14

Brunetti hizo lo que hace todo hombre sensato que se siente decaído: se fue a casa y llamó a su mujer. En la habitación de Paola, Chiara contestó al teléfono.

– Oh, ciao, papà, cómo me hubiera gustado que estuvieras en el tren. Hemos estado parados más de dos horas a la entrada de Vicenza. Nadie sabía por qué, hasta que el revisor nos ha dicho que una mujer se había arrojado a la vía entre Vicenza y Verona, y que por eso había que esperar. Supongo que tendrían que limpiarlo, ¿verdad? Cuando por fin hemos arrancado, he estado mirando por la ventanilla hasta Verona, pero no he visto nada. ¿Crees que eso se limpia tan pronto?

– Supongo, cara. ¿Está tu madre?

– Sí, papá. Pero quizá el cisco estaba en el otro lado de la vía, ¿no?

– Quizá. Chiara, ¿me dejas hablar con tu mamma?

– Claro que sí, está aquí. ¿Por qué crees tú que una persona se tira debajo de un tren?

– A lo mejor porque no le dejan hablar con quien ella quiere.

– Oh, papá, qué tonto. Ahora se pone.

¿Tonto? ¿Tonto? Él creía estar hablando completamente en serio.

Ciao, Guido -dijo Paola-. ¿Has oído? Tenemos una hija muy truculenta.

– ¿Cuándo habéis llegado?

– Hace media hora. Hemos tenido que comer en el tren. Un asco. ¿Qué has hecho tú? ¿Has encontrado la insalata di calamari?

– No; acabo de llegar.

– ¿De Mestre? ¿Has comido?

– No; tenía cosas que hacer.

– Está bien, hay insalata di calamari en el frigorífico. Cómetela hoy o mañana, porque no aguantará mucho con este calor. -Se oyó al fondo la voz de Chiara, y Paola preguntó-: ¿Vendrás mañana?

– No puedo. Hemos identificado el cadáver.

– ¿Quién era?

– Mascari, Leonardo. Director de la Banca di Verona en Venecia. ¿Lo conocías?

– No. ¿Era veneciano?

– Creo que sí. Su mujer lo es.

Volvió a oírse la voz de Chiara, ahora con insistencia. Luego Paola dijo:

– Perdona, Guido. Chiara se va de paseo y no encontraba el jersey.

Esta sola palabra hizo a Brunetti más consciente del calor que permanecía estancado entre las paredes del apartamento, a pesar de estar abiertas todas las ventanas.

– Paola, ¿tienes el número de Padovani? No viene en la guía. -Sabía que ella no le preguntaría por qué quería el número, y explicó-: Me parece la única persona que podría contestar unas preguntas sobre el mundo gay de esta ciudad.

– Lleva años viviendo en Roma, Guido.

– Ya lo sé, Paola, pero viene cada dos o tres meses, para hacer sus reseñas de las exposiciones de arte, y su familia aún vive aquí.

– Bien, quizá sí -dijo ella, consiguiendo dar la impresión de que no la convencía-. Un segundo, voy a buscar la agenda. -Tardó el tiempo suficiente como para convencer a Guido de que la agenda estaba en otra habitación y hasta, quizá, en otro edificio. Por fin volvió-: Guido, es el cinco veintidós, cuarenta y cuatro, cero cuatro. Creo que aún está a nombre del antiguo propietario de la casa. Si hablas con él, salúdale de mi parte.

– De acuerdo. ¿Dónde está Raffi?

– Oh, en cuanto dejamos las maletas, ha desaparecido. No espero verlo antes de la cena.

– Dale un beso de mi parte. Te llamaré durante la semana.

Con mutuas promesas de llamadas y otra recomendación sobre la insalata di calamari, se despidieron, y Brunetti pensó que era muy extraño que un hombre estuviera una semana fuera de casa sin llamar a su mujer. Quizá si no tenían hijos era diferente, aunque le parecía que no.

Marcó el número de Padovani y, como venía ocurriendo en Italia cada vez con más frecuencia, un voz grabada le dijo que el professore Padovani no podía atenderle en este momento y que lo llamaría lo antes posible. Brunetti dejó un mensaje en el que rogaba al professore Padovani que lo llamara, y colgó.

Fue a la cocina y sacó del frigorífico la famosa insalata. Retiró la lámina de plástico que la cubría y tomó con los dedos un trozo de calamar. Mientras masticaba, extrajo del frigorífico una botella de soave y se sirvió una copa. Con el vino en una mano y la insalata en la otra, salió a la terraza y dejó ambas cosas en la mesita de cristal. Entonces se acordó del pan y volvió a la cocina en busca de un panino. Una vez allí, se sintió civilizado, y sacó un tenedor del cajón de arriba.

