18

Ya que estaba cerca de Rialto, hubiera podido ir a comer a casa, pero no quería cocinar ni arriesgarse con el resto de la insalata di calamari que, al cuarto día, ya no le ofrecía garantías. De modo que bajó hasta Corte dei Milion y almorzó satisfactoriamente en la pequeña trattoria que parece acurrucarse en un rincón del pequeño campo.

A eso de las tres, regresó a su despacho, y pensó que sería preferible bajar a hablar con Patta a esperar a que éste lo llamara. En el pequeño antedespacho encontró a la signorina Elettra al lado de la mesita auxiliar, echando agua de una botella de plástico en un gran jarro de cristal que contenía seis altos lirios de agua blancos, aunque no tanto como la blusa de algodón que ella llevaba con la falda de su traje chaqueta color púrpura. Al ver a Brunetti, sonrió y dijo:

– Es asombrosa la cantidad de agua que llegan a beber.

Brunetti, que no encontró nada que responder a esto, se contentó con devolverle la sonrisa y preguntar:

– ¿Está?

– Sí. Acaba de volver de almorzar. Tiene una visita a las cuatro y media, por lo que, si tiene que hablar con él, más vale que entre ahora.

– ¿Sabe de qué visita se trata?

– Comisario, ¿pretende que le haga una confidencia sobre la vida privada del vicequestore?. -preguntó ella, en tono escandalizado, y prosiguió-: No me considero autorizada a revelar que la visita que espera es la de su abogado particular.

– Ah, ¿sí? -dijo Brunetti, observando que los zapatos tenían el mismo tono púrpura que la falda. Hacía menos de una semana que ella trabajaba para Patta-. Entonces entraré ahora. -Se hizo un poco hacia un lado, llamó a la puerta de Patta con los nudillos, esperó el «Avanti» que respondía a su llamada y entró.

Puesto que aquel hombre estaba sentado al escritorio del despacho de Patta, tenía que ser el vicequestore Giuseppe Patta, pero se le parecía tanto como un retrato robot a la persona que pretende representar. Habitualmente, a estas alturas del verano, Patta tenía la piel de un color caoba claro, y ahora estaba descolorido, una palidez extraña se le había comido el bronceado. La robusta mandíbula, que Brunetti no podía mirar sin recordar las fotos de Mussolini que había visto en los libros de historia, había perdido pugnacidad, como si se hubiera ablandado y en cuestión de días fuera a quedar completamente flácida. El nudo de la corbata estaba bien hecho, pero el cuello de la chaqueta necesitaba un cepillado. Había desaparecido el alfiler de la corbata, lo mismo que la flor de la solapa, lo que daba la extraña impresión de que el vicequestore había venido al despacho a medio vestir.

– Ah, Brunetti -dijo al ver entrar a su subordinado-. Siéntese. Siéntese, por favor.

En los cinco años largos que Brunetti llevaba trabajando para Patta, ésta era la primera vez que oía al vicequestore utilizar la fórmula de «por favor» como no fuera para reforzar un imperativo, apretando los dientes.

Brunetti obedeció y aguardó nuevos prodigios.

– Quería darle las gracias por su gestión -empezó diciendo Patta, mirando a Brunetti durante un segundo y desviando la mirada, como si siguiera el vuelo de un pájaro que cruzara el despacho por detrás de Brunetti.

Como no estaba Paola, no había en casa ningún ejemplar de Gente ni Oggi, por lo que Brunetti no podía estar seguro de que no se hubieran publicado más chismes acerca de la signora Patta y Tito Burrasca, pero supuso que ésta era la causa de la gratitud de Patta. Si Patta quería atribuirlo a las supuestas relaciones de Brunetti con el mundo de la prensa antes que a la relativa intrascendencia de la conducta de su esposa, no sería Brunetti quien le desengañara.

– No hay de qué darlas, señor -dijo con total veracidad.

Patta movió la cabeza de arriba abajo.

– ¿Y qué hay de ese asunto de Mestre?

Brunetti le hizo un breve resumen de lo averiguado hasta el momento, que terminó con el informe de su visita a Ravanello de aquella mañana y la manifestación de éste de que conocía las inclinaciones y los gustos de Mascari.

– Entonces parece claro que el asesino tiene que ser uno de sus, digamos, «amiguitos» -dijo Patta, demostrando su infalible instinto por la obviedad.

– Eso, suponiendo que los hombres de nuestra edad puedan resultar sexualmente atractivos para otros hombres.

– No sé a qué se refiere, comisario -dijo Patta, recuperando un tono con el que Brunetti estaba más familiarizado.

– Todos suponemos que Mascari era un travesti o un chapero y que lo mataron por eso. Sin embargo, las únicas pruebas que tenemos son la circunstancia de que estaba vestido de mujer y las palabras del hombre que ha ocupado su puesto.

