20

El efecto fue tan deprimente como es de suponer. Ninguno de los dos había visto al coche que los embestía, no sabían ni el color ni el tamaño, aunque, por la violencia del impacto, tenía que ser grande y potente. No había otro coche lo bastante cerca como para que alguien viera lo ocurrido y, si lo vio, no lo denunció. Era evidente que, después de golpearlos, su atacante había seguido hacia piazzale Roma, dado la vuelta rápidamente y regresado al continente, incluso antes de que se avisara a los carabinieri.

Allí mismo se certificó la defunción de la agente Nardi, cuyos restos fueron trasladados al hospedale civile, donde la autopsia confirmaría lo que era claramente visible por la posición de la cabeza.

– Tenía veintitrés años -dijo Vianello sin mirar a Brunetti-. Se casó hace seis meses. Su marido está fuera, haciendo un cursillo de informática. En el coche me decía cómo deseaba que Franco volviera a casa y lo mucho que lo echaba de menos. Durante la hora que hemos estado esperando no sabía hablar más que de él. Era una criatura.

Brunetti no supo qué decir.

– Debí obligarla a ponerse el cinturón. Aún viviría.

– Basta, Lorenzo -dijo Brunetti con voz áspera, pero no de cólera. Estaban en la questura, en el despacho de Vianello, esperando a que pasaran a máquina sus informes del incidente, para firmarlos antes de marcharse a casa-. Podríamos seguir así toda la noche. Yo no debí acudir a la cita de Crespo. Debí comprender que era demasiado fácil, debí desconfiar, cuando en Mestre no ocurría nada. No faltaría sino lamentarnos de no haber llevado un coche blindado.

Vianello estaba sentado a un lado de su escritorio, mirando por encima del hombro de Brunetti. Tenía un bulto en el lado derecho de la frente, que empezaba a amoratarse.

– Lo hecho, hecho está, y ella ha muerto -dijo con voz incolora.

Brunetti se inclinó hacia adelante y le oprimió el brazo.

– No la hemos matado nosotros, Lorenzo. Han sido los de ese otro coche. No podemos hacer nada más que tratar de encontrarlos.

– Pero eso no va a ayudar a Maria -dijo Vianello con amargura.

– En este mundo, ya nada puede ayudar a Maria Nardi, Lorenzo. Los dos lo sabemos. Pero quiero encontrar a los hombres que iban en ese coche y a quienquiera que los haya enviado.

Vianello asintió, pero no tenía nada que decir a esto.

– ¿Y quién se lo dirá al marido?

– ¿Dónde está?

– En el hotel Imperio de Milán.

– Yo lo llamaré por la mañana -dijo Brunetti-. De nada serviría llamar ahora, como no fuera para adelantarle el sufrimiento.

Un agente de uniforme entró en el despacho con los originales de sus informes y dos fotocopias de cada uno. Los dos hombres leyeron atentamente el texto, firmaron el original y las copias y los devolvieron al agente. Cuando éste se fue, Brunetti se puso en pie y dijo:

– Creo que ya es hora de irse a casa, Lorenzo. Son más de las cuatro. ¿Ha llamado a Nadia?

Vianello asintió. La había llamado desde la questura hacía una hora.

– Éste era el único empleo que había podido conseguir.

Su padre era policía, y alguien la recomendó para que le dieran la plaza. ¿Sabe lo que ella quería ser en realidad, comisario?

– No quiero hablar de esto, Lorenzo.

– ¿Sabe lo que quería ser ella?

– Lorenzo… -dijo Brunetti en voz baja, en tono de advertencia.

– Quería ser maestra de escuela primaria, pero sabía que no encontraría trabajo y por eso entró en la policía.

Mientras hablaban, bajaban lentamente la escalera y ahora cruzaban el vestíbulo en dirección a la puerta doble. El agente de guardia, al ver a Brunetti, saludó. Los dos hombres salieron a la calle. Del otro lado del canal, de los árboles de campo San Lorenzo, les llegó la algarabía casi ensordecedora de los pájaros que presentían el amanecer. Ya no era noche cerrada, pero la luz era apenas una insinuación que, en lo que antes fuera oscuridad impenetrable, sugería un mundo de posibilidades infinitas.