De vuelta en la terraza, partió pan, puso un trozo de calamar encima y se lo metió en la boca. Desde luego, los bancos también tienen cosas que hacer el sábado: el dinero no descansa, y quien estuviera trabajando durante el fin de semana no querría perder tiempo hablando por teléfono, diría que se habían equivocado de número y no volvería a contestar. Para no interrumpir el trabajo.

La ensalada tenía demasiado apio para su gusto, y apartó con el tenedor varios dados hacia el borde del bol. Se sirvió más vino y se puso a pensar en la Biblia. Si mal no recordaba, en el Evangelio según san Marcos, había un pasaje que relataba la desaparición de Jesús durante el regreso a Nazareth, del primer viaje que hizo con sus padres a Jerusalén. María creía que iba con José y los demás hombres y este santo varón pensaba que Jesús hacía el viaje con su madre y las mujeres. No descubrieron su desaparición hasta que la caravana acampó para pasar la noche, y resultó que Jesús había vuelto a Jerusalén y estaba enseñando en el Templo. El Banco de Verona creía que Mascari estaba en Mesina y la oficina de Mesina debía de creer que estaba en otro sitio, o hubieran preguntado por él.

Brunetti entró en la sala y vio un cuaderno de Chiara encima de la mesa, entre un puñado de bolígrafos y lápices. Abrió la libreta, vio que estaba por estrenar y, como le gustó el dibujo de Mickey Mouse que tenía en la tapa, se la llevó a la terraza, junto con un bolígrafo.

Empezó a escribir la lista de lo que había que hacer el lunes por la mañana. Llamar al Banco de Verona, para averiguar adonde tenía que ir Mascari y luego ponerse en contacto con el otro banco para descubrir qué excusa se les había dado para explicar su no comparecencia. Indagar por qué no se había progresado en la investigación de la procedencia de los zapatos y el vestido. Empezar a escarbar en el pasado de Mascari, tanto personal como financiero. Y repasar el informe de la autopsia, por si se mencionaba el afeitado de las piernas. También, enterarse de qué había podido descubrir Vianello acerca de la liga y del avvocato Santomauro.

Oyó sonar el teléfono y, con la esperanza de que fuera Paola, aun comprendiendo que no podía ser ella, entró para contestar.

Ciao, Guido. Damiano. He encontrado tu mensaje.

Professore? -preguntó Brunetti.

– Bah, eso -respondió el periodista, con indolencia-. Me sonaba bien, y estoy probándolo en el contestador esta semana. ¿Qué? ¿No te gusta?

– Claro que me gusta -respondió Brunetti sin pensar-. Suena muy bien. Pero, ¿de qué eres profesor?

En el extremo de la línea de Padovani se instaló un largo silencio.

– Hace tiempo, en los años setenta, di clases de pintura en un colegio de niñas. ¿Te parece que eso cuenta?

– Supongo -admitió Brunetti.

– Bien, de todos modos, quizá ya sea hora de cambiar el mensaje. ¿Cómo crees que sonaría commendatore?. ¿Commendatore Padovani? Me gusta, sí. ¿Cambio el mensaje y vuelves a llamar?

– No, Damiano, no te molestes. Yo quería hablar de otra cosa.

– Me alegro. Tardo una eternidad en cambiar el mensaje, con tantos botones. La primera vez me armé un lío y quedaron grabados todos los tacos que solté a la máquina. Pasó una semana y, como no había tenido ningún mensaje, pensé que quizá el chisme no funcionaba y llamé a mi número desde una cabina. Qué escándalo, menudo lenguaje tenía la máquina. Vine corriendo y cambié el mensaje inmediatamente. Pero todavía no me aclaro. ¿Seguro que no quieres volver a llamarme dentro de veinte minutos?

– No, Damiano, mejor otro día. ¿Estás libre ahora?

– Para ti, Guido, como dijo un poeta inglés en un contexto completamente diferente, estoy «franco como el camino y libre como el viento».

Brunetti comprendió que Padovani esperaba que le preguntara quién era el poeta, pero se abstuvo.

– Se trata de algo que puede requerir mucho tiempo. ¿Quieres que cenemos juntos?

– ¿Y Paola?

– Se ha ido a las montañas con los niños.

Padovani guardó silencio, y Brunetti comprendió que su interlocutor empezaba a hacer especulaciones acerca de esta separación.

