Capítulo III

Robinsón dedicó las semanas siguientes a la exploración metódica de la isla y a efectuar un censo de sus recursos. Puso nombre a los vegetales comestibles, a los animales que podían serle de alguna ayuda, a los manantiales, a los refugios naturales. Por suerte, los restos del Virginia no habían sucumbido completamente a la violenta intemperie de los meses precedentes, aunque trozos enteros del casco y del puente habían desaparecido. El cuerpo del capitán y el del marinero habían sido también arrastrados -cosa de la que se felicitó Robinsón, no sin experimentar al mismo tiempo vivos remordimientos de conciencia. Les había prometido una tumba y se hallaba en paz para preparar un cenotafio-. Estableció su depósito general en la gruta que se abría en el macizo rocoso del centro de la isla. Transportó hasta allí todo lo que pudo arrancar de los restos del barco naufragado y no despreció ninguna cosa que pudiera ser transportable, porque hasta los objetos menos utilizables guardaban ante sus ojos el valor de reliquias de la comunidad humana de la que había sido exiliado. Tras haber colocado los cuarenta barriles de pólvora negra en lo más profundo de la gruta, colocó allí tres cofres con vestidos, cinco sacos de cereales, dos cestos de vajilla y cubertería, varios cuencos con objetos de todo tipo -bujías, espuelas, joyas, lentes, gafas, cortaplumas, cartas marinas, espejos, dados, bastones, etc.-, diversos recipientes para líquidos, un arcón con aparejos -maromas, poleas, fanales, pasadores, sedales, flotadores, etc.- y, por último, un cofre con piezas de oro y monedas de plata y cobre. Los libros que encontró esparcidos por los camarotes habían sido hasta tal punto estropeados por el agua del mar y las lluvias que el texto impreso se había borrado; pero se dio cuenta de que si dejaba secar aquellas páginas blancas al sol, podría utilizarlas para escribir su diario, si encontraba además un líquido que pudiera servirle de tinta. Ese líquido le fue proporcionado casualmente por un pez que pululaba entonces en la orilla del acantilado de levante. El pez globo, temido por su mandíbula potente y dentellada y por los dardos urticantes que erizan su cuerpo en caso de alerta, tiene la curiosa facultad de hincharse a voluntad con aire y agua hasta hacerse redondo como una bola. El aire que absorbe se acumula en su vientre y entonces nada de espaldas sin que, por otra parte, parezca hallarse incómodo en esa sorprendente postura. Removiendo con un bastón sobre uno de esos peces arrojados a la arena, Robinsón pudo observar que todo lo que entraba en contacto con su vientre fofo o distendido tomaba un color rojo carmín extraordinariamente persistente. Después de haber pescado una gran cantidad de aquellos peces, cuya carne, delicada y firme como la del pollo, saboreaba, exprimió en un paño la materia fibrosa que segregaban los poros de su vientre y recogió de este modo un tinte de olor fétido, pero de un rojo admirable. Se dedicó entonces a tallar convenientemente una pluma de buitre y creyó llorar de alegría al trazar sus primeras palabras sobre una hoja de papel. Le parecía de pronto que medio se había arrancado del abismo de bestialidad en que había caído y le parecía también que volvía a entrar en el mundo del espíritu mediante este acto sagrado: escribir. Desde entonces abrió casi a diario su log-book para consignar en él no los acontecimientos pequeños o grandes de su vida material -no había motivo para tomarlos en cuenta-, sino sus meditaciones, la evolución de su vida interior o incluso los recuerdos que volvían de su pasado y las reflexiones que aquéllos le inspiraban.

Una era nueva comenzaba para él -o más exactamente, comenzaba su verdadera vida en la isla después de la etapa de debilidad que ahora le producía vergüenza y se esforzaba por olvidar-. Por eso, cuando se decidió al fin a inaugurar un calendario, le importaba poco que le resultara imposible evaluar el tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. El naufragio había tenido lugar el día 30 de septiembre de 1759 hacia las dos de la madrugada. Entre aquella fecha y el primer día en que él marcó una muesca en un poste de pino seco se inscribía una duración indeterminada, indefinible, llena de tinieblas y de lágrimas, de tal modo que Robinsón se hallaba apartado del calendario de los hombres como estaba separado de ellos por las aguas y reducido a vivir en un islote de tiempo, como en una isla en medio del espacio.

Dedicó varios días a trazar un mapa de la isla que fue completando y enriqueciendo después, como resultado y a medida de sus exploraciones. Se dedicó al fin a rebautizar a aquella tierra a la que el primer día había enturbiado con aquel nombre duro como el oprobio: «isla de la Desolación». Al leer la Biblia se había sorprendido ante la admirable paradoja según la cual para la religión es la desesperación el peor de los pecados, mientras que la esperanza es una de las tres virtudes teologales, y por ello tomó la decisión de que la isla se llamaría a partir de aquel instante Speranza, nombre melodioso y alegre que además evocaba el recuerdo muy mundano de una ardiente italiana a la que había conocido antaño cuando era estudiante en la Universidad de York. La sencillez y profundidad de su devoción se adaptaba a aquellas asociaciones que un espíritu más superficial habría considerado blasfemas. Por otra parte tenía la sensación, cuando miraba de un determinado modo el mapa de la isla, que había dibujado aproximadamente, de que podía representar el perfil de un cuerpo femenino sin cabeza; una mujer, sí, sentada, con las piernas dobladas bajo su propio cuerpo, en una actitud en la que resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono. Le vino esta idea y luego le abandonó. Volvería sobre ella.