Se pararon al borde del canal, de cara a los árboles, atraída la mirada por lo que percibía el oído. Los dos tenían las manos en los bolsillos y sentían el repentino enfriamiento del aire que precede al amanecer.

– Esto no tenía que ocurrir -dijo Vianello, que dio media vuelta y se alejó con un-: «Arrivederci, comisario.»

Brunetti echó a andar en sentido opuesto, hacia Rialto y las calles que lo llevarían a su casa. La habían matado como a una mosca, alargaron la mano para aplastarlo a él y la habían destruido a ella. Una joven que se inclinaba hacia adelante para decir algo a un amigo, poniéndole una mano en el hombro con ademán cordial y confiado. ¿Qué quería decir? ¿Una frase jocosa? ¿Que bromeaba cuando se negó a quedarse a su lado? ¿O algo sobre Franco, unas palabras de añoranza? Nadie lo sabría. Un pensamiento fugaz que había muerto con ella.

Llamaría a Franco, pero todavía no. Que durmiera antes del gran dolor. Brunetti sabía que ahora no podría hablar al joven de la última hora de Maria, en el coche, con Vianello; ahora, no. Se lo diría más adelante, cuando el joven pudiera oírlo, después del gran dolor.

Cuando llegó a Rialto, miró hacia la izquierda y vio acercarse un vaporetto a la parada, y esto le decidió. Corrió y tomó el barco que lo dejó en la estación antes de la salida del primer tren que cruzaba la carretera elevada. Sabía que Gallo no estaría hoy en la questura, por lo que en la estación de Mestre tomó un taxi y se hizo llevar directamente a casa de Crespo.

La luz del día había llegado sin que él lo advirtiera, y con ella volvía el calor, que quizá se dejaba sentir aún más en esta ciudad de piedra, cemento, asfalto y casas altas. Brunetti casi se alegraba de la creciente mortificación del calor y la humedad, que lo distraía del recuerdo de lo que había visto aquella noche y de lo que empezaba a temer que encontraría en el domicilio de Crespo.

El ascensor estaba climatizado, lo mismo que la última vez, lo que ya resultaba necesario incluso a hora tan temprana. Oprimió el botón y la cabina, rápida y silenciosa, subió hasta la séptima planta. Llamó al timbre de Crespo, pero esta vez nadie contestó desde dentro. Volvió a llamar, insistió, dejando el dedo en el pulsador. Ni pasos, ni voces, ni señales de vida.

Sacó la cartera y extrajo una fina placa de metal. Vianello había pasado toda una tarde enseñándole a hacer esto y, aunque en aquella ocasión el comisario no se mostró un alumno muy hábil, ahora tardó menos de diez segundos en abrir la puerta de Crespo. Cruzó el umbral gritando:

Signor Crespo. La puerta estaba abierta. ¿Está en casa?

No estaría de más ser precavido.

No había nadie en la sala. La cocina resplandecía de tan limpia. Encontró a Crespo en el dormitorio, en la cama, con un pijama de seda amarilla. Tenía un cable telefónico atado al cuello y la cara hinchada, convertida en una horrible parodia de sí misma.

Brunetti no se entretuvo en examinar la habitación sino que fue al apartamento de al lado y estuvo llamando a la puerta hasta que un hombre adormilado y furioso la abrió gritando. Cuando llegó el equipo del laboratorio de la questura de Mestre, Brunetti ya había tenido tiempo para llamar al marido de Maria Nardi a Milán y comunicarle lo sucedido. A diferencia del vecino de al lado, Nardi no gritó, y Brunetti no hubiera podido decir si esto era mejor o peor.

Fue a la questura de Mestre, puso al corriente de lo ocurrido a Gallo, que acababa de regresar, y le encargó del examen del cadáver y el apartamento de Crespo, diciendo que aquella mañana él tenía que estar en Venecia. No dijo a Gallo que regresaba para asistir al funeral de Mascari; demasiada muerte flotaba ya en el aire.

