30

Brunetti durmió doce horas seguidas, profundamente y sin soñar, y despertó fresco y despejado. Las sábanas estaban empapadas, aunque él no se había dado cuenta de que sudaba. En la cocina, mientras llenaba la cafetera, vio que tres de los melocotones que había dejado en el frutero la noche antes estaban cubiertos de pelusa verde. Los echó al cubo de la basura que tenía debajo del fregadero, se lavó las manos y puso el café en el fogón.

Cada vez que sus pensamientos derivaban hacia Santomauro o la confesión de Malfatti, él los ahuyentaba y se esforzaba por concentrarse en el próximo fin de semana, que estaba decidido a pasar en las montañas, con Paola. Se preguntó por qué no le habría llamado la víspera por la noche, y sintió que le invadía la autocompasión: él, ahogándose en este calor maloliente y ella, retozando en las montañas como una cordera. Pero entonces recordó que había descolgado el teléfono y tuvo una punzada de remordimiento. La echaba de menos. Los echaba de menos a todos. Se reuniría con ellos lo antes posible.

Animado por este propósito, fue a la questura, donde leyó la información del arresto de Malfatti, que aparecía en los periódicos, todos los cuales citaban al vicequestore Giuseppe Patta como fuente de información, quien, se informaba, había «supervisado el arresto» y «obtenido la confesión de Malfatti». Los periódicos atribuían la responsabilidad del último escándalo de la Banca di Verona a Ravanello, su recién nombrado director y no dejaban lugar a duda de que él había sido responsable del asesinato de su antecesor antes de ser él mismo víctima de Malfatti, su malvado cómplice. A Santomauro lo mencionaba únicamente el Corriere della Sera, citando sus protestas de indignación y su pesar por el abuso de que habían sido objeto los altruistas fines y los nobles principios de la organización a la que él se honraba en servir.

Brunetti llamó a Paola y, aunque sabía que la respuesta sería «no», le preguntó si había leído los periódicos. Cuando su esposa le preguntó qué hubiera tenido que leer, él le dijo tan sólo que el caso estaba aclarado y que ya se lo contaría al llegar. Tal como esperaba, ella le pidió que le dijera algo más, y él respondió que eso podía esperar. Ella no insistió y él se sintió molesto por su falta de perseverancia. Al fin y al cabo, este caso había estado a punto de costarle la vida.

Brunetti pasó el resto de la mañana preparando un informe de cinco páginas, en el que manifestaba su convencimiento de que Malfatti decía la verdad en su confesión y hacía un relato pormenorizado y razonado de todo lo sucedido, desde el descubrimiento del cadáver de Mascari hasta el arresto de Malfatti. Después del almuerzo, leyó dos veces el informe, y tuvo que reconocer que todo se basaba en meras sospechas, que no tenía ninguna prueba tangible que asociara a Santomauro con los delitos y que nadie creería que un hombre como Santomauro, que contemplaba el mundo desde las empíreas alturas de los principios morales de la Liga, pudiera estar mezclado en unos hechos violentos, provocados por la vil codicia y la lascivia. A pesar de todo, lo pasó a máquina, utilizando la Olivetti Standard que tenía en una mesita en un rincón del despacho. Al contemplar las páginas moteadas con las pintas blancas del líquido corrector, se preguntó si no iría siendo hora de solicitar un ordenador, y se puso a pensar en dónde lo colocaría y en si le concederían una impresora o tendría que imprimir sus escritos en la oficina general, idea que no le seducía.

Mientras sopesaba los pros y los contras del ordenador, Vianello llamó a la puerta y entró seguido de un hombre bajo, muy bronceado, con un traje de algodón arrugado.

– Comisario -empezó el sargento en el tono formal que adoptaba cuando se dirigía a Brunetti en presencia de extraños-, permita que le presente a Luciano Gravi.

Brunetti se acercó a Gravi y extendió la mano.

– Mucho gusto, signor Gravi. ¿En qué puedo servirle?

Condujo al hombre hasta su mesa y señaló la silla situada frente a ella. Gravi paseó la mirada por el despacho y se sentó. Vianello se sentó al lado del visitante y esperó a que éste hablara. En vista de que el hombre no decía nada, empezó él.

– Comisario, el signor Gravi tiene una zapatería en Chioggia.

Brunetti miró al hombre con interés. Una zapatería.

Vianello miró a Gravi y con la mano lo invitó a hablar.

– Acabo de volver de vacaciones -dijo Gravi dirigiéndose a Vianello, pero cuando éste miró hacia Brunetti, también él se volvió hacia el comisario-. He estado en Puglia dos semanas. No vale la pena abrir durante el ferragosto. Nadie compra zapatos. Demasiado calor. Así que todos los años cerramos la tienda tres semanas y mi mujer y yo nos vamos de vacaciones.

– ¿Y acaban de regresar?

– Bien, regresamos hace dos días, pero no fui a la tienda hasta ayer. Y entonces encontré la postal.

