Habitualmente, el calor quitaba a Brunetti el apetito, pero esta noche, por primera vez desde que había cenado con Padovani, tenía hambre. Camino de casa, paró en Rialto, sorprendido al encontrar algunos puestos de fruta y verdura abiertos después de las ocho. Compró un kilo de tomates pera muy maduros, y la vendedora le dijo que los llevara con cuidado y no pusiera nada encima. En otro puesto compró un kilo de higos y oyó la misma recomendación. Afortunadamente, cada consejo estaba acompañado de una bolsa de plástico, y Brunetti llegó a casa con una bolsa en cada mano y la mercancía en perfecto estado.
Abrió todas las ventanas del apartamento, se puso un pantalón de algodón holgado y una camiseta de manga corta, y se fue a la cocina. Picó cebollas, escaldó los tomates para pelarlos con facilidad y salió a la terraza a buscar unas hojas de albahaca. Con movimientos mecánicos, sin prestar atención a lo que hacía, preparó una sencilla salsa y puso agua para cocer la pasta. Cuando el agua ya salada empezó a hervir a borbotones, echó medio paquete de penne rigatte y los removió con una cuchara.
Mientras cocinaba, pensaba en las personas que habían intervenido en los sucesos de los diez últimos días, aunque sin buscar una cohesión entre aquella pléyade de nombres y caras. Cuando estuvo hervida la pasta, la escurrió, la volcó en una fuente honda y le echó la salsa por encima. La revolvió con un cucharón y la sacó a la terraza, donde ya tenía un tenedor, una copa y una botella de Cabernet. Comió directamente de la fuente. La terraza era alta y nadie podía verlo, como no estuviera en lo alto del campanario de San Polo. Se comió toda la pasta, rebañó la salsa con un trozo de pan, llevó la fuente a la cocina y salió con un plato de higos recién lavados.
Antes de emprenderla con ellos, volvió a entrar a buscar los Anales de la Roma imperial de Tácito. Brunetti buscó el punto en que había terminado la lectura, el relato de la miríada de horrores del reinado de Tiberio, emperador al que Tácito parecía tener especial antipatía. Aquellos romanos asesinaban, traicionaban, deshonraban y se deshonraban. «Cómo se parecían a nosotros», se dijo. Prosiguió la lectura, sin descubrir algo que le hiciera cambiar de opinión, hasta que los mosquitos empezaron a atacar y le obligaron a entrar en casa. Siguió leyendo en el sofá hasta mucho después de la medianoche, sin que se le ocurriera pensar que este catálogo de crímenes y atropellos cometidos hacía dos mil años servía para distraerlo de los que se cometían ahora alrededor de él. Durmió profundamente y sin soñar, y se despertó fresco, como si creyera que la fiera y rigurosa moralidad de Tácito le ayudaría a acometer la tarea del día.
Al llegar a la questura descubrió con sorpresa que, antes de salir para Milán, Patta había encontrado tiempo para solicitar al juez de instrucción un mandamiento que les permitiría llevarse los archivos de la Lega della Moralità y de la Banca di Verona. Y, además, la orden había sido entregada aquella mañana a ambas instituciones, cuyos responsables habían prometido cumplirlas. Ambas instituciones habían manifestado que necesitarían tiempo para preparar los documentos solicitados, sin que ninguna concretara cuánto.
Las once, y Patta no había llegado. La mayoría de los funcionarios que trabajaban en la questura habían comprado el periódico aquella mañana, pero en ninguno se mencionaba el arresto de Burrasca. Esto no sorprendió a Brunetti ni al resto del personal, pero contribuyó a aumentar el interés y, ni que decir tiene, las especulaciones acerca del resultado del viaje que la víspera había hecho a Milán el vicequestore. Brunetti, situándose en un plano más elevado, se limitó a llamar a la Guardia di Finanza, para preguntar si había sido atendida su solicitud de personal especializado para revisar las cuentas de la Liga. Con sorpresa, descubrió que Luca Benedetti, el juez de instrucción, ya había llamado para pedir que los papeles fueran examinados por los de Finanza tan pronto como se recibieran.
Cuando, poco antes de la hora del almuerzo, Vianello entró en su despacho, Brunetti pensó que venía a decirle que los papeles no habían llegado o, lo que era más probable, que el banco y la Liga habían descubierto un obstáculo burocrático que retrasaría la entrega quizá indefinidamente.
– Buon giorno, comisario.