Aunque venía de un escenario de muerte violenta, para presentarse en un acto que era consecuencia de otra muerte violenta, no pudo reprimir un suspiro al ver los campanarios y las fachadas color pastel que aparecieron ante sus ojos cuando el coche de la policía cruzaba la carretera elevada. Él sabía que la belleza no cambia nada, y quizá el consuelo que ofrecía fuera sólo ilusorio, pero aun así agradecía la ilusión.

El funeral fue deprimente; palabras huecas, pronunciadas por personas que estaban muy escandalizadas por las circunstancias de la muerte de Mascari como para tratar siquiera de fingir sinceridad. La viuda se mantuvo rígida y con los ojos secos y salió de la iglesia inmediatamente detrás del féretro, muda y sola.

Los periódicos, como era de prever, enloquecieron al olfatear la muerte de Crespo. La primera noticia apareció en La Notte de aquella misma tarde, un periódico muy aficionado a los titulares rojos y al empleo del presente de indicativo. Describía a Francesco Crespo como «travesti cortesano». Daba su biografía y hacía resaltar que había bailado en una discoteca gay de Vicenza, a pesar de que su trabajo allí duró menos de una semana. El autor del artículo establecía la inevitable asociación con el asesinato de Leonardo Mascari, ocurrido menos de una semana antes, y sugería que la similitud de las víctimas apuntaba a una persona que sintiera un especial odio hacia los travestis. El periodista no consideraba necesario explicar la causa.

Los periódicos de la mañana recogían la idea. El Gazzettino hacía referencia a las más de diez prostitutas que habían sido asesinadas en la provincia de Pordenone durante los últimos años y trataba de asociar estos crímenes con los asesinatos de los dos travestis. Il Manifesto dedicaba al caso dos columnas de la página cuatro, y el periodista aprovechaba la ocasión para tildar a Crespo de «otro de los parásitos que pululan por el cuerpo putrefacto de la sociedad burguesa italiana».

En su magistral tratamiento del crimen, II Corriere della Sera se desviaba rápidamente del asesinato de un chapero relativamente insignificante para referirse al de un conocido banquero veneciano. El artículo aludía a «fuentes locales» que informaban de que, en ciertos ámbitos, era conocida la «doble vida» de Mascari. Su muerte, por lo tanto, era el resultado inevitable de la «espiral de vicio» en la que su debilidad había transformado su vida.

Brunetti, interesado por la alusión a las «fuentes», llamó a la oficina en Roma del periódico y pidió que le pusieran con el autor del artículo. Éste, al enterarse de que Brunetti era un comisario de policía que quería saber a quién se refería en su artículo, dijo que no podía revelar sus fuentes de información, que la confianza que debe existir entre un periodista, sus lectores y sus informadores ha de ser total y absoluta. Además, revelar sus fuentes sería faltar a los más altos principios de su profesión. Brunetti tardó por lo menos tres minutos en comprender que el hombre hablaba en serio; que realmente creía lo que decía.

– ¿Cuánto hace que trabaja para el periódico? -le interrumpió Brunetti.

Sorprendido al ver cortada tan bruscamente la exposición de sus conceptos, objetivos e ideales, el reportero respondió tras una pausa:

– Cuatro meses. ¿Por qué?

– ¿Puede ponerme con la centralita o tengo que volver a marcar? -preguntó Brunetti.

– Puedo pasarle. ¿Por qué?

– Me gustaría hablar con su redactor jefe.

La voz del hombre perdió firmeza y adquirió una nota de recelo, al percibir este primer indicio de lo insidiosos que eran los poderes del Estado.

– Debo advertirle, comisario, que cualquier intento de desmentir o cuestionar los hechos que he revelado en mi información será expuesto a mis lectores. No sé si se habrá percatado de que en este país nace una nueva era y que la necesidad de información del público no puede seguir siendo…

Brunetti oprimió el botón del aparato y, cuando volvió a oír la señal, marcó de nuevo el número de la centralita del periódico. No quería que la questura tuviera que pagar por tanta tontería y, menos, siendo conferencia.

