Al abrir los ojos, Robinsón vio en primer lugar un rostro negro agachado sobre él. Viernes le sostenía la cabeza con la mano izquierda y trataba de hacerle beber agua fresca en el hueco de su mano derecha. Pero como Robinsón apretaba convulsivamente los dientes, el agua se derramaba alrededor de su boca, en su barba y sobre su pecho. El araucano sonrió y se puso de pie al verle que se removía. Al instante una parte de su camisa y la pernera izquierda de su pantalón desgarrados y renegridos, cayeron al suelo. Rompió a reír y se desembarazó, haciendo gestos exagerados, del resto de sus vestidos semicalcinados. Luego, después de recoger de entre los objetos domésticos desperdigados el trozo de un espejo, se contempló en él haciendo muecas y se lo presentó a Robinsón con un nuevo estallido de risa. A pesar de los restos de hollín que le marcaban como cicatrices, no tenía ninguna herida en la cara, pero su hermosa barba pelirroja se hallaba roída por zonas peladas y sembrada de esas costritas barnizadas que forma el pelo cuando arde. Se levantó y se arrancó también los jirones de ropa carbonizados que tenía todavía pegados al cuerpo. Dio algunos pasos. No tenía más que contusiones superficiales bajo la espesa capa de hollín, polvo y tierra que le cubría.
La Residencia ardía como una antorcha. La muralla almenada del fuerte se había hundido en el foso que defendía la entrada. Los edificios de la Tesorería, el Oratorio y el Mástil-calendario, más ligeros, habían formado un batiburrillo de escombros entremezclados. Robinsón y Viernes contemplaban aquel espectáculo de desolación cuando un terrón de tierra ascendió hacia el cielo a sólo cien pies de allí, seguida un segundo después por una explosión atronadora que les tiró de nuevo al suelo. Una granizada de piedras y troncos destrozados chisporroteó a su alrededor. Debía tratarse de la carga de pólvora que Robinsón había enterrado en el camino que conducía a la bahía y que podía encenderse a distancia gracias a un cordel de estopa. Robinsón tuvo que convencerse de que ya no quedaba ni un gramo de pólvora más en toda la isla para tener el coraje de levantarse y continuar haciendo el inventario de la catástrofe.
Espantadas por aquella segunda explosión, mucho más cercana, las cabras habían corrido despavoridas en dirección opuesta y habían derribado la cerca del corral. Corrían en todos los sentidos, enloquecidas. Les bastaría menos de una hora para dispersarse por toda la isla y menos de una semana para volver al estado salvaje. En el emplazamiento de la gruta -cuya entrada había desaparecido- se alzaba ahora un caos de bloques gigantescos en forma de conos, pirámides, prismas y cilindros. Aquel montón culminaba en un picacho de rocas que se elevaba hacia el cielo y que sin duda debía proporcionar un panorama admirable sobre toda la isla y sobre el mar. La explosión había tenido un efecto fundamentalmente destructor, pero parecía que allí, en donde la detonación había sido más violenta, un genio arquitectónico la había sabido utilizar para dar libre curso a una imaginación barroca.
Robinsón miraba en torno suyo con un aire alelado y maquinalmente se puso a recoger los objetos que la gruta había vomitado antes de cerrarse. Había ropas desgarradas, un mosquete con el cañón retorcido, fragmentos de cerámica, sacos agujereados, cuencos rotos. Examinaba cada resto e iba a depositarlo con delicadeza al pie del cedro gigante. Viernes le imitaba más que le ayudaba porque, como sentía una repugnancia natural por reparar y conservar, tendía a destruir los objetos estropeados. Robinsón no tenía fuerzas para enfadarse y ni siquiera protestó cuando le vio dispersar a puñados un poco de trigo que había encontrado en el fondo de un jarro.
La tarde caía y acababan por fin de encontrar un objeto intacto -el catalejo- cuando descubrieron de pronto el cadáver de Tenn al pie de un árbol. Viernes le palpó durante mucho rato. No tenía nada roto; a primera vista no le pasaba nada, pero estaba indiscutiblemente muerto. Pobre Tenn, tan viejo, tan fiel…, tal vez la explosión le había hecho morir de miedo. Se prometieron enterrarle al día siguiente. El viento se levantó. Fueron juntos a lavarse en el mar, luego cenaron un plátano silvestre -y Robinsón recordó que aquél era el primer alimento que había tomado en la isla al día siguiente de su naufragio-. Como no sabían dónde dormir, se tumbaron ambos bajo el gran cedro, entre sus reliquias. El cielo estaba claro, pero una fuerte brisa de noroeste atormentaba la cúpula de los árboles. Sin embargo, las pesadas ramas del cedro no participaban de la asamblea del bosque y Robinsón, tendido de espaldas, veía recortarse su silueta inmóvil y festoneada, como si estuviera dibujada con tinta china en medio de las estrellas.
Al final Viernes había sido el causante de un estado de cosas que él, Robinsón, detestaba con todas sus fuerzas. Desde luego, no había provocado la catástrofe voluntariamente. Robinsón sabía ya desde hacía bastante tiempo que la noción de voluntad se aplicaba mal al comportamiento de su compañero. Más que una voluntad libre y lúcida que tomaba decisiones con un propósito deliberado, Viernes era una naturaleza de la que se desprendían actos y las consecuencias de éstos se le parecían como los hijos se parecen a sus madres. Aparentemente, nada había podido hasta aquel momento influir en el curso de esta generación espontánea. Se daba cuenta de que en este punto particularmente esencial, su influencia sobre el araucano había sido nula. Viernes, imperturbable e inconscientemente, había preparado y luego provocado el cataclismo que preludiaría el advenimiento de la nueva era. Y para saber cómo habría de ser esa nueva era, era preciso tratar de leer en la propia naturaleza de Viernes. Robinsón se hallaba todavía demasiado preso del hombre antiguo que había sido, para poder prever cualquier cosa. Porque lo que les enfrentaba a ambos superaba -y al mismo tiempo englobaba- el antagonismo descrito con frecuencia entre el inglés metódico, avaro y melancólico y el «nativo» impulsivo, pródigo y reidor. Parecía que el araucano pertenecía a otro reino, que se oponía al reino telúrico de su amo, sobre el cual tenía efectos devastadores, por poco que uno intentara aprisionarle dentro de él.
