Capítulo VIII

Al entrar en la residencia, Viernes se dio cuenta en seguida de que la clepsidra se había detenido. Quedaba agua en la bombona de vidrio, pero el orificio había sido obstruido por un tapón de madera y el nivel se había estabilizado a la altura de las tres de la mañana. No se sorprendió en modo alguno ante la desaparición de Robinsón. En su espíritu, la detención de la clepsidra indicaba con toda naturalidad que el Gobernador estaba ausente. Acostumbrado a tomar las cosas tal y como se presentaban, no se preguntó ni dónde estaba Robinsón ni cuándo volvería, ni siquiera si todavía seguía vivo. Tampoco tuvo la idea de ir en su búsqueda. Estaba totalmente absorbido en la contemplación de las cosas, a pesar de serle familiares, que le rodeaban, pero a las que la detención de la clepsidra y la ausencia de Robinsón conferían un aspecto nuevo. Era dueño de sí, dueño de la isla. Como para confirmarle en esa dignidad de la que se sentía revestido, Tenn se alzó perezosamente sobre sus patas, se colocó ante él y alzó hacia su rostro su mirada avellana. Ya no era muy joven, el pobre Tenn, y su lomo redondo como un tonel, sus patas demasiado cortas, sus ojos lacrimosos y su pelo lanoso y deslucido delataban los estragos de la edad al término de una vida de perro colmada. Pero también él experimentaba la novedad de la situación y esperaba que su amigo tomase una decisión.

¿Qué hacer? No podía plantearse terminar el riego de las acederas y de los nabos que se hacía necesario dada la sequía, ni proseguir la construcción de un mirador de observación en la cima del cedro gigante de la gruta. Esos trabajos dependían de un orden suspendido hasta el regreso de Robinsón. La mirada de Viernes se posó sobre un cofre cuidadosamente cerrado, pero sin cerrojo, y cuyo contenido había podido examinar un día en que se hallaba colocado sobre la mesa de la residencia. Lo arrastró por las baldosas y, poniéndolo sobre su lado más pequeño, se arrodilló y lo hizo deslizarse sobre sus hombros. Después salió, seguido de cerca por Tenn.

Al noroeste de la isla, en el lugar en donde la pradera se perdía en las arenas que anunciaban las dunas, se alzaban las extrañas siluetas, vagamente humanas, del jardín de cactus que había establecido Robinsón. Es verdad que había sentido escrúpulos al dedicar el tiempo a un cultivo tan gratuito, pero aquellas plantas no exigían ningún cuidado y sólo había costado el esfuerzo de trasplantar a un terreno particularmente favorable los ejemplares más interesantes, que había ido descubriendo de forma esporádica en toda la isla. Era un homenaje a la memoria de su padre, cuya única pasión -aparte de su mujer y de sus hijos- era el pequeño jardín tropical que mantenía en la rotonda acristalada de la casa. Robinsón había escrito en unas tablitas de madera, clavadas sobre estacas hundidas en tierra, los nombres latinos de todos aquellos ejemplares que le habían vuelto a la cabeza al mismo tiempo por uno de esos caprichos imprevisibles de la memoria.

Viernes lanzó al suelo el cofre que le había martirizado la espalda. Las correas de la tapa saltaron y un suntuoso desorden de tejidos preciosos y de joyas se extendió al pie de los cactus. Iba por fin a poder utilizar a su capricho aquellas ropas que le fascinaban por su brillo, pero que no eran utilizadas por Robinsón más que como un instrumento de tortura y de ceremonia. Porque no se trataba de él mismo -un vestido, fuera cual fuera, no hacía más que dificultar sus movimientos-, sino precisamente de aquellos extraños vegetales cuya carne verde, exorbitante, ampulosa, provocativa, parecía más adecuada que ningún cuerpo humano para hacer resaltar la belleza de aquellos tejidos.

Los colocó primero sobre la arena con gestos delicados para abarcar con una sola mirada su riqueza y su número. Agrupó también ante sí unas piedras planas sobre las que dispuso las alhajas, como en el escaparate de una joyería. Luego dio vueltas durante mucho rato en torno a los cactus mientras medía con la mirada su silueta y comprobaba con el dedo su consistencia. Era una extraña sociedad de maniquíes vegetales compuestos de candelabros, bolas, raquetas, miembros retorcidos, colas velludas, cabezas rizadas, estrellas puntiagudas, manos con mil dedos venenosos. Su carne era tanto una pulpa blanda y acuosa, como un caucho coriáceo o incluso mucosas verdosas que desprendían bocanadas de olores a carne podrida. Por último fue a buscar una capa negra de muaré y visitó con un solo movimiento las espaldas macizas del Cereus pruinosus. Luego cubrió con coquetones volantes las nalgas tumefactas de la Crassula falcata. Un encaje etéreo le sirvió para enguirnaldar el falo espinoso del Stapelia variegata, mientras que enfundaba mitones de batista en los diminutos dedos velludos de la Crassula lycopodiodes. Un birrete de brocado venía que ni pintado para cubrir la cabeza lanosa del Cephalocereus senilis. Trabajó así durante mucho tiempo, completamente absorbido por sus descubrimientos, vistiendo, adaptando, retrocediendo un poco para juzgar mejor, desvistiendo, de pronto, a uno de los cactus para vestir a continuación a otro. Por fin remató su obra distribuyendo con el mismo discernimiento brazaletes, collares, penachos, pendientes, herretes, cruces y diademas. Pero no se demoró para contemplar el cortejo alucinante de prelados, grandes damas y monstruos opulentos que acababa de hacer surgir en medio de la arena. Ya no tenía nada que hacer allí y se alejó con Tenn pegado a sus talones.

