No desperdicies el tiempo, es el lienzo del que está hecha la vida.
Colgado en el vacío en una especie de columpio hecho con lianas, Robinsón rebotó con los pies en la pared rocosa en la que acababa de pintar aquella divisa. Las letras se destacaban enormes y blancas sobre el granito. El emplazamiento era excepcional. Cada palabra expuesta en aquella muralla negra parecía catapultada como un aullido silencioso hacia el horizonte de brumas que franqueaba el vasto dentelleo del mar. Desde hacía algunos meses el funcionamiento desordenado de su memoria le devolvía los «almanaques» de Benjamín Franklin que su padre consideraba como la quintaesencia de la moral y que le había hecho aprender de memoria. Unos palitos clavados en la arena de las dunas proclamaban que: La pobreza priva al hombre de toda virtud: es difícil que un saco vacío se mantenga de pie. Podía leerse también en mosaicos incrustados en la pared de la gruta que: Si el segundo vicio es mentir, el primero es endeudarse, porque la mentira cabalga sobre la deuda. Pero la otra cumbre de ese breviario luciría en letras de fuego en la playa, la noche en que Robinsón experimentase la necesidad de luchar contra las tinieblas, mediante la proclamación de la verdad. Unas astillas de pino envueltas en estopa estaban dispuestas sobre un lecho de piedras secas, preparadas para ser encendidas y decían con su colocación: Si los pícaros conocieran todas las ventajas de la virtud, se harían virtuosos por picardía.
La isla estaba cubierta de campos de cereales y legumbres; el arrozal iba a dar en seguida su primera cosecha, manadas de cabras domesticadas se amontonaban en el redil, las provisiones, que habrían bastado para alimentar a la población de una aldea durante varios años, apenas cabían ya en la gruta. Sin embargo, a Robinsón le parecía que toda aquella obra suya, magnífica, se iba vaciando inexorablemente de su contenido. La isla administrada iba perdiendo su alma para beneficio de la otra isla, y se hacía semejante a una enorme máquina que daba vueltas en el vacío. Entonces se le ocurrió la idea de que de aquella primera isla, tan meticulosamente explotada, podría desprenderse una especie de moral cuyas máximas podían encontrarse en los escritos del buen Franklin. Por eso había comenzado a grabarlas en la piedra, en la tierra, en la madera, en una palabra: en la propia carne de Speranza, para tratar de dotar a aquel gran cuerpo del espíritu adecuado.
Balanceando en una mano su pincel de pelos de cabrito y en la otra su recipiente con tinta pulverizada y mezclada con savia de acebo, estaba buscando en ese momento un lugar apropiado para un pensamiento aparentemente materialista, pero que indicaba, sin embargo, un cierto modo de apropiación del tiempo: El que mata una cerda destruye su descendencia hasta la milésima generación. El que gasta una pieza de cinco chelines asesina a montones de libras esterlinas. Un rebaño de cabras huía alborotadamente a su paso. ¿No resultaría curioso esquilar en el lomo de cada una de aquellas cabras una de las ciento treinta letras de aquella divisa de tal modo que dependiera de la Providencia, que la verdad resplandeciese de pronto en aquel crucigrama formado por aquellos animales rumiantes? La idea se abría camino en su pensamiento y sopesaba las oportunidades reales que él tendría de estar presente en el momento en que la fórmula se «manifestara», pero de repente dejó caer su pincel y el bote, helado por el espanto. Un hilo delgado de humo blanco se alzaba en el cielo puro. Provenía, como la vez primera, de la Bahía de Salvación y tenía la misma consistencia pesada y lechosa que había ya notado entonces. Pero esta vez las inscripciones repartidas en las rocas y escritas con palos en la playa podrían alertar a los intrusos y lanzarles a la búsqueda del habitante de la isla. Seguido por Tenn, se dirigió hacia el fuerte, rogando a Dios que los indios no hubieran llegado allí antes que él. Mientras corría enloquecido por el miedo, apenas tuvo tiempo de reparar en un incidente que luego, cuando volvió a recordarlo, interpretó como un signo funesto: uno de sus machos cabríos más conocidos cargó contra él brutalmente con la cabeza baja. Robinsón lo evitó por poco, pero Tenn rodó aullando, proyectado como una bala contra un matorral de helechos.
