Aquella noche, antes de acostarse, Brunetti repasó los expedientes y en ellos encontró el reflejo de un mundo que quizá sabía que existía pero del que no conocía aspectos ni detalles concretos. Que él supiera, en Venecia no había travestis que se dedicaran a la prostitución. Pero había, por lo menos, un transexual, y Brunetti sabía de su existencia sólo porque en una ocasión tuvo que firmar un certificado en el que se hacía constar que Emilio Mercato no tenía antecedentes penales, requisito exigido para que en la carta d'identità pudieran hacerse las modificaciones correspondientes a los cambios que ya se habían efectuado en el cuerpo del interesado, sustituyendo Emilio por Emilia y hembra por varón. Él no concebía qué instintos o pasiones podían impulsar a una persona a dar ese paso irreversible, pero recordaba que se había sentido impresionado y conmovido por una emoción que había preferido no analizar, por aquella sustitución de una sola letra en un documento oficial: Emilio, Emilia.
Los hombres de los expedientes no se dejaban arrastrar por tales cavilaciones y se conformaban con transformar sólo su aspecto: cara, ropa, maquillaje, porte y gesto. Algunas de las fotos de las fichas daban testimonio de la habilidad con que se había operado la metamorfosis. De la mitad, Brunetti nunca hubiera dicho que fueran hombres, a pesar de que le constaba que lo eran. La suavidad del cutis y la delicadeza del corte de cara no tenían nada de masculino; incluso frente a las violentas luces y el objetivo inclemente de la cámara de la policía, muchos parecían mujeres hermosas, y Brunetti buscaba en vano una sombra de barba, un mentón acusado, algo que denotara su condición de hombres.
Sentada en la cama a su lado, Paola repasaba las hojas que él le iba pasando, fotos, declaraciones, el informe de un arresto por venta de droga… y le devolvía los papeles sin comentarios.
– ¿Qué piensas? -preguntó Brunetti.
– ¿De qué?
– De esto. -Él levantó el expediente que tenía en la mano-. ¿No te parecen extraños estos hombres?
Ella le miró largamente y, según intuyó él, con aversión.
– Más extraños me parecen los hombres que los utilizan.
– ¿Por qué?
Señalando la carpeta, Paola dijo:
– Estos hombres, por lo menos, no se engañan sobre lo que hacen. Sus clientes, sí.
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos, Guido. Piénsalo. Estos hombres cobran por follar o por dejarse follar, según las preferencias del que paga. Pero, para conseguir clientes, tienen que vestirse de mujer. Piénsalo un momento. Piensa en la hipocresía, en la necesidad de engañarse a sí mismos. Así, al día siguiente pueden decirse: «Gesu Bambino, no sospechaba que fuera un hombre hasta que ya era tarde», o «En fin, aunque el otro fuera un hombre, yo fui el que la metió». Así quedan como hombres, como machos, y no tienen que reconocer que prefieren acostarse con hombres, para no tener que dudar de su virilidad. -Le miró fijamente-. A veces, Guido, tengo la impresión de que hay muchas cosas en las que no te molestas en pensar.
Lo cual, traducido libremente, solía significar que él no veía las cosas lo mismo que ella. Pero esta vez Paola tenía razón; él nunca había pensado en eso. Tan pronto como Brunetti había descubierto a la mujer, había quedado cautivado, y no concebía una atracción sexual que no partiera de ella. Al crecer, dio por descontado que a todos los hombres les ocurría poco más o menos lo mismo; cuando descubrió que no era así, estaba tan íntimamente convencido de dónde se hallaba su placer que no pudo aceptar la posible alternativa más que en un plano puramente teórico.
Entonces recordó algo que Paola le había dicho cuando empezaban a salir, algo en lo que él no se había fijado: que los italianos se tocaban mucho los genitales, manoseándolos, casi acariciándolos. Él, al oírlo, se rió con incredulidad y desdén, pero a partir del día siguiente empezó a fijarse y, antes de una semana reconocía que ella tenía razón. Al cabo de otra semana, estaba impresionado, casi abrumado, por la frecuencia con que, yendo por la calle, observaba que los hombres bajaban la mano para darse una palmadita inquisitiva y tranquilizadora, como si temieran que pudieran habérseles caído. Un día, mientras paseaban, Paola se paró bruscamente y le preguntó en qué pensaba y, al darse cuenta de que ella era la única persona del mundo a la que podría decir sin vacilar qué pensaba en aquel momento, acabó por descubrir, si otras mil cosas no se lo habían hecho comprender ya, que ella era la mujer con la que quería casarse, con la que tenía que casarse, con la que iba a casarse.