Atravesó la zona de las dunas, divirtiéndose con el rumor sonoro que despertaban sus pasos. Se detuvo y se volvió hacia Tenn mientras imitaba con la boca cerrada aquel gruñido, pero ese juego no divertía al perro, que avanzaba penosamente dando bandazos en el suelo movedizo, y su espinazo se erizaba con hostilidad cuando el rumor aumentaba. Por fin el suelo se hizo firme y desembocaron en la playa extensa y húmeda por la bajamar. Viernes erguido, arqueado el pecho en la luz gloriosa de la mañana, caminaba feliz sobre la arena inmensa e impecable. Estaba ebrio de juventud y de disponibilidad en aquel medio sin límites, donde todos los movimientos eran posibles, donde nada detenía la mirada. Recogió un guijarro oval y lo mantuvo en equilibrio en la palma de su mano abierta. Prefería a las alhajas que había abandonado sobre los cactus, aquella piedra tosca pero precisa, en la que se mezclaban los cristales de feldespato rosa con una masa de cuarzo vidriado, salpicado de mica. La curva del guijarro tocaba en un solo punto a la de su palma negra y formaba con ella una figura geométrica simple y pura. Una ola se expandió con rapidez sobre el espejo de arena mojada constelada de pequeñas medusas y rodeó sus tobillos. Dejó caer el guijarro oval y recogió otro, plano y circular, pequeño disco opalescente manchado de malva. Lo hizo saltar en su mano. ¡Si pudiera volar! ¡Transformarse en mariposa! Hacer volar a una piedra era un sueño que fascinaba al alma etérea de Viernes. La lanzó a la superficie del agua. El disco rebotó siete veces en el mantel líquido antes de hundirse sin salpicar. Pero Tenn, acostumbrado a este juego, se había lanzado a las olas y, chapoteando con sus cuatro patas, la cabeza dirigida hacia el horizonte, nadó hasta el lugar en que se había sumergido el guijarro, buceó y regresó, impulsado por el empuje de las olas, a depositarlo a los pies de Viernes.

Caminaron durante largo rato hacia el este; luego, cuando hubieron rodeado las dunas, hacia el sur. Viernes recogía y lanzaba estrellas de mar, tronces, conchas, huesos de jibia, cabelleras de algas que se convertían inmediatamente para Tenn en otras tantas presas vivas, deseables y fugitivas y a las que perseguía ladrando. De este modo llegaron al arrozal.

El embalse estaba seco y el nivel de la laguna sembrada descendía de día en día. Sin embargo, era necesario que se mantuviera inundada por lo menos durante un mes para que las espigas pudieran madurar y Robinsón volvía preocupado después de cada una de sus visitas de inspección.

Viernes mantenía en la mano el guijarro malva. Lo lanzó al arrozal y contó sus rebotes en el agua muerta, serpenteada por reflejos amarillentos. El disco de piedra desapareció tras nueve rebotes, pero ya Tenn saltaba desde el dique en su búsqueda. Su impulso le llevó a una distancia de unos veinte metros, pero allí se detuvo. El agua resultaba demasiado poco profunda para que pudiera nadar y chapoteaba en el fango. Se dio media vuelta y se dispuso a regresar hacia donde estaba Viernes. Un primer esfuerzo le liberó del agobio del fango, pero volvió a caer, esta vez más pesadamente, y sus esfuerzos se hicieron desordenados. Iba a morir si no era socorrido. Viernes vaciló un instante, asomado a aquella agua traidora e impura. Luego cambió de idea y corrió a donde se hallaba la compuerta de desagüe. Pasó una estaca por el primer agujero de la compuerta e hizo palanca con todas sus fuerzas, apoyándose en los batientes. La tabla comenzó a subir rechinando en sus vías. Al instante el tapiz fangoso que cubría el arrozal se desplazó y comenzó a reabsorberse en el canal de desagüe, comprimiéndose. Algunos minutos más tarde Tenn alcanzó a fuerza de arrastrarse la base del dique. No era más que un bloque de barro, pero estaba a salvo.

Viernes le dejó limpiándose y se dirigió bailando hacia el bosque. La idea de que la cosecha de arroz se había perdido ni siquiera le había rozado.


Para Viernes, la detención de la clepsidra y la ausencia de Robinsón no habían significado más que un solo y único acontecimiento: la suspensión de un determinado orden. Para Robinsón, la desaparición de Viernes, los cactus adornados y la sequía del arrozal representaban únicamente la fragilidad y tal vez el fracaso de la domesticación del araucano. Por otra parte, era raro que cuando actuaba por sí mismo hallase la aprobación de Robinsón. Era preciso que, o bien no hiciera nada en absoluto, o que actuara con toda exactitud de acuerdo con sus instrucciones para no incurrir en sus reproches. Robinsón tenía que confesarse que Viernes, bajo su docilidad forzada, guardaba una personalidad y que todo lo que de ella emanaba le chocaba profundamente y parecía afectar a la integridad de la isla administrada.