Cuando por fin le pusieron con el redactor jefe de la sección local, éste resultó ser Giulio Testa, un hombre al que Brunetti había tratado cuando ambos sufrían exilio en Nápoles.

– Giulio, soy Guido Brunetti.

Ciao, Guido, me enteré de que habías vuelto a Venecia.

– Sí. Por eso te llamo. Uno de tus redactores -Brunetti leyó la firma-, Lino Cavaliere, publica esta mañana un artículo sobre el travesti que fue asesinado en Mestre.

– Sí. Anoche lo repasé muy por encima. ¿Qué ocurre?

– Habla de «fuentes locales», según las cuales algunas personas de esta ciudad sabían que Mascari, la otra víctima, que fue asesinado hace una semana, llevaba una «doble vida». -Brunetti hizo una pausa y repitió-: Doble vida. Bonita frase, Giulio. Doble vida.

– El muy imbécil, ¿eso ha escrito?

– Aquí lo tengo, Giulio. Fuentes locales. Doble vida.

– A ése me lo cargo -gritó Testa al teléfono y repitió la frase entre dientes.

– ¿Quieres decir con eso que no hay tales «fuentes locales»?

– No; recibió una llamada telefónica anónima de un hombre que decía haber sido cliente, o comoquiera que se diga, de Mascari.

– ¿Qué dijo?

– Que conocía a Mascari desde hacía años y que le había advertido acerca de algunas de las cosas que hacía y de los clientes que tenía. Dijo que allí esto era un secreto a voces.

– Giulio, Mascari tenía casi cincuenta años.

– Lo mato. Créeme, Guido, yo no sabía nada de esto. Le dije que no lo utilizara. A ese mequetrefe lo mato.

– ¿Cómo se puede ser tan estúpido? -preguntó Brunetti, aunque sabía que las razones de la estupidez humana eran legión.

– Es un cretino. No tiene remedio -dijo Testa con acento de cansancio, como si todos los días tuviera nuevas pruebas del hecho.

– Entonces, ¿qué hace en tu periódico? Aún se os considera el mejor del país.

La frase era un prodigio de expresividad: dejaba adivinar el escepticismo de Brunetti al respecto, pero de un modo subliminal.

– Está casado con la hija del dueño de la tienda de muebles que inserta todas las semanas un anuncio a doble página. No tuvimos más remedio. Estaba en Deportes, pero un día se le ocurrió mencionar su sorpresa al enterarse de que el fútbol americano es distinto del europeo. Y me lo endosaron a mí. -Testa calló y los dos hombres quedaron pensativos. Brunetti sentía un extraño consuelo al enterarse de que él no era el único que tenía que pechar con elementos como Riverre y Alvise. Testa, que no parecía encontrar algo que lo reconfortara, agregó lúgubremente-: Estoy intentando hacer que lo trasladen a la sección de Política.

– El destino ideal, Giulio. Suerte -dijo Brunetti, dio las gracias por la información y colgó.

Aunque él ya esperaba algo así, no dejaba de sorprenderle la evidente torpeza del intento. Sólo gracias a la suerte, la «fuente local» había podido encontrar a un periodista lo bastante crédulo como para repetir el rumor acerca de Mascari sin preocuparse de comprobar si tenía fundamento. Y sólo una persona muy audaz -o que estuviera muy asustada- podía tratar de colocar la historia, como si con ello pudiera impedir que se descubriera el elaborado intento de atribuir a Mascari aquella falsa personalidad.

Los resultados de la investigación del asesinato de Crespo eran, hasta el momento, tan poco satisfactorios como la información aparecida en la prensa. En el edificio, nadie conocía la profesión de Crespo; unos pensaban que era camarero de un bar y otros, portero de noche de un hotel de Venecia. Nadie había visto algo sospechoso durante los días anteriores al asesinato, ni recordaba que en el edificio hubieran ocurrido hechos extraños. Sí, el signor Crespo recibía muchas visitas, pero era una persona afable y cordial, y era lógico que viniera a verle gente, ¿no?

El examen forense había sido un poco más explícito: muerte por estrangulamiento. El asesino le había atacado por la espalda, probablemente por sorpresa. No había señales de actividad sexual reciente, nada en las uñas y, en la casa, huellas dactilares suficientes como para tener ocupados a los peritos durante varios días.

