Normalmente, la noticia de que un travesti había aparecido en Marghera con la cara destrozada hubiera causado sensación, incluso entre el personal de la questura de Venecia, que estaba de vuelta de todo, en especial, si el hallazgo se producía durante el largo período festivo del ferragosto, en que la delincuencia solía disminuir o no pasaba de pequeños atracos y robos de pisos. Pero ese día hubiera hecho falta mucho más morbo para desplazar la espectacular noticia que había corrido como un reguero de pólvora por los pasillos de la questura: durante aquel fin de semana, María Lucrezia Patta, esposa del vicequestore Giuseppe Patta, había abandonado a su marido, tras veintisiete años de matrimonio, para instalarse en Milán -y, al llegar a este punto, cada narrador de la noticia hacía una pausa, para que el oyente pudiera prepararse para el bombazo-, en casa de Tito Burrasca, pionero y gran animador de la industria italiana del cine porno.
La noticia había llegado a la questura aquella mañana por boca de una de las secretarias del Ufficio Stranieri, que tenía un tío que vivía en un pequeño apartamento situado encima del piso de los Patta y que aseguraba haber pasado casualmente por delante de la puerta del matrimonio en el momento en que la bronca llegaba a su punto culminante. Decía el tío que Patta había pronunciado a gritos el nombre de Burrasca varias veces, amenazando con mandarlo arrestar si se atrevía a venir a Venecia; la signora Patta había respondido al fuego amenazando no sólo con irse a vivir con Burrasca sino con protagonizar su próxima película. El tío había vuelto sobre sus pasos y pasado la media hora siguiente tratando de abrir la puerta de su apartamento, mientras los Patta seguían intercambiando amenazas y recriminaciones. La refriega no había cesado hasta la llegada de una lancha taxi al extremo de la calle y la marcha de la signora Patta, seguida de sus seis maletas, que le había bajado el taxista, y de los denuestos de Patta, que la acústica de la escalera había hecho subir hasta los oídos del tío.
La noticia llegó a la questura a las ocho de la mañana del lunes y Patta la siguió a las once. A la una treinta, se recibió la llamada que informaba del hallazgo del travesti, pero entonces la mayoría del personal se había ido a almorzar, comida durante la cual los funcionarios se entregaron a las más jugosas conjeturas acerca de la futura carrera cinematográfica de la signora Patta. En una de las mesas se ofreció un premio de cien mil liras a la primera persona que se atreviera a preguntar a Patta por la salud de su señora esposa, ofrecimiento que revelaba la popularidad de que gozaba el vicequestore entre sus subordinados.
Guido Brunetti se enteró del asesinato del travesti por el mismo vicequestore Patta, que lo llamó a su despacho a las dos y media.
– Acabo de recibir una llamada de Mestre -dijo Patta, después de invitar a Brunetti a tomar asiento.
– ¿De Mestre, señor? -preguntó Brunetti.
– Sí, esa ciudad que está al extremo del Ponte della Libertà -dijo Patta ásperamente-. Supongo que habrá oído hablar de ella.
Brunetti, recordando lo que le habían contado de Patta aquella mañana, decidió hacer caso omiso del sarcasmo.
– ¿Y qué querían los de Mestre?
– Tienen un caso de asesinato y no disponen de nadie para investigarlo.
– ¡Si tienen más personal que nosotros! -dijo Brunetti, que nunca estaba seguro de lo que Patta sabía acerca del funcionamiento de las fuerzas de policía en una y otra ciudad.
– Eso ya lo sé, Brunetti. Pero tienen a dos comisarios de vacaciones, otro se ha roto una pierna este fin de semana en un accidente de carretera. Queda uno, una mujer -Patta dio un resoplido de indignación ante la circunstancia-, que el sábado empieza su permiso de maternidad y no se reincorporará hasta últimos de febrero.
– ¿Y los que están de vacaciones? ¿No pueden pedirles que vuelvan?
– Uno está en el Brasil y el otro, no se sabe dónde.
Brunetti fue a decir que un comisario tenía la obligación de estar siempre localizable, a dondequiera que fuera de vacaciones, pero al ver la expresión de Patta optó por preguntar:
– ¿Qué le han dicho de ese asesinato?
