Brunetti estaba sentado ante la mesa de su despacho, con la esperanza de que, al atardecer, se levantara un poco de aire que mitigara el calor, pero su esperanza resultó tan vana como sus esfuerzos por descubrir una relación entre los incoherentes datos que había conseguido reunir. Le parecía evidente que lo del travestismo era un montaje post mortem que tenía por objeto desviar la atención del verdadero móvil del asesinato de Mascari. Esto quería decir que Ravanello, la única persona que había oído la «confesión» de Mascari, mentía y, probablemente, sabía algo del asesinato. Pero, si bien a Brunetti no le costaba ningún trabajo creer que los altos empleados de banca pueden matar, no llegaba a convencerse de que utilizaran este procedimiento para acelerar su ascenso.
Ravanello no sólo no había tenido inconveniente en reconocer que aquel fin de semana había estado en la oficina sino que, en realidad, lo había manifestado espontáneamente. Y, una vez identificado Mascari, su reacción parecía lógica, era lo que haría un buen amigo. Y lo que haría también un buen empleado.
Sin embargo, ¿por qué no se había identificado por teléfono el sábado? ¿Por qué ocultar, ni que fuera a un desconocido, que él estaba en el banco aquella tarde?
Sonó el teléfono y, todavía absorto en estos pensamientos y embotado por el calor, dio su nombre:
– Brunetti.
– Tengo que hablar con usted -dijo una voz masculina-. Personalmente.
– ¿Quién es? -preguntó Brunetti con calma.
– Prefiero no decirlo -respondió la voz.
– En tal caso, yo prefiero no hablar -dijo Brunetti, y colgó.
Esta reacción solía desconcertar a la gente de tal modo que invariablemente no podían resistir el impulso de volver a llamar. A los pocos minutos, el teléfono volvió a sonar y Brunetti contestó lo mismo que antes.
– Es muy importante -dijo la voz.
– También lo es para mí saber con quién hablo -respondió Brunetti con indiferencia.
– Hablamos la semana pasada.
– La semana pasada hablé con mucha gente, signor Crespo, pero son muy pocas las personas que me han llamado para decirme que quieren verme.
Crespo tardó en responder, y cuando Brunetti ya empezaba a temer que ahora fuera el otro el que colgara, el joven dijo:
– Quiero verle y hablar con usted.
– Ya estamos hablando, signor Crespo.
– No; quiero darle algo, fotos y papeles.
– ¿Qué clase de papeles y de fotos?
– Lo sabrá cuando los vea.
– ¿De qué se trata, signor Crespo?
– De Mascari. La policía está equivocada respecto a él.
Brunetti opinaba lo mismo que Crespo, pero decidió reservarse esta opinión.
– ¿En qué estamos equivocados?
– Se lo diré cuando nos veamos.
Brunetti le notó en la voz que estaba perdiendo el valor o el impulso que le había hecho llamarle.
– ¿Dónde quiere que nos veamos?
– ¿Conoce Mestre?
– Bastante bien.
Además, siempre podría preguntar a Gallo o a Vianello.
– ¿Conoce el aparcamiento que hay a la entrada del túnel que va a la estación?
Era uno de los pocos sitios próximos a Venecia en los que aún se podía aparcar gratis. Dejabas el coche en el aparcamiento o en la calle arbolada que conducía al túnel, cruzabas éste y salías al andén de los trenes de Venecia. Diez minutos de tren y te ahorrabas tener que hacer cola y pagar en Tronchetto.
– Lo conozco.
– Lo espero allí esta noche.
– ¿A qué hora?
– Tarde. Antes tengo cosas que hacer, y no sé cuándo terminaré.
– ¿A qué hora?
– Estaré allí a la una de la madrugada.
– ¿Estará dónde?
– Al salir del túnel, la primera calle a la derecha. Estaré aparcado a la derecha, en un Panda azul claro.
– ¿Por qué me ha preguntado si conocía el aparcamiento?
– Por nada. Sólo quería saber si conocía el sitio. No quiero esperar en el aparcamiento. Demasiada luz.
– De acuerdo, signor Crespo, allí nos veremos.
– Bien -dijo Crespo, y colgó sin dar tiempo a Brunetti a decir más.