El examen de los sacos de arroz, trigo, cebada y maíz que había salvado del Virginia le causó una pesada decepción. Los ratones y los gorgojos habían devorado una parte de la que no quedaba más que una masa mezclada con excrementos. La otra parte había sido estropeada por el agua de la lluvia y del mar y atacada por el moho. Una limpia exhaustiva, realizada grano a grano, le permitió salvar, además del arroz -intacto pero imposible de cultivar- diez galones de trigo, seis galones de cebada y cuatro galones de maíz. Se prohibió a sí mismo consumir la menor porción del trigo. Quería sembrarlo, porque concedía un valor infinito al pan, símbolo de vida, único alimento citado en el Pater, como se lo concedía a todo aquello que podía aún vincularle con la comunidad humana. Le parecía, además, que aquel pan que le daría la tierra de Speranza sería la prueba tangible de que ella le había adoptado, como él a su vez había adoptado a aquella isla sin nombre a donde le arrojó el azar.

Quemó algunos acres de pradera en la costa oriental de la isla un día en que el viento soplaba del oeste, y comenzó a trabajar la tierra y a sembrar sus tres cereales con la ayuda de una azada que había fabricado con una chapa de hierro, sacada del Virginia, en la que había conseguido perforar un agujero lo suficientemente ancho como para introducir un mango. Se prometió dar a aquella primera siembra el sentido de un juicio efectuado por la naturaleza -es decir, por Dios- sobre el trabajo de sus manos.

Los más útiles entre los animales de la isla serían seguramente las cabras y los carneros, que eran muy numerosos, siempre que lograra domesticarlos. Pero aunque las cabras permitían que se les aproximara bastante, se defendían, en cambio, con bravura desde el momento en que pretendía echarles mano para intentar ordeñarlas. Construyó, por tanto, un cercado, atando horizontalmente unas largas varas sobre unas estacas de madera a las que cubrió después con lianas entrelazadas. Allí encerró a los cabritos más jóvenes, que atrajeron a sus madres con sus gritos. Robinsón liberó entonces a los pequeños y aguardó varios días hasta que el peso de las ubres de las cabras las hiciera sufrir de tal modo que se prestasen de buena gana a ser ordeñadas. De este modo había creado un comienzo de explotación ganadera en la isla, tras haber sembrado su tierra. Lo mismo que la humanidad en sus primeros pasos había pasado del estadio de la recogida y de la caza al de la agricultura y la ganadería.

Pero todavía faltaba para que la isla le pareciera como una tierra salvaje a la que él había sabido dominar y luego domar para convertirla en un medio completamente humano. No había día en que un incidente sorprendente o siniestro no reviviera la angustia que había nacido en él desde el instante en que, al comprender que era el único superviviente del naufragio, se sintió huérfano de la humanidad. El sentimiento de su desamparo, moderado ante el espectáculo de sus campos trabajados, de su cercado para las cabras, del hermoso orden de su almacén, del fiero aspecto de su arsenal, estalló en su pecho el día en que sorprendió a un vampiro aferrado al lomo de uno de los cabritos, dispuesto a vaciar su sangre. Las dos alas ganchudas y desgarradas del monstruo cubrían como si fuera un manto de muerte al animalito que temblaba de debilidad. En otra ocasión, mientras recogía caracolas en rocas medio sumergidas, recibió un chorro de agua en plena cara. Un poco aturdido por el impacto, dio algunos pasos, pero fue detenido por un segundo chorro que le alcanzó derecho en pleno rostro con una diabólica precisión. Inmediatamente sintió en el estómago la antigua punzada de la angustia tan conocida y tan temida. Se relajó sólo a medias cuando descubrió en un entrante de la roca un pulpo de pequeño tamaño y de color gris que tenía la sorprendente facultad de enviar el agua gracias a una especie de sifón, cuyo ángulo de tiro podía variar a voluntad.

Había terminado por resignarse a la vigilancia implacable a la que le sometía su «consejo de administración», como continuaba llamando al grupo de buitres que parecía haberse pegado a su persona. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciese, estaban allí, gibosos, pestíferos y pelados, aguardando -no, desde luego, su propia muerte, como él pensaba en sus momentos de depresión-, sino todos los restos comestibles que él sembraba en su jornada. Sin embargo, mal que bien, se había acostumbrado a su presencia, pero en cambio sufría con más dificultad el espectáculo de sus costumbres crueles y repelentes. Sus amores de viejos lujuriosos insultaban a su castidad forzada. Una tristeza indignada embargaba su corazón cuando veía al macho, tras unos saltitos grotescos, patear pesadamente a la hembra para luego clavar su pico torcido sobre la nuca calva de su pareja, mientras las plumas de su cola se acoplaban en un obsceno abrazo. Un día observó que un buitre más pequeño y sin duda más joven era perseguido y maltratado por otros. Le fustigaban a picotazos, a aletazos, a dentelladas y finalmente le arrinconaron contra una roca. De pronto aquellas novatadas cesaron, como si la víctima hubiera implorado clemencia o hubiera hecho saber que se rendía a las exigencias de sus perseguidores. Entonces el pequeño buitre extendió el cuello con rapidez hacia el suelo, dio tres pasos mecánicos y luego se detuvo, convulso por los espasmos, y vomitó sobre los guijarros un revoltijo de carnes descompuestas y a medio digerir; festín solitario, sin duda, que sus congéneres habían sorprendido para su desgracia. Se arrojaron sobre aquellas inmundicias y las devoraron atropellándose unos a otros.