– ¿Qué hay, sargento? -preguntó Brunetti levantando la mirada de los papeles que tenía en la mesa.
– Unas personas desean hablar con usted.
– ¿Quiénes son? -preguntó Brunetti dejando el bolígrafo sobre el papel que tenía delante.
– El professore Luigi Ratti y su esposa -dijo Vianello sin más explicaciones que un escueto «de Milán».
– ¿Y puedo preguntar quiénes son el professore y su esposa?
– Son, desde hace dos años, los inquilinos de uno de los apartamentos que administra la Liga.
– Siga, Vianello -dijo Brunetti, interesado.
– El apartamento del profesor estaba en mi lista, por lo que esta mañana he ido a hablar con él. Cuando le he preguntado cómo consiguió el apartamento, me ha dicho que las decisiones de la Liga eran privadas. También le he preguntado cómo paga el alquiler y me ha respondido que ingresa mensualmente doscientas veinte mil liras en la cuenta de la Liga en la Banca di Verona. Cuando le he pedido que me dejara ver los recibos, ha dicho que no conserva ninguno.
– ¿No? -preguntó Brunetti, más interesado aún.
Como nunca se sabía si a un organismo oficial iba a darle por dudar de que se hubiera pagado una factura, liquidado un impuesto o presentado un documento, en Italia nadie tiraba documentos y, menos, los comprobantes de que se había hecho un pago. Brunetti y Paola tenían dos cajones llenos de recibos que se remontaban a una década, más tres cajas repletas de documentos en el trastero. La persona que decía que había tirado un recibo del alquiler, o estaba loca o mentía.
– ¿Dónde está situado el apartamento del profesor?
– En el Zattere, con vistas a la Giudecca -dijo Vianello, mencionando una de las zonas más codiciadas de la ciudad. Y agregó-: Calculo que tiene seis habitaciones, aunque no he pasado del recibidor.
– ¿Doscientas veinte mil liras? -preguntó Brunetti, pensando que era lo que había pagado Raffi por unos Timberland hacía un mes.
– Sí, señor.
– Haga el favor de decir al profesor y su esposa que pasen, sargento. A propósito, ¿de qué es profesor el profesor?
– Yo diría que de nada.
– Entiendo -dijo Brunetti, poniendo el capuchón al bolígrafo.
Vianello se acercó a la puerta, la abrió y retrocedió para dejar paso al profesor y a la signora Ratti.
El profesor Ratti debía de tener más de cincuenta años, pero procuraba disimularlo lo mejor que podía. A ello le ayudaban los cuidados de un peluquero que le cortaba el pelo tan corto que el gris casi se confundía con el rubio. Un traje de Gianni Versace de seda gris tórtola acentuaba su aire juvenil, al igual que la camisa de seda color burdeos con el cuello desabrochado. Los zapatos, que llevaba sin calcetines, eran del mismo tono que la camisa y estaban fabricados con un cuero trenzado que no podía proceder más que de Bottega Véneta. Alguien debía de haberle puesto en guardia contra un incipiente doble mentón, porque llevaba un foulard de seda blanca anudado bajo la barbilla y levantaba la cabeza, como si tratara de compensar el defecto de unas lentes bifocales malogradas por un óptico incompetente.
Si el profesor se mantenía a la defensiva frente a la edad, su esposa hacía una guerra sin cuartel. Su cabello guardaba un curioso parecido con la camisa del marido, y su cara tenía la tersura que sólo proporcionan una juventud pimpante o el bisturí de un buen cirujano. Era delgada como una espátula y vestía un conjunto de hilo blanco, con la chaqueta abierta para mostrar una blusa de seda verde esmeralda. Brunetti, al verlos no pudo menos que preguntarse cómo podían tener un aspecto tan pulcro y tan fresco, con aquel calor. Lo más frío de su persona eran los ojos.
– ¿Quería hablar conmigo, professore?. -preguntó Brunetti levantándose pero sin extender la mano,
– En efecto -dijo Ratti indicando a su mujer que se sentara en la silla que estaba frente a la mesa de Brunetti y acercando otra de la pared, sin pedir permiso. Cuando los dos estuvieron instalados, prosiguió-: He venido para decirle lo mucho que me desagrada que la policía invada la intimidad de mi hogar. Más aún, deseo formular una queja por las insinuaciones que se me han hecho-. Ratti, como tantos milaneses, se comía las erres, con lo que producía un sonido que Brunetti asociaba inconscientemente al de ciertas actrices de las más exuberantes.