Lo que no había previsto era que la espera de un posible ataque a una media legua de distancia del punto en que desembarcaran los indios iba a constituir para él una prueba por encima de sus nervios. Si los araucanos se habían propuesto asaltar el fuerte, además de la ventaja del número tendrían el de la sorpresa. Pero, si en cambio, no habían prestado atención alguna a las huellas que delataban la presencia de un habitante y estaban por el momento absorbidos por sus juegos criminales, ¡qué descanso para el ¡ solitario! Era preciso que se mantuviera con el ánimo sereno. Seguido en todo momento por Tenn, que no se quejaba, empuñó uno de los mosquetes y deslizó la pistola en su cinto; luego se adentró en la espesura en dirección a la bahía. Pero se vio obligado a volver sobre sus pasos, porque había olvidado el catalejo y podía necesitarlo.
Esta vez eran tres piraguas con batanga las que estaban depositadas en la playa, como juguetes de niño. El círculo formado por los hombres en torno al fuego era más grande que la vez anterior y Robinsón, examinándoles con el catalejo, sacó la conclusión de que no se trataba del mismo grupo. El sacrificio ritual parecía haberse consumado ya, a juzgar por los pedazos de carne palpitantes hacia los que se dirigían dos guerreros. Pero entonces se produjo un incidente que perturbó por un momento la ceremonia ritual. La hechicera salió de pronto de la postración que la mantenía agachada y, tambaleándose en dirección a uno de los hombres, le designó con su descarnado brazo, con la boca babeando al vociferar una oleada de maldiciones que Robinsón no podía oír. ¿Era posible que las ceremonias araucanas incluyeran más de una víctima? Hubo una agitación entre el grupo de hombres. Al fin, uno de ellos se dirigió con un machete en la mano hacia el culpable designado al que sus dos vecinos habían levantado y derribado al suelo. El machete cayó y el taparrabos de cuero voló por los aires. Iba a caer sobre el cuerpo desnudo, cuando el desgraciado dio un salto y se lanzó corriendo hacia el bosque. En el catalejo de Robinsón parecía brincar siempre en el mismo lugar, perseguido por dos indios. En realidad, corría derecho hacia Robinsón con una rapidez extraordinaria. No era mucho más alto que los demás, pero si mucho más esbelto y como esculpido por la carrera. Parecía de piel más oscura, de tipo un poco negroide, sensiblemente distinto a sus congéneres -quizás era eso lo que había contribuido a que fuera designado como víctima.
Sin embargo, se aproximaba a cada segundo y la distancia que le separaba de sus dos perseguidores no cesaba de aumentar. Si Robinsón no hubiera tenido la certeza de que era absolutamente invisible desde la playa, habría podido creer que el fugitivo le había visto e iba a refugiarse a su vera. Era preciso tomar una decisión. En pocos instantes los tres indios se darían de narices con él y el descubrimiento de una víctima inesperada podría llevarles incluso a reconciliarse. Fue ése el momento que eligió Tenn para ladrar con furia, mirando hacia la playa. ¡Maldito animal! Robinsón se abalanzó sobre el perro y, rodeándole el cuello con el brazo, le cerró el hocico con su mano izquierda, mientras que con dificultad apuntaba con su mosquete con una sola mano. Si derribaba a uno de los perseguidores, corría el riesgo de azuzar a toda la tribu contra él. Por el contrario, si mataba al fugitivo, restablecería el orden del sacrificio ritual y quizá su intervención fuera interpretada como el acto sobrenatural de una divinidad ultrajada. Al tener que situarse en el campo de la víctima o en el de los verdugos -tanto uno como los otros le eran indiferentes-, la prudencia le recomendaba aliarse con los más fuertes. Apuntó al pecho del fugitivo, que no estaba a más de treinta pasos de él, y apretó el gatillo. En el momento en que disparaba, Tenn, incómodo por la presión que le imponía su amo, hizo un brusco esfuerzo para liberarse. El mosquete se desvió y el primero de los perseguidores dio un traspiés parabólico que concluyó en un montón de arena. El indio que le seguía se detuvo, se inclinó sobre el cuerpo de su compañero, volvió a levantarse, inspeccionó la cortina de árboles donde terminaba la playa y, por último, huyó a todo correr hacia el círculo de sus semejantes.