– ¿Una postal, signor Gravi? -preguntó Brunetti.

– De la dependienta de la tienda. Está en Noruega, con su novio, de vacaciones. Creo que él trabaja para ustedes, Giorgio Miotti. -Brunetti asintió; conocía a Miotti-. Bueno, pues, como le decía, están en Noruega, y ella me escribió que la policía estaba interesada en un par de zapatos rojos. -Se volvió otra vez hacia Vianello-. No sé de qué estarían hablando, para que ella pensara en eso, pero al pie de la postal escribía que Giorgio decía que ustedes buscaban a alguien que hubiera comprado un par de zapatos de mujer de raso rojo, de número grande.

Brunetti se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y tuvo que hacer un esfuerzo para relajarse y exhalar el aire.

– ¿Y vendió usted esos zapatos, signor Gravi?

– Sí; vendí un par hará cosa de un mes. A un hombre. -Se interrumpió, esperando que los policías expresaran su extrañeza ante la circunstancia de que un hombre comprara unos zapatos semejantes.

– ¿Un hombre? -preguntó Brunetti, complaciente.

– Sí; dijo que los quería para carnaval. Pero aún faltan muchos meses para carnaval. Me pareció extraño, pero me alegré de venderlos porque uno tenía el raso un poco roto, en el tacón. Me parece que el izquierdo. De todos modos, estaban de oferta, y él se los quedó. Cincuenta y nueve mil liras, antes estaban a ciento veinte. Una ganga.

– Estoy seguro de ello, signor Gravi -convino Brunetti-. ¿Reconocería los zapatos si volviera a verlos?

– Creo que sí. Escribí el precio en la suela. Quizá aún esté.

Mirando a Vianello, Brunetti dijo:

– Sargento, ¿haría el favor de traerme del laboratorio aquellos zapatos? Me gustaría enseñárselos al signor Gravi.

Vianello asintió y salió del despacho. Mientras el sargento estaba fuera, Gravi habló de sus vacaciones y de lo limpia que se puede encontrar el agua del Adriático si se baja hacia el sur lo suficiente. Brunetti escuchaba, sonriendo cuando le parecía necesario y reprimiendo el deseo de pedir a Gravi que le describiera al hombre que había comprado los zapatos hasta después de que su visitante los hubiera identificado.

A los pocos minutos, Vianello estaba de vuelta y traía los zapatos en una bolsa de plástico transparente. Dio la bolsa a Gravi, que no trató de abrirla sino que dio la vuelta primero a un zapato y luego al otro, para examinar las suelas. Acercándoselos a la cara, sonrió y tendió la bolsa a Brunetti.

– Mire, ahí está. El precio. Lo escribí en lápiz, para que el comprador pudiera borrarlo, si quería. Pero aún se ve.

Señalaba unas tenues marcas de lápiz en la suela.

Por fin, Brunetti se permitió la pregunta:

– ¿Podría describir al hombre que compró estos zapatos, signor Gravi?

Gravi vaciló pero sólo un momento, antes de preguntar con voz respetuosa ante la autoridad:

– ¿Podría decirme, comisario, por qué está interesado en ese hombre?

– Creemos que puede darnos información importante acerca de una investigación en curso -respondió Brunetti sin decir nada.

– Comprendo -dijo Gravi, que, al igual que todos los italianos, estaba acostumbrado a no entender nada de lo que decían las autoridades-. Más joven que usted, diría yo, aunque no mucho. Pelo oscuro. Sin bigote. -Quizá al oírse a sí mismo, Gravi se dio cuenta de lo vaga que era su descripción-. Yo diría un hombre corriente, vestido con chaqueta. Ni alto ni bajo.

– ¿Tendría la bondad de mirar unas fotos, signor Gravi? -preguntó Brunetti-. Quizá ello nos permita reconocer al hombre.

Gravi sonrió ampliamente, satisfecho de que todo fuera tan parecido a los telefilmes.

– Desde luego.

Brunetti hizo una seña a Vianello, que bajó a buscar dos carpetas de fotos de la policía, entre las que estaba la de Malfatti.

Gravi tomó la primera carpeta de manos de Vianello y la abrió encima de la mesa. Una a una, iba pasando las fotos y apilándolas boca abajo después de mirarlas. Bajo la atenta mirada de Vianello y Brunetti, puso la foto de Malfatti con las otras y siguió mirando. Al terminar, levantó la cabeza.

– No está, ni él ni nadie que se le parezca.

– ¿No podría hacer una descripción un poco más precisa de su aspecto?

– Ya se lo he dicho, comisario, un hombre con chaqueta. Éstos -dijo señalando el montón de fotografías-, bueno, todos tienen cara de criminales. -Vianello lanzó una rápida mirada a Brunetti. Había fotos de varios policías mezcladas con las otras, entre ellos el agente Alvise-. Como le digo, llevaba traje y corbata -repitió Gravi-. Parecía uno de nosotros. En fin, un hombre que va todos los días a trabajar al despacho. Y hablaba como una persona educada, no como un criminal.