La explosión no había matado del todo al hombre viejo que se hallaba dentro de Robinsón, porque en seguida le vino la idea de que podía matar a su compañero, que dormía a su lado -había merecido mil veces la muerte-, y volver de nuevo a tejer pacientemente la tela de su universo devastado. Pero el miedo de volver a encontrarse solo y el horror que le inspiraba aquella violencia no fueron los únicos motivos que le detuvieron. En el fondo aspiraba secretamente a aquel cataclismo que acababa de producirse. En realidad, a él la isla administrada le pesaba ya casi tanto como a Viernes. Viernes, tras haberle liberado, a pesar suyo, de sus raíces terrenales, iba a conducirle hacia otra cosa. Él iba a sustituir aquel reino telúrico que le resultaba odioso por otro propio, que Robinsón ansiaba descubrir. Un nuevo Robinsón se debatía en su antigua piel y aceptaba de antemano dejar que se derrumbase la isla administrada para sumergirse, siguiendo a un iniciador irresponsable, en un camino desconocido.
Se hallaba en estas meditaciones cuando sintió algo que se removía bajo su mano, apoyada en el suelo. Pensó que era un insecto y palpó el humus con la yema de los dedos. Pero no: era la misma tierra que en aquel lugar se elevaba ligeramente. Un turón o un topo iba a emerger al final de su galería. Robinsón sonrió en la noche al tratar de imaginar el desconcierto del animal que iba a arrojarse a una prisión de carne cuando creía desembocar al aire libre. La tierra se removió de nuevo y algo salió de allí. Algo duro y frío que se mantenía anclado con fuerza en el suelo. Una raíz. ¡De modo que para coronar aquella jornada espantosa las raíces tomaban vida y brotaban por sí solas fuera de la tierra! Robinsón, resignado a todo tipo de maravillas, contemplaba en todo momento las estrellas a través de las ramas del árbol. Y entonces, sin error posible, vio cómo una constelación entera se deslizaba de repente hacia la derecha, desaparecía detrás de una rama y reaparecía por el otro lado. Luego se inmovilizó. Algunos segundos más tarde un largo y desgarrador chasquido hendió el aire. Viernes estaba ya de pie y ayudaba a Robinsón a levantarse a su vez. Huyeron con todas sus fuerzas en el mismo momento en el que el suelo se estremecía a sus plantas. El gran cedro se deslizaba con lentitud entre las estrellas y se desmoronaba con un rugido de trueno en medio de los otros árboles, como un gigante que cae entre las altas hierbas. El tronco, erizado verticalmente, abrazaba toda una colina de tierra entre sus brazos retorcidos e innumerables. Un silencio formidable siguió al cataclismo. El genio tutelar de Speranza, minado por la explosión, no había resistido al soplo vigoroso -aunque sin ráfagas- que movía a sus hojas.
Después de la destrucción de la gruta, aquel nuevo golpe a la tierra de Speranza terminaba de romper los últimos lazos que vinculaban a Robinsón con su antiguo fundamento. Ahora flotaba, libre y asustado, sólo con Viernes. Ya no iba a soltar nunca a aquella mano morena que había agarrado la suya para salvarle en el momento en que el árbol naufragaba en la noche.
La libertad de Viernes -en la que Robinsón comenzó a iniciarse a partir de los días siguientes- no era más que la negación del orden, borrado de la superficie de la isla a causa de la explosión. Robinsón conocía suficientemente bien, por el recuerdo de sus primeros días en Speranza, lo que era una vida desamparada, a la deriva y sometida a todos los impulsos del capricho y a todas las caídas del desfallecimiento, y por eso presentía que debía existir una oculta unidad, un principio implícito en el comportamiento de su compañero.
Viernes no trabajaba, en el sentido real del término, nunca. Como ignoraba cualquier noción de pasado y de futuro, vivía inmerso en el instante presente. Pasaba días enteros en una hamaca de lianas trenzadas que había tendido entre dos pimenteros y desde la cual derribaba con su cerbatana a los pájaros que venían a posarse en las ramas, engañados por su inmovilidad. Por la tarde, arrojaba el producto de su indolente caza a los pies de Robinsón, que no se preguntaba ya si aquel gesto era el del perro fiel que trae algo a su amo o, por el contrario, el de un amo tan imperioso que ni siquiera se dignaba expresar sus órdenes. La verdad era que había superado en sus relaciones con Viernes aquel nivel de mezquinas alternativas. Le observaba con pasión, atento a la vez a las acciones y a los gestos de su compañero y observaba también la reacción que producían en sí mismo, porque estaban produciendo una metamorfosis que le trastornaba.
Su aspecto exterior había sido el primero en resentirse del cambio. Había renunciado a afeitarse el cráneo y sus cabellos se rizaban formando unos bucles rojizos que, de día en día, se iban haciendo más exuberantes. En cambio había cortado su barba -ya deteriorada por la explosión- y cada mañana pasaba por sus mejillas la hoja de su cuchillo, que había afilado durante largo rato sobre una piedra volcánica, ligera y porosa, muy corriente en la isla. Había perdido así de golpe su aspecto solemne y patriarcal, aquel lado «Dios-Padre» que servía para apoyar tan perfectamente a su antigua autoridad. Con la medida había rejuvenecido casi una generación y una mirada en el espejo bastó para convencerle de que además -por un fenómeno de mimetismo bastante explicable- existía a partir de ese momento una clara semejanza entre su rostro y el de su compañero. En pocos días se había convertido en su hermano, y ni siquiera estaba seguro de que no se tratara de su hermano mayor. Su cuerpo también se había transformado. Siempre había temido a las quemaduras del sol, como uno de los peores peligros que podían amenazar a un inglés -pelirrojo, para colmo- en zona tropical y se cubría cuidadosamente todas las partes del cuerpo antes que exponerlas a sus rayos, sin olvidar, como precaución suplementaria, su gran sombrilla de pieles de cabra. Sus estancias prolongadas en lo más hondo de la gruta y luego su intimidad con la tierra habían terminado por dar a su carne la blancura lechosa y frágil de los rábanos y tubérculos. Pero animado por Viernes, a partir de entonces se exponía desnudo al sol. Al principio avergonzado, encogido y feo, no había tardado mucho, sin embargo, en estirarse y embellecerse poco a poco. Su piel había adquirido un tono cobrizo. Una fiereza nueva henchía sus músculos y su pecho. Su cuerpo desprendía un calor del que le parecía que su alma extraía una seguridad que jamás antes había conocido. De este modo descubría que un cuerpo aceptado, querido, incluso vagamente deseado -por una especie de narcisismo naciente-, puede ser no sólo un instrumento mejor para insertarse en la trama de las cosas exteriores, sino además un compañero fiel y fuerte.