– ¿Y qué insinuaciones son ésas, professore? -preguntó Brunetti, volviendo a sentarse e indicando a Vianello con una seña que se quedara donde estaba, al lado de la puerta.
– Que existen irregularidades en el arriendo de mi apartamento.
Brunetti miró a Vianello y vio que el sargento alzaba la mirada al techo. No sólo acento milanés sino también un lenguaje relamido.
– ¿Qué le hace pensar que se haya hecho tal insinuación? -preguntó Brunetti.
– Bien, ¿por qué si no iba su policía a irrumpir en mi apartamento exigiendo que le enseñe los recibos del alquiler?
Mientras el profesor hablaba, su esposa examinaba el despacho.
– ¿«Irrumpir», professore?-preguntó Brunetti en tono afable-. ¿«Exigir»? -Y a Vianello-: Sargento, ¿cómo entró en la propiedad que el profesor tiene… en arriendo?
– Me abrieron la puerta.
– ¿Y qué dijo usted a la persona que le abrió la puerta?
– Que deseaba hablar con el professore Ratti.
– Comprendo -dijo Brunetti y se volvió de nuevo hacia Ratti-. ¿Y cómo se le formuló la «exigencia», professore?
– Su sargento me pidió que le enseñara los recibos del alquiler. Como si yo fuera a guardar eso.
– ¿Usted no acostumbra guardar recibos, professore?
Ratti agitó una mano y su esposa lanzó a Brunetti una mirada de estudiada sorpresa, dando a entender que consideraba una pérdida de tiempo guardar comprobantes de sumas tan pequeñas.
– ¿Y qué haría si un día el propietario del apartamento dijera que no había pagado el alquiler? ¿Qué pruebas podría presentar usted? -preguntó Brunetti.
Ahora el ademán de Ratti indicaba que había que descartar semejante posibilidad, mientras la mirada de la esposa daba a entender que nadie podría pensar siquiera en dudar de la palabra de su marido.
– ¿Puede decirme cómo paga el alquiler, professore?
– No creo que eso sea asunto de la policía -dijo Ratti, combativo-. No estoy acostumbrado a que se me trate de este modo.
– ¿De qué modo, professore? -preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.
– Como se trata a un sospechoso.
– ¿Le han tratado como a un sospechoso antes de ahora otros policías, para que esté familiarizado con ese trato?
Ratti se levantó a medias mirando a su mujer.
– No tengo por qué aguantar esto. Tengo un amigo que es concejal de la ciudad.
La mujer hizo un ligero ademán y él volvió a sentarse lentamente.
– ¿Podría decirme cómo paga el alquiler, professore Ratti?
Ratti lo miró de frente.
– Lo ingreso en la Banca di Verona.
– ¿En San Bartolomeo?
– Sí.
– ¿Y a cuánto asciende el alquiler, professore?
– No es nada -dijo el profesor con displicencia.
– ¿Son doscientas veinte mil liras?
– Sí.
Brunetti asintió.
– Y el apartamento, ¿cuántos metros cuadrados tiene?
Ahora intervino la signora Ratti, como si ya no pudiera seguir soportando tanta idiotez.
– No tenemos ni idea. Lo suficiente para nuestras necesidades.
Brunetti se acercó la lista de los apartamentos administrados por la Liga, buscó la tercera página y deslizó el índice por la columna de nombres hasta llegar al de Ratti.
– Me parece que son trescientos doce metros cuadrados -dijo-. Repartidos entre seis habitaciones. Sí, imagino que eso será suficiente para las necesidades de cualquiera.
La signora Ratti saltó:
– ¿Qué quiere decir?
Brunetti la miró fríamente.
– Lo que he dicho, signora, ni más ni menos. Que seis habitaciones han de ser suficientes para dos personas, porque son dos, ¿verdad?
– Y la criada.
– Tres -concedió Brunetti-. Pero siguen siendo suficientes. -Desvió la mirada hacia el marido, con la cara impasible-. ¿Cómo consiguió un apartamento de la Liga, professore?
– Muy sencillo -empezó a decir Ratti, pero a Brunetti le pareció que estaba nervioso y trataba de disimularlo dando énfasis a sus palabras-. Lo solicité por el procedimiento habitual y me fue concedido.
– ¿A quién lo solicitó?
– A la Lega della Moralità, por supuesto.