La ingenuidad política que denotaba el comentario hizo dudar a Brunetti de que el signor Gravi fuera un italiano auténtico. Miró a Vianello moviendo la cabeza de arriba abajo, y el sargento entregó a Gravi la otra carpeta.

Mientras los dos policías lo observaban, Gravi examinó un montón de fotos menor que el anterior. Al ver la de Ravanello, miró a Brunetti:

– Es el director del banco al que mataron ayer, ¿verdad? -preguntó señalando la foto.

– ¿Y no es el hombre que compró los zapatos, signor Gravi? -preguntó Brunetti.

– No, claro que no -respondió Gravi-. De haberlo sido, se lo hubiera dicho nada más entrar. -Volvió a mirar la foto, un retrato de estudio que había aparecido en un folleto del banco en el que figuraban todos los altos empleados-. No es el hombre, pero es el tipo.

– ¿El tipo, signor Gravi?

– Sí, hombre con traje y corbata, y zapatos relucientes. Camisa blanca y bien planchada, y un buen corte de pelo. Un banquero.

Durante un instante, Brunetti tuvo siete años y estaba arrodillado al lado de su madre al pie del altar mayor de Santa Maria Formosa, su parroquia. Su madre miraba al altar, se santiguaba y decía en una voz en la que palpitaba una súplica fervorosa: «Santa María, Madre de Dios, por el amor de tu Hijo, que dio su vida por todos nosotros, miserables pecadores, concédeme esta gracia y nunca más en mi vida te pediré nada más.» Era una promesa que él oiría infinidad de veces durante su niñez, porque, al igual que todos los venecianos, la signora Brunetti confiaba en la intercesión de las personas influyentes. No era la primera vez en su vida que Brunetti lamentaba su falta de fe, pero no por ello dejó de suplicar al cielo que Gravi fuera capaz de reconocer al hombre que le había comprado los zapatos si lo veía.

Miró a Gravi.

– Lamentablemente, no tengo la foto del otro hombre que pudo haber comprado los zapatos, pero, si me acompaña a verlo personalmente, quizá pueda ayudarnos.

– ¿Quiere decir intervenir realmente en la investigación? -El entusiasmo de Gravi era infantil.

– Sí, si no tiene inconveniente.

– Encantado de ayudarlos, comisario.

Brunetti se levantó y Gravi se puso en pie de un salto. Mientras caminaban hacia el centro de la ciudad, Brunetti explicó a Gravi lo que deseaba que hiciera. Gravi no hizo preguntas, contento de hacer lo que le ordenaran, como buen ciudadano que ayuda a la policía en su investigación de un grave delito.

Cuando llegaron a campo San Luca, Brunetti señaló el portal y sugirió al signor Gravi que bebiera algo en Rosa Salva y subiera al cabo de cinco minutos.

Brunetti subió la ya familiar escalera y llamó a la puerta del despacho.

Avanti -gritó la secretaria, y él entró.

Cuando ella levantó la mirada del ordenador y vio quién era, no pudo reprimir un sobresalto que la hizo levantarse a medias de la silla.

– Perdone, signorina -dijo Brunetti extendiendo las manos en lo que él esperaba que fuera un ademán tranquilizador-. Tengo que hablar con el avvocato Santomauro. Asunto oficial.

Ella parecía no oírlo y lo miraba con la boca abierta en una «O» cada vez más amplia. Brunetti no hubiera podido decir si de sorpresa o temor. Lentamente, ella extendió el brazo y oprimió un botón mientras acababa de ponerse en pie, parapetada detrás de la mesa, sin levantar el dedo del pulsador y mirando a Brunetti en silencio.

Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió hacia dentro y Santomauro salió al antedespacho. Vio a su secretaria, tan callada y quieta como la mujer de Lot, y entonces vio a Brunetti en la puerta.

Su furor fue inmediato y fulminante.

– ¿Qué hace usted aquí? Ya dije al vicequestore que lo mantuviera alejado de mí. Fuera, fuera de mi despacho. -Al oír su voz, la secretaria retrocedió y se quedó apoyada en la pared-. Márchese -casi gritó Santomauro-. No estoy dispuesto a tolerar este acoso. Haré que le… -Se interrumpió al ver entrar a otro hombre detrás de Brunetti, un desconocido bajito con un traje de algodón barato-. Vuelvan los dos a la questura de donde han venido -gritó Santomauro.

– ¿Reconoce a este hombre, signor Gravi?

– Sí.

Santomauro se quedó paralizado, aunque seguía sin reconocer al hombre del traje arrugado.

– ¿Puede decirme quién es, signor Gravi?

– Es el hombre al que vendí los zapatos.

Brunetti desvió la mirada de Gravi y miró a través de la habitación a Santomauro, que ahora parecía haber reconocido al hombre del traje arrugado.

– ¿Qué zapatos, signor Gravi?

– Unos zapatos de señora rojos, del número cuarenta y tres.

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