Compartía con Viernes juegos y ejercicios que en otra época hubiera considerado incompatibles con su dignidad. Por eso no cesó hasta caminar sobre sus manos con tanta habilidad como lo hacía el araucano. Al principio no encontró ninguna dificultad para hacer el pino apoyándose contra una roca saliente. Pero era más delicado desprenderse de aquel punto de apoyo y avanzar sin balancearse hacia adelante y hacia atrás para acabar desplomándose. Sus brazos temblaban bajo el peso aplastante de todo su cuerpo, pero no se debía a falta de fuerza, sino que tenía que adiestrarse para adquirir el equilibrio y la postura adecuada para sostener aquella carga insólita. Se empeñaba en lograrlo, porque consideraba como un progreso decisivo, en el nuevo camino en el que se adentraba, la conquista de una especie de polivalencia de sus miembros. Soñaba con que su cuerpo se metamorfoseaba en una mano gigante cuyos cinco dedos serían cabeza, brazos y piernas. La pierna tenía que poder levantarse como un índice, los brazos debían caminar como piernas, el cuerpo descansar indiferente sobre tal miembro o tal otro, como una mano que se apoyara en cada uno de sus dedos.
Entre sus escasas ocupaciones, Viernes confeccionaba arcos y flechas con un minucioso cuidado, tanto más sorprendente desde el momento en que, en realidad, las utilizaba muy poco para la caza. Después de tallar sencillos arcos en las maderas más ligeras y regulares -sándalo, arcediana y copaiba-, pasó rápidamente a unir sobre un armazón flexible láminas de cuerno de macho cabrío que multiplicaban su resistencia.
Pero concedía mucha mayor dedicación a las flechas porque, si aumentaba sin cesar la potencia de los arcos, era para poder aumentar la longitud de las flechas, que pronto llegó a ser de más de seis pies. El delicado equilibrio de la punta y sus adornos de plumas nunca resultaba suficientemente exacto para su gusto y podía vérsele durante horas haciendo girar el palo sobre la arista de una piedra para llegar a localizar su centro de gravedad. La verdad es que empenachaba sus flechas más allá de cualquier límite razonable, aprovechaba para ese fin tanto plumas de papagayo como hojas de palmera y, ya que recortaba las puntas en forma de alas, utilizando los omoplatos de las cabras, resultaba evidente que lo que pretendía con esas características no era tanto que alcanzasen a una presa cualquiera con fuerza y precisión como que volaran, que planearan lejos, durante el mayor tiempo posible.
Cuando tendía su arco, su rostro se contraía por un esfuerzo de concentración casi doloroso. Buscaba durante mucho rato la inclinación de la flecha que le asegurara la trayectoria más gloriosa. Al fin silbaba la cuerda y rozaba el brazalete de cuero con que se protegía el antebrazo izquierdo. Con todo el cuerpo proyectado hacia adelante, los dos brazos tensos en un gesto que era a la vez impulso y ruego, acompañaba la trayectoria de su flecha. Su rostro brillaba de placer mientras su impulso vencía al roce del aire y a la gravedad. Pero algo parecía romperse dentro de él, cuando la punta se inclinaba hacia el suelo, frenada apenas en su caída por su penacho de plumas.
Robinsón se preguntó durante mucho tiempo sobre el significado de aquellos ejercicios con el arco sin caza y sin blanco, en los que Viernes se afanaba hasta el agotamiento. Por fin creyó entenderlo cierto día en que un fuerte viento marino cabrilleaba las olas que rompían en la playa. Viernes ensayaba flechas nuevas, de una longitud desmesurada, empenachadas con una fina barba formada por plumas remeras de albatros, que medía casi tres pies. Empulgó, inclinando la flecha cuarenta y cinco grados, en dirección al bosque. La flecha subió hasta una altura de unos ciento cincuenta pies por lo menos. Luego pareció dudar un instante, pero en lugar de caer hacia la playa, se inclinó, colocándose horizontalmente, y enfiló hacia el bosque con una nueva energía. Cuando desapareció tras la cortina que formaban los primeros árboles, Viernes, radiante, se volvió hacia Robinsón.
– Caerá entre las ramas; no volverás a verla -le dijo Robinsón.
– No volveré a encontrarla -dijo Viernes-, pero es porque no caerá jamás.
Tras regresar al estado salvaje, las cabras no vivían ya en la anarquía a la que la domesticación del hombre somete a los animales. Se habían agrupado en rebaños jerarquizados, mandados por los machos más fuertes y más sabios. Cuando algún peligro amenazaba, el rebaño se reagrupaba -generalmente en un montículo- y todos los animales del rango superior oponían al agresor un frente de cuernos infranqueable. Viernes jugaba a desafiar a los machos cabríos que sorprendía aislados. Les obligaba a tumbarse, agarrándoles por los cuernos, o les atrapaba en plena carrera y, para marcarles con su victoria, les ataba un collar de lianas en torno al cuello.
Un día, sin embargo, cayó sobre una especie de rebeco, grande como un oso, que le hizo rodar por las rocas con un simple revés de sus cuernos enormes y nudosos, que se alzaban como largas llamas negras sobre su cabeza. Viernes tuvo que permanecer tres días inmóvil en su hamaca, pero hablaba sin cesar de que tenía que volver a encontrar a aquel animal al que había bautizado con el nombre de Andoar y que parecía inspirarle una especie de admiración, mezclada con ternura: Andoar era reconocible a dos tiros de flecha de distancia nada más que por su espantoso olor. Andoar no huía jamás cuando se le acercaba. Andoar se mantenía siempre apartado del rebaño. Andoar no se habría encarnizado con él, después de haberle medio matado, como lo habría hecho cualquier otro macho cabrío… Mientras salmodiaba a media voz el elogio de su adversario, Viernes trenzaba cuerdecitas de vivos colores para hacer con ellas un collar más sólido y más vistoso que los demás: el collar de Andoar. Cuando reemprendió el camino del peñasco donde moraba el animal, Robinsón protestó débilmente sin ninguna esperanza de detenerle. El olor que desprendía su piel después de aquellos rodeos tan especiales bastaba para justificar la oposición de Robinsón. Pero además el peligro era real, como lo probaba su reciente accidente, del que apenas se había recuperado. Viernes no se preocupaba. Se hallaba tan pródigo de fuerzas y de coraje ante un juego que le exaltaba como exagerado era en su pereza y en su indiferencia en los días normales. Había encontrado en Andoar un compañero de juegos y parecía encantarle su obtusa brutalidad y aceptaba por ello de antemano con buen humor la perspectiva de nuevas heridas, incluso mortales.