A algunos metros de allí, en un arbusto de helechos arbóreos, un hombre negro y desnudo, trastornado por el pánico, inclinaba su frente hasta el suelo y su mano tanteaba para colocar sobre su nuca el pie de un hombre blanco y barbudo, completamente armado, vestido con pieles de cabra, la cabeza cubierta con un gorro de piel y curtido por tres milenios de civilización occidental.
Robinsón y el araucano pasaron la noche tras las almenas del fuerte, con el oído pendiente de todos los ecos y suspiros del bosque tropical, tan sonoro -aunque de distinta forma- de noche como de día. Cada dos horas, Robinsón enviaba a Tenn a hacer un reconocimiento, con la advertencia de que ladrara si detectaba una presencia humana. Todas la veces regresó sin haber dado la alerta. El araucano, que protegía sus riñones con un viejo pantalón de marinero que Robinsón le había hecho enfundarse -menos para protegerle de la frescura de la noche que para mirar por su propio pudor-, estaba abatido, sin reaccionar, como aplastado a la vez por la horrible aventura y por la increíble ciudad a la que había sido transportado. Había dejado intacta la galleta de avena que le había dado Robinsón y se contentaba con masticar sin descanso habas silvestres que le hicieron preguntarse a Robinsón de dónde las habría sacado. Un poco antes de las primeras luces del alba, se durmió sobre un montón de hojas secas, curiosamente abrazado a Tenn, que se había amodorrado también. Robinsón conocía la costumbre de ciertos indios chilenos que utilizaban un animal doméstico como manta viviente para protegerse del frío de las noches tropicales, pero se sorprendió, a pesar de todo, por la tolerancia del perro -que era, por otra parte, de un carácter hosco-, que parecía adaptarse a aquel procedimiento.
Pero ¿esperarían tal vez los indios al día siguiente para atacar? Robinsón, armado con la pistola, los dos mosquetes y con todo lo que podía transportar de pólvora y balas, se deslizó fuera del recinto y llegó a la Bahía de la Salvación, dando un amplio rodeo por el oeste, a través de las dunas. La playa estaba desierta. Las tres piraguas y sus ocupantes habían desaparecido. Se habían llevado también el cadáver del indio que había sido derribado por el balazo en el pecho. Sólo quedaba allí el círculo negro del fuego ritual en donde los huesos apenas se distinguían ya de las cenizas calcinadas. Robinsón, dejando en la arena la sombrilla y sus municiones, tuvo la sensación de liberarse de golpe de toda la angustia acumulada durante aquella noche en blanco. Comenzó a reír con una risa inmensa, nerviosa, loca, inextinguible. Cuando se detuvo para retomar el aliento, se dio cuenta de que era la primera vez que reía desde el naufragio del Virginia. ¿Era el primer efecto causado en él por la presencia de un compañero? ¿Le había sido devuelta la facultad de reír, al mismo tiempo que se le había dado una compañía, por muy modesta que ésta fuera? La cuestión volvería a planteársela después, pero por el momento le aturdía una idea mucho más importante: ¡el Evasión] Había evitado siempre volver a aquellos lugares del fracaso que había preludiado sus años de decadencia. Sin embargo, el Evasión debía esperar, fiel, con la proa vuelta hacia altamar, a que unos brazos suficientemente fuertes le lanzaran hacia las olas. ¡Quizás el indio sano y salvo iba a dar continuación a aquel proyecto encallado desde hacía tanto tiempo y su conocimiento del archipiélago podría resultar valiosísimo!