– Se me ha presentado un caso de asesinato, y hace meses que habíamos reservado el hotel, así que Paola y los niños se han ido a Bolzano. Si resuelvo el caso pronto, me reuniré con ellos. Por eso te llamo. Quizá puedas ayudarme.

– ¿En un caso de asesinato? Oh, qué emoción. Desde lo del sida, apenas tengo contacto con la clase criminal.

– ¿Ah, sí? -dijo Brunetti, sin saber muy bien qué responder a eso-. ¿Cenamos por ahí? Donde tú digas.

Padovani reflexionó un momento y dijo:

– Guido, mañana regreso a Roma y tengo la casa llena de comida. ¿Por qué no vienes y me ayudas a terminarla? Nada complicado, pasta y lo que encuentre por ahí.

– Magnífico. Dime dónde vives.

– En Dorsoduro. ¿Conoces el ramo Dietro gl'Incurabili?

Era un pequeño campo con una fuente, situado detrás del Zattere.

– Sí.

– De espaldas a la fuente, mirando al pequeño canal, la primera puerta de la derecha.

Con estas indicaciones, un veneciano encontraría la casa más fácilmente que con el nombre de la calle y el número.

– Bien. ¿A qué hora?

– A las ocho.

– ¿Qué quieres que lleve?

– Absolutamente nada. Si trajeras algo tendríamos que comérnoslo y con lo que tengo en casa podría alimentar a un equipo de fútbol. Nada. Por favor.

– De acuerdo. Hasta las ocho. Y gracias, Damiano.

– Encantado. ¿Sobre qué quieres preguntar? ¿O debería decir «sobre quién»? Si me adelantas algo, podría empezar a hacer memoria. O incluso alguna llamada telefónica.

– Sobre dos hombres. Leonardo Mascari…

– No lo conozco -atajó Padovani.

– … y Giancarlo Santomauro.

Padovani silbó.

– Así que por fin os habéis topado con el insigne avvocato, ¿eh?

– Hasta las ocho.

– Cómo te gusta tener en vilo a la gente -dijo Padovani entre risas, y colgó.

A las ocho en punto, Brunetti, duchado y afeitado y con una botella de Barbera debajo del brazo, tocó el timbre de la casa situada a la derecha de la fuente del ramo Dietro gl'Incurabili. La fachada de la casa, que tenía un solo timbre y, por consiguiente, representaba el mayor de los lujos -un edificio aislado, propiedad de una sola persona-, estaba cubierta de jazmines que ascendían de dos tiestos de barro cocido situados a cada lado de la entrada. Padovani abrió la puerta casi al momento y tendió la mano a Brunetti. Su apretón era enérgico y cordial. Sin soltar a su visitante, lo atrajo al interior.

– Quítate del calor. Debo de estar loco para volver a Roma con esta temperatura, pero allí por lo menos tengo un apartamento climatizado.

Soltó la mano de Brunetti y retrocedió un paso. Como suelen hacer dos personas que llevan mucho tiempo sin verse, se examinaban el uno al otro con disimulo, para descubrir posibles cambios. ¿Más grueso, más delgado, más canoso, más viejo?

Brunetti, después de convencerse de que Padovani conservaba el aspecto del gorila que, desde luego, no era, miró en derredor. Se encontraba en un espacio cuadrado, de dos pisos de altura, cubierto por un tejado con claraboyas. Una escalera de madera ascendía a una galería situada a media altura, que recorría las cuatro paredes del cuadrilátero, abierta en tres lados y cerrada en el cuarto, que debía de contener el dormitorio.

– ¿Qué era esto? ¿Una carpintería de ribera? -preguntó Brunetti, recordando el pequeño canal que discurría frente a la puerta. Sería fácil izar hasta aquí las barcas que trajeran a reparar.

– Premio. Cuando lo compré, aquí dentro aún se trabajaba, y el tejado tenía unos boquetes del tamaño de sandías.

– ¿Cuánto hace que lo tienes? -preguntó Brunetti mientras hacía un cálculo aproximado del trabajo y el dinero invertidos en el local, para darle el aspecto que ahora tenía.

– Ocho años.

– Has hecho muchas cosas. Y es una suerte no tener vecinos. -Brunetti le tendió la botella envuelta en papel de seda.

– Te dije que no trajeras nada.

– Esto no se estropea -dijo Brunetti con una sonrisa.