No tuvo que buscar largo rato para descubrirle. La silueta del gran macho se erguía como una roca en medio de una manada de cabras y cabritos, que se dispersaron en desorden cuando se aproximó. Se encontraron solos en medio de una especie de circo, cuyo fondo estaba limitado por una pared abrupta y que se abría sobre una cascada de detritus salpicados de cactus. Al oeste, el terreno se cortaba formando un precipicio de unos cien pies de profundidad. Viernes desató el cordel que había anudado en torno a su muñeca y lo agitó a modo de desafío en dirección a Andoar. La fiera dejó de repente de mascar, conservando una larga gramínea entre sus dientes. Luego se rió para sí y se irguió sobre sus patas traseras. Dio en esta actitud algunos pasos hacia Viernes, agitando en el vacío sus pezuñas delanteras, sacudiendo sus inmensos cuernos, como si saludara a una multitud al pasar. Aquella mímica grotesca dejó helado a Viernes por la sorpresa. El animal se hallaba sólo a unos cuantos pasos suyos cuando se dobló hacia adelante y como una catapulta embistió hacia donde él se encontraba. Su cabeza se hundió entre sus patas delanteras, sus cuernos apuntaron formando una aguda horquilla y sólo entonces voló hacia el pecho de Viernes como una gran flecha empenachada con pieles. Viernes se apartó hacia la izquierda una fracción de segundo más tarde de lo necesario. Un hedor almizclado le envolvió en el mismo momento en que un choque violento contra su hombro derecho le hacía girar sobre sí mismo. Cayó brutalmente y permaneció pegado al suelo. Si se hubiera levantado en seguida, no habría estado en condiciones de esquivar una nueva carga. Se mantuvo, por tanto, echado de espaldas, mientras observaba a través de sus párpados semicerrados un pedazo de cielo azul, enmarcado por hierbas secas. Fue entonces cuando vio inclinarse sobre él una máscara de patriarca semita, unos ojos verdes escondidos en cavernas peludas, una barba rizada que remataba un hocico negro que se torcía con una risa de fauno. Hizo un débil movimiento, pero le respondió una punzada de dolor en su hombro. Perdió el conocimiento. Cuando volvió a abrir los ojos el sol ocupaba el centro de su campo visual y le bañaba con un calor intolerable. Se apoyó sobre su mano izquierda y recogió sus pies bajo su cuerpo. Apenas levantado, observaba con vértigo la pared rocosa que reverberaba la luz en todo el circo. Andoar no huía jamás cuando se le acercaba. Andoar se mantenía siempre apartado del rebaño. Andoar no era visible. Se levantó titubeando e iba a darse la vuelta cuando oyó a sus espaldas el chasquido de unas pezuñas sobre las piedras. El ruido era tan próximo que no tuvo tiempo para hacer frente. Se dobló hacia la izquierda, del lado de su brazo sano. Cogido de través a la altura de la cadera izquierda, viernes se tambaleó con los brazos en cruz. Andoar se había detenido, plantado sobre sus cuatro patas secas y nerviosas, interrumpiendo el impulso del muchacho con un golpe en los riñones. Viernes, perdiendo el equilibrio, cayó como un maniquí desarticulado sobre el lomo del macho cabrío, que se dobló bajo su peso y se lanzó de nuevo a la carrera. Torturado por el dolor de su hombro, se aferró al animal. Sus manos habían agarrado los cuernos anillados muy cerca del cráneo, sus piernas apretaban el pelo de sus costados, mientras que los dedos de sus pies se enredaban en los genitales. El macho cabrío daba fantásticos bandazos para desembarazarse de aquel fardo de carne desnuda que se enrollaba a su cuerpo. Dio varias veces la vuelta al circo sin tropezar jamás en las rocas, a pesar del peso que le aplastaba. Si hubiera caldo o hubiera rodado voluntariamente por el suelo, no habría podido volver a levantarse. Viernes sentía que el dolor le desgarraba el estómago y temía perder de nuevo el conocimiento.
Era preciso obligar a Andoar a detenerse. Sus manos descendieron a lo largo del cráneo rugoso y se colocaron sobre las órbitas huesudas del animal. Cegado, no se detuvo. Como si los obstáculos ahora invisibles no existieran, cargó hacia adelante. Sus pezuñas resonaron sombre la losa de piedra que se adentraba en el precipicio y los dos cuerpos, todavía anudados, cayeron al vacío.
A dos millas de allí, Robinsón había sido testigo -telescopio en mano- de la caída de los dos adversarios. Conocía lo suficientemente bien aquella región de la isla como para saber que la meseta poblada de espinos en la que debían haberse estrellado era accesible, o bien a través de un sendero escarpado que descendía desde lo alto, o bien directamente si se escalaba el abrupto acantilado de unos cien pies de altura que conducía al lugar. La urgencia reclamaba el camino más directo, pero Robinsón no dejaba de sentir angustia al considerar que tendría que realizar la ascensión tanteando a lo largo de aquella pared irregular que en algunas zonas se hallaba cortada a plomo. Pero era necesario salvar a Viernes -quizá todavía con vida-, y eso le animaba a superar aquel trance. Diestro ya en los juegos musculares que dan al cuerpo su desarrollo más apropiado, sentía, sin embargo, todavía, como una de sus últimas taras de antaño, el vértigo intenso que le atacaba, aunque sólo estuviera a tres pies del suelo. No le cabía duda de que si afrontaba y superaba aquella maldita debilidad, realizaría un notable progreso en su nueva vía.
Después de haber corrido entre los bloques de piedra y tras haber saltado de uno a otro, como le había visto hacer a Viernes cien veces, llegó en seguida al punto en que tenía que colgarse de la pared y avanzar trepando con sus veinte dedos, apoyándose en todas las sinuosidades de la roca. Una vez allí experimentó un inmenso pero bastante sospechoso alivio al reencontrar el contacto directo con el elemento telúrico. Sus manos, sus pies, todo su cuerpo desnudo conocían el cuerpo de la montaña, sus lisuras, sus desmoronamientos, sus rugosidades. Se dedicaba con un éxtasis nostálgico a palpar meticulosamente la sustancia mineral y no era sólo la preocupación por su seguridad la que le impulsaba a ello. Aquello era -lo sabía perfectamente- una inmersión en su pasado y sería de una dimensión cobarde y mórbida si el vacío -al que volvía la espalda- no constituyera la otra mitad de su prueba. Estaba la tierra y el aire y, entre los dos, colgado de la piedra como una mariposa temblando, Robinsón, que luchaba dolorosamente para realizar su conversión de la una al otro. Al llegar a la mitad del acantilado se impuso una parada y un giro, acciones que podía realizar en ese momento gracias a una especie de cornisa de aproximadamente una pulgada de ancho sobre la que podía apoyar sus pies. Un sudor frío le invadió y tornó sus manos peligrosamente resbaladizas. Cerró los ojos para no ver como a sus pies daban vueltas los bloques de piedra sobre los cuales hacía sólo un momento corría. Luego volvió a abrirlos, decidido a controlar su malestar. Entonces se le ocurrió mirar hacia el cielo envuelto en las últimas luces del poniente. Un cierto bienestar le devolvió de inmediato el control de una parte de sus miembros. Comprendió que el vértigo no es más que la atracción terrestre que se ceba en el corazón del hombre que sigue siendo obstinadamente geotrópico. El alma se inclina perdidamente hacia esos fondos de granito o de arcilla, de sílice o de esquisto, cuya lejanía la enloquece y la atrae al mismo tiempo, porque allí presiente la paz de la muerte. No es el vacío aéreo lo que suscita el vértigo, sino la fascinante plenitud de las profundidades terrestres. Con el rostro elevado hacia el cielo, Robinsón experimentó que, contra la llamada dulzona de las tumbas, podía prevalecer la invitación al vuelo de una pareja de albatros que planeaba fraternalmente entre dos nubes teñidas de rosa por los últimos rayos de la tarde. Reemprendió su escalada, con el alma reconfortada y conociendo mejor a dónde iban a conducirle sus próximos pasos.