Amar a una mujer, desear a una mujer le parecía entonces algo absolutamente natural, y ahora seguía pareciéndoselo. Pero los hombres de aquella carpeta, por razones que él podía conocer pero que nunca llegaría a comprender, se habían apartado de las mujeres y buscaban el físico de otros hombres. Lo hacían por dinero, por droga o, sin duda, a veces, también por amor. ¿En qué terrible abrazo de odio había encontrado uno de ellos aquel violento final. ¿Y por qué razón?
Paola dormía plácidamente a su lado: una forma de curvas suaves que hacía las delicias de su corazón. Dejó la carpeta en la mesa de al lado de la cama, apagó la luz, rodeó con el brazo el hombro de Paola y le dio un beso en la nuca. Aún estaba salada. Se durmió enseguida.
Cuando Brunetti llegó a la questura de Mestre a la mañana siguiente encontró al sargento Gallo en su despacho, con otra carpeta azul en la mano. Brunetti se sentó, el policía le pasó la carpeta y Brunetti vio por primera vez la cara del hombre asesinado. En la parte de arriba estaba el retrato hecho por el dibujante y, debajo, las fotos de la cara destrozada que habían servido al artista para su reconstrucción.
Imposible calcular el número de golpes que había recibido. Tal como Gallo había dicho la noche antes, la nariz había desaparecido, literalmente incrustada en la cabeza por un golpe brutal. Un pómulo estaba hundido y en su lugar había un profundo surco. Las fotos de la parte posterior de la cabeza mostraban una violencia similar, pero éstos eran golpes que, más que desfigurar, mataban.
Brunetti cerró la carpeta y la devolvió a Gallo.
– ¿Han hecho copias del retrato?
– Sí, señor, tenemos un buen montón, pero no nos han entregado el retrato hasta hace media hora, y los hombres aún no lo han sacado a la calle.
– ¿Y las huellas dactilares?
– Sacamos una serie y las enviamos a Roma y a la Interpol de Ginebra; pero ya sabe usted cómo es esa gente.
Brunetti sabía que Roma podía tardar varias semanas en analizar unas huellas. Generalmente, la Interpol era un poco más rápida.
Brunetti golpeó la carpeta con el índice.
– La cara está muy machacada, ¿verdad?
Gallo asintió, pero no dijo nada. En el pasado había tratado con el vicequestore Patta, aunque sólo por teléfono, y desconfiaba de todo el que viniera de Venecia.
– Casi como si hubieran querido dejarlo irreconocible -prosiguió Brunetti.
Gallo le lanzó una rápida mirada frunciendo sus espesas cejas y volvió a mover la cabeza afirmativamente.
– ¿Usted conoce a alguien en Roma que pudiera acelerar la investigación? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor, ya he intentado hablar con él, pero está de vacaciones. ¿Y usted?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– Al que yo conocía lo trasladaron a Bruselas. Trabaja para la Interpol.
– Pues habrá que esperar, imagino -dijo Gallo, dando a entender por el tono que no le gustaba la perspectiva.
– ¿Dónde está?
– ¿El muerto?
– Sí.
– En el depósito del Umberto Primo. ¿Por qué?
– Me gustaría verlo.
Si a Gallo le pareció sorprendente esta petición, no lo demostró.
– El conductor lo llevará.
– ¿Está lejos?
– No, unos minutos -respondió Gallo-. Quizá, con el tráfico de primera hora de la mañana, un poco más.
Brunetti se preguntó si aquella gente iría andando a alguna parte, pero entonces recordó el calor tropical que envolvía toda la zona del Véneto como un sudario. Quizá fuera conveniente ir en coche climatizado de uno a otro edificio climatizado, pero dudaba mucho de que él llegara a acostumbrarse al sistema. Reservándose el comentario, bajó y dijo a su conductor -ahora ya le parecía su conductor y el coche, su coche- que lo llevara al Hospital Umberto Primo, el mayor de los muchos hospitales de Mestre.
En el depósito encontró al empleado sentado ante un escritorio bajo, con un ejemplar del Gazzettino abierto ante sí. Brunetti le mostró su carnet de policía y dijo que quería ver al hombre asesinado que había sido encontrado la víspera en un descampado.