– Gracias, pero no tenías que traerlo -insistió Padovani, aunque sabía que era tan inconcebible que un invitado se presentara con las manos vacías como que un anfitrión le sirviera ortigas-. Estás en tu casa, ponte cómodo mientras yo doy los últimos toques a la cena -dijo Padovani, yendo hacia una puerta de vidrios de colores detrás de la que se adivinaba la cocina-. He puesto hielo en la cubitera, por si te apetece beber algo.

Desapareció por la puerta, y Brunetti oyó los sonidos domésticos de tintineo de cacharros y agua que corría. Al bajar la mirada vio que el suelo era de parqué de roble oscuro y que delante de la chimenea había una zona chamuscada que formaba un semicírculo, y le irritó ser incapaz de decidir si aprobaba que la comodidad primara sobre la seguridad o le molestaba que se destrozara una superficie tan bella. Sobre una larga viga empotrada en el yeso encima de la chimenea, a modo de repisa, danzaba un colorista desfile de figuritas de cerámica de la Commedia dell'Arte. Dos de las paredes estaban cubiertas de cuadros, que parecían haber sido colgados allí al azar, sin seguir un orden de estilos ni escuelas, para que se disputaran la mirada del observador. Lo reñido de la competencia era prueba del gusto con que habían sido escogidos. Vio un Guttoso, pintor que nunca le había gustado, y un Morandi, a quien admiraba. Tres Ferruzzis daban alegre testimonio de las bellezas de la ciudad. Un poco a la izquierda de la chimenea, una Madonna, claramente florentina y, con toda probabilidad, del siglo xv, contemplaba con arrobo a otro Niño muy poco agraciado. Una de las aficiones secretas que Paola y Brunetti cultivaban desde hacía décadas era la búsqueda del Niño Jesús más feúcho de todo el arte occidental. En este momento, ostentaba el título un Jesusito especialmente bilioso de la sala 13 de la Pinacoteca di Siena. Aunque este que ahora tenía delante tampoco era un querube, no podía competir con el de Siena. En una de las paredes había un largo estante de madera tallada que en tiempos debió de formar parte de un armario y ahora servía de soporte a una hilera de cuencos de cerámica de colores vivos cuyos simétricos dibujos y volutas caligráficas denotaban claramente su procedencia islámica.

Se abrió la puerta y entró Padovani.

– ¿No quieres un trago?

– No; si acaso, un poco de vino. No me gusta beber con este calor.

– Comprendo. Hacía tres años que no venía a Venecia en verano, y había olvidado lo que es esto. Hay noches, cuando baja la marea y estoy al otro lado del canal, en las que me dan ganas de vomitar, del olor.

– ¿Es que hasta aquí no llega? -preguntó Brunetti.

– No; el canale de la Giudecca debe de ser más hondo, o más rápido, o no sé por qué, lo cierto es que aquí no se nota el olor. Por lo menos, de momento. Como continúen dragando los canales para que puedan pasar los buques cisterna, sabe Dios lo que será de la laguna.

Mientras hablaba, Padovani se acercó a la larga mesa de madera puesta para dos y sirvió dos copas de dolcetto de una botella que ya estaba abierta.

– Hay gente que piensa que una gran inundación o un desastre natural acabará con la ciudad. Yo creo que el fin será mucho más sencillo -dijo Padovani volviendo junto a Brunetti y dándole una de las copas.

– ¿Y cuál será? -preguntó Brunetti saboreando el vino con agrado.

– Yo creo que hemos matado los mares y que es sólo cuestión de tiempo que empiecen a oler mal. Y como la laguna no es más que un colgajo del Adriático que, a su vez, es un colgajo del Mediterráneo que… en fin, ya me entiendes. Creo que el agua, sencillamente, morirá y entonces nos veremos obligados a abandonar la ciudad o a rellenar los canales, y en este caso ya no tendrá ningún sentido seguir viviendo aquí.

Era una teoría nueva y, desde luego, no menos siniestra que muchas de las que había oído y muchas de las que él mismo creía a medias. Todo el mundo hablaba a todas horas de la inminente destrucción de la ciudad y, no obstante, el precio de los apartamentos se duplicaba en poco tiempo y los alquileres seguían subiendo por encima de las posibilidades del ciudadano medio. Los venecianos no habían dejado de comprar y vender casas durante las varias Cruzadas, pestes y ocupaciones de ejércitos enemigos, por lo que se podía apostar a que seguirían comprando y vendiendo durante cualquier hecatombe ecológica que pudiera depararles el futuro.