– Es un chapero. Un travesti. Le machacaron la cabeza y lo dejaron en un campo de Marghera. -Antes de que Brunetti pudiera hacer alguna objeción, Patta dijo-: Sí, ya sé. El campo está en Marghera, pero el matadero que es el propietario del terreno está en el término de Mestre sólo por unos metros, de modo que el caso corresponde a Mestre.
Brunetti no tenía ningún deseo de perder el tiempo hablando de derechos de propiedad ni términos municipales, y sólo preguntó:
– ¿Cómo saben que era un chapero?
– No sé cómo saben que era un chapero, Brunetti -respondió Patta levantando la voz un par de octavas-. Sólo le digo lo que me han comunicado. Un chapero vestido de mujer, con la cabeza abierta y la cara destrozada.
– ¿Cuándo lo han encontrado?
Patta no tenía costumbre de tomar notas y no se había molestado en poner por escrito dato alguno. Los hechos no le interesaban, ¿qué podía importar un chapero más o menos?, pero le irritaba que sus hombres les hicieran el trabajo a los de Mestre. Eso significaba que, si el caso se resolvía, el éxito se lo anotaría Mestre. Pero, al recordar los últimos acontecimientos de su vida privada, se dijo que, en un caso de esta índole, no sería de lamentar que Mestre se llevara la gloria… y la publicidad.
– Su questore me llamó esta mañana para preguntarme si podíamos ocuparnos del caso. ¿Qué están haciendo ustedes tres?
– Mariani está de vacaciones y Rossi sigue con los papeles del caso Bortolozzi -respondió Brunetti.
– ¿Y usted?
– Yo empiezo mis vacaciones este fin de semana, vicequestore.
– Las vacaciones pueden esperar -dijo Patta, descartando con la mayor naturalidad minucias tales como reservas de hotel y billetes de avión-. Además, tiene que ser un caso muy fácil. Busque al proxeneta y consiga una lista de los clientes. Ha de ser uno de ellos.
– ¿Tienen proxenetas, señor?
– ¿Las putas? Claro que los tienen.
– ¿Los chaperos? ¿Los travestis? Eso, suponiendo que fuera un chapero.
– ¿Cómo quiere que yo lo sepa, Brunetti? -preguntó Patta con suspicacia y en un tono más desabrido de lo habitual, con lo que hizo que Brunetti volviera a recordar la primera noticia de aquella mañana y cambiara de tema rápidamente.
– ¿Cuándo se ha recibido el aviso? -preguntó.
– Hace un par de horas. ¿Por qué?
– Me pregunto si ya habrán levantado el cadáver.
– Con el calor que hace…
– Desde luego, el calor -convino Brunetti-. ¿Adonde lo habrán llevado?
– No tengo ni idea. A algún hospital. Probablemente a Umberto Primo, que me parece que es donde hacen las autopsias. ¿Por qué?
– Me gustaría echar un vistazo -dijo Brunetti-. Y también al lugar de los hechos.
Patta no era hombre que se interesara por los detalles.
– Ya que se trata de un caso de Mestre, utilice a sus conductores, no a los nuestros.
– ¿Algo más, vicequestore?
– No. Estoy seguro de que será un caso fácil. Lo habrá solventado antes del fin de semana y podrá irse de vacaciones.
Era propio de Patta no preguntar adonde pensaba ir Brunetti ni qué reservas podía verse obligado a anular. Meros detalles.
Al salir del despacho de Patta, Brunetti observó que, mientras él estaba con el vicequestore, en el pequeño antedespacho habían aparecido varios muebles. A un lado había un gran escritorio de madera y, debajo de la ventana, una mesa pequeña. Sin hacer caso de las novedades bajó a la oficina general en la que trabajaban los agentes de uniforme. El sargento Vianello levantó la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y sonrió a Brunetti.
– Antes de que me pregunte, comisario, le diré que sí, es verdad. Tito Burrasca.