Decidió en un primer momento prescindir de la desaparición de su compañero. Al cabo de dos días, se dejó llevar por una compleja inquietud en la que se mezclaban vagos remordimientos, la curiosidad y también la piedad que le inspiraba el visible desconsuelo de Tenn y entonces se lanzó en su búsqueda. Durante toda una mañana recorrió con Tenn, de un lado a otro, el bosque donde se había perdido el rastro del araucano. Aquí y allá encontraron signos de su paso. Robinsón tuvo incluso que rendirse a la evidencia: a escondidas, Viernes se había establecido en aquella parte de la isla y llevaba allí una vida al margen del orden, entregándose a misteriosos juegos, el sentido de los cuales se le escapaba. Máscaras de madera, una cerbatana, una hamaca de lianas en la que descansaba un maniquí de rafia, tocados de plumas, pieles de reptil, cadáveres de pájaros disecados eran indicios de un universo secreto, del que Robinsón no tenía la clave. Pero su sorpresa llegó a su colmo cuando vino a parar al borde de una charca bordeada por arbolitos bastante parecidos a sauces. En efecto, aquellos arbustos habían sido visiblemente arrancados de raíz y plantados de nuevo boca abajo, con las ramas hundidas en la tierra y las raíces mirando al cielo. Y lo que terminaba por dar un aspecto fantástico a aquella monstruosa plantación era que todas ellas parecían haberse acomodado a aquel bárbaro tratamiento. Brotes verdes e incluso manojos de hojitas aparecían en la punta de las raíces, lo que daba a entender que las hojas enterradas habían sabido metamorfosearse a su vez en raíces y que la savia había invertido el sentido de su circulación. Robinsón no podía desprenderse del examen de aquel fenómeno. Que Viernes hubiera tenido aquel capricho y lo hubiera ejecutado era ya de por sí bastante inquietante. Pero los arbustos habían aceptado aquel tratamiento; Speranza, aparentemente, había dado su consentimiento a aquella extravagancia. Por esa vez, al menos, la barroca inspiración del araucano había tenido un resultado que, por muy tonto que fuera, implicaba un cierto aspecto positivo y no había concluido en una pura destrucción. ¡Robinsón no dejaba de meditar sobre este descubrimiento! Volvía sobre sus pasos cuando Tenn se detuvo bruscamente ante un macizo de magnolias cubierto de hiedras; luego comenzó a avanzar con lentitud con el cuello tenso, colocando sus patas con mucha precaución. Por último quedó inmóvil con el hocico en uno de los troncos. Entonces el tronco se movió y estalló la risa de Viernes. El araucano había disimulado su cabeza bajo un casquete de flores. Sobre su cuerpo desnudo había dibujado con jugo de genipapo hojas de hiedra cuyas ramas ascendían a lo largo de sus caderas y se enredaban en torno a su torso. Así metamorfoseado en hombre-planta, sacudido por una risa demencial, envolvió a Robinsón en una coreografía desenfrenada. Luego se dirigió hacia la orilla para lavarse entre las olas y Robinsón, pensativo y silencioso, le contemplo sumergirse sin dejar de bailar a la sombra verde de los manglares.


Aquella noche un cielo purísimo permitía que la luna llena reinara con todo su esplendor sobre el bosque. Robinsón cerró la Residencia, confió tanto a Viernes como a Tenn que se cuidaran mutuamente y se adentró bajo la galería silvestre por donde se filtraban extraños rayos de plata. Hipnotizados tal vez por el astro apagado, los animalitos y los insectos que por lo general poblaban el breñal con sus murmullos mantenían un solemne silencio. A medida que se acercaba a la loma rosa, sentía que se iba desprendiendo de las preocupaciones cotidianas y se dejaba invadir por una languidez nupcial.

Viernes le daba cada vez mayores preocupaciones. No era ya sólo que no se integrara armoniosamente en el sistema, sino que incluso -cuerpo extraño- amenazaba con destruirlo. Uno podía dejar a un lado disparates devastadores, como la desecación del arrozal, atribuyéndolo a su juventud y a su inexperiencia. Pero bajo su aparente buena voluntad, se mostraba completamente refractario a las nociones de orden, economía, cálculo, organización. «Me da más trabajo que el que realiza», pensaba con tristeza Robinsón con el vago sentimiento de que estaba exagerando un poquito. Además, el extraño instinto de Viernes, que le hacía ganarse la comprensión y -podría decirse- la complicidad de los animales, que culminaba en una intimidad que resultaba ya irritante con Tenn, tenía desastrosos efectos sobre la pequeña población de las cabras, los conejos e incluso los peces. Era imposible meter en aquella cabeza de madera de ébano que aquel pequeño rebaño no había sido agrupado, alimentado y seleccionado más que para su rendimiento en tanto que destinado a la nutrición y que no estaba allí para la doma, la familiaridad o los simulacros de caza y pesca. Viernes no concebía que pudiera matarse a un animal si no era después de una persecución o un combate que le diera algunas oportunidades: ¡concepción peligrosamente novelesca! No comprendía tampoco que existían especies dañinas a las que había que combatir a ultranza y no se había privado de engordar a una pareja de ratas a la que pretendía hacer crecer y multiplicarse. El orden era una frágil conquista, ganada a duras penas sobre el salvajismo natural de la isla. Los golpes que le daba el araucano, lo trastornaban seriamente. Robinsón no podía permitirse el lujo de un elemento perturbador que amenazara con destruir lo que él había tardado tantos años en edificar. Pero ¿qué hacer entonces?