– Todo está preparado -dijo Padovani, sentándose en una de las mullidas butacas-. No queda más que echar la pasta. ¿Por qué no me das una idea de lo que quieres, para que tenga algo en qué pensar mientras remuevo la olla?

Brunetti se instaló en el sofá, frente a su anfitrión. Tomó otro sorbo de vino y, eligiendo bien las palabras, dijo:

– Tengo razones para creer que Santomauro está involucrado con un travesti que vive y, aparentemente, trabaja en Mestre.

– ¿«Involucrado» cómo? -preguntó Padovani con voz incolora.

– Sexualmente -dijo Brunetti con sencillez-. Pero él asegura ser su abogado.

– Lo uno no excluye necesariamente lo otro.

– No, desde luego. Pero desde que lo encontré en compañía de este joven ha tratado de impedirme que lo investigue.

– ¿Que investigues a quién?

– Al joven.

– Ya -dijo Padovani, tomando un sorbo de vino-. ¿Algo más?

– El otro nombre que te di, Leonardo Mascari, es el del hombre que apareció el lunes en las afueras de Mestre.

– ¿El travesti?

– Eso parece.

– ¿Y qué relación hay?

– El joven, el cliente de Santomauro, negó conocer a Mascari. Pero lo conocía.

– ¿Cómo lo sabes?

– En esto tendrás que fiarte de mi instinto, Damiano. Lo sé. He visto muchas veces esa reacción como para no darme cuenta. Reconoció al hombre de la foto y quiso disimular.

– ¿Cómo se llama el joven? -preguntó Padovani.

– Eso no puedo decirlo.

Se hizo el silencio.

– Guido -dijo Padovani al fin inclinándose hacia adelante-. Conozco a varios de esos chicos de Mestre. Antes conocía a muchos más. Si he de actuar de asesor gay en este asunto -lo dijo sin ironía ni amargura-, tengo que saber el nombre. Puedes estar seguro de que no he de contar a nadie lo que me digas, pero no puedo atar cabos si no sé el nombre. -Brunetti no decía nada-. Guido, has llamado tú, no yo. -Se levantó-. Voy a echar la pasta. ¿Quince minutos?

Mientras esperaba que Padovani volviera de la cocina, Brunetti miraba los libros que llenaban una de las paredes. Sacó uno de arqueología china, se lo llevó al sofá y estuvo hojeándolo hasta que oyó abrirse la puerta y vio a Padovani entrar en la habitación.

A tavola, tutti a tavola. Mangiamo -gritó el anfitrión. Brunetti dejó el libro y fue hacia la mesa-. Tú ahí, a la izquierda. -Dejó el bol y empezó a amontonar pasta en el plato que Brunetti tenía delante.

Brunetti, con la mirada baja, esperó a que Padovani se sirviera a su vez y empezó a comer. Tomate, cebolla, dados de pancetta y un poco de pepperoncino aderezaban generosamente los penne rigate, su pasta seca preferida.

– Está bueno -dijo Brunetti con sinceridad-. Me gusta el pepperoncino.

– Me alegro; nunca sé si la gente lo encontrará demasiado picante.

– No; está en su punto -dictaminó Brunetti, y siguió comiendo. Cuando Padovani le servía la segunda ración, dijo-: Se llama Francesco Crespo.

– Debí figurármelo -dijo Padovani con un suspiro de cansancio. Luego, con mucho más interés, preguntó-: ¿Seguro que no tiene demasiado pepperoncino?

Brunetti negó con la cabeza, terminó lo que tenía en el plato y luego lo protegió con las manos, al ver que Padovani hacía ademán de agarrar otra vez el cucharón.

– Anda, hombre, que casi no hay nada más -insistió Padovani.

– No, Damiano, en serio.

– Allá tú, pero que Paola no me eche la culpa, si te mueres de hambre mientras está fuera.

Puso los dos platos dentro de la fuente y los llevó a la cocina.

Aún haría otros dos viajes antes de volver a sentarse. En el primero sacó un pequeño asado de pechuga de pavo picada envuelta en pancetta y rodeada de patatas y, en el segundo, un plato de pimientos asados bañados en aceite de oliva y una gran ensalada variada.

– No hay nada más -dijo sentándose, y Brunetti supuso que su amigo pretendía que lo interpretara como una disculpa.

Brunetti se sirvió asado y patatas y empezó a comer.

Padovani llenó las copas y se sirvió pavo a su vez.