Aquella mañana Robinsón había roto su azada y había dejado escapar su mejor cabra lechera. Aquella escena terminó de abatirle. Por primera vez después de muchos meses tuvo un desfallecimiento y cedió a la tentación de la ciénaga. Retomó el sendero de los jabalíes, que conducía a las zonas pantanosas de la costa oriental, y volvió a encontrar la charca fangosa donde su razón había zozobrado ya tantas veces. Se despojó de sus vestidos y se dejó deslizar en el fango líquido.

En los vapores mefíticos donde giraban nubes de mosquitos se disipó el círculo de pulpos, vampiros y buitres que le obsesionaba. El tiempo y el espacio se disolvían y un rostro se dibujó en el cielo enmarañado, ribeteado de hojas, que era todo lo que podía contemplar. Estaba acostado en una cunita que se balanceaba y que tenía un baldaquín de muselina. Sólo sus manitas emergían de unos pañales de blancura de lirio que le envolvían de la cabeza a los pies. En torno suyo un rumor de palabras y de ruidos domésticos componían el ambiente familiar de la casa en que había nacido. La voz firme y bien timbrada de su madre alternaba con el falsete eternamente quejumbroso de su padre y las risas de sus hermanos y hermanas. No comprendía lo que se decía, pero tampoco intentaba comprender. Y en ese momento las telas bordadas se apartaron para enmarcar el fino rostro de Lucy, estilizado aún más por dos grandes trenzas negras, una de las cuales rodó sobre la colcha. Una debilidad de una dulzura embriagadora envolvió a Robinsón. Una sonrisa se dibujó en su boca que asomaba entre las hierbas putrefactas y las hojas de los nenúfares. A la comisura de sus labios se había adherido el cuerpo oscuro de una sanguijuela.


Log-book.-Cada hombre tiene su pendiente funesta. La mía desciende hacia el cenagal. Allí es donde me agarra Speranza y me muestra su rostro bestial. La ciénaga es mi derrota, mi vicio. Mi victoria es el orden moral que debo imponer a Speranza frente a su orden natural que no es más que otro nombre del desorden absoluto. Ahora sé que aquí no se trata sólo de sobrevivir. Sobrevivir es morir. Hay que, con paciencia y sin descanso, construir, organizar, ordenar. Cada parada es un paso hacia atrás, un paso hacia la pocilga.

Las extraordinarias circunstancias en que me encuentro justifican, me parece, bastantes cambios en el punto de vista, concretamente en los asuntos morales y religiosos. Cada día leo la Biblia. También cada día presto piadosamente atención a la fuente de sabiduría que habla dentro de mí, como habla en cada hombre. A veces me asusto ante la novedad de lo que puedo descubrir y que sin embargo yo acepto, porque ninguna tradición puede prevalecer sobre la voz del Espíritu Santo que está dentro de nosotros.

Así el vicio y la virtud. Mi educación me había acostumbrado a considerar al vicio como un exceso, una opulencia, un despilfarro, un desenfreno ostentoso frente al cual la virtud oponía la humildad, el recogimiento, la abnegación. Ahora me doy cuenta de que este tipo de moral es para mí un lujo que me mataría si pretendiera ceñirme a ella. Mi situación me dicta poner el más en la virtud y el menos en el vicio, y por tanto llamar virtud al coraje, a la fuerza, a la afirmación de mí mismo, al dominio sobre las cosas. Y vicio a la renuncia, al abandono, a la resignación, en una palabra, a la ciénaga. Sin duda de este modo vuelvo a una visión antigua de la sabiduría humana más allá del cristianismo y sustituyo la virtud por la virtus. Pero el fondo de un determinado cristianismo es el rechazo radical de la naturaleza y de sus cosas, ese rechazo que demasiado ya he practicado yo en Speranza y que ha estado a punto de perderme. No triunfaré de la decadencia más que en la medida en que, por el contrario, sepa aceptar mi isla y hacerme aceptar por ella.


A medida que el rencor que le había producido el fracaso con el Evasión se iba apagando, Robinsón soñaba cada vez más en las ventajas que podría sacar de una embarcación modesta con la cual se limitaría a explorar las costas de la isla que eran inaccesibles desde el interior. Comenzó, por tanto, a construir una piragua de una sola pieza trabajando un tronco de pino. Trabajo con el hacha, lento y monótono, que efectuó metódicamente a determinadas horas del día sin la fiebre que había rodeado a la construcción del Evasión. Al principio había pensado encender un fuego bajo la parte del tronco que quería ahuecar, pero temió calcinarlo en su totalidad y se contentó con esparcir brasas en la cavidad ya trabajada. Pero al final prescindió de recurrir a la llama. La embarcación, convenientemente vaciada, tallada, perfilada, pulida con arena fina, era lo suficientemente ligera como para que él pudiera elevarla con los brazos por encima de su cabeza y transportarla cubriéndose los hombros como si se tratara de una gran capucha de madera. Fue una auténtica fiesta para él contemplarla por vez primera danzando sobre las olas, como un potro en una pradera. Había tallado un par de remos muy sencillos tras haber renunciado a la vela por un principio de restricción que procedía del recuerdo del demasiado ambicioso Evasión. A partir de ese momento efectuó una serie de expediciones contorneando la isla, que sirvieron para hacerle conocer su dominio, pero también para hacerle sentir mejor que todas sus experiencias anteriores la soledad que le envolvía.