Al llegar a la linde del bosque se detuvo, arrebatado por la grandeza y la suavidad del paisaje. La pradera extendía hasta donde se perdía la vista, su vestido de seda erizado con lánguidas ondulaciones por efecto de un ligero soplo de viento. Al oeste dormían erguidos los tallos de las cañas, apretados como las lanzas de un ejército, y desde allí brotaba a intervalos regulares el croar armonioso de una rana. Un aliento perfumado le advirtió de que se aproximaba a la loma rosada, cuyas irregularidades del terreno habían sido borradas por la luz de la luna. Las mandrágoras se habían multiplicado allí hasta llegar a modificar la fisonomía del paisaje. Robinsón se sentó con la espalda apoyada en un terraplén de arena y buscó con la mano las largas hojas violáceas con los bordes recortados que él había introducido en la isla. Sus dedos encontraron la redondez de uno de esos frutos tostados que desprendían un olor profundo y fétido, difícilmente olvidable. Sus hijas se hallaban allí -bendición de su unión con Speranza- inclinando sus faldas festoneadas en la hierba negra y él sabía que si arrancaba una de raíz haría surgir las piernas blancas y carnosas del diminuto ser vegetal. Se extendió sobre un surco, algo pedregoso, pero muy envolvente, y gozó del torpor voluptuoso que, ascendiendo del suelo, llegaba a sus riñones. Contra sus labios, apretaba las mucosas tibias y almizcladas de una flor de mandrágora. Conocía perfectamente aquellas flores porque había clasificado sus cálices azules, violetas, blancos o purpúreos. Pero ¿qué era aquello? La flor que tenía ante los ojos era rayada. Era blanca con hebras marrones. Se sacude de aturdimiento. No comprende. Aquel pie de mandrágora no existía dos días antes. Hacía sol y habría notado aquella nueva variedad. Por otra parte, llevaba una cuenta topográfica muy precisa de sus siembras. Verificará su catastro en la alcaldía, pero está convencido de antemano de que jamás se había tendido en el emplazamiento en que había florecido la mandrágora acebrada…

Se levantó. La calma se había roto; todo el bienestar de aquella noche se había disipado. Había nacido en él una sospecha todavía vaga, pero que se había tornado inmediatamente en rencor contra Viernes. Su vida secreta, los sauces plantados al revés, el hombre-planta, e incluso antes los cactus adornados, la danza de Tenn en las llagas de Speranza, ¿no eran todo ello índices que aclaraban el misterio de las nuevas mandrágoras?


Log-book.- He vuelto a la residencia en el límite de la agitación. Desde luego, mi primer impulso ha sido despertar al infame, golpearle después para hacerle vomitar sus secretos y pegarle todavía más después por los crímenes confesados. Pero he aprendido a no actuar nunca bajo el dominio de la cólera. La cólera impulsa a la acción, pero es siempre a la mala acción. Me he forzado a regresar a mi casa, a colocarme de pie, con los talones unidos delante del atril y a leer al azar algunas páginas de la Biblia. ¡Hasta qué punto me ha hecho falta contenerme, mientras mi espíritu daba saltos como un cabrito atado con una cuerda excesivamente corta a un poste! Por fin la calma volvió a mí a medida que la palabra majestuosa y amarga del Eclesiastes volaba de mis labios. ¡Oh Libro de los libros, cuántas horas serenas te debo! Leer la Biblia es subir a la cima de una montaña desde donde se abarca con una sola mirada toda la isla y la inmensidad del océano que la envuelve. Entonces todas las pequeñeces de la vida son barridas, el alma despliega sus inmensas alas y planea, no conociendo ya más que cosas sublimes y eternas. El pesimismo altivo del rey Salomón era apropiado para hablar a mi corazón que desbordaba rencor. Me gusta leer que no hay nada nuevo bajo el sol, que el trabajo del justo no es más recompensado que la ociosidad del loco, que es inútil construir, plantar, regar, criar ganado, porque todo es correr tras el viento. Se habría dicho que el Sabio de los sabios halagaba mi atrabiliario humor para descargar sobre mí la única verdad que me importa, la que está escrita desde toda la eternidad a la espera de este instante. Y el hecho es que he recibido en pleno rostro, como una bofetada bienhechora, estos versículos del capítulo IV:

Más vale vivir con otro que solitario;

dos tienen una buena recompensa en su trabajo,

porque si caen, uno de ellos puede relevar a su compañero.

Pero desdichado de aquel que solo está

y cae sin tener a un segundo que le sustituya.

Del mismo modo si dos duermen juntos, se dan calor,

pero un hombre solo ¿podría calentarse?

Y si alguno domina a quien está solo,

los dos juntos podrán resistirle,

y el hilo de tres cabos no se rompe fácilmente.

He leído y releído estas líneas y recitándolas todavía fui a acostarme. Me he preguntado por vez primera si yo no habría pecado gravemente contra la caridad al intentar por todos los medios someter a Viernes a la ley de la isla administrada, haciendo resaltar así que yo prefería la tierra modelada por mis manos antes que a mi hermano de color. Vieja alternativa, es verdad, origen de más de un desgarramiento y de innumerables crímenes.