– Crespo, si mal no recuerdo, procede de Mantua. Hará unos cuatro años fue a Padua a estudiar farmacia. Pero pronto descubrió que, si seguía sus inclinaciones naturales, la vida podía ser mucho más interesante, y se hizo chapero, y entonces comprendió que era preferible buscarse a un hombre mayor que lo mantuviera. Lo de siempre: apartamento, coche, dinero para ropa y, a cambio, lo único que él tenía que hacer era estar disponible cuando el que pagaba las facturas podía escapar del banco, de la reunión del consejo o de la esposa. Creo que entonces tenía sólo dieciocho años. Y era muy guapo. -Padovani se quedó con el tenedor en el aire-. Me recordaba al Baco de Caravaggio: bello pero avispado y casi perverso.

Padovani ofreció los pimientos a Brunetti y luego se sirvió.

– Lo último que he sabido de él de primera mano es que estaba liado con un contable de Treviso. Pero Franco no era capaz de ser fiel, y el contable lo echó a patadas. Le dio una paliza, según creo, y lo echó. No sé cuándo empezó con lo del travestismo, esto nunca me ha interesado ni lo más mínimo. Y es que no lo entiendo. Si lo que quieres es una mujer, búscate a una mujer.

– Quizá sea la forma de engañarse a uno mismo, de simular que se cree estar con una mujer -apuntó Brunetti, utilizando la teoría de Paola, que ahora le parecía lógica.

– Quizá. Pero es triste, ¿no? -Padovani apartó el plato hacia un lado y se apoyó en el respaldo de la silla-. Quiero decir que continuamente estamos engañándonos a nosotros mismos sobre si amamos a una persona, o por qué la amamos, o por qué mentimos. Pero por lo menos con nosotros mismos tendríamos que ser francos acerca de con quién queremos acostarnos. Es lo menos que se puede pedir. -Se acercó la ensalada, la espolvoreó de sal, la roció generosamente de aceite y le agregó un buen chorro de vinagre. Brunetti le dio su plato y recibió a cambio otro limpio para la ensalada. Padovani le presentó la ensaladera.

– Sírvete. No hay postre. Sólo fruta.

– Me alegro que no hayas tenido que molestarte -dijo Brunetti, y Padovani se echó a reír.

– En realidad, lo tenía casi todo en casa. Menos la fruta.

Brunetti se sirvió una pequeña ración de ensalada; Padovani tomó aún menos.

– ¿Qué más sabes de Crespo? -preguntó Brunetti.

– Me dijeron que se vestía de mujer y se hacía llamar Francesca. Pero no sabía que hubiera acabado en via Cappuccina. ¿O era en los parques públicos de Mestre?

– Los dos sitios -dijo Brunetti-, pero no sé si puede decirse que haya acabado allí. Vive en un buen barrio, y en la puerta estaba su nombre.

– Cualquiera puede poner el nombre en una puerta. Eso depende de quien pague el alquiler -dijo Padovani que, al parecer, era más ducho en la materia.

– Sin duda tienes razón.

– No sé mucho de él, pero no es mala persona o, por lo menos, no lo era cuando lo conocí. Sólo un poco embustero e impresionable. Estas cosas no cambian, por lo que, si le conviene, te mentirá.

– Lo mismo que la mayoría de las personas con las que yo trato.

Padovani sonrió y agregó:

– Lo mismo que la mayoría de las personas con las que tratamos todos, toda la vida.

Brunetti no pudo por menos de echarse a reír ante esta triste verdad.

– Traeré la fruta -dijo Padovani, apilando los platos para llevárselos.

Volvió enseguida, con un bol de cerámica azul celeste que contenía seis melocotones perfectos. Dio a Brunetti un plato de postre y dejó la fruta delante de él. Brunetti tomó un melocotón y empezó a pelarlo con el cuchillo y el tenedor.

– ¿Qué sabes de Santomauro? -preguntó, mientras pelaba, atento a la operación.

– ¿Te refieres al presidente, o comoquiera que se auto-defina, de la Lega della Moralità? -preguntó Padovani ahuecando la voz al pronunciar las últimas palabras.

– Sí.

– Sé de él lo suficiente como para decirte que, en ciertos ambientes, el anuncio de la creación de la Liga y su finalidad se recibieron con un regocijo parecido al que antes nos producía ver a Rock Hudson atentar contra la virtud de Doris Day o, ahora, las actuaciones más beligerantes de algunos actores, tanto nuestros como norteamericanos.

– ¿Quieres decir que es de dominio público?