Al oír la confirmación, Brunetti se sintió tan asombrado como horas antes, cuando le dieron la primicia. En Italia, Burrasca era una especie de mito. Había empezado a hacer películas en los años sesenta, unas películas de crímenes y terror tan anacrónicas que, inopinadamente, se convirtieron en parodias del género. Burrasca, que no por hacer mal cine era tonto, comprendió que había encontrado un filón y correspondió a los plácemes del público con más extravagancias: vampiros con reloj de pulsera, como si los actores hubieran olvidado quitárselos, teléfonos que daban la noticia de la evasión de Drácula y actores con un registro de expresiones tan amplio como el de un semáforo. Al poco tiempo, Burrasca se había convertido en figura de culto, y llenaba los cines de un público ansioso de detectar gazapos.
En los años setenta, Burrasca dedicó su elenco a la realización de películas pornográficas, que no exigían una gran variedad de matices interpretativos ni grandes desembolsos en vestuario y, por lo que a trama argumental se refiere, ésta no podía tener secretos para una mente creativa: simplemente, bastaba con hacer pequeños retoques en las viejas películas de terror, convirtiendo a demonios, vampiros y hombres lobo en violadores y maníacos sexuales, y los cines seguían llenándose, aunque ahora eran cines más pequeños, y el público ya no se interesaba por el anacronismo.
En los años ochenta surgieron en Italia docenas de canales de televisión privados, a los que Burrasca obsequió con sus últimas creaciones, un poco suavizadas por deferencia a la supuesta sensibilidad de los telespectadores. Y entonces Burrasca descubrió el vídeo y se hizo un hueco en la vida cotidiana de Italia, era motivo de comentarios jocosos en tertulias televisivas y protagonista de las caricaturas de la prensa diaria. Tanto éxito hizo que Burrasca se fuera a vivir a Mónaco y se convirtiera en ciudadano del principado, donde imperaba un régimen fiscal razonable. El apartamento de doce habitaciones que conservaba en Milán, según declaraba el cineasta al fisco italiano, servía únicamente para relaciones públicas. Y ahora, al parecer, serviría también para sus relaciones con Maria Lucrezia Patta.
– Sí, señor; Tito Burrasca -repitió el sargento Vianello, haciendo un esfuerzo que Brunetti no podía ni imaginar, para reprimir la sonrisa-. Quizá sea una suerte para usted pasar unos días en Mestre.
Brunetti no pudo por menos de preguntar:
– ¿Nadie sabía algo de esto?
– No, señor -Vianello sacudió la cabeza-. Nadie. Ni idea.
– ¿Tampoco el tío de Anita? -preguntó Brunetti, revelando con ello que también las categorías superiores estaban enteradas de la fuente de la información.
Vianello fue a contestar, pero en aquel momento sonó un zumbido en su mesa. Levantó el teléfono, pulsó un botón y dijo:
– ¿Sí, vicequestore? -Escuchó un momento-. Por supuesto, vicequestore. -Colgó. Brunetti le miraba interrogativamente-. Quiere que llame a Inmigración y pregunte cuánto tiempo puede permanecer Burrasca en el país habiendo cambiado de nacionalidad.
– Supongo que, en el fondo, habría que tener lástima del pobre hombre -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza.
Vianello levantó la cabeza como movido por un resorte. No podía, o no quería, disimular su asombro.
– ¿Lástima? ¿De él? -Con evidente esfuerzo, renunció a decir más y volvió a concentrarse en la carpeta que tenía en la mesa.
Brunetti volvió a su despacho. Desde allí llamó a la questura de Mestre, se identificó y pidió que le pusieran con la persona encargada del caso del travesti asesinado. A los pocos minutos hablaba con un tal sargento Gallo, que le explicó que él llevaba el caso hasta que éste fuera confiado a alguien de rango superior. Brunetti se identificó, dijo que él era esa persona y pidió a Gallo que enviara un coche a piazzale Roma a recogerlo dentro de media hora.