– Un hombre que es director de banco, Brunetti -dijo Patta con su habitual deferencia hacia tales títulos.

– Cargo que ha de agradecer a la desaparición del otro.

– Los altos empleados de banca no se matan entre sí, Brunetti -dijo Patta con la aplastante seguridad que lo caracterizaba.

Brunetti advirtió el peligro cuando ya era tarde. Si Patta descubría las ventajas de atribuir la muerte de Mascari a un violento episodio de su turbulenta vida privada, se sentiría justificado para dejar que fuera la policía de Mestre la que buscara al responsable y retirar a Brunetti del caso.

– Sin duda tiene usted razón, señor -concedió Brunetti-, pero no creo que podamos arriesgarnos a dar a la prensa la impresión de que no hemos explorado a fondo todas y cada una de las posibilidades.

Patta reaccionó a esta alusión a los medios de comunicación como el toro a un buen capotazo.

– ¿Qué sugiere entonces?

– Creo que, por supuesto, deberíamos concentrarnos en examinar el mundo de los travestis de Mestre, pero me parece que por lo menos hay que dar la impresión de que se investiga la posible implicación del banco en los hechos, por remota que usted y yo la consideremos.

Casi con regia dignidad, Patta dijo:

– No imagine que no lo comprendo, comisario. Si quiere investigar la hipotética relación entre la muerte de ese hombre y el banco, no seré yo quien se lo impida, pero recuerde usted con quién está tratando y dispénseles el respeto que su posición merece.

– Por supuesto.

– Entonces adelante, pero no haga nada sin antes consultarme.

– Sí, señor. ¿Desea algo más?

– Nada más.

Brunetti se levantó, acercó la silla al escritorio y salió del despacho sin otra palabra. La signorina Elettra estaba hojeando una carpeta.

– Signorina, ¿ha conseguido ya esos informes financieros?

– ¿Sobre cuál de los dos? -preguntó ella con una sonrisita.

– ¿Eh? -hizo Brunetti, desconcertado.

– ¿El avvocato Santomauro o el signor Burrasca? -Brunetti estaba tan absorto en el caso de la muerte de Mascari que había olvidado que se había encargado a la signorina Elettra que también buscara información sobre el director de cine.

– Ah, lo había olvidado -reconoció Brunetti. El que ella hubiera mencionado a Burrasca indicaba que quería hablar de él-. ¿Qué ha encontrado sobre él?

La mujer dejó la carpeta a un lado de la mesa y miró a Brunetti como si su pregunta la sorprendiera.

– Que su apartamento de Milán está en venta, que con sus tres últimas películas ha perdido dinero y que los acreedores se han quedado con su casa de Mónaco. -Sonrió-. ¿Desea algo más?

Brunetti asintió. ¿Cómo diantre lo había conseguido?

– Se han presentado cargos criminales contra él en Estados Unidos, donde es ilegal utilizar a niños en películas pornográficas. Y todas las copias de su última película han sido confiscadas por la policía de Mónaco, aunque no he podido descubrir por qué.

– ¿Y los impuestos? ¿Son copias de sus declaraciones lo que estaba mirando?

– Oh, no -respondió ella en tono de reprobación-. Ya sabe lo difícil que es conseguir información de la oficina de Impuestos. -Hizo una pausa y agregó, como él esperaba-: A no ser que conozcas a alguien. No la tendré hasta mañana.

– ¿Y entonces la pasará al vicequestore?

La signorina Elettra le obsequió con una mirada severa.

– No, comisario; esperaré por lo menos varios días antes de dársela.

– ¿Habla en serio?

– Yo, cuando se trata del vicequestore, no bromeo.

– Pero, ¿por qué hacerle esperar?

– ¿Y por qué no?

A Brunetti le hubiera gustado saber qué cúmulo de pequeñas ruindades había descargado Patta sobre la cabeza de esta mujer durante una semana, para hacerse acreedor a semejante represalia.

– ¿Y de Santomauro, qué ha encontrado?

– Ah, el del avvocato es un caso totalmente distinto. Sus finanzas no podrían estar mejor. Tiene una cartera de acciones y bonos por valor de más de quinientos millones de liras, que es por lo menos el doble de lo que normalmente declararía un hombre de su posición.

– ¿Y los impuestos?

– Eso es lo más extraño. Parece que lo declara todo. No hay pruebas de fraude.

– Da la impresión de que usted no lo cree.

– Por favor, comisario -dijo ella con otra mirada de reproche, aunque ésta no tan severa como la anterior-. No creerá que alguien pone la verdad en su declaración de la renta. Y esto es lo curioso. Si declara todo lo que gana, a la fuerza ha de tener otra fuente de ingresos frente a la cual sus ganancias oficiales sean tan insignificantes que hacen que no merezca la pena defraudar.

Brunetti reflexionó. Con las leyes tributarias existentes, no cabía otra explicación.

