17

Brunetti calculó que, si se daba prisa, podría llegar a la Banca di Verona antes de que cerrara, siempre y cuando una oficina que actuaba desde un primer piso y que no parecía tener un lugar para desarrollar las funciones públicas propias de un banco tuviera un horario regular. Llegó a las doce y veinte y, al encontrar cerrada la puerta de la calle, apretó el botón situado junto a la sencilla placa de latón que tenía grabado el nombre del banco. La puerta se abrió con un chasquido, y Brunetti se encontró en el pequeño zaguán en el que había estado el sábado con la anciana.

En lo alto de la escalera, Brunetti vio que la puerta del banco estaba cerrada, por lo que tuvo que pulsar otro timbre. Al cabo de un momento oyó acercarse unos pasos, se abrió la puerta y apareció un joven alto y rubio que, evidentemente, no era el hombre al que había visto salir el sábado por la tarde.

El comisario sacó del bolsillo su carnet y lo mostró al joven.

Buon giorno. Comisario Brunetti, de la questura de Venecia. Deseo hablar con el signor Ravanello.

– Un momento, por favor -dijo el joven, y cerró la puerta rápidamente, antes de que Brunetti pudiera impedírselo. Pasó un minuto largo, la puerta volvió a abrirse, y el comisario se encontró frente a otro hombre, ni rubio ni alto, pero tampoco el que él había visto en la escalera.

– ¿Sí? -preguntó a Brunetti, como si el anterior hubiera sido un espejismo.

– Deseo hablar con el signor Ravanello.

– ¿De parte de quién?

– Ya se lo he dicho a su compañero. Comisario Guido Brunetti.

– Ah, sí, un momento.

Esta vez, Brunetti estaba preparado, ya tenía el pie levantado, para interponerlo en el umbral a la primera señal de que el hombre fuera a cerrar la puerta. Había aprendido el truco en las novelas de intriga y nunca había tenido ocasión de ponerlo en práctica

Tampoco ahora pudo probarlo. El hombre acabó de abrir la puerta y dijo:

– Por favor, comisario, pase. El signor Ravanello lo recibirá con mucho gusto.

Parecía una suposición un tanto temeraria, pero no sería Brunetti quien le negara el derecho a opinar.

Las oficinas parecían ocupar la misma superficie que el apartamento de la anciana. El hombre lo llevó por un despacho que correspondía a la sala de estar, también con cuatro ventanas que daban al campo. Había tres hombres con traje oscuro sentados ante sendos escritorios, pero ninguno de ellos se molestó en apartar la mirada de la pantalla de su ordenador cuando Brunetti cruzó el despacho. Su acompañante se paró delante de una puerta que, en casa de la anciana, era la de la cocina. Llamó y entró sin esperar respuesta.

El despacho tenía las mismas dimensiones que la cocina, pero aquí, en el lugar del fregadero, había cuatro archivadores y, en el de la mesa de mármol, un gran escritorio de roble, detrás del cual estaba sentado un hombre alto, de pelo negro, complexión mediana, camisa blanca y traje oscuro. Brunetti no tuvo necesidad de verlo de espaldas para reconocer en él al hombre que había salido del banco el sábado por la tarde y al que luego había visto en el vaporetto.

En el vaporetto estaba lejos y llevaba gafas oscuras, pero no cabía duda de que era él. Tenía la boca pequeña, los ojos hundidos, las cejas muy pobladas y una nariz larga, de patricio, que atraía al centro de la cara la mirada del observador que, en un primer momento, no se fijaba en el cabello, muy espeso y rizado.

Signor Ravanello, soy el comisario Guido Brunetti.

Ravanello se levantó y le tendió la mano.

– Ah, sí, sin duda viene usted por este terrible asunto de Mascari. -Volviéndose hacia el otro hombre, dijo-: Gracias, Aldo. -El empleado salió del despacho y cerró la puerta-. Por favor, siéntese -le invitó Ravanello, y rodeó la mesa para situar una de las dos sillas que había al otro lado frente a la suya. Cuando Brunetti se hubo sentado, Ravanello volvió a ocupar su lugar-. Esto es terrible, es terrible. He hablado con la dirección del banco en Verona. Ninguno de nosotros tiene ni idea de lo que se puede hacer al respecto.

– ¿Para reemplazar a Mascari? Porque él era el director de la sucursal, ¿verdad?