Al acercarse al fuerte, Robinsón percibió al araucano que, completamente desnudo, jugaba con Tenn. Se irritó ante la falta de pudor del salvaje y también por la amistad que parecía haber nacido entre él y el perro. Después de hacerle comprender que tenía que cubrirse de nuevo, le arrastró hacia la bahía del Evasión.
Las retamas habían crecido bastante y la silueta rechoncha de la pequeña embarcación parecía flotar en un mar de flores amarillas, atormentadas por el viento. El mástil había caído, y el puente se levantaba en algunas partes, sin duda a causa de la humedad, pero en cambio el casco parecía intacto. Tenn, que precedía a los dos hombres, dio varias vueltas en torno al barco y no se adivinaba su presencia más que por el temblor de las papilionáceas a su paso. Después de un impulso saltó sobre el puente, que se hundió inmediatamente bajo su peso. Robinsón le vio desaparecer en la sentina con un aullido de espanto. Cuando llegó junto al barco vio cómo el puente se iba desmoronando al tiempo que Tenn se esforzaba por salir de su prisión. El araucano puso su mano sobre el borde del casco, luego su puño cerrado se alzó hacia el rostro de Robinsón y se abrió para mostrarle un poco de serrín rojizo que después dejó flotar al viento. Su negra cara se iluminó con una gran sonrisa. Robinsón, a su vez, golpeó ligeramente el casco con el pie. Una nube de polvo se elevó en el aire al tiempo que se abría una brecha en el costado del barco. Las termitas habían hecho su labor. El Evasión no era más que un barco de cenizas.
Log-book.- Desde hace tres días cuántas nuevas experiencias y qué fracasos mortificadores para mi amor propio! Dios me ha enviado un compañero. Pero por un oscuro capricho de su Santa Voluntad, lo ha elegido del más bajo nivel de la escala humana. No sólo se trata de un hombre de color, sino que, ¡para colmo!, este araucano costino ni siquiera es un pura sangre y todo en él traiciona al negro mestizo. ¡Un indio cruzado de negro! ¡Y si al menos tuviera una edad adecuada para poder valorar su nulidad frente a la civilización que yo encarno!
Pero me sorprendería que tuviera más de quince años -teniendo en cuenta la extremada precocidad de estas razas inferiores- y su niñez le hacer reír insolentemente de mis enseñanzas.
Y además esta inesperada aparición tras lustros de soledad ha trastocado mi frágil equilibrio. De nuevo el Evasión me ha proporcionado un mortificador desengaño. Tras estos años de instalación, de domesticación, de construcción, de codificación, ha sido suficiente la sombra de una esperanza de posibilidad para que me precipitara hacia esa trampa asesina, donde estuve a punto de sucumbir antaño. Aceptemos la lección con una humilde sumisión. Bastante he gemido ya por la ausencia de esa compañía a la que toda mi labor sobre esta tierra apelaba en vano. Esta compañía me ha sido dada, desde luego, en su forma más primitiva y rudimentaria, pero de ese modo me será más sencillo plegarla a mi orden. El camino que se me impone está trazado: incorporar mi esclavo al sistema que vengo perfeccionando desde hace años. El éxito de la empresa quedará asegurado el día en que no quepa duda alguna de que tanto él como Speranza se benefician conjuntamente de su reunión.