– Lo es y no lo es. Para la mayoría de nosotros, lo es, pero nosotros, a diferencia de los políticos, aún acatamos las reglas de la caballerosidad y no andamos por ahí contando chismes unos de otros. Si lo hiciéramos, no iba a quedar títere con cabeza en el gobierno, ni tampoco en el Vaticano.

Brunetti se alegró de ver surgir por fin al auténtico Padovani o, por lo menos, al desenfadado conversador que él consideraba el auténtico Padovani.

– Pero, ¿y la Liga? ¿Cómo pudo Santomauro situarse al frente de una asociación como ésa?

– Excelente pregunta. Pero, si repasamos la historia de la Liga, verás que en la época de su fundación, Santomauro no era más que la éminence grise de la organización. No creo que su nombre se asociara con ella, por lo menos oficialmente, hasta hace dos años, y él no alcanzó la preeminencia hasta hace un año, en que fue elegido camarero, rector o como se llame al jefe. Grand priore? Un título rimbombante, en todo caso.

– Pero, ¿por qué nadie dijo nada entonces?

– Supongo que porque la mayoría de nosotros preferimos tomar a broma la Liga, lo cual me parece un grave error.

Había en su voz una nota de seriedad insólita.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque creo que los grupos como la Liga configuran la tendencia política del futuro; grupos que tienden a la fragmentación, al desmembramiento. Fíjate en lo que está ocurriendo en la Europa oriental y en Yugoslavia. Y en nuestra propia Italia, a la que las ligas políticas quieren desmenuzar en pequeñas unidades independientes.

– ¿No es posible que exageres, Damiano?

– Desde luego. La Lega della Moralità también podría ser un puñado de inofensivas viejecitas que quieren reunirse para rememorar con nostalgia los viejos tiempos. Pero ¿quién sabe cuántos miembros la componen? ¿Cuáles son sus objetivos?

En Italia, las sospechas acerca de posibles conspiraciones se maman con la leche materna, y no hay italiano que esté exento del impulso de ver una conspiración en todo. Por consiguiente, cualquier grupo remiso a definirse resulta sospechoso, como les ocurrió a los jesuitas y les ocurre a los Testigos de Jehová. «Y sigue ocurriéndoles a los jesuitas», añadió Brunetti. La conspiración engendra el secreto, desde luego, pero Brunetti no estaba dispuesto a aceptar la proposición inversa, de que el secreto indefectiblemente alimentara la conspiración.

– ¿Tú qué dices? -inquirió Padovani.

– ¿Qué digo de qué?

– De la Liga.

– Es muy poco lo que puedo decir -reconoció Brunetti-. Pero, si tuviera que sospechar de ellos, no miraría sus objetivos; miraría sus finanzas.

Una de las pocas reglas que Brunetti había podido comprobar durante sus veinte años de trabajo policial era la de que ni los principios éticos ni los ideales políticos mueven a la gente con tanta fuerza como el afán de lucro.

– No creo que Santomauro pueda interesarse por algo tan prosaico como el dinero.

– Dami, el dinero interesa a todo el mundo, y motiva a la mayoría.

– Dejando aparte motivos y objetivos, puedes estar seguro de que, si a Santomauro le interesa dirigirlo, no puede ser bueno. Es poco, pero cierto.

– ¿Qué sabes de su vida privada? -preguntó Brunetti, pensando que «privada» sonaba mejor que «sexual», que era lo que quería decir.

– Lo único que sé es lo que se sugiere e insinúa en observaciones y comentarios. Ya sabes lo que son estas cosas. -Brunetti asintió. Lo sabía, efectivamente-. Lo único que sé y que, repito, no lo sé realmente, aunque me consta, es que le gustan los chicos, cuanto más jóvenes, mejor. Si indagas en su pasado, verás que solía ir a Bangkok por lo menos una vez al año. Sin la inefable signora Santomauro, por descontado. Pero desde hace varios años ha dejado de ir. No tengo la explicación, pero sé que esas aficiones no se pierden fácilmente, no se borran de la noche a la mañana, y que para satisfacerlas no hay sucedáneo que valga.

– ¿Aquí también se encuentra… de eso?

¿Por qué hablar de ciertas cosas le resultaba tan fácil con Paola y tan difícil con otras personas?

– Bastante, aunque no tanto como en Roma o en Milán.

Brunetti había leído informes de la policía sobre la cuestión.

– ¿Películas?

– Películas y lo que no son películas, para los que pueden pagar. Iba a decir: y están dispuestos a correr el riesgo, pero en realidad hoy ya no puede hablarse de riesgo.

Brunetti miró su plato y vio el melocotón, pelado pero entero. Ya no le apetecía.