– Sí, en efecto. Pero no, la dificultad no está en sustituirle. Esto ya está decidido.

Ravanello hizo una pausa antes de decir cuál era la causa de la preocupación del banco, pero Brunetti aprovechó la interrupción para preguntar:

– ¿Quién va a sustituirle?

Ravanello levantó la mirada, sorprendido por la pregunta.

– Yo le sustituyo, ya que era su subdirector. Pero, como le digo, no es esto lo que preocupa al banco.

Que Brunetti supiera -y la experiencia no había demostrado que estuviera equivocado-, lo único que preocupaba a un banco era cuánto dinero ganaba o perdía. Con una sonrisa de curiosidad, preguntó:

– ¿Y qué es, signor Ravanello?

– El escándalo. Este espantoso escándalo. Usted debe de saber que una persona que ocupa un cargo de responsabilidad en un banco ha de ser prudente. La discreción es imprescindible.

Brunetti sabía que si un empleado de banca era visto en una sala de juego o firmaba un cheque sin fondos podía ser despedido; pero no le parecía que esto fuera una servidumbre excesiva para una persona a quien la gente confiaba su dinero.

– ¿A qué escándalo se refiere?

– Siendo comisario de policía, debe de saber las circunstancias en las que fue hallado el cadáver de Leonardo.

Brunetti asintió.

– Por desgracia, eso ha pasado a ser de dominio público, tanto aquí como en Verona. Hemos recibido numerosas llamadas de nuestros clientes, personas que habían tratado con Leonardo durante muchos años. Tres de ellos han retirado sus fondos del banco. Dos tenían cuentas considerables, lo que supone una fuerte pérdida para el banco. Y hoy es sólo el primer día.

– ¿Cree que esas decisiones son consecuencia de las circunstancias en que fue hallado el cadáver del signor Mascari?

– Eso me parece obvio. Yo diría que no puede estar más claro -dijo Ravanello, pero parecía más preocupado que indignado.

– ¿Cree que habrá más cancelaciones de cuentas por esta causa?

– Quizá. O quizá no. Estos casos representan pérdidas reales que podemos atribuir directamente a la muerte de Leonardo. Pero nos preocupan mucho más las pérdidas potenciales.

– ¿Por ejemplo?

– Las personas que opten por no trabajar con nosotros. Personas que, al enterarse de esto, decidan confiar su cuenta a otro banco.

Brunetti reflexionó y reparó una vez más en que los banqueros siempre evitaban utilizar la palabra «dinero», y pensó en la amplia variedad de palabras que habían inventado para sustituir esa voz más vulgar: fondos, inversiones, líquido, activo. Por regla general, los eufemismos se utilizaban para cosas más elementales, como la muerte y las funciones corporales. ¿Significaba esto que había algo intrínsecamente sórdido en el dinero y que el lenguaje de los banqueros trataba de enmascarar o negar su inmundicia? Volvió a mirar a Ravanello.

– ¿Tiene idea de la cantidad que eso pueda suponer?

– No -dijo Ravanello, moviendo la cabeza, como si hablaran de la muerte o de una grave enfermedad-. Imposible calcularlo.

– Y lo que llama usted pérdidas reales, ¿a cuánto ascienden?

La expresión de Ravanello reflejó ahora cautela.

– ¿Podría decirme para qué necesita esa información, comisario?

– No es que yo necesite esa información en concreto, signor Ravanello. Aún nos encontramos en la fase inicial de esta investigación y deseo reunir la mayor cantidad de información posible, del mayor número de fuentes posible. No estoy seguro de qué información resultará importante, y eso no podremos determinarlo hasta que sepamos todo lo que haya que saber acerca del signor Mascari.

– Comprendo -dijo Ravanello. Extendió el brazo y se acercó una carpeta-. Tengo aquí esas cifras, comisario. Precisamente estaba estudiándolas. -Abrió la carpeta y recorrió con el dedo una columna de nombres y números extraída de un ordenador-. La cuantía de las dos cuentas principales rescindidas; la tercera es insignificante, es de unos ocho mil millones de liras.

– Y eso, ¿porque estaba vestido de mujer? -dijo Brunetti, exagerando intencionadamente su reacción.

Ravanello apenas pudo disimular el desagrado que le producía esta frivolidad.