El empleado, un hombre bajo, con un abdomen voluminoso y piernas arqueadas, dobló el periódico y se levantó.
– Ah, ése. Está al otro lado, comisario. No ha venido a verlo nadie más que el dibujante, y sólo quería mirarle el pelo y los ojos. No habían salido bien en las fotos; demasiado flash. Le echó un vistazo y le levantó un párpado para ver el color de los ojos. Yo diría que le impresionó ver cómo estaba, pero, ¡caray!, hubiera tenido que verlo antes de la autopsia, con todo ese maquillaje mezclado con la sangre. Lo que costó limpiarlo. Parecía un payaso. Tenía pintura de ojos por toda la cara, bueno, por lo que quedaba de ella. Lo que cuesta limpiarla. Las mujeres deben de tardar un siglo en quitársela, ¿no cree?
Mientra hablaba, el hombre precedía a Brunetti por la fría sala, y de vez en cuando se paraba y se volvía a mirarlo. Por fin se detuvo delante de una de las puertas metálicas que formaban las paredes, se agachó, hizo girar una empuñadura metálica y extrajo la gaveta baja en la que descansaba el cadáver.
– ¿Le va bien así, comisario, o quiere que lo levante? Es sólo un momento.
– No hace falta, ahí está bien -dijo Brunetti mirando hacia abajo.
Sin esperar la orden, el empleado levantó el extremo de la sábana que cubría la cara y miró a Brunetti, inquiriendo si debía seguir destapando. Brunetti asintió, y el hombre retiró la sábana y la dobló rápidamente formando un pulcro rectángulo.
Aunque Brunetti había visto las fotos, no estaba preparado para lo que apareció ante sus ojos. El forense sólo practicaba la exploración, no se preocupaba de la restauración; si aparecía la familia, que pagaran ellos a alguien, si querían, para que se encargara de eso.
No se había intentado recomponer la nariz, y Brunetti contemplaba una superficie cóncava, con cuatro muescas, como una cara modelada en arcilla por un niño torpe que le hubiera hecho un agujero por nariz. Sin la nariz, era imposible reconocer en la cara una expresión humana.
El comisario examinó el cuerpo, en busca de un indicio de edad o condición física. Brunetti se oyó a sí mismo dar un ligero respingo de sorpresa al advertir que aquel cuerpo se parecía al suyo de un modo inquietante: la misma complexión, un poco de grasa en la cintura y la cicatriz de una operación de apendicitis en la infancia. La única diferencia era la tersura de la piel. Se inclinó para mirar el pecho, brutalmente seccionado por la larga incisión de la autopsia. En lugar del vello grueso y canoso que crecía en su propio pecho, observó un fino rastrojo.
– ¿El forense le afeitó el pecho antes de la autopsia? -preguntó Brunetti.
– No, señor. No era cirugía cardiaca sino una autopsia lo que había que hacer.
– Pues tiene el pecho afeitado.
– Y las piernas.
Brunetti lo comprobó.
– ¿Hizo el forense alguna observación al respecto?
– Mientras trabajaba, no, señor. Quizá pusiera algo en el informe. ¿Es suficiente?
Brunetti asintió y dio un paso atrás. El empleado desdobló la sábana sacudiéndola como si fuera un mantel y la dejó caer sobre el cuerpo perfectamente centrada. Deslizó la gaveta hacia el interior, cerró la puerta y dio la vuelta a la empuñadura.
Cuando volvían al escritorio, el empleado dijo:
– Quienquiera que fuese, no se merecía eso. Dicen que hacía la calle vestido de mujer. No creo que ese infeliz consiguiera engañar a nadie. Desde luego, no tenía ni la más remota idea de cómo hay que maquillarse. Por lo menos, por lo que pude ver cuando lo trajeron.
Durante un momento, a Brunetti le pareció que aquel hombre hablaba con sarcasmo, pero enseguida, por el tono de su voz, comprendió que lo decía en serio.
– ¿Usted es el que va a tratar de averiguar quién lo mató?
– Así es.
– Espero que lo consiga. Yo, supongo, podría llegar a comprender que alguien quiera matar a una persona, pero no de ese modo. -Se paró y levantó la cabeza para mirar a Brunetti inquisitivamente-. ¿Lo comprende usted, comisario?
– No; no lo comprendo.
– Lo dicho, comisario, deseo que pesque al que lo hizo. Fuera lo que fuere, nadie merece morir de ese modo.