P.s.- Había que encontrar un nombre para el recién llegado. Yo no quería darle un nombre cristiano antes de que mereciese esa dignidad. Un salvaje no es un ser humano completo. Tampoco podía honestamente imponerle el nombre de una cosa, aunque ésa habría sido la solución del sentido común. Creo haber resuelto con elegancia el dilema al darle el nombre del día de la semana en que le salvé: Viernes. No es ni un nombre de persona, ni un nombre común; está a medio camino entre los dos: es el de una entidad semiviva, semiabstracta, muy marcada por su carácter temporal, fortuito y como episódico…
Viernes ha aprendido el inglés suficiente como para comprender las órdenes de Robinsón. Sabe desbrozar, labrar, sembrar, rastrillar, trasplantar, escardar, segar, cosechar, trillar, moler, cerner, amasar y cocer. Ordeña las cabras, hace requesón, recoge huevos de tortuga, los hace pasados por agua, cava canales de riego, mantiene los viveros, pone cepos a los carroñeros, calafatea la piragua, pone remiendos en los vestidos de su amo, encera sus botas. Por la tarde se embute en una librea de lacayo y atiende al servicio de la cena del Gobernador. Luego calienta su cama y le ayuda a desvestirse antes de ir a tumbarse a su vez en una hamaca que extiende contra la puerta de la residencia y que comparte con Tenn.
Viernes es de una docilidad perfecta. En realidad murió desde el momento en que la hechicera clavó su índice nudoso en él. Lo que huyó era un cuerpo sin alma, un cuerpo ciego, como esos patos que se salvan batiendo las alas después de que se les ha cortado la cabeza. Pero aquel cuerpo inanimado no había huido al azar. Corrió a reunirse con su alma y su alma se encontraba entre las manos del hombre blanco. Desde ese momento Viernes pertenecía en cuerpo y alma al hombre blanco. Todo lo que su amo le ordena es bueno; lo que le prohibe, malo. Es bueno trabajar de noche y de día para el funcionamiento de una organización delicada y carente de sentido. Está mal comer más de la ración medida por el amo. Es bueno ser soldado cuando el amo es general, monaguillo cuando él reza, albañil cuando construye, peón cuando se dedica a sus tierras, pastor cuando se preocupa de sus rebaños, ojeador cuando va de caza, remero cuando navega, portador cuando viaja, enfermero cuando sufre, y es bueno también mover para él el abanico y el cazamoscas. Es malo fumar en pipa, pasearse desnudo y ocultarse para dormir cuando hay trabajo. Pero si la buena voluntad de Viernes es total, es todavía demasiado joven y su juventud juega a veces en contra suya. Entonces ríe, ríe con una risa formidable, una risa que desenmascara la seriedad mentirosa en que se amparan el Gobernador y su administrada isla. Robinsón odia aquellas explosiones juveniles que minan su orden y debilitan su autoridad. Fue precisamente la risa de Viernes la que provocó que su amo levantara la mano contra él por vez primera. Viernes debía repetir tras él las definiciones, principios, dogmas y misterios que él pronunciaba. Robinsón decía: Dios es un señor omnipotente, omnisciente, infinitamente bueno, amable y justo, creador del hombre y de todas las cosas. La risa de Viernes estalló, lírica, irreprimible, blasfema, y se apagó al instante, aplastada como una llama inestable por una sonora bofetada. Era que aquella evocación de un Dios a la vez tan bueno y poderoso le había parecido divertida frente a su pequeña experiencia de la vida. Pero ¡qué importa!: él repite ahora con una voz entrecortada por los sollozos las palabras que le murmura su amo.
Por otro lado, ha proporcionado un primer tema de satisfacción: gracias a él el Gobernador ha encontrado al fin un uso para las monedas que salvó del naufragio. Paga a Viernes: una media onza de oro al mes. Al principio había tenido la precaución de «colocar» la totalidad de aquellos bienes a un interés del 5,5 por 100. Después, considerando que Viernes había alcanzado mentalmente la edad de la razón, le dejó la libre disposición de sus ahorros. Con ese dinero, Viernes compra una alimentación suplementaria, objetos de uso o de pacotilla heredados del Virginia, o simplemente una media jornada de reposo -la jornada entera no es comprable-que pasa en una hamaca confeccionada por él mismo.