Log-book.-La soledad no es una situación inmutable en la que yo me encontraría sumergido desde el naufragio del Virginia. Es un medio corrosivo que actúa sobre mí lentamente, pero sin tregua y en un sentido puramente destructivo. El primer día yo transitaba entre dos sociedades humanas igualmente imaginarias: la tripulación desaparecida y los habitantes de la isla, porque yo la creía poblada. Tenía todavía muy vivos mis contactos con mis compañeros de a bordo. Proseguía imaginariamente el diálogo interrumpido por la catástrofe. Y luego la isla resultó desierta. Avanzaba a través de un paisaje sin alma viviente. Detrás mío, el grupo de mis infortunados compañeros se hundía en la noche. Sus voces se habían callado desde hacía ya tiempo, cuando la mía comenzaba sólo a fatigarse de su soliloquio. Desde entonces sigo con una horrible fascinación el proceso de deshumanización, cuyo inexorable trabajo siento dentro de mí.

Sé ahora que cada hombre lleva consigo -y como sobre él- un frágil y complejo andamiaje de costumbres, respuestas, reflejos, mecanismos, preocupaciones, sueños e implicaciones que se ha formado y continúa transformándose por los contactos perpetuos con sus semejantes. Privada de savia, esta delicada eflorescencia se marchita y se disgrega… El prójimo: pieza maestra de mi universo… Mido cada día lo que yo le debía, registrando nuevas fisuras en mi edificio personal. Sé el riesgo que correría si perdiera el uso de la palabra y combato con todo el ardor de mi angustia esta suprema decadencia. Pero mis relaciones con las cosas se encuentran ellas mismas desnaturalizadas por mi soledad. Cuando un pintor o un grabador introducen personajes en un paisaje o en las proximidades de un monumento, no es por gusto de lo accesorio. Los personajes dan la escala y, lo que importa más todavía, constituyen puntos de vista posibles que añadir al punto de vista real del observador de indispensables virtualidades.

En Speranza no hay más que un solo punto de vista, el mío, despojado de toda virtualidad.

Y ese despojo no se ha realizado en un día. Al comienzo, por un automatismo inconsciente, yo proyectaba posibles observadores -parámetros- en la cima de las colinas, detrás de tal roca o en las ramas de tal árbol. La isla se encontraba de este modo cuadriculada por una red de interpolaciones y de extrapolaciones que la diferenciaba y la dotaba de inteligibilidad. Así hace todo hombre normal en una situación normal. Yo no he tomado conciencia de esta función -como de muchas otras- más que a medida que se iba degradando en mí. Hoy es cosa hecha: mi visión de la isla está reducida a sí misma. Lo que yo no veo es un desconocido absoluto. Por todas partes en donde yo no estoy reina una noche insondable. Además constato al escribir estas líneas que la experiencia que ellas tratan de transmitir no sólo no tienen precedente, sino que además contradicen en su misma esencia a las palabras que empleo. El lenguaje depende, en efecto, de modo fundamental de ese universo poblado en el que los otros vienen a ser como otros tantos faros que crean en torno suyo un islote luminoso en el interior del cual todo es -si no conocido- al menos cognoscible. Alimentada por mi fantasía, su luz ha llegado todavía durante mucho tiempo hasta mí. Ahora, es un hecho, las tinieblas me envuelven.

Y mi soledad no ataca más que la inteligibilidad de las cosas. Mina hasta el fundamento mismo de su existencia. Cada vez me asaltan más dudas sobre la veracidad del testimonio de mis sentidos. Sé ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros, distintos de los míos, la pisaran. Contra la ilusión óptica, el espejismo, la alucinación, el soñar despierto, el fantasma, el delirio, la perturbación del oído…, el baluarte más seguro es nuestro hermano, nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo, pero… ¡alguien, oh dioses, alguien!

P.s. Ayer, cuando atravesaba el bosquecillo que está delante de las praderas de la costa sudeste, fui golpeado en pleno rostro por un olor que me ha devuelto brutalmente -casi dolorosamente- a la casa, al vestíbulo en que mi padre recibía a sus clientes, pero en concreto a los lunes por la mañana, día en que mi padre no recibía y en que mi madre ayudada por nuestra vecina aprovechaba para sacar brillo al entarimado. La evocación era tan poderosa y tan incongruente que una vez más dudé de mi razón. Por un momento luché contra el asalto de un dulce recuerdo tan imperioso, pero luego me dejé deslizar en el pasado, ese museo desierto, esa muerte barnizada como un sarcófago que me reclama con tal ternura seductora. Al fin la ilusión aflojó su abrazo. Vagando por el bosque, he descubierto algunas raíces de trementina, arbustos coníferos cuya corteza al estallar por el calor desprendía una resina ámbar con un fuerte olor que contenía todas las mañanas de los lunes de mi infancia.


Ya que era martes -así lo quería su empleo del tiempo-, aquella mañana Robinsón recogía sobre la arena fresca, dejada al descubierto por la marea baja, una especie de moluscos con la carne un poco dura pero sabrosa que podía conservar toda la semana en un jarra llena de agua de mar. La cabeza protegida por el gorro redondo de los marinos británicos, zuecos también reglamentarios en los pies, iba vestido con un calzón que le dejaba las pantorrillas al aire y con una amplia camisa de lino. El sol, del que su blanca piel de pelirrojo no soportaba las quemaduras, estaba oculto por una alfombra de nubes encrespadas, como de astracán, y había podido dejar en la cueva su sombrilla de hojas de palma de la que raramente se separaba. Como la marea estaba baja, había atravesado un tapiz regular de conchas trituradas, bancos de barro y charcas poco profundas y había retrocedido lo suficiente como para abarcar con una mirada la masa verde, rubia y negra de Speranza. Al carecer de cualquier otro interlocutor, proseguía con ella un largo, lento y profundo diálogo en el que sus gestos, sus actos y sus empresas constituían otras tantas preguntas a las que la isla respondía mediante el éxito o el fracaso que venía a ser como aprobación o desacuerdo sancionador. Ya no tenía ninguna duda de que de ahí en adelante todo dependería de sus relaciones con ella y del éxito de su organización. Tenía siempre el oído atento para recoger los mensajes que no cesaban de emanar de ella bajo mil formas, tanto cifradas como simbólicas.