Había llamado a Bolzano dos veces, pero la primera, el teléfono del hotel comunicaba y la segunda, Paola no estaba en la habitación. Descolgó el teléfono con intención de volver a llamar, pero en aquel momento sonó un golpecito en la puerta.

Avanti -gritó el comisario, y entró la signorina Elettra con una carpeta en la mano, que dejó encima de la mesa.

Dottore, me parece que abajo hay alguien que desea verlo. -La secretaria reparó en su sorpresa porque ella se hubiera molestado en venir a decírselo, más aún, porque estuviera enterada de la circunstancia, y se apresuró a explicar-: Yo había ido a llevar unos papeles a Anita, y le oí hablar con el guardia.

– ¿Qué aspecto tiene?

Ella sonrió.

– Joven. Muy bien vestido. -Esto, en boca de la signorina Elettra, que llevaba un conjunto de seda malva que parecía fabricada por unos gusanos superdotados, era un gran elogio, indudablemente-. Y muy guapo -agregó con una sonrisa que revelaba su pesar porque el joven quisiera hablar con Brunetti y no con ella.

– ¿Podría usted bajar a buscarlo? -preguntó Brunetti, movido tanto por el afán de acelerar el momento de ver aquella maravilla como por el deseo de proporcionar a la signorina Elettra la excusa de hablar con el visitante.

Ella transformó su sonrisa de tristeza en la que reservaba para los simples mortales y se fue a cumplir el encargo. Al cabo de unos minutos volvió a llamar a la puerta y entró diciendo:

– Comisario, este caballero desea hablar con usted.

La seguía un joven, y la signorina Elettra se hizo a un lado para dejarlo acercarse a la mesa de Brunetti, que se levantó y le dio la mano.

El joven la estrechó con un apretón firme. Tenía una mano ancha y carnosa.

– Siéntese, por favor -dijo Brunetti y, a la secretaria-: Muchas gracias, signorina.

Ella miró a Brunetti con una sonrisa vaga y luego al joven de un modo parecido a como Parsifal debió de mirar el Santo Grial en el momento en que desaparecía.

– Si desea alguna cosa, comisario, llámeme.

Lanzó una última mirada al visitante y salió del despacho cerrando la puerta con suavidad.

Brunetti miró al joven sentado al otro lado de la mesa. El pelo, oscuro, rizado y corto, le enmarcaba la frente y rozaba las orejas. La nariz era fina y los ojos, castaños y separados, parecían casi negros, por el contraste con la palidez de la cara. Llevaba traje gris oscuro y corbata azul, pulcramente anudada. Sostuvo la mirada de Brunetti un momento y sonrió enseñando una dentadura perfecta.

– ¿No me reconoce, dottore?

– No; lo siento.

– Habló usted conmigo hace una semana, pero en circunstancias muy distintas.

De pronto, Brunetti recordó la peluca roja y los zapatos de tacón alto.

Signor Canale, no lo había reconocido. Le ruego que me perdone.

Canale volvió a sonreír.

– En realidad, me alegro de que no me haya reconocido. Ello quiere decir que mi yo profesional es una persona diferente.

Brunetti no estaba seguro de qué quería decir con esto, por lo que optó por no hacer comentarios y preguntó:

– ¿Qué desea, signor Canale?

– ¿Recuerda que cuando me enseñó aquel dibujo le dije que el hombre me resultaba familiar?

Brunetti asintió. ¿Este joven no leía los periódicos? Mascari había sido identificado hacía días.

– Cuando leí la noticia en los periódicos y vi su foto, recordé dónde lo había visto. El retrato que me enseñó usted no era muy bueno.

– No lo era -convino Brunetti, sin explicar la magnitud del daño que había impedido hacer una reconstrucción más fiel de la cara de Mascari-. ¿Dónde lo vio?

– Se me acercó hará unas dos semanas. -Al observar la sorpresa de Brunetti, Canale explicó-: No se trataba de lo que imagina, comisario. No se interesaba por mi trabajo. Es decir, no se interesaba por mí profesionalmente sino personalmente.