Porque aunque el domingo es día de descanso en Speranza, eso no quiere decir que se deje a una ociosidad culpable. Levantándose con el alba, Viernes barre y adecenta el templo. Luego va a despertar a su amo y recita la oración de la mañana con él. A continuación se dirigen al templo, donde el pastor oficia durante dos horas. De pie ante el atril, salmodia versículos de la Biblia. Esta lectura se interrumpe con largos silencios dedicados a la meditación a los que siguen comentarios inspirados por el Espíritu Santo. Viernes, arrodillado en la nave izquierda -la derecha está reservada a las mujeres-, escucha con toda su atención. Las palabras que oye -pecado, redención, infierno, parusía, becerro dorado, apocalipsis- componen en su cabeza un mosaico embrujador, aunque desprovisto de todo significado. Es una música de una belleza oscura y un poco terrorífica. A veces una vaga luz emana de dos o tres frases. Viernes cree comprender que un hombre tragado por una ballena salió de ella indemne, o que un país fue invadido un día por tal cantidad de langostas que podían encontrarse en las camas y hasta en el pan o incluso que dos mil cerdos se arrojaron al mar porque unos demonios habían entrado en su cuerpo. Entonces siente irremediablemente que un picor le atormenta el epigastrio, al tiempo que un soplo de hilaridad hincha sus pulmones. Se afana por dirigir sus pensamientos a asuntos fúnebres, porque no se atreve siquiera a imaginar lo que ocurriría si rompe a reír en medio del servicio dominical.
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Tras el desayuno -más lento y refinado que durante el resto de la semana-, el Gobernador se hace traer una especie de báculo fabricado por él mismo que tiene algo de cruz episcopal y de cetro real, y el jefe, protegido bajo una amplia sombrilla de pieles de cabras que sostiene Viernes, deambula majestuosamente por toda la isla, inspeccionando sus campos, sus arrozales y sus huertos, sus rebaños, las construcciones y los trabajos en curso y dispensando a su criado la reprimenda, el elogio y las instrucciones para los siguientes días. Como el resto de la tarde no puede emplearse en trabajos lucrativos, Viernes aprovecha para limpiar y embellecer la isla. Quita las hierbas de los caminos, siembra semillas de flores delante de las casas, tala los árboles que adornan la parte residencial de la isla. Disolviendo cera de abeja en esencia de trementina coloreada con quercitrón, Robinsón ha logrado producir un hermoso barniz, cuyo empleo ha planteado algunos problemas, ya que los muebles eran escasos y los entarimados inexistentes en la isla. Pero al final se le ocurrió que Viernes podría barnizar los guijarros y las piedrecillas del camino principal, el que descendía desde la gruta hasta la Bahía de la Salvación, y que fue trazado por Robinsón el mismo día de su llegada a la isla. El valor histórico de aquel camino le pareció motivo suficiente para justificar aquel enorme trabajo que quedaría reducido a la nada ante el menor chaparrón, y que en un primer momento le había hecho preguntarse si valdría la pena imponérselo a Viernes.
El araucano había sabido atraerse la benevolencia de su amo por varias iniciativas que tuvieron éxito. Una de las grandes preocupaciones de Robinsón era desembarazarse de las basuras y de los restos de la cocina y del taller de un modo que no atrajeran a los buitres o las ratas. Pero ninguna de las soluciones imaginadas hasta aquel momento le producían entera satisfacción. Los pequeños carnívoros desenterraban lo que hundía en tierra, las mareas arrojaban sobre la playa todo lo que él vertía en altamar y la destrucción mediante el fuego producía un humo ácido que apestaba las casas y los vestidos. Viernes tuvo la idea de aprovechar la voracidad de una colonia de hormigas rojas que había descubierto a un tiro de piedra de la residencia. Los desperdicios depositados en medio del hormiguero, contemplados a cierta distancia, parecían dotados de una especie de vida superficial, recorridos por un temblor epidérmico, y era fascinante ver cómo la carne iba desapareciendo insensiblemente y aparecía el hueso, seco, desnudo, perfectamente limpio.