Se aproximó a una roca cubierta de algas que cercaba un espejo de agua límpida. Se divertía ante un cangrejito locamente temerario que dirigía hacia él sus dos pinzas desiguales, como un espadachín con su espada y su sable, cuando de pronto fue como si le hubiera golpeado un rayo al descubrir la huella de un pie desnudo. No se habría sorprendido menos si hubiera encontrado su propia huella en la arena o en el fango, ahora que había ya renunciado desde hacía mucho tiempo a caminar sin zuecos. Pero la marca que tenía ante los ojos estaba hundida en la misma roca. ¿Se trataba de la de otro hombre? ¿O es que llevaba ya tanto tiempo en la isla que una marca de su pie en el fango había tenido tiempo de petrificarse debido a las concreciones calcáreas? Se quitó su zueco derecho y colocó su pie desnudo en la cavidad medio cubierta por el agua de mar. Era eso exactamente. Su pie encajaba en aquel molde de piedra como en un borceguí usado y familiar. No podía haber allí ninguna confusión: aquel sello secular -el del pie de Adán tomando posesión del jardín, el de Venus saliendo de las aguas- era también la firma personal, inimitable de Robinsón impresa en la misma roca y por tanto indeleble, eterna. Speranza -como una de esas vacas semisalvajes de la pradera argentina, marcadas, sin embargo, al rojo vivo- llevaba en lo sucesivo el sello de su Dueño y Señor.


El maíz se marchitó por completo y las parcelas de tierra donde Robinsón lo había sembrado recuperaron su antiguo aspecto de praderas baldías. Pero la cebada y el trigo prosperaban y Robinsón experimentaba la primera alegría que le dio Speranza -¡pero qué dulce y qué profunda!- al acariciar con la mano los tiernos brotes de un verde suave y azulado. Necesitó una gran fuerza de carácter para contenerse de arrancar las hierbas parásitas que brotaban aquí y allá en su hermoso tapiz de cereales, pero no podía quebrantar la palabra evangélica que ordena no separar el buen grano de la cizaña antes de la siega. Se consolaba soñando con las hogazas doradas que muy pronto podría deslizar en el horno en forma de túnel que había horadado en la roca blanda de la pared occidental de la gruta. La llegada de una pequeña temporada de lluvias le hizo temblar durante algunos días por sus espigas que se desmoronaban, cargadas de peso, colmadas de agua. Pero el sol brilló de nuevo y las espigas se enderezaron, balanceando sus penachos al viento, como un ejército de diminutos caballos encabritados con sus adornos de plumas en la cabeza.

Cuando llegó el tiempo de la siega, se dio cuenta de que, de todos los útiles que poseía, el más adecuado para servir de hoz o de guadaña era el viejo sable que decoraba el camarote del capitán y que él había recogido junto con los demás restos. Al principio intentó proceder a la siega metódicamente, agrupando y sosteniendo con una varita curva el haz que luego abatía de un sablazo. Pero al manejar aquel arma heroica fue poseído por un extraño ardor y, prescindiendo de toda regla, avanzaba blandiéndolo con furiosos rugidos. Pocas espigas fueron perjudicadas por este tratamiento, pero hubo que renunciar a sacar cualquier partido de la paja.


Log-book.-Esta jornada de siega que habría debido celebrar los primeros frutos de mi trabajo y la fecundidad de Speranza se ha parecido más al combate de un enajenado contra el vacío. ¡Ay! ¡Qué lejos estoy todavía de esa vida perfecta en la que cada gesto estaría dirigido por una ley de economía y armonía! Me he dejado arrastrar como un niño por un impulso desordenado y no he encontrado en ese trabajo nada que se pareciera a la alegre satisfacción que me proporcionaba la siega en la que participaba antaño en la hermosa campiña de West-Riding. La calidad del ritmo, el balanceo de los dos brazos de derecha a izquierda -mientras el cuerpo hace contrapeso por un movimiento inverso de izquierda a derecha-, la hoja que se adentra en la masa de flores, umbelas y plúmulas, corta con limpieza toda aquella materia gramínea y la deposita a mi izquierda, el frescor potente que emana de los jugos, savias y leches eyaculados -todo esto componía una dicha sencilla en la que yo me embriagaba sin remordimientos-. La hoja afilada en el pedernal era lo suficientemente maleable como para que el filo se plegara visiblemente primero en un sentido y después en el otro. La pradera era una masa que había que atacar, desbrozar, reducir metódicamente, ocupándose de ella paso a paso. Pero, en definitiva, esa masa era un conglomerado de universos vivientes y minúsculos, cosmos vegetal en donde la materia se halla completamente absorbida por la forma. Aquella composición refinada de la pradera europea es lo absolutamente opuesto a la naturaleza amorfa y sin diferencias que yo escarbo aquí. La naturaleza tropical es poderosa pero ruda, simple y pobre, como su cielo azul. ¿Cuándo volveré a encontrar el complejo hechizo de nuestros cielos pálidos, los exquisitos matices de gris de la bruma que parece besar los pantanos del Ouse?