– ¿Su ordenador le da algún indicio de la procedencia de ese dinero?

– No; pero me dice que es presidente de la Lega della Moralità. Por lo tanto, lo lógico es buscar ahí.

– ¿Podrían ustedes -empezó a decir hablando en plural y señalando a la pantalla con el mentón- indagar en la Liga?

– En eso estaba, comisario. Pero hasta el momento la liga se muestra tan escurridiza como las declaraciones del signor Burrasca.

– Estoy seguro de que conseguirá usted solventar todas las dificultades, signorina.

Ella inclinó la cabeza, aceptando el cumplido como justo.

Él decidió preguntar:

– ¿Cómo es que se mueve con tanta seguridad por la red informática?

– ¿Cuál de ellas? -preguntó ella levantando la mirada.

– La financiera.

– Es que la utilizaba en mi anterior empleo -dijo ella, volviendo a fijar la atención en la pantalla.

– ¿Y dónde era eso, si me permite la pregunta? -dijo él, pensando en una agencia de seguros o, quizá, el despacho de un contable.

– En la Banca d'Italia -respondió ella dirigiéndose tanto a la pantalla como a Brunetti.

Él alzó las cejas. Ella levantó la mirada y, al ver su expresión, explicó:

– Era secretaria del presidente.

No había que ser empleado del sector para calcular la pérdida salarial que el cambio suponía. Por otra parte, para la mayoría de los italianos, un empleo en un banco representaba la seguridad absoluta: la gente pasaba años esperando ser admitida en un banco cualquiera, y no digamos en la Banca d'Italia, indiscutiblemente la mejor de estas instituciones. ¿Y había dejado ese empleo por un trabajo de secretaria en la policía? Incomprensible, incluso con flores de Fantin dos veces a la semana. Además, no trabajaba simplemente para la policía, sino para Patta. Parecía un solemne disparate.

– Comprendo -dijo él, aunque no era así-. Espero que se sienta a gusto entre nosotros.

– Estoy segura de ello, comisario -dijo la signorina Elettra-. ¿Desea alguna otra información?

– De momento, no, gracias -dijo Brunetti, y la dejó para volver a su despacho.

Por la línea directa marcó el número del hotel de Bolzano y pidió por la signora Brunetti. La signora Brunetti, le dijeron, había salido a dar un paseo y no regresaría hasta la hora de cenar. No dejó mensaje, sólo se identificó y colgó.

El teléfono sonó casi inmediatamente. Era Padovani, que le llamaba desde Roma, excusándose por no haber podido averiguar nada nuevo acerca de Santomauro. Había llamado a varias personas, tanto en Roma como en Venecia, pero todas estaban fuera, de vacaciones, y sólo había podido dejar una serie de mensajes en contestadores, rogando a sus amigos que le llamasen, pero sin explicar por qué deseaba hablar con ellos. Brunetti le dio las gracias y le pidió que le llamara si descubría algo nuevo.

Después de colgar, Brunetti revolvió entre los papeles que tenía encima de la mesa hasta encontrar el que buscaba: el informe de la autopsia de Mascari, y volvió a leerlo atentamente. En la página cuatro estaba lo que le interesaba. «Pequeños arañazos y cortes en las piernas, sin efusión de sangre. Arañazos producidos sin duda por las afiladas hojas de la…» Aquí el forense, alardeando de sus conocimientos de botánica, daba el nombre latino de la hierba entre la que se hallaba escondido el cadáver de Mascari.

Los muertos no sangran; no hay presión que haga brotar la sangre. Éste era uno de los principios de medicina forense que había aprendido Brunetti. Si los arañazos habían sido causados por la -repitió en voz alta las sonoras sílabas del nombre latino-, no habrían sangrado, porque Mascari estaba muerto cuando su cuerpo fue arañado por esas hojas. Pero los cortes tampoco hubieran sangrado, si le habían afeitado las piernas después de muerto.

Brunetti nunca se había afeitado nada más que la cara, pero durante muchos años había visto a Paola pasarse la maquinilla por las pantorrillas, los tobillos y las rodillas, y había perdido la cuenta de las veces que la había oído renegar en voz baja en el cuarto de baño y visto salir con un trocito de papel higiénico pegado a la piel. Paola se había afeitado las piernas periódicamente desde que él la conocía, y aún se cortaba. No parecía probable que Mascari se hubiera afeitado las piernas sin que su esposa lo notara, aunque no la llamara por teléfono cuando estaba de viaje.

Volvió a mirar el informe de la autopsia: «No se observan indicios de que los cortes de las piernas hayan sangrado.» No; a pesar del vestido rojo y los zapatos rojos, a pesar del maquillaje y de la ropa interior, el signor Mascari no se había afeitado las piernas. Y eso significaba que tenía que habérselas afeitado otra persona, una vez muerto.

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