– ¿Qué quiere decir?

– Verá, yo estaba en la calle. Acababa de apearme de un coche, el coche de un cliente, ¿comprende? Aún no me había reunido con las chicas, bueno, con los chicos, cuando él se me acercó y me preguntó si era Roberto Canale, de viale Canova treinta y cinco.

»En un primer momento pensé que era policía. Tenía toda la pinta. -Brunetti prefirió no preguntar, pero Canale se lo explicó de todos modos-. Ya sabe: chaqueta y corbata y cara seria, para evitar malas interpretaciones. Bien, él me preguntó eso y yo le contesté que sí. Todavía pensaba que era policía. En realidad, no me dijo que no lo fuera, sino que me dejó seguir pensando que lo era.

– ¿Qué más deseaba saber, signor Canale?

– Me preguntó por mi apartamento.

– ¿Su apartamento?

– Sí; quería saber quién pagaba el alquiler. Le dije que lo pagaba yo, y entonces me preguntó cómo lo pagaba. Le contesté que depositaba el dinero en un banco, en la cuenta corriente del propietario, pero entonces me dijo que no mintiera, que él sabía lo que ocurría, y tuve que decírselo.

– ¿Qué es eso de que «él sabía lo que ocurría»?

– Cómo pago el alquiler.

– ¿Y cómo lo paga?

– Me encuentro con un hombre en un bar y le doy el dinero.

– ¿Cuánto?

– Millón y medio. En efectivo.

– ¿Quién es ese hombre?

– Eso mismo me preguntó él. Le dije que era un hombre al que veo todos los meses en un bar. Él me llama durante la última semana del mes, me dice dónde tengo que reunirme con él, yo acudo, le doy el millón y medio y listos.

– ¿Sin recibo? -preguntó Brunetti.

Canale se rió de buena gana.

– Por supuesto. Es dinero contante y sonante.

Y, por consiguiente, eso lo sabían los dos, no constaba como ingresos. Y no pagaba impuestos. Era un fraude bastante corriente: probablemente, muchos arrendatarios hacían algo similar.

– Pero, además, pago otro alquiler -dijo Canale.

– ¿Sí?

– Ciento diez mil liras.

– ¿A quién?

– Lo deposito en una cuenta bancaria, y el recibo que me dan no lleva nombre, de modo que no sé de quién es la cuenta.

– ¿Qué banco? -preguntó Brunetti, aunque creía saberlo.

– Banca di Verona. Está en…

– Ya sé dónde está -cortó Brunetti-. ¿Es grande el apartamento?

– Cuatro habitaciones.

– Un millón y medio parece un alquiler muy alto.

– Sí; pero incluye ciertas cosas -dijo Canale, y se revolvió en la silla.

– ¿Por ejemplo?

– Pues que no se me molestará.

– ¿No se le molestará en sus actividades? -preguntó Brunetti.

– Sí. A nosotros nos es difícil encontrar vivienda. En cuanto la gente se entera de lo que somos y lo que hacemos, quieren que nos marchemos de la casa. Me aseguraron que allí no me ocurriría esto. Y no me ha ocurrido. Los vecinos están convencidos de que estoy en el ferrocarril y por eso trabajo de noche.

– ¿Por qué lo creen así?

– No lo sé. Ya parecían tener esa idea cuando fui a vivir allí.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Dos años.

– ¿Y siempre ha pagado el alquiler de este modo?

– Sí; desde el primer día.

– ¿Cómo encontró el apartamento?

– Me habló de él una de las chicas.

Brunetti se permitió una leve sonrisa.

– ¿Una persona a la que usted llama chica o a la que se lo llamaría yo, signor Canale?

– Una persona a la que yo llamo chica.

– ¿Su nombre? -preguntó Brunetti.

– Su nombre no le serviría de nada. Murió hace un año. Sobredosis.

– ¿Otros de sus amigos… colegas… utilizan una modalidad similar?

– Algunos, los más afortunados.

Brunetti reflexionó sobre el sistema y sus posibles consecuencias,

– ¿Dónde se cambia, signor Canale?

