16

Había transcurrido una semana, y el asunto de Maria Lucrezia Patta ya no era el sol en torno al cual giraba la questura de Venecia. Aquel fin de semana habían dimitido otros dos ministros del gobierno entre vehementes protestas de que su decisión en modo alguno obedecía a la circunstancia de haber sido relacionados con los más recientes escándalos de soborno y corrupción. Habitualmente, el personal de la questura, al igual que toda Italia, hubiera bostezado al leerlo y buscado la página de deportes, pero como uno de los dimisionarios era el ministro de Justicia, el caso tenía un interés especial para el Cuerpo, aunque sólo fuera porque daba pábulo a especular sobre qué otras cabezas rodarían a no tardar por las escaleras del Quirinale.

A pesar de que era uno de los mayores escándalos que se habían producido en décadas -¿y cuándo había sido pequeño un escándalo?-, la opinión popular era que pronto estaría todo insabbiata, sepultado en la arena, tapado, junto con todos los escándalos del pasado. Cuando un italiano la emprende con el tema no hay quien lo pare, y te da una lista de todos los casos que han sido enterrados para siempre: Ustica, PG2, la muerte del papa Juan Pablo I, Sindona… Maria Lucrezia Patta, por sonada que hubiera sido su marcha de la ciudad, no podía competir con cuestiones de tanto fuste, por lo que las aguas habían vuelto a su cauce, y la única novedad era que el travesti hallado en Mestre hacía una semana había resultado ser el director de la Banca di Verona, ¿y quién iba a esperar algo así de un director de banco, por Dios?

Una de las empleadas de la oficina de pasaportes que estaba unas puertas más arriba de la questura había oído decir esta mañana en el bar que el tal Mascari era muy conocido en Mestre y que lo que hacía durante sus viajes de negocios había sido un secreto a voces durante muchos años. En otro bar se comentaba que su matrimonio era una tapadera, para disimular, ya que trabajaba en un banco. Alguien dijo entonces que seguramente se habría buscado una esposa de su misma talla, para ponerse su ropa: ¿por qué iba a casarse con ella si no? Una verdulera de Rialto sabía de buena tinta que Mascari había sido así desde que iba al colegio.

A última hora de la mañana, la opinión pública tuvo que tomarse un respiro, pero por la tarde era de dominio público no sólo que Mascari había muerto a causa de la «mala vida» que llevaba pese a los consejos de los pocos amigos que conocían su vicio secreto, sino que su esposa se negaba a reclamar el cuerpo y a darle cristiana sepultura.

Brunetti tenía una cita con la viuda a las once, y acudió a ella ignorante de los rumores que circulaban por la ciudad. Llamó a la Banca di Verona y le informaron de que, hacía una semana, su oficina en Mesina había recibido una llamada telefónica de un hombre que dijo ser Mascari, que les avisó de que tenía que aplazar la visita dos semanas o quizá un mes. No; no se habían preocupado de confirmar la llamada, ya que no había razones para dudar de su autenticidad.

El apartamento de Mascari estaba en el tercer piso de un edificio próximo a via Garibaldi, la arteria principal de Castello. Cuando la viuda le abrió la puerta, él comprobó que tenía el mismo aspecto que dos días antes, salvo que ahora vestía de negro y tenía las ojeras más pronunciadas.

– Pase, por favor -dijo la mujer, dando un paso atrás. Él, después del preceptivo «con permiso», entró en el apartamento y tuvo la extraña sensación de que ya había estado allí otra vez. Cuando miró más atentamente, descubrió que ello se debía a que este apartamento era casi igual al de la anciana de campo San Bartolomeo, la típica casa que ha sido habitada por varias generaciones de la misma familia. En la pared del fondo, una gran cómoda, idéntica a la de la anciana y, en el tresillo y las butacas, una tapicería similar de pana verde. También estas ventanas tenían las persianas cerradas, por el calor o las miradas curiosas.

– ¿Quiere beber algo? -preguntó ella, por formulismo, evidentemente.

– No, signora, muchas gracias. Sólo deseo pedirle un poco de su tiempo. Debo hacerle varias preguntas.

– Sí, comprendo -dijo ella retrocediendo a la habitación. Se sentó en una de las mullidas butacas y Brunetti en la otra. La mujer retiró un hilo del brazo de la butaca, hizo con él una bolita y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta.