– ¿Y cómo sabía que la Liga alquilaba apartamentos?
– Es de dominio público en la ciudad, ¿no, comisario?
– Si aún no lo es, no tardará en serlo, professore.
Los Ratti no contestaron a esto, pero la signora Ratti miró rápidamente a su marido y después a Brunetti.
– ¿Recuerdan si alguien en particular les habló de los apartamentos?
Los dos respondieron instantáneamente.
– No.
Brunetti se permitió una sonrisa levemente sardónica.
– Parecen muy seguros. -Hizo un garabato en la lista al lado de sus nombres-. ¿Les hicieron una entrevista antes de concederles el apartamento?
– No -dijo Ratti-, rellenamos el formulario y lo enviamos. Luego nos dijeron que habíamos sido seleccionados.
– ¿Se lo comunicaron por carta o por teléfono?
– Hace tanto tiempo que ya no lo recuerdo -dijo Ratti, miró a su mujer buscando confirmación y ella movió la cabeza negativamente.
– ¿Y hace dos años que tienen el apartamento?
Ratti asintió.
– ¿Y no guarda ningún recibo del alquiler?
Esta vez también tocó a la mujer negar con la cabeza.
– Dígame, professore, ¿cuánto tiempo pasa al año en el apartamento?
Él reflexionó un momento.
– Venimos para el Carnevale.
Su esposa remachó la frase con un firme:
– Desde luego.
El marido prosiguió:
– También venimos en septiembre y, a veces, en Navidad.
La esposa intervino para agregar:
– Y algún que otro fin de semana durante el resto del año, desde luego.
– Desde luego -repitió Brunetti-. ¿Y la criada?
– Viene de Milán con nosotros.
– Desde luego -convino Brunetti, agregando otro garabato a la lista.
– ¿Podría decirme, professore, si conoce los fines de la Liga, sus objetivos?
– Sé que pretende defender y fomentar la moralidad -respondió el profesor en un tono que indicaba que, en su opinión, por mucho que se hiciera con este propósito, siempre sería poco.
– Sí, claro -dijo Brunetti-. Pero, aparte de eso, ¿sabe la finalidad que persigue mediante el alquiler de apartamentos?
Ahora fue Ratti el que miró a su mujer.
– Creo que su finalidad es la de conceder los apartamentos a las personas que, según su criterio, reúnan las condiciones exigidas.
– Y sabiendo eso, professore -prosiguió Brunetti-, ¿no le pareció extraño que la Liga, una organización veneciana, diera uno de los apartamentos que administra a una persona de Milán, y una persona, además, que sólo lo utilizaría unos meses al año? -Como Ratti no respondiera, Brunetti insistió-: Porque usted debe de saber lo difícil que es encontrar un apartamento en esta ciudad, ¿no?
La signora Ratti decidió contestar en lugar de su marido:
– Creímos que desearían conceder el apartamento a quienes supieran apreciarlo y conservarlo.
– ¿Quiere usted decir con eso que pueden ustedes cuidar un apartamento grande y apetecible mejor que la familia de un carpintero de Canareggio, por ejemplo?
– Creo que eso es evidente -respondió ella.
– ¿Y quién paga las reparaciones, si me permite la pregunta?
La signora Ratti contestó con una sonrisa:
– Hasta ahora no ha habido reparaciones.
– Pero en el contrato, si les dieron un contrato, tiene que haber una cláusula que determine quién tiene que hacerse cargo de las reparaciones.
– Ellos -dijo Ratti.
– ¿La Liga?
– Sí.
– ¿El mantenimiento no corre por cuenta de los arrendatarios?
– No.
– ¿Y ustedes lo habitan… -Brunetti se interrumpió y miró el papel, como si el número estuviera escrito en él-… unos dos meses al año? -En vista de que Ratti no contestaba, insistió-: ¿Estoy en lo cierto, professore?
– Sí -respondió el interpelado a regañadientes.
Imitando deliberadamente con el ademán al sacerdote que enseñaba el catecismo en su escuela primaria, Brunetti juntó las manos y entrelazó los dedos al pie de la hoja de papel que tenía encima de la mesa y dijo:
– Creo que ha llegado el momento de empezar a elegir, professore.
– No sé qué quiere decir.