Después de desgranar sus espigas trillándolas gracias a una vela plegada en dos, aventó su grano haciéndolo pasar de una calabaza a otra, al aire libre, un día de fuerte viento. La barcia y el tamo de la paja volaban a lo lejos. Le gustaba ese trabajo de purificación, simple pero no fastidioso, por los símbolos espirituales que evocaba. Su alma se elevaba hacia Dios y le suplicaba que hiciera volar lejos los pensamientos frívolos que le llenaban para no dejar en él más que las gruesas semillas de la palabra de sabiduría. Al terminar comprobó con orgullo que su cosecha ascendía a treinta galones de trigo y veinte galones de cebada. Para hacer su harina había preparado un mortero y una mano para majar -un tronco vaciado y una gruesa rama estrangulada a media altura- y el horno estaba preparado para la primera cocción. Fue entonces cuando llevado por una repentina inspiración decidió no consumir nada de esta primera cosecha.


Log-book.- Yo soñaba con el festejo que me daría con ese primer pan, salido de la tierra de Speranza, de mi horno, de mis manos. ¡Pero será para más adelante! Más adelante… ¡Cuántas promesas en estas dos simples palabras! Lo que se me ha mostrado de pronto con una evidencia imperiosa es la necesidad de luchar contra el tiempo, es decir, de aprisionar al tiempo. En la medida en que vivo al día, me dejo ir; el tiempo se desliza entre mis dedos, pierdo mi tiempo, me pierdo yo mismo. En el fondo todo el problema en esta isla podría traducirse en términos de tiempo y no es un azar si -partiendo de lo más bajo- yo he comenzado por vivir aquí como si estuviera fuera del tiempo. Al restaurar mi calendario he vuelto a tomar posesión de mí mismo. Pero hay que hacer todavía más. Ni una brizna de esta primera cosecha de trigo y cebada debe consumirse en el presente. Debe ser toda entera como un resorte dirigido hacia el futuro. La dividiré en dos partes: la primera será sembrada desde mañana mismo y la segunda constituirá una reserva de seguridad -porque hay que prever que la promesa del grano enterrado no se cumpla.

En lo sucesivo obedeceré a la siguiente regla: toda producción es creación, y por tanto es buena. Todo consumo es destrucción y es, por tanto, malo. En realidad, mi situación aquí es bastante similar a la de mis compatriotas que desembarcan a diario en las costas del Nuevo Mundo. Ellos también tienen que plegarse a una moral de acumulación. También para ellos es un crimen perder su tiempo y ahorrar el tiempo es la virtud cardinal. ¡Ahorrar! ¡He aquí que de nuevo se me recuerda la miseria de mi soledad! Para mí es bueno sembrar, es bueno cosechar. Pero el mal comienza cuando muelo el grano y cuezo la masa, porque en ese momento trabajo para mí solo. El colono americano puede llevar hasta su término y sin remordimientos el proceso de la panificación, porque él venderá su pan, y el dinero que acumulará en su cofre será tiempo y trabajo ahorrados. En cambio en mi caso -eso es- mi miserable soledad me priva de los beneficios del dinero que, sin embargo, no me falta.

Hoy puedo medir la locura y la maldad de aquellos que calumnian a esta divina institución: ¡el dinero! El dinero espiritualiza todo lo que toca al aportar una dimensión a la vez racional -medible- y universal -ya que un bien metalizado se convierte en virtualmente accesible para todos los hombres-. La venalidad es una virtud cardinal. El hombre venal sabe hacer callar a sus instintos asesinos y asociales -sentimiento del honor, amor propio, patriotismo, ambición política, fanatismo religioso, racismo- para no dejar hablar más que a su tendencia a la cooperación, su gusto por los intercambios fructíferos, su sentido de la solidaridad humana. Hay que tomar al pie de la letra la expresión edad de oro y veo con claridad que la humanidad volvería a ella si sólo estuviera dirigida por hombres venales. Desdichadamente, son casi siempre los hombres desinteresados los que hacen la historia y entonces el fuego lo destruye todo, la sangre corre a borbotones. Los grandes mercaderes de Venecia nos dan el ejemplo de felicidad fastuosa que alcanza un Estado cuando está conducido por la sola ley del lucro, mientras que los lobos encarnizados de la Inquisición española nos enseñan las infamias de que son capaces los hombres que han perdido el gusto por los bienes materiales. Los hunos se habrían detenido deprisa en su oleada devastadora si hubieran sabido aprovechar las riquezas que habían conquistado. Entorpecidos por sus adquisiciones, se habrían establecido para gozar mejor de las mismas y las cosas habrían recuperado su curso natural. Ellos despreciaban el oro. Y avanzaron siempre hacia adelante, quemando todo a su paso.


A partir de ese momento Robinsón se dedicó a vivir apenas de la nada, trabajando en una explotación intensa de los productos de la isla. Roturó y sembró hectáreas enteras de praderas y bosques, trasplantó un campo de nabos, de rábanos y acederas -especies que brotaban esporádicamente en el Sur-, protegió contra los pájaros y los insectos las plantaciones de palmeras, instaló veinte colmenas que empezaron a ser colonizadas por las primeras abejas, excavó en el borde del litoral viveros de agua dulce y de agua de mar, en los cuales criaba sargos, marrajos, peces caballeros e incluso cangrejos de mar. Almacenó enormes provisiones de frutos secos, carne ahumada, pescados salados y quesos duros y quebradizos como la tiza, que sin embargo podían conservarse indefinidamente. Por último descubrió un procedimiento para producir una especie de azúcar gracias al cual pudo hacer confituras y conservas de frutos en almíbar. Se trataba de una palmera cuyo tronco, más grueso en el centro que en la base o en la corona, destilaba una savia extraordinariamente azucarada. Derribó uno de aquellos árboles, cortó las hojas de la copa y pronto la savia comenzó a manar por el extremo superior. Manó así durante meses enteros, pero era necesario que Robinsón arrancara cada mañana una nueva parte del tronco, cuyos poros tendían a atascarse. Sólo aquel árbol le dio noventa galones de melaza que se fue solidificando poco a poco en un enorme pastel.