– No sé si habrá oído los rumores que rodean la muerte de su marido, signora.

– Sé que lo encontraron vestido de mujer -dijo ella con voz ahogada.

– Si sabe eso, comprenderá que debo hacerle ciertas preguntas.

Ella asintió mirándose las manos.

Él podía preguntar con brutalidad o con rodeos, y optó por los rodeos.

– ¿Tiene o ha tenido alguna vez razones para creer que su marido incurriera en prácticas semejantes?

– No sé a qué se refiere -dijo ella, aunque lo que él quería decir no podía estar más claro.

– Me refiero al travestismo.

¿Por qué no decir que era un travesti, sencillamente?

– Eso es imposible.

Brunetti no dijo nada, sólo esperó a que ella siguiera hablando. Pero ella sólo repitió, imperturbable:

– Eso es imposible.

– ¿Su marido recibía llamadas telefónicas extrañas?

– No sé qué quiere decir.

– ¿Recibió su marido alguna llamada después de la cual pareciera preocupado o decaído? ¿O una carta? ¿Estaba tenso últimamente?

– En absoluto.

– Si me permite volver sobre mi primera pregunta, ¿dio su marido algún indicio de tener esa orientación?

– ¿Hacia los hombres? -dijo ella con voz áspera de incredulidad y de algo más. ¿Repugnancia?

– Sí.

– No, nunca. Es horroroso, execrable. No le consiento que diga eso de mi marido. Leonardo era un hombre.

Brunetti observó que apretaba los puños.

– Le ruego que tenga paciencia conmigo, signora. Sólo trato de entender las cosas y por eso tengo que hacerle estas preguntas acerca de su marido. Ello no significa que yo sospeche de él.

– ¿Por qué pregunta entonces? -preguntó ella con voz destemplada.

– Para que podamos descubrir la verdad acerca de la muerte de su marido, signora.

– No contestaré esas preguntas. Es una indecencia.

Él deseaba decirle que el asesinato también es una indecencia, pero se limitó a preguntar:

– Durante las últimas semanas, ¿parecía diferente su marido?

Como era de esperar, ella dijo:

– No sé a qué se refiere.

– Por ejemplo, ¿dijo algo acerca del viaje a Mesina? ¿Parecía complacido o reacio a hacer el viaje?

– No; parecía como siempre.

– ¿Y cómo estaba siempre?

– Tenía que ir. Era su trabajo y tenía que hacerlo.

– ¿Le dijo algo del viaje?

– No; sólo que tenía que irse.

– ¿Y durante estos viajes nunca la llamaba por teléfono?

– No.

– ¿Por qué, signora?

Ella pareció comprender que él no pensaba desistir, y contestó:

– El banco no autorizaba a Leonardo a cargar las llamadas particulares a su cuenta de gastos. A veces llamaba a un amigo al despacho y le pedía que me llamara de su parte, pero no siempre.

– Comprendo -dijo Brunetti. Director de banco, y no podía pagar de su bolsillo una llamada a su mujer.

– ¿Tuvieron hijos usted y su marido, signora?

– No -respondió ella rápidamente.

Brunetti abandonó esta vía y preguntó:

– ¿Tenía su marido alguien de confianza en el banco? Antes se ha referido usted a un amigo. ¿Podría darme su nombre?

– ¿Por qué quiere hablar con él?

– Quizá su marido le dijera algo, o quizá dejara traslucir lo que sentía acerca del viaje a Mesina. Me gustaría hablar con el amigo de su marido, para averiguar si observó algo raro en su conducta.

– Estoy segura de que no.

– De todos modos, deseo hablar con él y le agradeceré que me dé su nombre, signora.

– Marco Ravanello. Pero no podrá decirle nada. A mi marido no le pasaba nada raro. -Lanzó a Brunetti una mirada llameante y repitió-: Mi marido no tenía nada raro.

– No la molesto más, signora -dijo Brunetti levantándose y yendo hacia la puerta-. ¿Ya se han hecho los preparativos para el funeral?

– Sí; la misa es mañana. A las diez.

No dijo dónde, ni Brunetti preguntó. Era una información fácil de conseguir, y tenía intención de asistir.

El comisario se paró en la puerta.

– Muchas gracias por todo, signora. Le ruego que acepte mi pésame y tenga la seguridad de que haremos cuanto esté en nuestra mano para encontrar al culpable de la muerte de su marido.