Robinsón se esforzaba así por apartar su pensamiento de las mandrágoras acebradas. Le ayudaba en ello la urgencia de las labores de desmonte y de reconstrucción que se hacían necesarias, dadas las torrenciales lluvias, y aquellos trabajos le acercaron a Viernes. De este modo pasaban los meses entre disensiones tormentosas y reconciliaciones tácitas. Ocurría también que Robinsón, profundamente sorprendido por el comportamiento de su compañero, no dejaba percibir nada de lo que pensaba y trataba de excusarle cuando se hallaba ante su diario. Eso fue lo que sucedió; por ejemplo, con el asunto del escudo de concha.

Viernes se hallaba ausente aquella mañana desde hacía ya varias horas, cuando Robinsón fue alertado por una columna de humo que se alzaba tras los árboles, del lado de la playa. No estaba prohibido encender fuegos en la isla, pero la ley exigía que se avisara previamente a las autoridades, precisando el lugar y la hora, para evitar cualquier riesgo de confusión con el fuego ritual de los indios. Para que Viernes hubiera olvidado aquellas precauciones, era preciso que hubiera tenido sus razones, lo que significaba en otros términos que la tarea a la que se dedicaba no era seguramente de las que complacían a su amo.

Robinsón cerró su Biblia, suspirando; luego se levantó y se dirigió hacia la playa tras silbar a Tenn.

No comprendió inmediatamente el extraño trabajo que realizaba Viernes. Sobre una alfombra de cenizas encendidas había colocado una enorme tortuga a la que había vuelto de espaldas. El animal no estaba muerto en absoluto, y batía el aire con sus patas. Robinsón creyó escuchar incluso una especie de tos ronca que debía ser su manera de quejarse. ¡Hacer gritar a una tortuga! ¡Era preciso que aquel salvaje llevara el diablo en el alma! Pero en seguida comprendió cuál era la finalidad de aquel bárbaro tratamiento al ver cómo el caparazón de la tortuga perdía su concavidad y se enderezaba lentamente por la acción del calor, mientras que Viernes trataba de cortar con un cuchillo las adherencias que lo mantenían todavía unido a los órganos del animal. Aún la concha no estaba plana del todo; había tomado el aspecto de un plato ligeramente curvo, cuando la tortuga, girando sobre uno de sus lados, volvió a encontrarse de pie sobre sus patas. Una enorme ampolla roja, verde y violácea se balanceaba sobre su lomo como una alforja hinchada de sangre y bilis. Con una velocidad de pesadilla, tan de prisa como el mismo Tenn que la perseguía ladrando, corrió hacia el mar y se hundió en el rompiente de las olas. «Es tonta -observó Viernes calmosamente-, mañana los cangrejos se la habrán comido.» Sin embargo, frotaba con arena el interior del caparazón aplanado. «No hay flecha que pueda traspasar este escudo -explicó a Robinsón- e incluso las más gruesas bolas rebotan en él, sin romperlo.»


Log-book.- Es propio del alma inglesa sentir más piedad ante los animales que ante los hombres. Puede discutirse esta inclinación de los sentimientos. El hecho es que no hay nada que más me haya apartado de Viernes que esa horrible tortura que le he visto infligir a una tortuga (me doy cuenta de la similitud de esas dos palabras: tortuga y tortura). ¿Será que esos desdichados animales están avocados a ser chivos expiatorios? Sin embargo, su caso no es sencillo y plantea muchas cuestiones.

Yo había pensado, al principio, que él amaba a mis animales. Pero el contacto inmediato y casi instintivo que se establece entre ellos y él -tanto si se trata de Tenn como de las cabras, o incluso de los buitres o de las ratas- no tiene nada que ver con la atracción sentimental que me vincula a mí con los animales inferiores. En realidad, sus relaciones con los animales son más animales que humanas. Está con ellos de igual a igual. No intenta hacerles bien y mucho menos hacerse amar por ellos. Les trata con una desenvoltura, una indiferencia y una crueldad que me sublevan, pero que no parecen afectar en modo alguno a su prestigio ante ellos. Se diría que el tipo de connivencia que les aproxima es mucho más profunda y está por encima de todos los malos tratos que pueda infligirles. Cuando me di cuenta de que en caso de necesidad no dudaría en estrangular a Tenn para comérselo y que Tenn oscuramente tenía conciencia de ello y que, sin embargo, este hecho no disminuía la preferencia que él manifiesta en todo momento por su amo de color, me embargó una profunda irritación mezclada con celos hacia ese animal estúpido y limitado, que se ciega obstinadamente en lo que concierne a su propio interés. Y después comprendí que no hay que comparar más que lo que es comparable y que la afinidad de Viernes con los animales es sustancialmente distinta de las relaciones que yo he establecido con mis animales. Él es recibido y aceptado por los animales como uno de los suyos. No les debe nada y puede ejercer sobre ellos sin maldad todos los derechos que le confieren su fuerza física y su ingenio, que son claramente superiores. Trato de convencerme de que de este modo revela la bestialidad de su naturaleza.


Los siguientes días Viernes se mostró muy preocupado por un buitre al que había recogido después de que su madre le expulsara del nido por oscuras razones. Su fealdad era tan provocativa que habría sido suficiente para provocar aquella expulsión, si no fuera un rasgo común a toda la especie. El gnomo desnudo, deforme renqueante estiraba por todas partes, en el extremo de un cuello pelado, un pico hambriento sobre el que se veían dos ojos enormes con los párpados cerrados y violáceos, semejantes a dos tumores hinchados por el pus.