Cuando Brunetti salió del sombrío portal de la questura, el sol le cayó en la cabeza como un mazazo. Cegado por la luz y el reverbero del canal, se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó unas gafas. Antes de dar cinco pasos, ya sentía cómo el sudor le empapaba la camisa y le resbalaba por la espalda. Fue hacia la izquierda, decidiendo en aquel instante subir hasta San Zaccaria y tomar el 82, aunque para ello tuviera que ir bajo el sol durante un buen trecho. Las calles que iban a Rialto estaban protegidas del sol por casas altas, pero por aquel itinerario tardaría el doble en llegar, y había que evitar a toda costa estar en el exterior un minuto más de lo indispensable.
Al salir a Riva degli Schiavoni miró a la izquierda y vio que el vaporetto estaba amarrado al embarcadero y que de él salía gente. Entonces se le planteó una de esas disyuntivas peculiares de Venecia: correr para tratar de subir al barco o dejarlo marchar y pasar diez minutos soportando el calor y el balanceo del embarcadero, hasta que llegara el siguiente. Corrió. Al pisar las tablas de la pasarela tuvo que tomar otra decisión: pararse un momento a marcar el billete en la máquina amarilla de la entrada, exponiéndose a perder el barco, o embarcar directamente y pagar las quinientas liras de suplemento por no haber marcado. Pero entonces recordó que estaba en misión oficial y podía viajar por cuenta de la ciudad.
La carrera, aunque corta, le había bañado en sudor la cara y el pecho, y decidió quedarse en cubierta, para recibir la poca brisa creada por la mesurada marcha del barco por el Gran Canal. Miró en derredor y vio a turistas semidesnudos, hombres y mujeres en bañador, shorts y camiseta de tirantes, y durante un momento los envidió, aunque no se le escapaba que, con semejante indumentaria, él no sería capaz de presentarse más que en una playa.
Cuando se le secó el sudor, se esfumó la envidia, y Brunetti volvió a sentir la irritación que habitualmente le producía ver a la gente vestida de aquel modo. Si sus cuerpos fueran perfectos y las prendas de vestir, de buen gusto, quizá le molestaran menos. Pero la ropa descuidada y el abandono de muchos de aquellos cuerpos le hacía suspirar por el obligado decoro en el vestir de las sociedades islámicas. Él no era lo que Paola llamaba un «esnob de la belleza» pero afirmaba que había que procurar presentar el mejor aspecto posible. Desvió la atención de los pasajeros del barco a los palazzi que bordeaban el canal y sintió que su irritación se desvanecía. Muchos de ellos también estaban abandonados, pero una cosa era el deterioro de los siglos y otra la desidia y la ordinariez. La ciudad había envejecido, pero Brunetti amaba el gesto doliente que el tiempo le imprimía.
Aunque el comisario no había puntualizado en qué lugar debía esperarle el coche, se encaminó a la oficina de carabinieri de piazzale Roma y vio, estacionado en la puerta, con el motor en marcha, uno de los coches patrulla azul y blanco de la Squadra Mobile de Mestre. Dio unos golpecitos en el cristal del conductor. El joven que estaba sentado al volante bajó el cristal, y una oleada de aire frío lamió la pechera de la camisa de Brunetti.
– ¿Comisario? -preguntó el joven que, al observar el gesto de asentimiento de Brunetti, se apeó diciendo-: Me envía el sargento Gallo.
Y abrió la puerta trasera. Brunetti subió al coche y, durante un momento, apoyó la cabeza en el respaldo. Se le enfrió el sudor del pecho y la espalda, y no hubiera podido decir si la sensación era grata o molesta.
– ¿Adonde desea ir, señor? -preguntó el joven agente al poner el coche en marcha.
«De vacaciones. El sábado», respondió Brunetti, pero sólo mentalmente, hablando consigo mismo. Y con Patta.
– Lléveme al lugar en el que lo han encontrado -dijo al conductor.
Al otro lado de la carretera elevada que une Venecia con la tierra firme, el joven giró en dirección a Marghera. La laguna desapareció de su vista y al poco circulaban por una vía recta y muy transitada, con semáforos en cada cruce. Había que ir despacio.
– ¿Ha estado usted allí esta mañana?
El joven volvió la cabeza rápidamente para mirar a Brunetti y luego fijó de nuevo la atención en el tráfico. El cuello de su camisa estaba limpio y planchado. Quizá se pasaba todo el día en el coche, con aire acondicionado.