Caía ya el crepúsculo cuando descubrió el cadáver de Andoar en medio de los escasos matorrales de aliso que crecían entre las piedras. Se inclinó sobre el gran cuerpo deshecho y reconoció inmediatamente el cordón de colores sólidamente anudado en torno a su cuello. Se enderezó al oír una risa a sus espaldas. Viernes estaba allí, de pie, cubierto de arañazos, con el brazo izquierdo inmovilizado, pero indemne.
– Ha muerto protegiéndome con su piel -dijo-. El gran cabrón ha muerto, pero pronto le haré volar y cantar…
Viernes se reponía de sus fatigas y de sus heridas con una rapidez que sorprendía a Robinsón. A la mañana siguiente -rostro distendido y cuerpo dispuesto- volvió a los despojos de Andoar. Primero cortó la cabeza y la depositó en el centro de un hormiguero. Luego, tras desgarrar la piel que rodeaba a las patas y abrirla a lo largo del pecho y del abdomen, instaló al animal en el suelo y allí cortó las últimas adherencias que sostenían la gran corteza escuálida y rosa, fantasma anatómico de Andoar. Abrió la bolsa abdominal, desenrolló los cuarenta pies de intestinos que albergaba y tras lavarlos con agua corriente los colgó de las ramas de un árbol -guirnalda extraña, lechosa y violácea, que inmediatamente atrajo millares de moscas-. Luego fue hacia la playa canturreando y portando bajo su brazo la grasa y pesada piel de Andoar. La aclaró entre las olas y la dejó allí para que se impregnara de arena y de sal. Luego, con la ayuda de un tundidor improvisado -una concha atada a un guijarro-, comenzó a depilar la cara exterior de la piel y a descarnar su lado interior. Aquel trabajo le exigió varios días, durante los cuales rechazó la ayuda de Robinsón, reservándole, decía, una tarea posterior más noble, más fácil y también esencial.
El misterio se resolvió cuando suplicó a Robinsón que aceptara orinar sobre la piel extendida en el fondo de una concavidad de la roca, en donde las grandes mareas depositaban un espejo de agua, que se evaporaba en pocas horas. Le rogó que bebiera mucho durante los próximos días y que no se aliviara nunca en ningún otro lugar, ya que la orina debía cubrir por completo los despojos de Andoar. Robinsón se dio cuenta de que él, en cambio, se abstenía y no le preguntó si consideraba que su propia orina se hallaba desprovista de virtudes curtientes o si experimentaba repugnancia ante la infame promiscuidad que habría significado aquella mezcla de sus aguas. La piel había macerado durante ocho días en lo que se había convertido en una salmuera amoniacal; cuando la retiró de allí, la enjuagó en el agua del mar y la sujeto entre dos arcos que la sometían a una tensión ligera y constante. Por último la dejó secar durante tres días a la sombra y comenzó a pulirla con piedra pómez, cuando todavía conservaba un resto de humedad. A partir de ese momento era un gran pergamino virgen de una tonalidad de oro viejo que, a la caricia con los dedos, daba una nota grave y sonora.
– Andoar va a volar, Andoar va a volar-repetía muy excitado, negándose en todo momento a desvelar sus intenciones.
Las araucarias de la isla eran poco numerosas, pero sus siluetas piramidales y negras se alzaban soberbias entre los matorrales que vegetaban a su sombra. Viernes quería especialmente a esos árboles, tan característicos de su país, hasta el punto de conferirle su nombre, y pasaba jornadas enteras aovillado en la cuna de sus ramas nodrizas. Por la tarde, llevaba a Robinsón un puñado de granos penígeros que contenían una almendra comestible cuya sustancia harinosa era potenciada por un acre olor de resina. Robinsón se había cuidado siempre de seguir a su compañero en aquellas escaladas que le parecían simiescas.
Aquella mañana, sin embargo, se encontraba al pie del más alto de aquellos árboles, y taladrando con la mirada la profundidad de su ramaje, calculaba que no tendría menos de ciento cincuenta pies de altura. Tras varios días de lluvia, el frescor de la mañana anunciaba el retorno del buen tiempo. El bosque vaheaba como un animal y en la espesura la espuma de invisibles arroyos dejaba oír un rumor inhabitual. Atento siempre a los cambios que observaba en sí mismo, Robinsón había notado desde hacía varias semanas que esperaba cada mañana la salida del sol con una impaciencia ansiosa, y que el despliegue de sus primeros rayos adquiría para él la solemnidad de una fiesta que no por ser cotidiana dejaba de tener cada vez una intensidad nueva.