– A ver si consigo explicarme. La primera elección consiste entre repetir esta conversación, con mis preguntas y sus respuestas, ante una grabadora o un taquígrafo. En uno u otro caso tendré que pedir a ambos que me firmen una copia de la declaración, puesto que han dicho lo mismo. -Brunetti hizo una pausa, para dejar que la idea calara-. O también podrían, y es la opción que me parece más acertada, empezar a decir la verdad.
Los dos fingieron sorpresa y la signora Ratti, además, indignación.
– En cualquier caso, lo menos que puede ocurrirles es que pierdan el apartamento, aunque quizá eso tarde algún tiempo en llegar. Pero lo perderán, seguro.
Le pareció interesante que ninguno preguntara de qué estaba hablando.
– Está claro que muchos de estos apartamentos han sido alquilados ilegalmente y que alguna persona relacionada con la Liga lleva varios años cobrando alquileres fraudulentamente. -Cuando el professore Ratti fue a protestar, Brunetti levantó una mano, la bajó y volvió a enlazarla con la otra-. Si sólo se tratara de un caso de fraude, quizá les conviniera seguir sosteniendo que no saben nada de esto. Pero, por desgracia, es algo mucho más grave que un caso de fraude.
Hizo una pausa. Por Dios que les haría cantar.
– ¿De qué se trata? -preguntó Ratti hablando con más suavidad de la que había empleado hasta ahora.
– Asesinato. Tres asesinatos, uno de ellos, el de una agente de la policía. Se lo digo para que comprendan que no tenemos intención de abandonar la investigación. Han matado a una de nuestras agentes, y vamos a descubrir quién ha sido. Y a castigarlo.
Se interrumpió, para dar efectividad a sus palabras.
– Si se empeñan en mantener esa historia sobre el apartamento, antes o después se verán implicados en un caso de asesinato.
– Nosotros no sabemos nada de un asesinato -dijo la signora Ratti con voz chillona.
– Ahora, ya lo saben, signora. Quienquiera que esté detrás del plan de alquiler de los apartamentos es el responsable de los tres asesinatos. Si se niegan a ayudarnos a descubrir quién les alquiló su apartamento y quién les cobra el alquiler todos los meses, estarán entorpeciendo una investigación de asesinato. La pena por este delito, ni que decir tiene, es mucho más severa que por encubrimiento de fraude. Y a título puramente personal quiero agregar que pienso hacer cuanto de mí dependa para asegurarme de que les es impuesta, si siguen negándose a colaborar con nosotros.
Ratti se levantó.
– Deseo hablar con mi esposa. En privado.
– No -dijo Brunetti levantando la voz por primera vez.
– Tengo derecho.
– Tiene derecho a hablar con su abogado, signor Ratti, y se lo concederé con mucho gusto. Pero usted y su esposa decidirán esa otra cuestión ahora, delante de mí.
Se estaba excediendo en sus atribuciones, pero confiaba en que los Ratti no lo supieran.
Estuvieron mirándose un rato, y Brunetti empezaba a desesperar. Pero al fin ella inclinó su cabeza color burdeos y ambos se relajaron en las sillas.
– De acuerdo -dijo Ratti-, pero deseo que quede claro que no sabemos nada de ese asesinato.
– Asesinatos -rectificó Brunetti, y vio que el plural impresionaba a Ratti.
– Hace tres años -empezó a contar Ratti-, un amigo de Milán nos dijo que conocía a alguien que seguramente podría ayudarnos a encontrar un apartamento en Venecia. Llevábamos seis meses buscando, pero era difícil encontrar algo, especialmente a distancia. -Brunetti se preguntaba si iba a tener que escuchar una retahíla de lamentaciones. Ratti, adivinando quizá su impaciencia, prosiguió-: Nos dio un número de teléfono de Venecia. Llamamos, explicamos lo que deseábamos y la persona que estaba al otro extremo del hilo nos preguntó qué clase de apartamento nos convenía y cuánto estábamos dispuestos a pagar.
Ratti hizo una pausa. ¿O punto final?
– ¿Sí? -instó Brunetti con la misma entonación que tenía el cura cuando los niños se encallaban al recitar la lección de catecismo.
– Le expliqué lo que quería y él me dijo que me llamaría al cabo de unos días. Así lo hizo, y dijo que, si veníamos a Venecia aquel fin de semana, podría enseñarnos tres apartamentos. Vinimos y nos enseñó este apartamento y otros dos.
– ¿El que los acompañó era el mismo que les había atendido por teléfono?
– No sé si era el mismo que contestó la primera vez pero era el mismo que nos llamó.