– Damiano, al decir «chicos», ¿a qué edad te refieres?

Padovani sonrió repentinamente.

– Guido, tengo la curiosa impresión de que te violenta hablar de esto. -Brunetti no contestó-. Chicos de doce años, incluso de diez.

– Oh. -Una pausa larga, y Brunetti preguntó-: ¿Estás seguro de lo de Santomauro?

– Estoy seguro de que es lo que se dice de él, y no es probable que sea mentira. Pero no tengo pruebas, ni testigos, nadie que estuviera dispuesto a jurarlo.

Padovani se levantó y se acercó a un aparador bajo con varias botellas agrupadas a un extremo.

Grappa?

– Encantado.

– Tengo una muy buena con sabor a pera. ¿Quieres probarla?

– Sí.

Brunetti se reunió con él en el extremo de la habitación, tomó el vasito que se le ofrecía y se sentó en el sofá. Padovani volvió a su butaca de antes, llevándose la botella.

Brunetti bebió. No era pera sino néctar.

– Es muy tenue.

– ¿La grappa?. -preguntó Padovani, realmente perplejo.

– No, no; me refiero a la relación entre Crespo y Santomauro. Si lo que le gusta a Santomauro son los niños, Crespo podría ser su cliente y nada más.

– Perfectamente posible -dijo Padovani con una voz que sugería que pensaba todo lo contrario.

– ¿Conoces a alguien que pudiera darte más información sobre cualquiera de ellos? -preguntó Brunetti.

– ¿Santomauro y Crespo?

– Sí. Y también sobre Leonardo Mascari, si existe alguna relación.

Padovani miró su reloj.

– Ya es tarde para llamar a mis conocidos. -Brunetti miró el reloj a su vez y vio que no eran más que las diez y cuarto. ¿Monjas? Padovani, observando su gesto, se echó a reír-. Guido, me refiero a que a esta hora ya estarán todos fuera de casa. Pero mañana los llamaré desde Roma, a ver qué saben o qué pueden averiguar.

– Preferiría que ninguno de los dos se enterase de que se indaga sobre ellos.

Era una forma de hablar cortés pero también rígida y forzada.

– La operación será discreta, Guido. Todo el que conozca a Santomauro estará encantado de revelar cuanto sepa de él, tanto por experiencia propia como de oídas, y puedes estar seguro de que nada de esto llegará a sus oídos. La sola idea de que pueda estar envuelto en algo feo llenará de regocijo a las personas en las que estoy pensando.

– Eso es lo malo, Damiano. No quiero comentarios, y mucho menos, que se diga que pueda estar mezclado en algo feo.

Comprendió que había utilizado un tono muy severo, y sonrió extendiendo el vasito para pedir más grappa.

Entonces se esfumó la loca y apareció el periodista.

– De acuerdo, Guido. Nada de chismorreos. Haré varias llamadas y quizá el martes o miércoles ya sepa algo. -Padovani se sirvió otro vasito de grappa y tomó un sorbo-. Tú deberías investigar la Liga, Guido, por lo menos, a los socios.

– A ti te preocupa, ¿verdad?

– Me preocupa cualquier grupo que actúe desde una pretendida superioridad sobre otras personas.

– ¿Como la policía, por ejemplo? -sonrió Brunetti, tratando de animar a su interlocutor.

– No, como la policía, no, Guido. Nadie os cree superiores, y tengo la impresión de que la mayoría de vuestros hombres tampoco se lo cree. -Apuró el vaso, pero no se sirvió más licor. Dejó el vaso y la botella en el suelo, al lado de la butaca-. Esa gente me hace pensar en Savonarola -dijo-. Él quería un mundo mejor, pero para conseguirlo sólo se le ocurrió destruir todo aquello que no le gustaba. Me parece que, en el fondo, todos los fanáticos son iguales, incluidos los ecologistas y las feministas. Empiezan por desear un mundo mejor y acaban tratando de conseguirlo eliminando del mundo todo aquello que no casa con su idea del mundo. Lo mismo que Savonarola, todos acabarán en la hoguera.

– ¿Y entonces qué? -preguntó Brunetti.

– Pues supongo que los demás conseguiremos salir adelante, a trancas y barrancas.

No podía decirse que esto fuera una gran afirmación filosófica, pero a Brunetti le pareció una nota lo bastante optimista como para que sirviera de cierre a la velada. Se levantó, dijo a su anfitrión las frases de rigor y se fue a casa, a su cama vacía.

Загрузка...