Vaya, se preguntaba Brunetti, ¿quién habría inducido al signor Crespo a hacer esta llamada? Ni por un momento pensó que Crespo le hubiera llamado espontáneamente; de una persona como Crespo nunca partiría semejante iniciativa. Pero ello no mermaba su curiosidad por averiguar a qué obedecía la llamada. Lo más probable era que alguien quisiera hacerle llegar una amenaza, o quizá algo más fuerte, y para ello, ¿qué mejor medio que atraerlo a una calle apartada a la una de la madrugada?
Llamó a la questura de Mestre y preguntó por el sargento Gallo, y le dijeron que el sargento había sido enviado a Milán, donde permanecería varios días, para declarar en un juicio. ¿Deseaba hablar con el sargento Buffo, que sustituía al sargento Gallo? Brunetti dijo que no y colgó.
Llamó a Vianello a su despacho. Cuando entró el sargento, Brunetti le pidió que se sentara y le informó de la llamada de Crespo y de la suya a Gallo.
– ¿Usted qué opina? -preguntó Brunetti.
– Yo diría que, en fin, alguien quiere sacarlo de Venecia y atraerlo a un lugar en el que no esté bien protegido. Y, si ha de tener protección, tendrán que dársela nuestros hombres.
– ¿Qué medios cree que utilizarían?
– Alguien que dispare desde un coche estacionado. Pero se imaginarán que tendremos allí a nuestra gente. También podrían utilizar un coche o una moto en marcha, para atropellado o dispararle.
– ¿Y una bomba? -preguntó Brunetti con un involuntario escalofrío, al pensar en los destrozos que producían las bombas utilizadas contra políticos y jueces.
– No; no creo que sea usted lo bastante importante -dijo Vianello.
Triste consuelo, pero consuelo al fin.
– Gracias. Supongo que lo intentarán desde algún coche o moto en marcha.
– ¿Y qué dispone usted, comisario?
– Quiero agentes, por lo menos, en dos casas, uno a cada extremo de la calle. Y alguien en la parte trasera de un coche, entre los asientos, pero tendría que ser un voluntario. Un coche cerrado, con este calor, será un infierno. Tres personas en total. No creo poder asignar a nadie más.
– Yo no quepo entre los asientos de un coche, y no me seduce quedarme quieto en una casa, vigilando. Lo que me gustaría es aparcar a la vuelta de la esquina, si consigo convencer a una de las agentes para que me haga compañía y nos arrullemos un rato.
– Quizá la signorina Elettra se ofrezca voluntaria -rió Brunetti.
La voz de Vianello tenía una sequedad insólita al decir:
– No bromeo, comisario. Conozco esa calle; mi tía de Treviso siempre deja el coche allí cuando viene a vernos, y al regreso yo la acompaño. He visto allí a muchas parejas en coches, por lo que una más no llamará la atención.
Brunetti fue a preguntar qué pensaría Nadia de esto, pero reflexionó y optó por callar.
– De acuerdo, pero tiene que ser una voluntaria. No me gusta hacer intervenir a una mujer en una misión peligrosa. -Antes de que Vianello pudiera hacer alguna objeción, Brunetti agregó-: Aunque sea agente de policía.
¿Había mirado al techo Vianello al oírlo? A Brunetti le parecía que sí, pero no hizo ningún comentario.
– ¿Algo más, sargento?
– ¿Le ha dicho que esté allí a la una?
– Sí.
– No hay trenes a esa hora. Tendrá que ir en autobús y cruzar la estación y el túnel a pie.
– ¿Y cómo regreso a Venecia?
– Eso depende de lo que ocurra, supongo.
– Sí, naturalmente.
– Veré si encuentro a alguien que quiera meterse entre los asientos del coche -dijo Vianello.
– ¿Quiénes tienen el turno de noche esta semana?
– Riverre y Alvise.
– Ah -hizo Brunetti tan sólo, pero la exclamación no podía ser más elocuente.
– Son los que están en la lista.
– Pues vale más que los sitúe en las casas. -Ninguno de los dos quería decir que, si los ponían en la parte trasera de un coche, era probable que tanto Riverre como Alvise se quedaran dormidos. Naturalmente, también en la casa podían dormirse, pero allí quizá la curiosidad de los dueños contribuyera a mantenerlos despiertos.
– ¿Y los otros? ¿Cree que podrá conseguir voluntarios?
– No habrá dificultades -le aseguró Vianello-. Gallo no tendrá inconveniente, y también hablaré con Maria Nardi. Quizá ella quiera venir. Su marido estará en Milán una semana, haciendo un cursillo. Además, son horas extras, ¿verdad?