Fue por entonces cuando Tenn, el setter-laverack del Virginia, surgió de un matorral y corrió hacia él, enloquecido de amistad y de ternura.


Log-book.- Tenn, mi fiel compañero de travesía, ha vuelto. Imposible expresar la alegría que encierra esta simple frase. Jamás podré saber dónde ni cómo ha vivido desde el naufragio, pero al menos creo comprender qué es lo que le mantenía alejado de mí. Mientras yo construía como un loco el Evasión, apareció ante mí, para huir después con grandes gruñidos furibundos. Yo me pregunté en mi ceguera si los terrores del naufragio, seguidos de un largo período de soledad en una naturaleza hostil, no le habrían conducido al estado salvaje. ¡Increíble suficiencia! El único salvaje entre nosotros dos era yo, y ahora no me cabe duda de que fue mi aspecto bestial y mi extraviado rostro los que desanimaron al pobre animal, que seguía siendo mucho más profundamente civilizado que yo mismo. No faltan ejemplos de perros obligados, casi a pesar suyo, a abandonar a dueños perdidos en el vicio, la decadencia o la locura, y no se sabe que aceptaran que su amo comiera en la misma escudilla que ellos. El regreso de Tenn me satisface plenamente porque es testimonio y recompensa de mi victoria sobre las fuerzas destructoras que me arrastraban hacia el abismo. El perro es el compañero natural del hombre, no de la criatura nauseabunda y degenerada que la desgracia, al sustraerle de lo humano, puede hacer de él. De ahora en adelante leeré en sus bondadosos ojos color avellana si he sabido mantenerme a la altura de un hombre, a pesar del horrible destino que me empuja hacia el suelo.


Pero Robinsón no debía recobrar del todo su humanidad hasta que se diera a sí mismo otro refugio diferente al fondo de una gruta o a un toldo de hojas. Al tener a partir de ese momento al más doméstico de los animales como compañero, debía construirse una casa, ¡tan profunda es a veces la sabiduría que encubre un simple parentesco verbal!

La situó a la entrada de la gruta que contenía todas sus riquezas y que se encontraba en el punto más elevado de la isla. Excavó en primer lugar un foso de tres pies de profundidad que rellenó con un lecho de guijarros recubiertos a su vez por una capa de arena blanca. Sobre ese basamento perfectamente seco y permeable, alzó unos tabiques superponiendo troncos de palmeras sujetos mediante muescas angulares. Las cortezas y la crin vegetal llenaban los intersticios entre los troncos. Sobre un ligero entramado de vigas a doble vertiente tendió una techumbre de cañas entrelazadas sobre la cual colocó después hojas de caucho montando unas sobre otras como si se tratara de pizarra. La superficie exterior de los muros la revistió con mortero hecho de arcilla húmeda y pajas. Un enlosado de piedras planas e irregulares, ensambladas como las piezas de un puzzle, recubrió el suelo arenoso. Las pieles de cabra y las alfombras de junco, algunos muebles de mimbre, la vajilla y los fanales salvados del Virginia, el catalejo, el sable y uno de los fusiles colgados de la pared, creaban una atmósfera confortable e incluso íntima de la que Robinsón no se dejaba impregnar. Desde el exterior esta primera vivienda tenía un aspecto sorprendente de isba tropical, tosca pero a la vez cuidada, frágil por su techumbre y maciza por sus muros, características en las que Robinsón se complació al encontrar en ellas las contradicciones de su propia situación. Por otro lado, era también consciente de la inutilidad práctica de aquel refugio, a la función capital, pero sobre todo moral, que la atribuía. Decidió no realizar allí ninguna tarea utilitaria -ni siquiera la cocina-, decorarla con una paciencia minuciosa y no dormir en ella más que el sábado por la noche, continuando los demás días utilizando una especie de camastro de plumas y pelos con que había rellenado un hueco de la pared rocosa de la gruta. Poco a poco aquella casa se fue convirtiendo para él en una especie de museo de lo humano, en el que no entraba nunca sin tener la sensación de estar realizando un acto solemne. Tomó incluso la costumbre -tras haber desembalado los vestidos que estaban guardados en el cofre del Virginia (y algunos eran muy hermosos)- de no penetrar en aquel lugar más que vestido con calzas, medias y zapatos, como si fuera a visitar a lo mejor de sí mismo.

Se dio cuenta después de que el sol no era visible desde el interior de la casa más que a determinadas horas del día y pensó que sería acertado instalar un reloj o una máquina adecuada para poder medir el tiempo en cualquier momento. Tras algunas dudas, decidió confeccionar una especie de clepsidra bastante primitiva. Era simplemente una bombona de vidrio transparente a la que había horadado la base con un agujerito por donde caía el agua gota a gota en un recipiente de cobre colocado en el suelo. La bombona tardaba exactamente veinticuatro horas en vaciarse en la cubeta y Robinsón había estriado sus costados con veinticuatro círculos paralelos, marcado cada uno con un número romano. De este modo el nivel del líquido daba la hora en cualquier momento. Aquella clepsidra supuso un inmenso consuelo para Robinsón. Cuando escuchaba -de día o de noche- el ruido regular de las gotas que caían en el depósito, tenía el orgulloso sentimiento de que el tiempo no se deslizaba ya en un oscuro abismo, sino que en lo sucesivo se encontraba regularizado, dominado, en una palabra; domesticado también él, como toda la isla iba a llegar a estarlo, poco a poco, por la fuerza de ánimo de un solo hombre.