– No, señor; han ido Buffo y Rubelli.
– El informe dice que era un chapero. ¿Alguien lo ha identificado?
– No lo sé, señor. Pero parece una suposición lógica, ¿no?
– ¿Por qué?
– Es una zona de putas. Y de las baratas. Siempre hay una docena de ellas al lado de la carretera, entre las fábricas, por si alguien quiere echar un polvo rápido a la salida del trabajo.
– ¿Hombres también?
– ¿Cómo dice, señor? ¿Quién más que un hombre va a utilizar los servicios de una prostituta?
– Pregunto si también es zona de chaperos. ¿Estarían en un sitio en el que pudiera verse a sus clientes parar el coche camino de casa para hacer esa clase de tratos? No me parece que a muchos hombres les hiciera gracia que sus conocidos se enteraran.
El conductor se quedó pensativo.
– ¿Dónde suelen trabajar? -preguntó Brunetti.
– ¿Quiénes? -preguntó el joven. No quería cometer otro desliz.
– Los chaperos.
– Generalmente, en via Cappuccina, señor. Algunos, en la estación del ferrocarril, pero en verano procuramos impedirlo, por el turismo.
– ¿Éste era un habitual?
– No sabría decirle, señor.
El coche torció hacia la izquierda, cortó por una carretera estrecha, giró a la derecha y salió a una autovía con edificios bajos a cada lado. Brunetti miró el reloj. Casi las cinco.
Los edificios se espaciaban cada vez más entre terrenos cubiertos de maleza y algún que otro arbusto. Había coches abandonados aquí y allá con los cristales destrozados y los asientos hechos jirones y tirados en el suelo. En tiempos, estos edificios habían estado vallados, pero ahora la mayoría de las cercas colgaban, flácidas y desgarradas, de los postes que parecían haber olvidado su función de sostenerlas.
Había mujeres al lado de la carretera. Dos estaban debajo de una sombrilla de playa que habían clavado en la tierra.
– ¿Saben esas mujeres lo que ha pasado hoy aquí? -preguntó Brunetti.
– Estoy seguro de que sí. Esas noticias circulan con rapidez.
– ¿Y a pesar de todo no se van? -Brunetti no podía disimular la sorpresa.
– Tienen que vivir, ¿no, señor? Además, si el muerto era un hombre, para ellas no hay peligro, o eso imaginarán. -El conductor frenó y detuvo el coche al borde de la carretera-. Ya hemos llegado.
Brunetti abrió la puerta del coche y salió. Un calor húmedo lo envolvió. Vio ante sí un edificio largo y bajo con cuatro rampas de cemento que subían hasta unas puertas metálicas dobles. Al pie de una de las rampas había un coche patrulla azul y blanco. No se veía nombre en el edificio, ni señal que lo identificara. Para identificarlo bastaba el olor.
– Creo que está detrás, comisario -dijo el conductor.
Brunetti se dispuso a rodear el edificio, en dirección a los campos que se extendían detrás. Allí vio otra cerca desmayada, una acacia que sobrevivía de milagro y, a su sombra, a un policía sentado en una silla, dando cabezadas.
– Scarpa -gritó el conductor, antes de que Brunetti pudiera decir algo-. Ha venido un comisario.
El policía irguió bruscamente la cabeza, despertó al instante y se levantó de un salto. Miró a Brunetti y saludó militarmente.
– Buenas tardes, señor.
Brunetti observó que la chaqueta del hombre estaba colgada del respaldo de la silla y que su camisa, empapada en sudor y pegada al cuerpo, ya no parecía blanca sino rosada.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí fuera, agente Scarpa? -preguntó Brunetti acercándose al hombre.
– Desde que se han marchado los del laboratorio, señor.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Eran poco más de las tres.
– ¿Por qué sigue aquí fuera?
– El sargento me dijo que me quedara aquí hasta que viniera un equipo para interrogar a los trabajadores.
– ¿Y qué hace aquí con este sol?