– No, comisario, no es porque estuviera vestido de mujer. Es porque esa conducta sugiere una gran irresponsabilidad, y nuestros inversores, quizá justificadamente, temen que esa irresponsabilidad marcara tanto su vida privada como su actividad profesional.

– ¿Y los clientes retiran sus fondos porque temen que haya arruinado al banco para comprarse medias y ropa interior de encaje?

– No veo la necesidad de bromear sobre eso, comisario -dijo Ravanello con una voz que debía de haber puesto de rodillas a innumerables acreedores.

– Sólo trato de sugerir que me parece una reacción exagerada frente a la muerte de ese hombre.

– Es muy comprometedora.

– ¿Para quién?

– Para el banco, por supuesto. Pero mucho más para el propio Leonardo.

Signor Ravanello, por muy comprometedora que parezca la muerte del signor Mascari, aún no tenemos constancia de las circunstancias en que se produjo.

– ¿Es que no se le encontró vestido de mujer?

Signor Ravanello, si yo le visto a usted de mono, ello no significa que sea usted un mono.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Ravanello, ya sin disimular la irritación.

– Quiero decir lo que he dicho, ni más ni menos: el que el signor Mascari estuviera vestido de mujer en el momento de su muerte no significa necesariamente que fuera un travesti En realidad, no significa que hubiera en su vida ni la menor irregularidad.

– Eso no puedo creerlo -dijo Ravanello.

– Por lo visto, sus inversores tampoco.

– No puedo creerlo por otras razones, comisario -dijo Ravanello, que miró la carpeta, la cerró y la apartó a un lado de la mesa.

– ¿Sí?

– Es difícil hablar de esto -dijo el hombre, como si hablara con la carpeta, que ahora trasladó al otro lado del escritorio.

En vista de que no decía más, Brunetti instó, con voz más suave:

– Siga, signor Ravanello.

– Yo era amigo de Leonardo. Quizá su único amigo. -Levantó la cara y luego volvió a mirarse las manos-. Yo sabía lo que hacía -dijo a media voz.

– ¿Qué sabía, signor Ravanello?

– Que se disfrazaba. Y que iba con chicos.

Se sonrojó al decirlo, pero siguió mirándose las manos.

– ¿Cómo se enteró?

– Leonardo me lo dijo. -Hizo una pausa y aspiró profundamente-. Hemos trabajado juntos durante diez años. Nuestras familias se conocen. Leonardo era padrino de mi hijo. No creo que tuviera otros amigos, lo que se dice amigos.

Ravanello dejó de hablar, como si fuera esto lo único que podía decir.

Brunetti esperó un momento antes de preguntar:

– ¿Cómo se lo dijo? ¿Y qué le dijo exactamente?

– Era domingo, estábamos aquí, trabajando, solos él y yo. Los ordenadores habían estado bloqueados el viernes y el sábado y no habíamos podido empezar a trabajar con ellos hasta el domingo. Estábamos sentados en las terminales del despacho general, y él, sencillamente, se volvió hacia mí y me lo dijo.

– ¿Qué le dijo?

– Fue muy extraño, comisario. Se me quedó mirando. Al ver que había dejado de trabajar, pensé que quería decirme algo, preguntar algo acerca de la transacción que estaba pasando. -Ravanello hizo una pausa, rememorando la escena. Me dijo-: «¿Sabes, Marco? A mí me gustan los chicos.» Y siguió trabajando, como si acabara de darme el número de una operación o la cotización de unas acciones. Fue muy extraño.

Brunetti dejó que se hiciera un silencio antes de preguntar:

– ¿Dio alguna explicación a estas palabras o agregó algo?

– Sí; aquella tarde, cuando terminamos el trabajo, le pregunté qué había querido decir, y me lo explicó.

– ¿Qué dijo?

– Que le gustaban los chicos, no las mujeres.

– ¿Los chicos o los hombres?

Ragazzi. Los chicos.

– ¿Le habló de travestismo?

– Aquel día, no. Pero me habló al cabo de un mes. íbamos en el tren, a la central de Verona, y en el andén de la estación de Padua había un grupo de ellos. Entonces me lo dijo.

– ¿Cómo reaccionó usted?

– Me quedé helado, como puede figurarse. Nunca hubiera podido sospechar eso de Leonardo.

– ¿Usted le advirtió?