Log-book.- De ahora en adelante, aunque vele o aunque duerma, escriba o cocine, mi tiempo es sostenido por un tic-tac maquinal, objetivo, irrefutable, exacto, controlable. ¡Hasta qué punto estoy hambriento de esos epítetos que definen otras tantas victorias sobre las fuerzas del mal! Yo quiero, exijo que todo a mi alrededor sea a partir de ahora medido, probado, certificado, matemático, racional. Habrá que proceder a la agrimensura de la isla, establecer la imagen reducida de la proyección horizontal de todas sus tierras, consignar estos datos en un catastro. Querría que cada planta fuera etiquetada, cada pájaro registrado con una anilla, cada mamífero marcado a fuego. ¡No cesaré hasta que esta isla oscura, impenetrable, llena de sordas fermentaciones y de remolinos maléficos, sea metamorfoseada, convertida en una construcción abstracta, transparente, inteligible hasta la médula!

¿Pero tendré fuerzas para lograr esta formidable tarea? ¿Encontraré en mí mismo los recursos de esa dosis masiva de racionalidad que yo quiero administrar a Speranza? El ruido regular de la clepsidra que me arrullaba hace sólo un instante con su música aplicada y tranquilizadora como la de un metrónomo, evoca de repente otra imagen completamente opuesta que me horroriza: la de la piedra más dura, inexorablemente atacada por la caída incansable de una gota de agua. Es inútil disimularlo: todo mi edificio cerebral se tambalea. Y el efecto más evidente de esta erosión es el deterioro del lenguaje.

Me gusta hablar sin cesar en voz alta, no dejar jamás pasar una reflexión, una idea sin proferirla en seguida en dirección a los árboles o las nubes; veo de día hundirse paneles enteros de la ciudadela verbal en que se resguarda y mueve con familiaridad nuestro pensamiento, lo mismo que el topo en su red de galerías. Puntos fijos sobre los cuales se apoya el pensamiento para progresar -como se camina sobre las piedras que emergen del lecho de un torrente- se desmoronan, se hunden. Me asaltan dudas sobre el sentido de las palabras que no designan a cosas concretas. Ya no puedo hablar más que en sentido literal. La metáfora, la litote y la hipérbole me exigen un esfuerzo de atención desmesurado cuyo efecto imprevisto es que resalte todo lo que hay de absurdo y de convencional en esas figuras retóricas. Me parece que ese proceso del que soy protagonista sería una bicoca para un gramático o un filósofo que viviera en sociedad: para mí es un lujo a la vez inútil y criminal. Eso me ocurre, por ejemplo, con esa noción de profundidad, de la que nunca había pensado escrutar el uso que de ella se hace en expresiones como «un espíritu profundo», «un amor profundo»… Extraña actitud que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que pretende que «superficial» no significa «de amplia dimensión», sino de «poca profundidad», mientras que «profundo» significa, por el contrario, «de gran profundidad» y no de «insignificante superficie». Y, sin embargo, me parece que un sentimiento como el amor se mide mucho mejor -si es que puede medirse- por la importancia de su superficie que por el grado de su profundidad. Porque yo mido mi amor por una mujer por el hecho de que amo tanto sus manos como sus ojos, su andar, sus vestidos habituales, sus objetos familiares, lo que ella no ha hecho más que rozar, los paisajes en donde la he visto desenvolverse, el mar en que se ha bañado… ¡Todo esto es, desde luego, de la superficie!, ¡me parece! Mientras que un sentimiento mediocre tiene directamente -en profundidad- al sexo mismo y deja todo lo demás en una penumbra indiferente.

Un mecanismo análogo -que chirría desde hace poco tiempo cuando mi pensamiento quiere utilizarlo- valora la interioridad por encima de la exterioridad. Los seres serían tesoros encerrados en una costra sin valor y cuanto más se penetrara en ellos, más grandes serían las riquezas a las que se podría acceder. ¿Y si no hubiera tesoros? ¿Y si la estatua estuviera llena de una plenitud monótona, homogénea como la de una muñeca de paja? Sé perfectamente que yo, a quien nadie acude para prestar un rostro y secretos -que no soy más que un agujero negro en medio de Speranza, un punto de vista sobre Speranza-, un punto, es decir: nada. Pienso que el alma no comienza a tener un contenido notable más que a partir de la cortina de piel que separa el interior del exterior, y que se enriquece indefinidamente a medida que se anexiona círculos cada vez más amplios en torno al punto-yo. Robinsón no es infinitamente rico más que cuando coincide con Speranza entera.


Desde la mañana siguiente Robinsón trazó los cimientos de un Conservatorio de Pesos y Medidas. Lo edificó en forma de pabellón, pero con los materiales más refractarios que pudo encontrar: bloques de granito y sillares de arcilla roja. En él expuso sobre una especie de altar -como si se tratara de ídolos- y contra los muros -como las armas de la panoplia de la razón- los patrones de la pulgada, el pie, la yarda, la vara, el cable, la pinta, el picotín, la fanega, el galón, el grano, el dracma, la onza y la libra.

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