentes de uniforme les tomará declaración. Luego podrán irse a casa, aunque tendremos que volver a vernos más adelante, supongo. Empezaré con la señorita Teagarden, ya que es quien ha pasado por el peor trago.

Lizanne me apretó la mano cuando me levanté para irme. Al cruzar el pasillo, vi que el edificio estaba atestado de policías. Jamás imaginé que había tanto agente uniformado en Lawrenceton. Estaba aprendiendo muchas cosas esa noche, de un modo u otro.

Mi toma de declaración habría sido interesante de no encontrarme tan alterada y cansada. Después de todo, llevaba años leyendo acerca de los procedimientos policiales, sobre los interrogatorios a todos los posibles testigos de un crimen, y allí estaba, siendo interrogada por un policía de verdad acerca de un crimen de verdad. Pero la única impresión que me llevé fue la de la minuciosidad. Me hicieron cada pregunta dos veces, de maneras distintas. La llamada, por supuesto, se llevó una buena parte de la atención. La pena era que tenía muy poco que decir al respecto. Me preocupé un poco cuando irrumpió Jack Burns y preguntó persistentemente por Sally Allison, sus movimientos y su comportamiento, pero no me quedó más que asumir que, como Sally y yo habíamos sido las primeras en pisar el escenario del crimen (aunque en ese momento no teníamos la menor idea), recibiríamos el tratamiento más intenso.

Me tomaron las huellas también, lo que habría sido muy interesante bajo otras circunstancias. Al salir de la sala, eché una mirada a la cocina sin quererlo. Mamie Wright, ama de casa y amiga de los tacones altos, estaba siendo procesada como la «víctima del asesinato». No sabía del paradero de Gerald Wright. Como la sala de conferencias estaba vacía, lo debían de haber llevado a casa, o quizá a la comisaría. Claro que sería el principal sospechoso, pero no hallaba consuelo en esa idea.

No creía que él fuese el asesino. Creía que el culpable, fuese hombre o mujer, fue quien hizo la llamada al Centro de Veteranos, y dudaba mucho de que Gerald Wright hubiese recurrido a métodos tan sofisticados en el supuesto de querer matar a su mujer. Podría haberla enterrado en su sótano, como Crippen [7], pero no habría acabado con ella en el Centro de Veteranos para luego llamar y alertar al resto de los socios del club sobre sus acciones. En realidad Gerald no parecía tener mucho sentido de la diversión, por llamarlo de alguna manera. Ese asesinato tenía un extraño componente de travesura. Habían colocado a Mamie como una muñeca, y la llamada era como una burla infantil y un reto para ver si podíamos atraparlo.

Mientras me dirigía hacia el coche muy despacio, no paraba de darle vueltas a la llamada. Sin duda era una señal para alertar al club de que el asesinato había sido planeado y ejecutado por uno de sus miembros. Mamie Wright, esposa de un agente de seguros de Lawrenceton, Georgia, había sido apaleada hasta morir y dispuesta copiando del asesinato de la esposa del empleado de una aseguradora de Liverpool, Inglaterra. El asesinato había sido perpetrado en el lugar donde se reunía el club y la misma noche en que lo hacía para hablar de ese mismo caso. Puede que alguien de fuera tuviese una cuenta pendiente con nosotros, aunque no era capaz de imaginar qué. No, alguien había decidido divertirse a nuestra costa. Y estaba segura de que era alguien conocido, con toda probabilidad uno de los socios de Real Murders.

Casi no me creía que tuviese que caminar hasta mi coche sola, conducirlo hasta casa sola y entrar en ella, las luces apagadas, sola. Pero entonces recordé que todos los miembros de Real Murders, vivos o muertos, exceptuando a Benjamin Greer, estaban bajo investigación policial en ese mismo momento.

Yo era la persona más segura de Lawrenceton.

Conduje lentamente, tomé precauciones extra en las intersecciones con stop y puse los intermitentes mucho antes de realizar la maniobra. Estaba tan cansada que temía parecer ebria si me paraba una patrulla de carreteras…, si es que quedaba alguna en las calles. Sentí una inyección de alegría al aparcar el coche en el espacio que me era tan familiar, introducir la llave en la cerradura y adentrarme en mi territorio. Sorteando las brumas del cansancio, marqué el número de mi madre. Cuando descolgó le dije que, oyese lo que oyese, me encontraba bien y no me había pasado nada horrible. Corté todas sus preguntas, dejé el auricular descolgado y vi que el reloj de la cocina marcaba las nueve y media. Asombroso.

Me arrastré escaleras arriba quitándome el jersey y la camiseta mientras avanzaba. Me las arreglé para quitarme el resto de la ropa, ponerme el camisón y arrastrarme dentro de la cama antes de que el sueño me golpeara como un martillo.

A las tres de la madrugada me desperté empapada en sudor. Había soñado con un primerísimo plano de la cabeza de Mamie Wright.

Alguien se había vuelto loco, o es que era increíblemente depravado. O ambas cosas.

Загрузка...