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Su conversación de aquella noche con Paola fue corta. Ella preguntó si había novedades y reiteró la sugerencia de volver, que podía dejar a los chicos solos en el hotel, pero Brunetti dijo que ni pensarlo, que hacía mucho calor.

Pasó el resto de la velada en compañía del emperador Nerón, del que Tácito dice que estaba «corrompido por todas las concupiscencias, naturales y antinaturales». No se acostó sino después de leer la descripción del incendio de Roma, que Tácito parece atribuir a que Nerón había contraído matrimonio con un hombre y durante la ceremonia había escandalizado incluso a los miembros de su disoluta corte por «llevar el velo nupcial». En todas partes, travestis.

A la mañana siguiente, Brunetti, ignorando que en el Corriere aparecía la noticia del arresto de Burrasca, que por cierto no mencionaba a la signora Patta, fue al funeral de Maria Nardi. Familiares, amigos y policías de la ciudad llenaban la Chiesa dei Jesuiti. Allí estaba el sargento Scarpa, de Mestre, quien explicó que el sargento Gallo no había podido asistir porque el juicio lo retenía en Milán, donde debería permanecer otros tres días. Hasta había acudido el vicequestore, muy fúnebre con su traje azul marino. Aunque comprendía que era una idea sentimental y políticamente incorrecta, Brunetti no pudo por menos de pensar que cuando el que caía en acto de servicio era una mujer resultaba más terrible. Terminada la misa, se quedó en la escalinata de la iglesia mientras seis policías uniformados sacaban el féretro. Cuando apareció el marido de Maria Nardi, sollozando entrecortadamente y tambaleándose de dolor, Brunetti desvió la mirada hacia la izquierda, donde, al otro lado de la laguna, se veía Murano. Allí estaba mentalmente cuando Vianello se acercó y le tocó el brazo.

– ¿Comisario?

Entonces regresó.

– ¿Sí, Vianello?

– Esa gente ha hecho una identificación.

– ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo han dicho?

– No lo he sabido hasta esta mañana. Ayer tarde miraron fotografías, pero dijeron que no estaban seguros. A mí me parece que sí, pero antes querían hablar con el abogado. De todos modos, esta mañana a las nueve han vuelto y han identificado a Piero Malfatti.

Brunetti emitió un silbido silencioso. Malfatti era un viejo conocido de la policía, había sido acusado de delitos violentos, entre otros, violación y tentativa de asesinato; pero, antes de que compareciera a juicio, las acusaciones se volatilizaban; los testigos cambiaban de parecer o decían que se habían equivocado al identificarlo. Había sido encarcelado dos veces, una por proxenetismo y otra por intento de extorsión al dueño de un bar, establecimiento que había ardido mientras Malfatti estaba en la cárcel, cumpliendo una condena de dos años.

– ¿Lo han identificado positivamente?

– Los dos estaban bastante seguros.

– ¿Sabemos su paradero?

– La última dirección es la de un apartamento de Mestre, pero hace un año que no vive allí.

– ¿Amigos? ¿Mujeres?

– Estamos investigando.

– ¿Y qué sabemos de la familia?

– No lo había pensado. Tiene que estar en la ficha.

– Mire qué parientes tiene. Si se trata de alguien próximo, madre o hermanos, pongan a un agente en un apartamento cercano por si se presenta. No -dijo entonces, recordando lo poco que sabía del historial de Malfatti-; mejor pongan a dos.

– Sí, señor. ¿Algo más?

– ¿Los papeles del banco y de la Liga?

– Esperamos que nos los envíen hoy.

– Los quiero cuanto antes. Aunque tengan que llevárselos por la fuerza. Quiero todos los papeles relacionados con los pagos en efectivo por los apartamentos, y quiero que interroguen a todos los del banco, que les pregunten si Mascari les dijo algo de la Liga. Cuando quiera que haya sido. Aunque tengan que pedir al juez que vaya con ustedes.

– Sí, señor.

– Cuando vayan al banco, traten de averiguar quién es el encargado de supervisar las cuentas de la Liga.

– ¿Ravanello? -preguntó Vianello.

– Probablemente.

– Veremos lo que podemos encontrar. ¿Y Santomauro, comisario?

– Hoy hablaré con él.

– ¿Será…? -Vianello se interrumpió antes de preguntar si le parecía prudente y dijo-: ¿Será posible, sin estar citado?

– Creo que el avvocato Santomauro estará muy interesado en hablar conmigo, sargento.

Y lo estaba. El bufete del avvocato se encontraba en campo San Luca, en el primer piso de un edificio situado a menos de veinte metros de tres bancos. «Qué práctico», pensó Brunetti, mientras la secretaria de Santomauro lo conducía al despacho del abogado, tras sólo unos minutos de espera.

Santomauro estaba sentado detrás de su escritorio. A su espalda tenía una gran ventana que daba al campo y que se hallaba herméticamente cerrada, porque la habitación estaba refrigerada, demasiado, casi hacía frío allí dentro, y la sensación se acentuaba cuando se veía a la gente transitar por el campo con los hombros, las piernas, la espalda y los brazos al aire, mientras aquí se agradecía la chaqueta y la corbata.

Santomauro levantó la cabeza cuando Brunetti entró en el despacho, pero no se molestó en sonreír ni en levantarse. Vestía traje gris clásico, corbata oscura y camisa blanca, impecable. Tenía unos ojos azules, separados, que miraban al mundo de frente, y la cara descolorida, con una palidez invernal: no hay vacaciones para los que laboran en las viñas de la ley.