– ¿De qué?

– Del peligro que suponía para su posición en el banco.

– Naturalmente. Le dije que, si alguien se enteraba, su carrera estaba acabada.

– ¿Por qué? Estoy seguro de que hay homosexuales que trabajan en bancos.

– No es eso. Era lo de vestirse de mujer y de ir con chaperos.

– ¿Le dijo él eso?

– Sí. Me dijo que recurría a ellos y que a veces él también lo hacía.

– ¿Hacía qué?

– Dedicarse a la prostitución. Por dinero. Le dije que eso podía destruirlo. -Ravanello hizo una pausa y agregó-: Y lo ha destruido.

Signor Ravanello, ¿por qué no había contado esto a la policía?

– Acabo de contárselo, comisario. Se lo he contado todo.

– Sí; porque he venido a preguntar. Usted no nos ha llamado.

– No vi la razón para destruir su reputación -dijo Ravanello al fin.

– Por lo que me ha dicho acerca de la reacción de sus clientes, no parece quedar mucho por destruir.

– No me pareció importante. -Al observar el gesto de Brunetti, dijo-: Verá, todo el mundo parecía estar enterado. No vi razón para traicionar su confianza.

– Sospecho que aún hay algo que no me ha dicho, signor Ravanello.

El hombre sostuvo la mirada de Brunetti sólo un momento.

– También quería proteger al banco. Quería averiguar si Leonardo… si Leonardo había cometido alguna irregularidad.

– ¿Así llaman los banqueros al desfalco?

Una vez más, Ravanello manifestó con un rictus de los labios la opinión que le merecían las expresiones de Brunetti.

– Quería estar seguro de que el banco no había sido afectado por sus indiscreciones.

– ¿Y eso quiere decir…?

– Está bien, comisario -dijo Ravanello inclinándose hacia adelante y hablando con impaciencia-. Quería estar seguro de que sus cuentas estaban en orden, de que no faltaba nada de los fondos que él manejaba.

– Habrá tenido una mañana muy atareada.

– No; estuve aquí el fin de semana. He pasado casi todo el sábado y el domingo delante del ordenador, revisando sus archivos de los tres últimos años. No he tenido tiempo para comprobar más.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Absolutamente nada. Todo está en perfecto orden. Por muy irregular que fuera la conducta de Leonardo en su vida privada, en su trabajo era irreprochable.

– ¿Y si no hubiera sido así?

– Entonces les hubiera llamado.

– Ya. ¿Puede darnos copia de esos archivos?

– Desde luego -accedió Ravanello, sorprendiendo a Brunetti por la rapidez de su asentimiento. La experiencia le había enseñado que los bancos son más reacios a dar información que a dar dinero. Generalmente, para conseguirla hacía falta un mandamiento judicial. Qué detalle tan agradable y complaciente el del signor Ravanello.

– Muchas gracias, signor Ravanello. Uno de nuestros especialistas en contabilidad vendrá a recoger esos datos, quizá mañana.

– Los tendré preparados.

– También le agradecería que tratara de recordar si hay algo más que el signor Mascari le hubiera revelado acerca de su otra vida, su vida secreta.

– Así lo haré. Pero creo que se lo he dicho todo.

– Bien, quizá la impresión del momento le impida recordar otras cosas, detalles. Le quedaría muy agradecido si anotara todo cuanto consiga recordar. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de días.

– Está bien -repitió Ravanello, más amable, al percibir que la entrevista tocaba a su fin.

– Creo que eso es todo por hoy -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Le agradezco su tiempo y su sinceridad, signor Ravanello. Sé lo difícil que ha de ser para usted este trance. Ha perdido no sólo a un colega sino a un amigo.

– En efecto -convino Ravanello.

– Una vez más -dijo Brunetti extendiendo la mano-, quiero darle las gracias por su tiempo y su colaboración. -Hizo una pausa y agregó-: Y por su honradez.

Ravanello levantó rápidamente la mirada al oírlo, pero dijo:

– A su disposición, comisario.

Rodeó la mesa y precedió a Brunetti hasta la puerta. Salió del despacho con Brunetti y lo acompañó a la entrada de las oficinas. Allí volvieron a estrecharse la mano, y Brunetti salió a la escalera por la que había seguido a Ravanello el sábado por la tarde.

Загрузка...