Viernes se reveló también como un excelente lanzador de bolas (tres guijarros redondeados atados a unos cordeles que confluían en un punto). Si son lanzadas con destreza, giran en el aire como una estrella con tres brazos y si son detenidas por algún obstáculo lo rodean y lo amarran. Viernes lo utilizó primero para inmovilizar a las cabras o a los machos cabríos que quería ordeñar, cuidar o sacrificar. Luego fueron óptimas para capturar corzos e incluso aves zancudas. Por último persuadió a Robinsón de que si se aumentaba el tamaño de las piedras las bolas podrían convertirse en un arma magnífica capaz de destrozar el pecho de un enemigo tras haberle semiestrangulado. Robinsón, que en todo momento temía un retorno ofensivo de los araucanos, le agradeció que hubiera añadido a su panoplia aquel arma silenciosa, fácil de reemplazar y, sin embargo, mortífera. Ambos se ejercitaron durante mucho tiempo en la playa tomando como blanco un tronco de árbol del grosor de un hombre.
Las primeras semanas que siguieron a la llegada de Viernes, la isla administrada había atraído de nuevo, por la fuerza de las cosas, toda la atención de Robinsón, reconvertido durante un tiempo, al menos, en gobernador, general, pastor… Creyó incluso, por un momento, que la presencia del recién llegado iba a aportar a su organización una justificación, un peso, un equilibrio que acabaría definitivamente con los peligros que le habían amenazado, del mismo modo que algunos navíos no adquieren su fondo normal más que cargados con un determinado flete. Había experimentado también el peligro que representaba el estado de tensión permanente en que se mantenían los habitantes de la isla y la inflación de bienes de consumo que desbordaban en los silos y, para solucionarlo, pensaba incluir un programa de fiestas y diversiones que irían acompañadas de banquetes y juergas. Pero sospechaba que este último propósito -que en realidad respondía tan poco al espíritu de la isla administrada- le había sido sordamente inspirado por la nostalgia de la «otra isla» que dormitaba y se hacía fuerte secretamente en su interior. Quizás era esa misma nostalgia la que le impedía asimismo mostrarse satisfecho con la total docilidad de Viernes y la que le inducía a llevarla, para probarla, hasta sus últimos límites.
Log-book.- Evidentemente, me obedece con exactitud y estoy muy lejos de lamentarlo. Pero en esa sumisión hay algo demasiado perfecto, mecánico incluso, que me deja helado -para no hablar de esa risa devastadora que parece que no puede reprimir en algunos casos y que se asemeja a la repentina manifestación de un diablo que se hallaría dentro de él. Poseso. Sí, Viernes está poseído. E incluso doblemente poseído. Porque hay que reconocer que, al margen de sus estallidos de risa diabólica, soy yo enteramente quien actúa y piensa a través suyo.