Brunetti asintió y dijo:
– Pero dígales que puede haber peligro.
– ¿Peligro? ¿En Mestre? -rió Vianello descartando la idea, y añadió-: ¿Quiere llevar radio?
– No creo que haga falta, si puedo contar con ustedes cuatro.
– Por lo menos, con dos -puntualizó Vianello, ahorrándole la violencia de tener que hablar mal de sus subalternos.
– Si vamos a tener que estar de pie toda la noche, vale más que ahora nos vayamos un rato a casa -dijo Brunetti mirando el reloj.
– Hasta la noche, comisario -dijo Vianello poniéndose de pie.
Como había dicho Vianello, a la hora en que Brunetti tenía que estar en la estación de Mestre no circulaban trenes, por lo que el comisario tuvo que tomar el autobús de la línea 1. Cuando el vehículo se detuvo en la parada situada frente a la estación, él fue el único pasajero que se apeó.
Subió la escalinata de la estación, luego bajó al paso subterráneo para cruzar las vías y salió a una calle tranquila, bordeada de árboles. A su espalda quedaba el aparcamiento, bien iluminado y lleno de los coches que allí pasaban la noche. En la calle que tenía delante había coches aparcados a uno y otro lado, a la luz difusa de las escasas farolas que se filtraba a través de los árboles. Brunetti permaneció en el lado derecho de la calle, en el que había menos árboles y más luz. Fue hasta la primera bocacalle, se paró y miró a derecha e izquierda. Unos cuatro coches más abajo, al otro lado de la calle, vio una pareja que se abrazaba con ansia, pero la cabeza de la mujer le tapaba la cara del hombre, y no hubiera podido decir si era Vianello o algún otro padre de familia que hurtaba una hora a sus obligaciones.
Brunetti miró calle abajo, examinando las casas de uno y otro lado. A media manzana, por la ventana de una planta baja, se filtraba el leve resplandor grisáceo de un televisor. Todas las demás estaban oscuras. Riverre y Alvise estarían en dos de estas ventanas, pero no deseaba mirar en dirección a ellos; temía que pudieran tomarlo como una señal y salir corriendo en su ayuda.
Torció por la primera bocacalle, buscando en el lado derecho un Panda azul claro. Fue hasta el final de la calle, sin ver ningún coche que se ajustara a esta descripción, dio media vuelta y retrocedió. Nada. Observó que en la esquina había un gran contenedor de desperdicios, y cruzó al otro lado, pensando una vez más en las fotografías de los restos del coche del juez Falcone. Un coche entró en la calle desde la rotonda, aminoró la marcha, yendo hacia Brunetti, que retrocedió buscando la protección de los coches aparcados, pero el recién llegado pasó y entró en el aparcamiento. El conductor salió, cerró la puerta y desapareció por el túnel de la estación.
Diez minutos después, Brunetti volvió a bajar por la misma calle. Ahora miraba al interior de cada coche. En uno había una manta en el suelo entre los asientos y, sintiendo el calor que hacía al aire libre, compadeció a quienquiera que estuviera debajo.
Al cabo de media hora, Brunetti comprendió que Crespo no se presentaría. Volvió a la calle transversal, giró a la izquierda y bajó hasta el coche en el que seguía arrullándose la pareja. Brunetti dio unos golpecitos con los nudillos en el capó y Vianello soltó a la sofocada agente Maria Nardi y bajó del coche.
– Nada -dijo Brunetti mirando su reloj-. Son casi las dos.
– Qué se le va a hacer -suspiró Vianello-. Regresemos. -Se agachó para decir a la mujer-: Llame a Riverre y Alvise. Nos volvemos. Que nos sigan.
– ¿Y el que está en el coche? -preguntó Brunetti.
– Ha venido con Riverre y Alvise. Se irán juntos.
Dentro del coche, la agente Nardi decía por radio a los otros dos agentes que nadie había acudido a la cita y que regresaban todos a Venecia. Miró a Vianello:
– Ya está, sargento. Ahora salen.
Dicho esto, la mujer salió del coche y abrió la puerta trasera.
– No; quédese ahí -dijo Brunetti-. Yo iré detrás.
– No importa, comisario -dijo ella con una sonrisa tímida, y agregó-: Además, me gustaría alejarme un poco del sargento.
Subió al coche y cerró la puerta.
Brunetti y Vianello se miraron por encima del coche. Vianello esbozó una sonrisa tímida. Entraron en el coche. Vianello hizo girar la llave del contacto. El motor arrancó y se oyó un agudo zumbido.
– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti. Para él, como para la mayoría de venecianos, los coches eran objetos extraños.
– El cinturón de seguridad -dijo Vianello tirando de la cinta y abrochándola al lado de la palanca del cambio.
Brunetti no hizo nada. Seguía oyéndose el zumbido.
– ¿No puede parar eso, Vianello?
– Se parará solo, en cuanto usted se ponga el cinturón.
Brunetti rezongó entre dientes que no le gustaba que una máquina le dijera lo que tenía que hacer, pero se abrochó el cinturón, y luego murmuró que estaba seguro de que esto debía de ser otra de las chorradas ecológicas de Vianello. Haciendo como si no le oyera, el sargento metió la primera y apartó el coche del bordillo. Al llegar al extremo de la calle esperaron unos minutos hasta que el otro coche se unió a ellos. El agente Riverre iba sentado al volante, Alvise, a su lado y, al volverse a hacerles una seña, Brunetti vio otro bulto detrás, con la cabeza apoyada en el respaldo.
A esa hora apenas circulaban coches, y no tardaron en llegar a la carretera que conducía a Ponte della Libertà.
– ¿Qué cree que ha podido ocurrir? -preguntó Vianello.
– Creí que era una encerrona o que alguien pretendía intimidarme, pero quizá me equivocaba y Crespo realmente quería verme.
– ¿Y ahora qué hará?
– Mañana iré a verlo, para enterarme de por qué no se ha presentado.
Entraron en el puente. Al frente se veían las luces de la ciudad y a cada lado se extendía un agua negra y lisa, moteada a la izquierda por puntos luminosos de las lejanas islas de Murano y Burano. Vianello aceleró, deseoso de llegar al garaje y, luego, a casa. Todos estaban cansados y defraudados. El segundo coche, que les seguía de cerca, se desvió de pronto al carril central y Riverre aceleró y los adelantó. Alvise asomó la cabeza por la ventanilla y saludó con la mano alegremente.
Al verlos, la agente Nardi se inclinó hacia adelante y puso la mano en el hombro de Vianello.
– Sargento -dijo y se interrumpió levantando la mirada hacia el retrovisor en el que de pronto habían aparecido unos faros deslumbrantes. La agente Nardi le clavó los dedos en el hombro y sólo pudo decir-: «¡Cuidado!» -antes de que el coche que les seguía se desviara al carril central, se situara a su lado y golpeara deliberadamente el guardabarros delantero izquierdo de su coche. La fuerza del impacto los lanzó hacia la derecha haciéndoles chocar contra la barandilla del puente.
Vianello hizo girar el volante hacia la izquierda, pero su reacción fue lenta, las ruedas traseras derraparon y el coche se desplazó al carril central. Otro coche que venía detrás a toda velocidad hizo un quiebro y pasó por el espacio que quedaba a la derecha, entre ellos y la barandilla. Entonces chocaron con la barandilla de la izquierda y el coche giró sobre sí mismo y quedó en el carril central, de cara a Mestre.
Atontado, sin saber si le dolía algo, Brunetti miró a través del destrozado parabrisas y sólo vio la refracción de potentes faros que se acercaban y pasaban a su derecha, primero un par y luego otro. Se volvió hacia su izquierda y vio a Vianello inclinado hacia adelante, con el cuerpo sujeto por el cinturón. Brunetti soltó el suyo, se volvió y agarró del hombro a Vianello.
– Lorenzo, ¿está bien?
El sargento abrió los ojos y miró a Brunetti.
– Creo que sí.
Brunetti soltó el otro cinturón. Vianello siguió erguido.
– Fuera de aquí -dijo Brunetti tirando de la palanca de la puerta-. Salgamos antes de que uno de esos locos nos embista.
Señalaba por lo que quedaba del parabrisas las luces que venían de Mestre.
– Llamaré a Riverre -dijo Vianello inclinándose hacia la radio.
– No; han pasado otros coches. Ya habrán avisado a los carabinieri de piazzale Roma.
Como confirmando sus palabras, empezó a oírse una sirena en el extremo del puente y a lo lejos parpadearon las luces azules del coche de los carabinieri que se acercaba rápidamente circulando en dirección contraria.
Brunetti se apeó y abrió la puerta trasera. La subagente Maria Nardi yacía en el asiento posterior, con el cuello doblado en un ángulo inverosímil.