– ¿Saben quién es?
– Es el que nos cobra el alquiler, pero no sé cómo se llama.
– ¿Y cómo se hace el pago?
– Él nos llama la última semana del mes y nos dice dónde nos encontraremos. Por lo general, en un bar o, si es en verano, en las afueras.
– ¿Dónde, aquí, en Venecia, o en Milán?
– Él siempre parece saber dónde estamos -terció la mujer-. Nos llama a Venecia si estamos aquí y a Milán si estamos allí.
– ¿Y qué hacen entonces?
Ahora respondió Ratti.
– Acudo a la cita y le doy el dinero.
– ¿Cuánto?
– Dos millones y medio de liras.
– ¿Cada mes?
– Sí, aunque a veces le pago varios meses por adelantado.
– ¿Sabe quién es ese hombre? -preguntó Brunetti.
– No, pero lo he visto varias veces por la calle, aquí, en Venecia.
Brunetti se dijo que ya habría tiempo para pedir una descripción.
– ¿Y la Liga? ¿Cómo intervienen ellos en la transacción?
– Cuando dijimos al hombre que estábamos interesados en el apartamento, él dijo un precio, pero nosotros le obligamos a rebajarlo hasta los dos millones y medio -dijo Ratti sin disimular su autocomplacencia.
– ¿Y la Liga? -insistió Brunetti.
– Él nos dijo que recibiríamos los formularios de solicitud de la Liga, que los rellenáramos y los devolviéramos y que dos semanas después podríamos instalarnos.
Aquí intervino otra vez la signora Ratti.
– También nos dijo que no contáramos cómo habíamos conseguido el apartamento.
– ¿Alguien se lo ha preguntado?
– Algunos amigos de Milán -respondió ella-. Pero les dijimos que lo habíamos encontrado por medio de una agencia.
– ¿Y a la persona que les dio el número de teléfono?
– Lo mismo, que habíamos utilizado una agencia.
– ¿Saben cómo conocía el número de teléfono esa persona?
– Nos dijo que se lo habían dado en una fiesta.
– ¿Recuerdan el mes y el año en que hicieron la primera llamada?
– ¿Por qué? -preguntó Ratti con suspicacia.
– Me gustaría hacerme una idea de cuándo empezó esto -mintió Brunetti, pensando en mandar comprobar sus llamadas a Venecia en aquellas fechas.
Con tono de escepticismo, Ratti contestó:
– En marzo, hace dos años. A últimos del mes. Nos instalamos a primeros de mayo.
– Ya -dijo Brunetti-. Desde entonces, ¿han tenido algún trato con la Liga?
– No, ninguno -dijo Ratti.
– ¿Y los recibos?
Ratti se revolvió, incómodo.
– El banco nos envía uno cada mes.
– ¿De cuánto?
– De doscientas veinte mil.
– ¿Por qué no quiso enseñárselo al sargento Vianello?
Una vez más, la mujer se adelantó a contestar por él:
– No queríamos vernos mezclados en nada.
– ¿Mascari? -preguntó Brunetti bruscamente.
Ratti parecía ahora más nervioso.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿No les llamó la atención que el director del banco que les enviaba los recibos del alquiler fuera asesinado?
– No, ¿por qué? -dijo Ratti, poniendo cólera en su voz-. Leí cómo había muerto. Supuse que lo mató algún compinche.
– ¿Alguien se ha puesto en contacto con ustedes últimamente en relación con el apartamento?
– No, nadie.
– Si reciben una llamada o una visita del hombre al que pagan el alquiler, deberán comunicárnoslo inmediatamente.
– Desde luego, comisario -dijo Ratti, otra vez en su papel de ciudadano intachable.
De pronto, Brunetti se sintió harto de sus posturas y su ropa de diseño y dijo:
– Por favor, vayan con el sargento Vianello y háganle una descripción lo más detallada posible del hombre al que pagan el alquiler. -Y a Vianello-: Si se parece a algún conocido, enséñeles fotografías.
Vianello asintió y abrió la puerta. Los Ratti se pusieron de pie y ninguno de los dos alargó la mano a Brunetti. El profesor tomó del brazo a su esposa durante el corto trayecto hasta la puerta y, una vez allí, se hizo atrás para cederle el paso. Vianello miró a Brunetti permitiéndose una sonrisa apenas perceptible, salió detrás de la pareja y cerró la puerta.