El hombre respondió sin evasivas:
– No soportaba el olor de ahí dentro. He tenido que salir a vomitar y ya no he podido volver a entrar. He tratado de quedarme de pie, pero, como no hay más que este poco de sombra, al cabo de una hora he ido a buscar una silla.
Instintivamente, mientras el policía hablaba, Brunetti y el conductor también habían buscado la sombra.
– ¿Sabe si ya ha venido el equipo a hacer el interrogatorio? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor. Han llegado hace una hora.
– ¿Y qué hace usted aquí fuera todavía? -preguntó Brunetti.
El agente lanzó a Brunetti una mirada inexpresiva.
– He preguntado al sargento si podía regresar a la ciudad, pero él quería que ayudara en los interrogatorios. Yo le he dicho que no podía, a menos que los trabajadores salieran a hablar conmigo. No le ha gustado, pero yo no podía entrar ahí.
Una ligera brisa hizo patente a Brunetti la razón de esta imposibilidad.
– ¿Y por qué está aquí fuera? ¿Por qué no está en el coche?
– El sargento me dijo que esperase aquí. -El hombre hablaba con gesto impávido-. Le he preguntado si podía ir al coche, que tiene aire acondicionado, y él me ha dicho que, si no ayudaba en el interrogatorio, debía permanecer aquí fuera. -Como si hubiera adivinado la pregunta que Brunetti le haría a continuación, agregó-: El siguiente autobús no pasa hasta las siete y cuarto, para recoger a la gente a la salida del trabajo.
Brunetti tomó nota mentalmente y preguntó:
– ¿Dónde lo han encontrado?
El policía se volvió y señaló los matorrales del otro lado de la cerca.
– Estaba ahí.
– ¿Quién lo ha encontrado?
– Un trabajador que había salido a fumar un cigarrillo. Ha visto un zapato… rojo, según creo. Y se ha acercado a inspeccionar.
– ¿Estaba usted aquí cuando han venido los del laboratorio?
– Sí, señor. Han examinado el terreno, han hecho fotos y han recogido todo lo que han encontrado en el suelo en un radio de cien metros de las matas.
– ¿Había huellas de pisadas?
– Creo que sí, señor, pero no estoy seguro. El hombre que lo encontró dejó las suyas, pero me parece que han encontrado más. -Hizo una pausa, se enjugó el sudor de la frente y agregó-: Y los primeros policías también han dejado las suyas.
– ¿Su sargento?
– Sí, señor.
Brunetti lanzó una rápida mirada a la hierba alta y luego miró la camisa del policía, empapada en sudor.
– Suba a nuestro coche, agente Scarpa. Tiene aire acondicionado. -Y al conductor-: Vaya con él. Espérenme allí.
– Muchas gracias, comisario -dijo el policía, y descolgó la chaqueta del respaldo de la silla.
– Déjelo -dijo Brunetti al ver que el hombre iba a ponérsela.
– Gracias -repitió el policía, que se agachó y agarró la silla.
Los dos hombres fueron hacia el edificio. El policía dejó la silla en la plataforma de cemento que había frente a la puerta trasera del edificio y se reunió con el conductor. Los dos agentes desaparecieron por la esquina y Brunetti fue hacia el agujero de la cerca.
Agachándose, cruzó al otro lado y se acercó a los matorrales. Por todas partes había señales del paso del equipo del laboratorio: orificios en el suelo, donde habían clavado las varillas para medir distancias, tierra levantada por zapatos que giraban sobre sí mismos y, cerca de las matas, unas ramitas cortadas, apiladas cuidadosamente. Sin duda habían tenido que recortar el arbusto al sacar el cuerpo, para que no lo arañaran las afiladas hojas.
Brunetti oyó a su espalda un portazo y una voz de hombre que gritaba:
– Eh, usted, ¿qué está haciendo ahí? ¡Apártese ahora mismo!
Brunetti dio media vuelta y, tal como esperaba, vio a un hombre con uniforme de policía que se acercaba andando deprisa, procedente de la puerta trasera del edificio. Como Brunetti lo miraba pero no se apartaba del matorral, el policía desenfundó el revólver y gritó:
– Levante las manos y acérquese a la valla.