¿Por qué suena mejor «muerte» que «asesinato»?

– Mi marido no era de ésos. Ya lo verá. Él era un hombre.

Brunetti no le dio la mano sino que se limitó a inclinar la cabeza antes de abrir la puerta para marcharse. Mientras bajaba la escalera, pensaba en la última escena de La casa de Bernarda Alba, en que la madre, desde el centro del escenario, grita al público y al mundo que su hija ha muerto virgen, que ha muerto virgen. Para Brunetti sólo tenía importancia la muerte en sí; todo lo demás era accesorio.

Al llegar a la questura, pidió a Vianello que subiera a su despacho. Como estaba dos pisos más arriba, allí podría captarse más fácilmente cualquier asomo de brisa. Cuando llegaron arriba, Brunetti abrió las ventanas, se quitó la chaqueta y preguntó al sargento:

– Vamos a ver, ¿ha podido averiguar algo sobre la Liga?

– Nadia dice que tendríamos que ponerla en nómina por esto, dottore -dijo Vianello sentándose-. Este fin de semana se ha pasado dos horas al teléfono hablando con sus amigas. Muy interesante, esta Lega della Moralità.

Vianello tenía que contarlo a su manera, Brunetti lo sabía, pero, para suavizar el proceso, dijo:

– Mañana por la mañana me acercaré a Rialto a comprarle unas flores. ¿Cree que será suficiente?

– Ella preferiría tenerme en casa el sábado -dijo Vianello.

– ¿Qué servicio tiene?

– En principio, debo estar en el barco que ha de traer del aeropuerto al ministro del Medio Ambiente. Pero todo el mundo sabe que el ministro no vendrá a Venecia, que anulará el viaje en el último minuto. ¿Imagina que va a venir en pleno agosto, con la ciudad apestando a algas podridas, para hablar de proyectos medioambientales? -Vianello rió burlonamente; su interés por el nuevo partido Verde era otra de las consecuencias de sus recientes experiencias médicas-. Así que me gustaría no tener que perder la mañana en el aeropuerto para que luego resulte que él no viene.

Su razonamiento parecía a Brunetti completamente lógico. El ministro, en palabras de Vianello, no se atrevería a presentarse en Venecia en el mes en que la mitad de las playas de la costa adriática estaban cerradas a los bañistas a causa de la contaminación, una ciudad en la que se acababa de saber que el pescado que constituía la base de la alimentación de su población contenía unos índices peligrosos de mercurio y otros metales pesados.

– Veré lo que puedo hacer -dijo Brunetti.

Satisfecho con la perspectiva de conseguir algo más que unas flores, que sabía que Brunetti no dejaría de comprar, Vianello sacó la libretita y empezó a leer el informe redactado con los datos recogidos por su esposa.

– La Liga se fundó hará unos ocho años, nadie sabe exactamente por quién ni para qué. Puesto que se supone que se dedica a las buenas obras, tales como llevar juguetes a los orfanatos y comidas a domicilio a los ancianos, siempre ha tenido buena reputación. Con los años, el municipio y algunas de las iglesias le han cedido la administración de apartamentos vacantes que alquila a bajo precio o cede gratuitamente a ancianos o disminuidos. -Vianello interrumpió un momento la lectura y explicó-: Como todos sus empleados son voluntarios, se le concedió el título de institución benéfica.

– Lo cual significa -apostilló Brunetti- que no está obligada a pagar impuestos y que el Gobierno la hará objeto de la cortesía habitual de no inspeccionar sus cuentas o, si acaso, sólo someramente.

– Somos dos corazones que laten al unísono, dottore. -Brunetti ya sabía que Vianello había cambiado de filiación política, pero ¿también de retórica?-. Lo más curioso, dottore, es que Nadia no ha podido hablar con alguien que perteneciera a la Liga. Porque resulta que ni siquiera la mujer del banco es miembro. Muchos decían que conocían a alguien que creían que era miembro y luego resultaba que no estaban seguros. Habló con dos de estos presuntos miembros y dijeron que no lo eran.

– ¿Y las obras benéficas? -preguntó Brunetti.

– También muy vagas. Llamó a los hospitales, y ninguno había tenido contacto con la Liga. Yo pregunté en la agencia de asistencia a los ancianos, y nadie había oído decir que la Liga hiciera algo por los viejos.