En aquel pico vergonzante, Viernes arrojó primero pedacitos de carne fresca que desaparecieron con hipidos de deglución, pero parecía que también los guijarros habrían sido tragados con la misma avidez. Pero el pequeño carroñero dio al día siguiente signos de agonía. No mostraba la misma vivacidad, dormitaba jornadas enteras y Viernes, al palparle la molleja, la encontró dura, obstruida, muy cargada, aunque la última comida la hubiera hecho hacía ya varias horas; en una palabra, tenía los síntomas de una digestión muy difícil, por no decir imposible.

A partir de ese momento el araucano dejó durante mucho rato que maduraran al sol, envueltas en una nube de moscas blancas, las vísceras de una cabra, cuyo olor nauseabundo exasperó a Robinsón. Al final de aquella carne medio licuada emergieron millares de larvas blancas y Viernes pudo dedicarse a una operación que dejó un recuerdo imperecedero en la memoria de su amo.

Con ayuda de una concha, aplastó las vísceras descompuestas. Luego llevó a su boca un puñado de aquellas larvas y masticó pacientemente, con un aire ausente, el inmundo alimento. Y al fin, volcándose sobre su protegido, dejó resbalar en su pico tenso como en la escudilla de un ciego, una especie de leche espesa y tibia que el buitre deglutió con estremecimientos sonoros.

Recogiendo su cosecha de larvas, Viernes explicó:

– Los gusanos vivos demasiado frescos. El pájaro enfermo. Entonces hay que masticar, masticar…, masticar todo el rato para los pajaritos…

Robinsón se escapó con el corazón contraído. Pero la devoción y la lógica impávidas de su compañero le habían impresionado. Por primera vez se preguntó si sus exigencias de delicadeza y sus disgustos, sus náuseas, todo aquel nerviosismo de hombre blanco, eran en realidad un último y valioso legado de civilización o más bien un lastre muerto que habría que decidirse a rechazar cualquier día para poder entrar en una vida nueva.


Pero con frecuencia también el Gobernador, el general y el pontífice se superponían a Robinsón. Entonces medía de un golpe la extensión de los trastornos provocados por Viernes en la hermosa ordenanza de la isla: las cosechas perdidas, las provisiones dilapidadas, los rebaños dispersados, las bestias carroñeras prósperas y prolíficas, las herramientas rotas o perdidas. Y esto no habría sido nada todavía si no hubiera existido además un cierto espíritu de ideas diabólicas y vagabundas, con ocurrencias infernales e imprevisibles que propagaba en torno suyo y que llegaban a infestar hasta al mismo Robinsón. Y para colmar toda esa cadena de desaciertos, Robinsón no tenía más que recordar al fin a la mandrágora acebrada que le obsesionaba y le robaba el sueño.

Así, rabioso, se confeccionó una fusta, trenzando guedejas de cuero de macho cabrío. Secretamente sentía vergüenza y se inquietaba por los progresos que el odio hacía dentro de su corazón. ¡De este modo, no contento con saquear Speranza, el araucano había envenenado el alma de su amo! Desde hacía poco tiempo, en efecto Robinsón tenía pensamientos que no se atrevía a confesarse a sí mismo y que eran siempre variaciones sobre un mismo tema: la muerte natural, accidental o provocada de Viernes.

Estaba en esto, cuando una mañana un funesto presentimiento dirigió sus pasos hacia el bosque de gomeros y de sándalos. Una flor voló desde un matorral de tuya y se elevó vacilando en un rayo de sol. Era una suntuosa y gigantesca mariposa de terciopelo negro tachonada de oro. La punta de la fusta silbó y restalló. La flor viva estalló en jirones que revolotearon a su alrededor. Eso tampoco lo habría hecho unos meses antes… Es cierto que el fuego que sentía madurar dentro de él parecía de una esencia más pura y de un origen más elevado que una simple pasión humana. Como todo lo que tenía que ver con sus relaciones con Speranza, su furor tenía algo de cósmico. No se veía a sí mismo como un tipo irritado, sino como una fuerza original, que provenía de las entrañas de la tierra y que podía barrerlo todo como un soplo ardiente. Un volcán. Robinsón era un volcán que reventaba en la superficie de Speranza, como la cólera fundamental de la roca y la lava. Además, desde hacía algún tiempo, cada vez que abría la Biblia oía retumbar el trueno de Yahvé:

Su cólera quema, y su ardor es abrumador.

Sus labios respiran furor, y su lengua es como un fuego devorador.

Su aliento es como un torrente desbordado que sube

para cribar a las naciones con la criba de la destrucción

y poner freno de engaño en las bocas de los pueblos.

Cuando leía estos versículos Robinsón no podía contener rugidos que le liberaban y le inflamaban a la vez.

Y creía verse a sí mismo de pie en el punto más alto de la isla, terrible y grandioso:


Yahvé hará estallar la majestad de su voz y dejará ver su brazo que desciende, en el ardor de su cólera y la llama de un fuego devorador, en medio de la tempestad, el aguacero y el granizo (Isaías, XXX).


La fusta hendió el aire hacia la silueta lejana de un buarillo que planeaba en el cielo. Desde luego, el ave rapaz perseguía su caza perezosa a una altura infinita, pero Robinsón, en una ofuscación alucinada, la había visto caer a sus pies, palpitante y desgarrada y había reído salvajemente.