Agarró la rama más accesible y se levantó sobre una rodilla; luego se puso de pie, pensando imprecisamente que podría disfrutar de la salida del sol unos minutos antes de lo acostumbrado, si trepaba a la copa de un árbol. Trepó sin esfuerzo los sucesivos niveles de aquel armazón de madera con la creciente impresión de hallarse prisionero -y de algún modo solidario- en una amplia estructura, infinitamente ramificada, que arrancaba desde el tronco en la corteza rojiza y se desarrollaba en ramas, ramitas, tallos, plúmulas, para concluir en los nervios de las hojas triangulares, punzantes, en forma de escamas y enredadas en espiral en torno a las ramas. A medida que se elevaba, se hacía cada vez más sensible a la oscilación de aquel conjunto de miembros arquitectónicos a través del cual pasaba el viento con un zumbido de órgano. Se acercaba a la copa, cuando de pronto se encontró rodeado de vacío. Quizás a causa de un rayo el tronco se encontraba rajado en aquel lugar, a una altura de unos seis pies. Bajó los ojos para huir del vértigo. A sus pies, un batiburrillo de ramas dispuestas en planos superpuestos se prolongaba hacia abajo girando en una enloquecedora perspectiva. Un terror de su infancia le vino a la memoria. Había deseado subir al campanario de la catedral de York. Después de ascender por la escalera escarpada y estrecha, que daba vueltas en torno a una columnita de piedra esculpida, había abandonado de repente la tranquilizadora penumbra de los muros y había emergido al aire libre, en un espacio que se hacía aún más vertiginoso por la lejana silueta de los tejados de la ciudad. Tuvo que descender de nuevo como un papanatas, con la cabeza envuelta en su capucha escolar…
Cerró los ojos y apoyó su mejilla contra el tronco, único punto firme que disponía. En aquella arboladura, llena de vida, el trabajo de la madera, sobrecargada de miembros y arañando el viento, se oía como una vibración sorda, atravesada a veces por un largo gemido. Escuchó durante largo rato aquel rumor que traía la calma. La angustia aflojaba su abrazo. Soñaba. El árbol era un gran navío anclado en el humus y luchaba, con todas sus velas desplegadas, por iniciar al fin el vuelo. Una caricia cálida envolvió a su rostro. Sus párpados se hicieron incandescentes. Comprendió que el sol se había levantado, pero tardó todavía un poco en abrir los ojos. Se mantenía atento al ascenso en su interior de una nueva alegría. Una ola de calor le cubría. Tras la miseria del alba, la luz salvaje fecundaba con fuerza todas las cosas. Abrió a medias los ojos. Entre sus pestañas estallaron puñados de lentejuelas luminiscentes. Un soplo tibio hizo temblar a las hojas. La hoja pulmón del árbol, el árbol pulmón a su vez y por tanto el viento es su respiración, pensó Robinsón. Imaginó sus propios pulmones, expandiéndose hacia afuera, mata de carne purpúrea, pólipo de coral viviente, con membranas rosas, esponjas mucosas… Agitaría al aire aquella delicada exuberancia, aquel ramo de flores carnales y una alegría púrpura le penetraría por el canal del tronco, henchido de sangre bermeja…
Por el lado de la costa, un gran pájaro de color oro viejo, de forma romboidal, se balanceaba caprichosamente en el cielo. Viernes, cumpliendo su misteriosa promesa, hacía volar a Andoar.
Después de haber atado tres varitas de junco en forma de cruz, con dos brazos desiguales y paralelos, había vaciado una ranura en cada una de sus secciones y había hecho pasar por allí una tripa seca. Después había sujetado aquel marco ligero y sólido a la piel de Andoar, doblando y cosiendo sus bordes a la tripa seca. Uno de los extremos de la varita más larga sostenía la parte delantera de la piel y el otro estaba recubierto por la parte caudal que colgaba en forma de trébol. Los dos extremos se hallaban reunidos por una cuerda bastante floja y a ésta se unía otra cuerda con la que se sostenía y que estaba situada en un punto cuidadosamente calculado para que el carnero-volador adoptara la inclinación adecuada que le proporcionaría la mayor fuerza ascendente. Viernes había trabajado desde los primeros albores en aquellos ensamblajes delicados, y como soplaba a ráfagas una fuerte brisa de suroeste anunciadora del tiempo seco y luminoso, el gran pájaro de pergamino, apenas terminado, se agitaba entre sus manos, como impaciente por emprender el vuelo. En la playa, el araucano había dado gritos de alegría en el momento en que el monstruo frágil, combado como un arco, había subido como un cohete, haciendo resonar todas sus partes libres y arrastrando una guirnalda de plumas blancas y negras.
Cuando Robinsón llegó para reunirse con él, se hallaba tumbado sobre la arena con las manos cruzadas bajo la nuca y la cuerda del carnero-volador anudada a su sandalia izquierda. Robinsón se tendió a su lado y ambos contemplaron durante largo rato a Andoar que vivía en medio de las nubes, cediendo a bruscos e invisibles ataques, atormentado por corrientes contradictorias, debilitado por una repentina calma, pero conquistando de nuevo, en un impulso vertiginoso, toda la altura perdida. Viernes, que participaba intensamente en todas aquellas peripecias eólicas, se levantó al fin y con los brazos en cruz imitaba entre risas la danza de Andoar. Se encogía como una bola sobre la arena, luego se desplegaba, proyectando hacia el cielo su pierna izquierda, daba vueltas, vacilaba como si de pronto estuviera privado de energía, dudaba, se lanzaba de nuevo, y la cuerda atada a su sandalia era como el eje de aquella coreografía aérea, porque Andoar, fiel y lejano jinete, respondía a cada uno de sus movimientos con cabezadas, vueltas y descensos en picado.
La sobremesa estuvo dedicada a la pesca de peces voladores. La cuerda de Andoar fue sujeta a la parte trasera de la piragua, mientras que un cable de la misma longitud -unos ciento cincuenta pies aproximadamente- que partía de la cola del carnero-volador terminaba en un anzuelo que rozaba relampagueando la cresta de las olas.
Robinsón remaba lentamente contra el viento, siguiendo las lagunas de la costa oriental, mientras que Viernes, sentado detrás, y dándole la espalda, vigilaba las evoluciones de Andoar. Cuando un pez volador se arrojaba sobre el cebo y cerraba de manera inextricable su pico puntiagudo, erizado de dientecitos, en el anzuelo, el carnero-volador, como la boya de una caña de pescar, acusaba la captura con sus desordenados movimientos. Robinsón daba entonces media vuelta y, remando en el sentido del viento, alcanzaba deprisa el cabo del sedal que Viernes recogía. Al fondo de la piragua se amontonaban los cuerpos cilíndricos con los lomos verdes y los flancos plateados de los peces.
Cuando atardeció, Viernes no pudo decidirse a bajar a tierra a Andoar durante la noche. Le ató a uno de los pimenteros, donde antes había colgado su hamaca. Andoar, como un animal doméstico atado a su correa, pasó de este modo la noche a los pies de su amo y le acompañó también durante todo el día siguiente. Pero en el transcurso de la segunda noche, el viento cesó de repente y hubo que ir a recoger al gran pájaro de oro en el centro de un campo de magnolias donde se había posado despacito. Tras varios intentos infructuosos, Viernes renunció a colocarle de nuevo al viento. Pareció olvidarle y se refugió en el ocio durante ocho días. Entonces volvió a recordar la cabeza del macho cabrío que había abandonado en un hormiguero.