No espero mucha racionalidad de un hombre de color -de colores, debería decir, porque tiene parte de indio y de negro-. Pero al menos podría manifestar algún sentimiento. Y, sin embargo, dejando a un lado la absurda y chocante ternura que le une a Tenn, no sé que experimente ningún tipo de afecto. En realidad estoy dando vueltas en torno a un malestar que me cuesta confesar, pero que tengo que expresar. Jamás me arriesgaría a decirle «ámame», porque tengo muy claro que por vez primera no sería obedecido. Sin embargo, no tiene razón alguna para no amarme. Yo le he salvado la vida; involuntariamente, es verdad, ¿pero cómo iba a sospecharlo él? Le he enseñado todo, comenzando por el trabajo, que es el bien supremo. Es cierto que le pego, ¿pero cómo no va a comprender que sólo es por su bien? Sin embargo, en este punto sus reacciones son desconcertantes. Un día que le explicaba, con bastante viveza es verdad, de qué modo debía descortezar y partir los tallos de mimbre antes de trenzarlos, hice un gesto un poco desmedido con la mano. Para sorpresa mía, vi cómo al instante retrocedía unos pasos y se cubría el rostro con su brazo. Evidentemente, yo tendría que haber sido un insensato para querer golpearle en el momento en que le enseñaba una técnica difícil y que requería toda su aplicación. ¡Y todo me hace pensar que ante sus ojos no soy más que ese insensato a cualquier hora del día y de la noche! Entonces me pongo en su lugar y me inunda la piedad ante ese crío entregado sin defensa en un isla desierta a todas las fantasías de un demente. Pero mi condición es todavía peor, porque me veo a través de los ojos de mi único compañero como un monstruo, como en un espejo deformante.
Cansado de verle realizar las tareas que le corresponden sin preocuparse nunca de su razón de ser, yo quise estar seguro. Le impuse entonces un trabajo absurdo considerado en todas las prisiones del mundo como la más envilecedora de las vejaciones: hacer un agujero, luego hacer otro para meter en él los escombros del primero, después un tercero para enterrar los del segundo y así sucesivamente. Sufrió durante toda una jornada bajo un cielo plomizo, con un calor agobiante. Para Tenn, aquella actividad frenética resultaba un juego apasionante, enervante. De cada agujero ascendían efluvios complejos y embriagadores. Cuando Viernes se levantaba y pasaba su antebrazo por su frente, Tenn se revolcaba en medio de la tierra removida. Hundía su hocico en medio de los terrones, aspirando y resoplando como una foca, después cavaba frenéticamente proyectando la tierra entre sus ancas. Por último, en el colmo de la excitación, galopaba en torno al agujero con gemidos quejosos y volvía de nuevo a sorber con una ebriedad nueva en el interior de aquella gleba margosa en la que el humus negro se mezclaba con la leche de las raíces tronchadas, como la muerte se confunde con la vida en cuanto se alcanza una determinada profundidad.
Sería poco decir que Viernes no se enfadó con aquel trabajo imbécil. Raras veces le h visto trabajar con tanto ardor. Ponía en él incluso una especie de alegría que tiraba n0r tierra a alternativa en que yo pretendía encerrarle -Viernes completamente embrutecido o Robinsón considerado por él como un demente- y que ahora me obliga a planteármelo desde otra perspectiva. Y yo me pregunto si la danza apasionada de Tenn en torno y dentro de las llagas abiertas gratuitamente en el cuerpo de Speranza no será reveladora y si no habré cometido la imperdonable estupide2 de entregar al araucano, al pretender simplemente humillarle, el secreto de la loma rosa…
Una noche Robinsón no pudo conciliar el sueño. El claro de luna proyectaba un rectángulo luminoso en las baldosas de la residencia. Un hada aulló y él creyó escuchar a la propia tierra que gemía de amor desairado. Bajo su vientre, el colchón de hierbas secas resultaba de una inconsistencia voluptuosa, absurda. Volvía a contemplar a Tenn danzando loco de deseo en torno a aquella gleba abierta, que se ofrecía después de haber sido abierta por la herramienta del araucano. Hacía semanas que no había vuelto a la loma. ¡Sus hijas, las mandrágoras, tenían que haber crecido mucho durante todo ese tiempo! Estaba sentado sobre la cama, con los pies posados en la alfombra formada por la luna y sentía un olor de savia que ascendía de su gran cuerpo, blanco como una raíz. Se levantó en silencio, saltó por encima de los cuerpos de Viernes y Tenn y se dirigió hacia el bosque de gomeros y sándalos.