Brunetti dio media vuelta y se dirigió hacia el policía andando como si pisara un terreno pedregoso, con los brazos extendidos hacia los lados para mantener el equilibrio.
– Que las levante he dicho -gruñó el policía cuando Brunetti llegó a la cerca.
El policía tenía un arma en la mano, por lo que Brunetti no trató de hacerle comprender que ya llevaba las manos levantadas, aunque no por encima de la cabeza. Sólo dijo:
– Buenas tardes, sargento. Soy el comisario Brunetti de Venecia. ¿Ha tomado declaración a los de ahí dentro?
El hombre tenía unos ojos muy pequeños en los que no brillaba una gran inteligencia, aunque sí la suficiente como para que Brunetti advirtiera que se daba cuenta del dilema que se le planteaba: o pedir a un comisario de policía que se identificara o dejar marchar a un impostor.
– Perdón, comisario, pero me daba el sol en los ojos y no lo he reconocido -dijo el sargento, a pesar de que tenía el sol sobre el hombro izquierdo. Pero hubiera podido salvarse con esto, ganándose el respeto de Brunetti, mal que a éste le pesara, de no haber remachado-: Es muy desagradable salir al sol tan bruscamente desde un sitio oscuro. Además, no esperaba a nadie más.
En la placa que llevaba en el pecho se leía el apellido: «Buffo».
– Parece ser que Mestre va a estar sin comisarios durante un par de semanas, y me envían a mí para que lleve la investigación.
Brunetti se agachó y pasó por el agujero de la valla. Cuando enderezó el cuerpo, el revólver de Buffo estaba enfundado y la funda, abrochada.
Brunetti empezó a andar hacia la puerta trasera del matadero. Buffo iba a su lado.
– ¿Qué información le ha dado esa gente?
– Nada más de lo que ya había averiguado esta mañana, cuando nos llamaron. Un matarife, Bettino Cola, encontró el cadáver poco después de las once. Había salido a fumar un cigarrillo y fue hasta la cerca porque decía que había visto unos zapatos en el suelo.
– ¿Y no había tales zapatos? -peguntó Brunetti.
– Sí, señor. Allí estaban cuando llegamos nosotros.
Cualquiera que le oyese podía pensar que Cola había puesto los zapatos allí para alejar las sospechas de sí. Brunetti detestaba a los policías duros tanto como cualquier simple ciudadano o cualquier criminal.
– El que llamó dijo que había una puta en un campo. Yo me personé e hice la inspección ocular. Pero era un hombre -concluyó Buffo, y escupió.
– Según mis informes, se trata de un homosexual que ejercía la prostitución -dijo Brunetti con voz átona-. ¿Ha sido identificado?
– No, señor, todavía no. Hemos pedido que le hagan fotos en el depósito, pero está muy desfigurado. Después, un dibujante hará un esbozo del aspecto que debía de tener antes. Lo haremos circular por ahí y antes o después alguien lo reconocerá. Son muy conocidos estos chicos -dijo Buffo con una sonrisa que tenía mucho de mueca y prosiguió-: Si era de por aquí, no tardaremos en tener una identificación.
– ¿Y si no lo era? -preguntó Brunetti.
– Entonces nos costará más tiempo, imagino. O quizá no lleguemos a saber quién era. En cualquier caso, no se habrá perdido mucho.
– ¿Y eso por qué, sargento Buffo? -preguntó Brunetti suavemente, pero Buffo sólo captó las palabras, no la entonación.
– ¿Y qué falta hacen? Son todos unos degenerados. Están llenos de sida y no tienen escrúpulos en contagiárselo a trabajadores decentes. -Volvió a escupir.
Brunetti se paró y se volvió de cara al sargento.
– Tal como yo lo veo, sargento Buffo, estos trabajadores decentes que tanto le preocupan se contagian del sida porque pagan a esos «degenerados» para darles por el culo. Que no se nos olvide. Y que tampoco se nos olvide que ese hombre, quienquiera que fuera, ha sido asesinado y nuestro deber es encontrar al asesino. Aunque sea un trabajador decente.
Dicho esto, Brunetti abrió la puerta y entró en el matadero. Prefería la inmundicia de dentro a la de fuera.