Las activas y diminutas obreras rojas habían trabajado bien. De los largos pelos blancos, de la barba y de la carne no quedaba nada. Las órbitas y el interior de la cabeza habían sido perfectamente limpiadas y los músculos y los cartílagos tan perfectamente ingeridos que el maxilar inferior se desprendió del resto de la cabeza en cuanto Viernes lo tocó. Era una noble cabeza de carnero con el cráneo marfileño, los fuertes cuernos negros anillados y en forma de lira, lo que blandió en su brazo como trofeo. Como había encontrado en la arena el cordoncillo de colores vivos que había estado anudado al cuello del animal, lo ató a la base de los cuernos, junto al rodete abultado que forma el pedestal córneo alrededor de su eje óseo.
– ¡Andoar va a cantar! -prometió misteriosamente a Robinsón, que le miraba actuar.
Talló entonces dos pequeñas traviesas de diferente tamaño en madera de sicómoro. Con la más larga, y gracias a dos agujeros horadados en sus extremos, reunió las puntas de los dos cuernos. La más corta fue fijada paralelamente a la primera, a la mitad de la testuz. Aproximadamente a una pulgada más arriba, entre las órbitas, colocó una tablita de abeto cuyo borde superior llevaba doce estrechas hendiduras. Por último descolgó los intestinos de Andoar que seguían balanceándose en las ramas de un árbol -delgada y seca tira curtida por el sol, y la cortó en segmentos iguales de unos tres pies de largo.
Robinsón le observaba todo el rato sin comprender, como habría observado el comportamiento de un insecto de costumbres complicadas e ininteligibles para un ser humano. La mayor parte del tiempo Viernes no hacía nada, y nunca el aburrimiento venía a perturbar el cielo de su inmensa e ingenua pereza. Después, como un lepidóptero invitado por un soplo primaveral a meterse en el complejo proceso de la reproducción, se levantaba de pronto, asaltado por una idea, y se absorbía, sin moverse del sitio, en ocupaciones cuyo sentido permanecía oculto durante mucho tiempo, pero que por lo general se relacionaba de algún modo con las cosas del aire. A partir de ese momento su fatiga y su tiempo no contaban ya, su paciencia y su atención no tenían límites. Así Robinsón pudo verle durante doce días tender entre las dos traviesas de madera, con la ayuda de unos pasadores, los doce trozos de intestino seco que podían guarnecer los cuernos y la frente de Andoar. Con un sentido innato de la música, las afinaba no a la tercera o a la quinta, como las cuerdas de un instrumento ordinario, sino o bien al unísono, o bien a la octava, para que pudieran resonar todas juntas sin discordancia. Porque no se trataba de una lira o de una cítara, que él mismo iba a puntear, sino de un instrumento elemental, un arpa eolia, que solamente sería tocada por el viento. Las órbitas hacían de oídos( [3]) abiertos en la caja de resonancia del cráneo. Para que el más débil soplo repercutiera en las cuerdas, Viernes fijó a una y otra parte de la cabeza las alas de un buitre y Robinsón se preguntó dónde habría podido encontrarlas, ya que aquellos animales le habían parecido siempre invulnerables e inmortales. Luego el arpa eolia halló su lugar entre las ramas de un ciprés muerto que erguía su delgada silueta en medio de la maleza, en un emplazamiento expuesto a toda la rosa de los vientos. Nada más instalada, emitió un sonido aflautado, grácil, quejumbroso, aunque el tiempo era calmo en aquel instante. Viernes se concentró durante mucho rato en la audición de aquella música fúnebre y pura. Al final, con una mueca de desdén, levantó los dedos en dirección a Robinsón, queriéndole indicar con aquel gesto que sólo dos de las cuerdas habían vibrado.
Viernes había vuelto a sus siestas y Robinsón a sus ejercicios solares cuando Andoar dio al fin toda su medida. Una noche, Viernes fue a tirar de los pies a Robinsón, que al final había elegido como domicilio las ramas de la araucaria, en la que se había preparado un refugio con un techado de corteza. Se había levantado una tormenta, trayendo a su paso una ola de calor que cargaba el aire de electricidad sin prometer la lluvia. Impulsada como un disco, la luna llena atravesaba jirones de nubes descoloridas. Viernes arrastró a Robinsón hacia la silueta esquelética del ciprés muerto. Mucho antes de divisar el árbol, Robinsón creyó oír un concierto celeste donde se mezclaban las flautas y los violines. No se trataba de una melodía de ésas cuyas sucesivas notas arrastran al corazón en su cadencia y le imprimen su impulso. Era una nota única -pero rica, de infinitos armónicos- que marcaba en el alma un definitivo influjo, un acorde formado de componentes innumerables, cuya sostenida potencia tenía algo de fatal y de implacable que fascinaba. El viento redoblaba su violencia cuando los dos compañeros llegaron a la proximidad del árbol cantor. Anclado en su más elevada rama, el carnero-volador vibraba como una piel de tambor, a veces detenido en una trepidante inmovilidad y a veces lanzándose a furiosas embestidas. Andoar volador acompañaba a Andoar cantor y parecía que simultáneamente cuidaba de él y le amenazaba. Bajo la luz cambiante de la luna, las dos alas de buitre se abrían y se cerraban espasmódicamente a ambos lados del cráneo y le prestaban una vida fantástica, acorde con la tempestad. Y por encima de todo aquel bramido potente y melodioso, música verdaderamente elemental, inhumana, que era a la vez la voz tenebrosa de la tierra, la armonía de las esferas celestes y la queja ronca del gran cabrón sacrificado. Apretados el uno contra el otro, al abrigo de una roca saliente, Robinsón y Viernes perdieron en seguida la conciencia de sí mismos en la grandeza del misterio en que comulgaban los brutos elementos. La tierra, el árbol y el viento celebraban al unísono la apoteosis de Andoar.
Las relaciones entre Robinsón y Viernes se habían hecho más profundas y humanizadas, pero también se habían complicado y era preciso que no se interpusieran nubes. En otra época -antes de la explosión- realmente no podía haber disputa entre ellos. Robinsón era el amo; Viernes no tenía más que obedecer. Robinsón podía reprender o incluso pegar a Viernes. Ahora que Viernes era libre e igual a Robinsón, podían enfadarse el uno con el otro.
Es lo que ocurrió un día en que Viernes preparó en una concha enorme rodajas de serpiente con una guarnición de langostas. Por otro lado, desde hacía ya varios días irritaba a Robinsón. Nada más peligroso que la irritación cuando hay que vivir a solas con alguien. Es la dinamita que hace estallar a las parejas más unidas. Robinsón había tenido la víspera una indigestión de filetes de tortuga con arándanos. ¡Y mira por dónde Viernes le ponía ante las narices aquel guisado de pitón e insectos! Robinsón tuvo un pronto y de una patada tiró la gran concha con todo su contenido y la hizo rodar por la arena. Viernes, furioso, la recogió y la blandió con las dos manos sobre la cabeza de Robinsón. ¿Iban a pelearse los dos amigos? ¡No! ¡Viernes se largó!