– ¿Me cambio?

– Me refiero a dónde se pone su… -Brunetti buscó la definición-…su ropa de trabajo. Los vecinos lo consideran un empleado del ferrocarril.

– Oh, en un coche o detrás de un arbusto. Con el tiempo adquieres práctica y no te lleva ni un minuto.

– ¿Le contó esto al signor Mascari? -preguntó Brunetti.

– Una parte. Él quería saber lo del alquiler. Y las direcciones de los otros.

– ¿Se las dio?

– Sí. Como le he dicho, creí que era policía, y se las di.

– ¿Le pidió algo más?

– No; sólo las direcciones. -Canale hizo una pausa y agregó-: Sí, me preguntó una cosa más, pero me parece que fue para dar a entender que se interesaba por mí. Como ser humano, quiero decir.

– ¿Qué le preguntó?

– Me preguntó si aún vivían mis padres.

– ¿Y qué le contestó?

– La verdad. Los dos han muerto. Murieron hace años.

– ¿Dónde?

– En Cerdeña. Yo soy de allí.

– ¿Le preguntó algo más?

– No, nada más.

– ¿Cuál fue su reacción ante lo que usted le dijo?

– No entiendo qué quiere decir.

– ¿Le pareció que le sorprendía lo que usted le dijo? ¿Que le enfurecía? ¿Que era lo que esperaba oír?

Canale meditó la respuesta.

– Al principio, pareció sorprenderse un poco, pero siguió haciendo preguntas sin parar. Como si se hubiera preparado una lista.

– ¿Le hizo algún comentario?

– No; me dio las gracias por la información. Esto me sorprendió, porque creí que era un policía y generalmente los policías no son muy… -Buscó la expresión menos dura-…no nos tratan muy bien.

– ¿Cuándo recordó quién era él?

– Ya se lo he dicho, cuando vi su foto en el periódico. Un director de banco, era director de banco. ¿Cree que por eso estaba tan interesado en los alquileres?

– Es posible. Una posibilidad que comprobaremos, signor Canale.

– Bien. Ojalá encuentren al que lo hizo. No se merecía eso. Era un hombre muy amable. Me trató con educación. Lo mismo que usted.

– Gracias. Me gustaría que mis colegas hicieran otro tanto.

– Eso estaría bien -dijo Canale con una sonrisa seductora.

– ¿Podría darme la lista de los nombres y direcciones que le dio a él? Y, a ser posible, las fechas en que sus amigos se instalaron en los apartamentos.

– Desde luego -dijo el joven, y Brunetti le acercó un papel y un bolígrafo. Mientras su visitante escribía, Brunetti observó la robusta mano que sostenía el bolígrafo como si fuera un objeto extraño. La lista era corta. Cuando acabó de escribir, Canale dejó el bolígrafo en la mesa y se levantó.

Brunetti se puso en pie a su vez, rodeó la mesa y fue con Canale hasta la puerta. Una vez allí, preguntó:

– ¿Y de Crespo, sabía algo?

– No; nunca he trabajado con él.

– ¿Tiene idea de lo que puede haberle ocurrido?

– Muy estúpido tendría que ser para pensar que su muerte no tiene que ver con la del otro.

Esto era tan evidente que Brunetti ni se molestó en asentir.

– En realidad, puestos a hacer conjeturas, yo diría que lo mataron por haber hablado con usted. -Al ver la expresión de Brunetti, explicó-: No me refería a usted personalmente, sino a la policía. Creo que sabía algo sobre el otro asesinato y por eso lo eliminaron.

– ¿Y, a pesar de todo, usted ha venido a verme?

– Verá, él me habló como si yo fuera una persona normal. Y usted también, comisario. Me habló como si fuera un hombre como los demás, ¿no? -Cuando Brunetti asintió, Canale dijo-: Tenía que venir a decírselo, comisario, tenía que venir.

Los dos hombres volvieron a estrecharse la mano y Canale se alejó por el pasillo. Brunetti lo siguió con la mirada hasta que su oscura cabeza desapareció por la escalera. Tenía razón la signorina Elettra: era un hombre muy guapo.

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