– ¿Y los orfanatos?

– Nadia habló con la madre superiora de la orden que regenta los tres más importantes. Dijo que había oído hablar de la Liga, pero nunca había recibido ayuda.

– ¿Y la mujer del banco? ¿Por qué pensaba Nadia que era miembro?

– Porque vive en un apartamento administrado por la Liga. Pero ni ha sido miembro ni, según dice, conoce a ninguno. Nadia sigue buscando.

Si Nadia esperaba retribución por todo este tiempo, probablemente Vianello acabaría pidiéndole el resto del mes de permiso.

– ¿Y Santomauro? -preguntó Brunetti.

– Al parecer, todo el mundo sabe que es el jefe, pero no cómo ha llegado a serlo. Y, lo que es aún más interesante, nadie tiene idea de qué significa ser el jefe.

– ¿No celebran reuniones?

– Se dice que sí. En salas parroquiales o en casas particulares. Pero Nadia tampoco pudo encontrar a alguien que hubiera asistido a alguna.

– ¿Ha preguntado a los del departamento de Finanzas?

– No; pensé que lo haría Elettra.

¿Cómo, «Elettra»? ¿Qué era esto, la familiaridad del converso?

– Yo pedí a la signorina Elettra que viera qué información podía encontrar en el ordenador, pero esta mañana aún no la he visto.

– Me parece que está abajo, en el archivo -dijo Vianello.

– ¿Qué hay de la vida profesional de Santomauro?

– Éxitos y sólo éxitos. Representa a dos de las inmobiliarias más importantes de la ciudad, a dos concejales y por lo menos a tres bancos.

– ¿Es uno de ellos la Banca di Verona?

Vianello miró la libreta y volvió una página.

– Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

– No lo sabía, pero es donde trabajaba Mascari.

– Dos y dos, cuatro, ¿verdad? -dijo Vianello.

– ¿Relaciones políticas? -preguntó Brunetti.

– ¿Con dos concejales entre sus clientes? -dijo Vianello, respondiendo con otra pregunta.

– ¿Y la esposa?

– Al parecer, nadie sabe mucho de ella, pero todo el mundo está convencido de que es la que manda en la familia.

– ¿Hay más familia?

– Dos hijos. Uno, arquitecto y el otro, médico.

– La familia italiana perfecta -observó Brunetti, y preguntó-: ¿Y de Crespo? ¿Qué se sabe?

– ¿Ha visto su ficha de Mestre?

– Sí. Lo de costumbre. Drogas. Intento de extorsión a un cliente. Nada de violencia. Ninguna sorpresa. ¿Ha descubierto usted algo más?

– No mucho más -respondió Vianello-. Le han atacado dos veces, pero las dos veces dijo que no sabía quién había sido. Rectifico: la segunda vez. -Vianello pasó varias páginas de la libreta-. Aquí está. Dijo que había sido «asaltado por unos ladrones».

– ¿«Asaltado»?

– Es lo que ponía el informe. Lo copié palabra por palabra.

– El signor Crespo debe de leer muchas novelas.

– Demasiadas, diría yo.

– ¿Ha encontrado algo más? ¿A nombre de quién está extendido el contrato del apartamento?

– No, señor. Lo comprobaré.

– Y diga a la signorina Elettra que mire si encuentra algo acerca de las finanzas de la Liga, o de Santomauro, Crespo o Mascari. Declaración de impuestos, extractos bancarios, préstamos. Esta información tiene que estar disponible.

– Ella sabrá cómo conseguirla -dijo Vianello tomando notas-. ¿Desea algo más, comisario?

– Nada más. Tan pronto como sepa algo, comuníquemelo. O si Nadia encuentra a algún miembro.

– Sí, señor -dijo Vianello poniéndose en pie-. Esto es lo mejor que podía ocurrir.

– ¿A qué se refiere?

– Nadia empieza a interesarse por mi trabajo. Ya sabe cómo ha estado durante estos últimos años, siempre gruñendo cuando yo salía tarde o tenía que trabajar el fin de semana. Pero, nada más probarlo, se ha lanzado como un sabueso. Tendría usted que oírla hablar por teléfono, cómo sonsaca a la gente. Lástima que en el Cuerpo no tengamos eventuales.

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