Dos horas más tarde, Robinsón le vio regresar arrastrando sin miramientos una especie de maniquí. La cabeza estaba hecha con una nuez de coco, los brazos y las piernas con cañas de bambú. Pero además iba vestido con ropas viejas de Robinsón, como un espantapájaros. Sobre la nuez de coco, cubierta por una gorra de marinero, Viernes había dibujado el rostro de su antiguo amo. Plantó el maniquí frente a Robinsón.
– Te presento a Robinsón Crusoe, gobernador de la isla de Speranza -le dijo.
Luego recogió la concha sucia y vacía que seguía allí y con un bramido la estrelló contra la nuez de coco, que se desmoronó entre tubos de bambú destrozados. Luego comenzó a reír y fue a abrazar a Robinsón.
Robinsón comprendió la lección de aquella extraña comedia. Un día que Viernes comía gusanos de palmera, vivos y enrollados previamente en huevos de hormiga, Robinsón, exasperado, se fue a la playa. En la arena mojada esculpió una especie de estatua tumbada boca abajo con una cabeza cuyos cabellos eran algas. No se veía la cara, oculta bajo uno de los brazos plegado, pero el cuerpo moreno y desnudo se asemejaba al de Viernes. Robinsón acababa apenas de concluir su obra, cuando su compañero llegó para reunirse con él, con la boca todavía llena de gusanos de palmera.
– Te presento a Viernes, el devorador de gusanos y serpientes -le dijo Robinsón, mostrándole la estatua de arena.
Luego recogió una rama de avellano, a la que arrancó sus ramitas y sus hojas, y se puso a azotar la espalda, las nalgas y las caderas del Viernes de arena que había modelado para aquel fin.
A partir de ese momento fueron cuatro los que vivieron en la isla. Estaban el verdadero Robinsón y el muñeco de bambú, el verdadero Viernes y la estatua de arena. Y todo lo que los dos amigos podían haberse infringido de daño -las injurias, los golpes, los arrebatos de cólera- se lo hacían a la copia del otro. Entre ellos sólo había gentilezas.
Pero Viernes encontró el medio de inventar otro juego, todavía más apasionante y más curioso que el de las dos copias.
Una tarde después de comer, despertó con brusquedad a Robinsón, que dormía la siesta bajo un eucalipto. Se había fabricado un artefacto, cuya utilidad no fue comprendida inmediatamente por Robinsón. Había encerrado sus piernas en unos andrajos colocados como si fuera un pantalón. Llevaba un sombrero de paja y además, para colmo, se cubría con una sombrilla de palmas. Y se había hecho una barba falsa pegándose manojos de pelos rojos de cocotero en las mejillas.
– ¿Sabes quién soy yo? -le preguntó a Robinsón, deambulando majestuosamente ante él.
– No.
– Soy Robinsón Crusoe, de la ciudad de York, en Inglaterra. El amo del salvaje Viernes.
– ¿Y entonces quién soy yo? -preguntó Robinsón, estupefacto.
– ¡Adivina!
Robinsón conocía ya demasiado bien a su compañero para no comprender con sólo medias palabras lo que pretendía. Se levantó y desapareció en el bosque.
Si Viernes era Robinsón, el Robinsón de antaño, amo del esclavo Viernes, a él no le quedaba otro remedio más que convertirse a su vez en Viernes, el Viernes esclavo de otro tiempo. En realidad ya no tenía que esforzarse mucho para representar su papel. Se contentó con frotarse el rostro y el cuerpo con jugo de nuez para ponerse moreno y atarse en torno a los riñones el taparrabos de cuero de los araucanos que llevaba Viernes el día en que desembarcó en la isla. Luego se presentó a Viernes y le dijo:
– Mira. Yo soy Viernes.
Entonces Viernes se esforzó por hacer largas frases en su mejor inglés y Robinsón le respondió con las pocas palabras de araucano que había aprendido durante el tiempo en que Viernes apenas hablaba inglés.
– Te he salvado de tus congéneres, que querían sacrificarte para neutralizar tu poder maléfico -dijo Viernes.
Y Robinsón se arrodilló en tierra, inclinó su cabeza hasta el suelo balbuceando gracias con ardor. Por último, tomó el pie de Viernes y lo colocó sobre su nuca.
Jugaron muchas veces a este juego. Era siempre Viernes quien daba la señal. Desde el momento en que aparecía con su falsa barba y su sombrilla, Robinsón comprendía que tenía frente a sí a Robinsón y que le correspondía interpretar el papel de Viernes. Casi nunca representaban escenas inventadas, sino sólo episodios de su pasada vida, de cuando Viernes era un esclavo asustado y Robinsón un amo exigente. Representaban la historia de los cactus vestidos, la del arrozal desecado, la de la pipa fumada a escondidas cerca de los barriles de pólvora. Pero no había ninguna escena que complaciera tanto a Viernes como la del principio, cuando él huía de los araucanos que querían sacrificarle y Robinsón le salvaba.
Robinsón se había dado cuenta de que aquel juego le hacía bien a Viernes porque le liberaba del mal recuerdo que conservaba de su vida de esclavo. Pero también a él, a Robinsón, le hacía bien aquel juego, porque seguía teniendo algunos remordimientos de su pasado de gobernador y general.
Pasado cierto tiempo, Robinsón volvió a encontrar por casualidad la zanja donde antaño había purgado numerosos días de prisión y que se había convertido por la fuerza de las cosas en una especie de escritorio a cielo abierto. Tuvo incluso la sorpresa de descubrir, bajo una espesa capa de arena y polvo, un libro lleno de notas y observaciones del log-book y dos volúmenes vírgenes. En el pequeño cuenco de tierra que le había servido de tintero, el jugo del pez globo se había secado, y las plumas de buitre con las que escribía habían desaparecido. Robinsón creía que todo aquello se había destruido con lo demás en el incendio de la Residencia. Comunicó a Viernes su descubrimiento y decidió reemprender la redacción de su log-book, testigo interesante de su trayectoria. Pensaba en ello todos los días e iba a decidirse a limpiar una pluma de buitre y salir a la pesca del pez, cuando una tarde Viernes colocó delante suyo un ramillete de plumas de albatros cuidadosamente talladas y un cuenco pequeño con tinte azul que había obtenido triturando hojas de glasto.
– Ahora -le dijo con sencillez- el albatros es mejor que el buitre y el azul es mejor que el rojo.