– Siéntese, comisario -dijo-. ¿Para qué deseaba verme? -Extendió el brazo y movió un marco de plata ligeramente hacia la derecha, para ver mejor a Brunetti y para que Brunetti pudiera ver mejor la foto, en la que aparecían una mujer de la edad de Santomauro y dos jóvenes que se parecían a Santomauro.

– Por varias razones, avvocato Santomauro -respondió Brunetti sentándose frente a él-. Para empezar, deseo hacerle unas preguntas sobre la Lega della Moralità.

– Para eso tendrá que hablar con mi secretaria, comisario. Mi relación con la Liga es de índole casi enteramente ceremonial.

– No sé si he comprendido eso, avvocato.

– La Liga necesita una figura representativa, alguien que actúe de presidente. Pero estoy seguro de que usted ya habrá averiguado que los miembros del consejo no intervenimos en la gestión diaria de los asuntos de la Liga. Quien hace todo el trabajo es el director del banco que maneja las cuentas.

– ¿Cuál es entonces su función concreta?

– Como le decía -explicó Santomauro con una leve sonrisa-, soy sólo una figura representativa. Tengo una cierta… una cierta… ¿podríamos llamarlo relevancia? en la comunidad y por ello se me ofreció la presidencia, pero es un cargo meramente honorífico.

– ¿Quién se lo ofreció?

– La dirección del banco que gestiona las cuentas de la Liga.

– Si el director del banco se encarga de los asuntos de la Liga, ¿cuáles son sus funciones, avvocato?

– Hablo en nombre de la Liga cuando la prensa formula alguna pregunta o se solicita la opinión de la Liga sobre algún caso.

– Comprendo. ¿Y qué más?

– Dos veces al año me reúno con el empleado del banco encargado de la cuenta de la Liga, para hablar de la situación financiera de ésta.

– ¿Y cuál es esa situación, si me permite la pregunta?

Santomauro apoyó las palmas de las manos en la mesa delante de sí.

– Como usted sabe, somos una institución sin ánimo de lucro, por lo que, en el aspecto económico, nos damos por satisfechos simplemente con mantenernos a flote.

– ¿Y eso qué significa? ¿En el aspecto económico?

La voz de Santomauro se hizo aún más sosegada, su paciencia aún más audible.

– Que recaudamos suficiente dinero para poder seguir favoreciendo con nuestras donaciones a las personas seleccionadas para beneficiarse de ellas.

– ¿Y quién selecciona a esas personas?

– El empleado del banco, por supuesto.

– ¿Y quién decide la adjudicación de esos apartamentos que administra la Liga?

– La misma persona -dijo Santomauro permitiéndose una ligera sonrisa y agregó-: El consejo se limita a aprobar formalmente sus recomendaciones.

– Usted, en su calidad de presidente, ¿tiene alguna influencia en esto, algún poder de decisión?

– Creo que podría tenerlo, en el caso de que deseara ejercerlo. Pero, como le decía, comisario, nuestros cargos son meramente honoríficos.

– ¿Qué significa eso, avvocato?

Antes de contestar, Santomauro apoyó la yema de un dedo en la mesa para recoger una mota de polvo, llevó la mano a un lado de la mesa y la agitó para desprenderse de la mota.

– Como le decía, mi cargo es sólo representativo. No me parecería correcto que, conociendo a tanta gente de la ciudad como conozco, tratara de escoger a los beneficiarios de la Liga. Y, si puedo tomarme la libertad de hablar en su nombre, estoy seguro de que lo mismo opinan mis compañeros de consejo.

– Ya -dijo Brunetti sin esforzarse por disimular su escepticismo.

– ¿Le resulta difícil de creer, comisario?

– Sería una imprudencia por mi parte decirle qué es lo que me resulta difícil de creer, avvocato -dijo Brunetti. Y preguntó-: ¿Y el signar Crespo? ¿Se ocupa usted de sus bienes?

Hacía años que Brunetti no veía a una persona fruncir los labios, y esto precisamente hizo Santomauro antes de contestar:

– Yo era el abogado del signor Crespo y, por lo tanto, me ocupo de sus bienes, por supuesto.

– ¿Son muy cuantiosos?

– Ésa es información confidencial, comisario, como usted debe de saber, siendo licenciado en derecho.

– Y supongo que la índole de su relación con el signor Crespo, cualquiera que sea, también será confidencial.

– Veo que recuerda el código, comisario -dijo Santomauro con una sonrisa.

– ¿Podría decirme si ya se han entregado a la policía las cuentas de la Liga?

– Habla de la policía como si no formara parte de ella, comisario.

– Las cuentas, signor Santomauro, ¿dónde están?

– Pues en manos de sus colegas, comisario. Esta mañana he pedido a mi secretaria que sacara copias de todo.

– Queremos los originales.

– Desde luego, les he dado los originales, comisario -dijo Santomauro dispensando otra pequeña sonrisa-. Me he tomado la libertad de sacar copias para mí, por si se extravía algo mientras están en su poder.

– Muy precavido, avvocato -dijo Brunetti, pero él no sonrió-. No le entretengo más. Imagino lo precioso que ha de ser el tiempo de una persona de su relevancia social. Sólo una pregunta más. ¿Puede decirme quién es el empleado del banco que gestiona las cuentas de la Liga? Me gustaría hablar con él.

La sonrisa de Santomauro floreció.

– Me temo que eso será imposible, comisario. Las cuentas de la Liga siempre fueron gestionadas por el difunto Leonardo Mascari.

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