En medio de toda aquella árida desolación corría, sin embargo, un río de dulzura. La loma rosa con sus pliegues acogedores y sus lascivas ondulaciones se mantenía allí fresca, lenitiva en la suavidad de su vellón balsámico. Robinsón aceleró el paso. En un instante iba a tenderse contra aquella tierra femenina, de espaldas, con los brazos en cruz, y le parecería caer en un abismo de azur, llevando sobre sus hombros a Speranza, lo mismo que Atlas al globo terráqueo. Entonces sentiría que, al contacto con esa fuente primera, le penetraba una fuerza nueva y entonces se daría la vuelta, pegaría su vientre al costado de aquella gigantesca y ardiente hembra para labrarla con un arado de carne.

Se detuvo en la linde del bosque. La loma exponía ante él sus ancas y sus protuberancias. Con todas sus hojas, le hacía señales de bienvenida. Ya una dulzura le embargaba en las entrañas, una saliva azucarada llenaba su boca. Después de hacer una señal a Tenn para que se quedara bajo los árboles, avanzó, transportado por alas invisibles hacia su lecho nupcial. Una charca margosa en la que dormía un mantel de agua inmóvil terminaba en un canal de arena dorada cubierta por un terciopelo de gramíneas. Era allí donde Robinsón amaría hoy. Conocía ya aquel nido de verdor y además el oro violáceo de las flores de mandrágora brillaba allí sordamente.

Entonces fue cuando percibió dos pequeñas nalgas negras bajo las hojas. Se hallaban en pleno trabajo, recorridas por ondas que las hinchaban y luego las contraían duramente, las hinchaban de nuevo y las volvían a apretar. Robinsón era un sonámbulo al que acababan de arrancar de un sueño de amor. Contemplaba aterrado la pura abyección que se consumaba ante sus ojos. ¡Speranza enlodada, ensuciada, ultrajada por un negro! ¡Las mandrágoras acebradas florecerían aquí mismo en escasas semanas! ¡Y él había dejado su fusta cerca de Tenn, en la linde del bosque! De una patada levantó a Viernes; de un puñetazo le lanzó de nuevo contra la hierba. Después cayó sobre él con todo su peso de hombre blanco. ¡Ah! ¡No es por un acto de amor por lo que está acostado entre las flores! Con los puños desnudos golpea como un sordo; sordo, en efecto a los quejidos que se escapan de los labios reventados de Viernes. El furor que le posee es sagrado. Es el diluvio extinguiendo en toda la tierra la iniquidad humana, es el fuego del cielo calcinando Sodoma y Gomorra, son las Siete Plagas de Egipto castigando la dureza del Faraón. Sin embargo, cuatro palabras pronunciadas en un último aliento por el mestizo penetraron de pronto en su sordera divina. El puño desollado de Robinsón golpea una vez más, pero sin convicción, detenido por un esfuerzo de reflexión: «Amo, no me mates», ha gemido Viernes, cegado por la sangre. Robinsón está a punto de interpretar una escena que ha visto ya antes en un libro o en alguna otra parte: un hermano aporreando a muerte a su hermano al borde de una zanja. Abel y Caín, el primer crimen de la historia humana, el crimen por excelencia. ¿Quién es él entonces? ¿El brazo de Yahvé o el hermano maldito?

Se levanta, corre, se aleja, tiene que lavar su espíritu en la fuente de toda sabiduría…

Aquí está de nuevo ante el atril, con los talones unidos, las manos juntas; espera la inspiración del Espíritu. Se trata de elevar su cólera, darle un tono más puro, más sublime. Abre la Biblia al azar. Es el libro de Oseas. La palabra del profeta se retuerce en signos negros sobre la página en blanco antes de estallar en ondas sonoras gracias a la voz de Robinsón. Del mismo modo el relámpago precede al trueno. Robinsón habla. Se dirige a sus hijas, las mandrágoras, y las previene contra su madre, la tierra adúltera:

Protestad por vuestra madre, protestad.

Porque ya no es mi mujer.

Y yo ya no soy su marido.

Que aleje de mi rostro sus prostituciones

y sus adulterios de entre sus senos,

no sea que yo la desnude

y la ponga tal y como estaba el día de su nacimiento,

y la deje parecida al desierto

haciendo de ella una tierra reseca,

y la haga morir de sed.

(Oseas, II, 4.)

El Libro de los libros se ha pronunciado y condena a Speranza. Pero no es lo que buscaba Robinsón. Quería leer en letras de fuego la condena del siervo indigno, del sobornador, del impuro. Cierra la Biblia y vuelve a abrirla al azar. Es Jeremías quien habla ahora y es de la mandrágora acebrada de quien trata, bajo las apariencias de la viña bastarda:

Sobre cualquier colina elevada, bajo todo árbol verde

te has tendido como una cortesana,

y yo, yo te había plantado como una viña excelente,

toda ella de cepas legítimas.

¿Cómo es que te me has convertido en sarmientos

bastardos de una viña ajena?

Sí, cuando te laves con sosa y aunque prodigues la potasa,

tu iniquidad será mancha ante mí.

Pero ¿y si Speranza sedujo a Viernes?, es decir, ¿y si el araucano es totalmente inocente, irresponsable? El corazón ultrajado de Robinsón se enfada ante ese veredicto bíblico que condena a Speranza y sólo a ella. Cierra y vuelve a abrir la Biblia. Es el capítulo XXXIX del Génesis el que se escucha esta vez a través de la voz de Robinsón:


Sucedió que la mujer de su amo puso los ojos en José y le dijo: «Duerme conmigo.» El la rechazó y dijo a la mujer de su amo: «He aquí que mi amo no desconfía de mí y ha puesto todo lo que hay en la casa bajo mis manos. No hay nadie por encima de mí en esta casa y nada me ha sido prohibido, salvo tú, porque tú eres su mujer. ¿Cómo cometería yo tan gran mal y pecaría contra Dios?» Aunque ella le hablaba todos los días de lo mismo a José, él no consintió en acostarse con ella, ni en estar con ella. Un día que había entrado en la casa para hacer su trabajo, sin que estuvieran allí ninguna de las personas de la casa, ella le agarró de su túnica, diciendo: «Duerme conmigo.» Pero él la dejó con su túnica entre las manos y huyó afuera. Cuando ella vio que él había abandonado su túnica entre sus manos y huido afuera, llamó a las gentes de la casa y les habló diciendo: «Este hombre ha venido a mi casa para acostarse conmigo y yo he llamado con grandes gritos. Y cuando ha oído que yo alzaba la voz y gritaba, ha dejado su túnica junto a mi y ha huido.» Cuando el amo hubo escuchado las palabras de su mujer, que le habló con estos términos: «He aquí lo que me ha hecho tu siervo», su cólera se encendió. Cogió a José y le metió en prisión. Era el lugar donde estaban detenidos los prisioneros del rey. Y él estuvo allí, en prisión.


Robinsón calla, agotado. Está seguro de que sus ojos no le han engañado. Ha sorprendido a Viernes en flagrante delito de fornicación con la tierra de Speranza. Pero sabe también que, desde hace ya bastante tiempo, necesita interpretar los hechos exteriores -por muy indiscutibles que fueran- como otros tantos signos superficiales de una realidad profunda y todavía oscura, en vías de gestación. En realidad Viernes, propagando su simiente negra en los pliegues de la loma rosa por espíritu de imitación o por broma, es un hecho accidental que se queda en lo anecdótico, más o menos como los manejos de la Putifar con José. Robinsón siente que día a día se va abriendo una grieta entre los mensajes charlatanes que le transmite todavía la sociedad humana a través de su propia memoria, la Biblia y la imagen que una y otra proyectan sobre la isla y el universo inhumano, elemental, absoluto, en que él va sumergiéndose y cuya verdad intenta desvelar temblando. La palabra que está en él y que jamás le ha engañado le balbucea a media voz que se halla en un momento crucial de su propia historia, que la era de la isla-esposa -que sucedía a la isla madre, que a su vez era posterior a la isla administrada- terminaba también y que se acercaba un tiempo de cosas completamente nuevas, inusitadas e imprevisibles.

Pensativo y silencioso, dio algunos pasos y quedó enmarcado en la puerta de la residencia. Tuvo un movimiento de retroceso y su cólera se reavivó cuando percibió, a la izquierda apoyado contra el muro de la casa, a Viernes en cuclillas sobre sus talones, en una completa inmovilidad, con la cara vuelta hacia el horizonte y la mirada perdida. Sabe que el araucano es capaz de permanecer así durante horas y horas, en una postura que él, por su parte, no puede adoptar más que durante unos segundos, sintiendo en seguida fulgurantes calambres en sus rodillas. Es presa de distintos sentimientos y por fin decide ir a sentarse junto a Viernes y comunicarse con él en la gran espera silenciosa que envuelve a Speranza y a sus habitantes.

En el cielo de una impecable pureza, el sol despliega su soberana omnipotencia. Pesa con toda su dorada carga sobre el mar acostado bajo él con una sumisión total, sobre la isla desmayada y seca, sobre las construcciones de Robinsón que semejan templos dedicados a su gloria. La palabra interior le sugiere que tal vez al reino telúrico de Speranza habrá de sucederle un día un reino solar, pero es una idea todavía tan imprecisa, tan débil, tan inaprensible, que no puede retenerla durante largo rato y la deja en reserva en su memoria para que madure.

Volviendo un poco la cabeza hacia la izquierda, ve el perfil derecho de Viernes. Su rostro está surcado de moratones y cortes y en su prominente pómulo se abren los labios violáceos de una llaga indecente. Robinsón observa como con una lupa aquella máscara prognata, un poco bestial, a la que su tristeza vuelve más obstinada y más enfadada que de ordinario. Y entonces percibe en ese paisaje de carne sufriente y fea algo brillante, puro y delicado: el ojo de Viernes. Bajo aquellas pestañas largas y curvas, el globo ocular, perfectamente liso y límpido, es lavado sin cesar, refrescado y barrido por el batido del párpado. La pupila palpita bajo la acción variable de la luz, adaptando con precisión su diámetro a la luminosidad ambiente, para que la retina esté constantemente impresionada. En la masa transparente del iris está diluida una ínfima corola de plumas de vidrio, de un rosáceo tenue, infinitamente precioso y delicado. Robinsón está fascinado por aquel órgano formado con tanta delicadeza, tan perfectamente nuevo y al mismo tiempo tan brillante. ¿Cómo tal maravilla puede estar incorporada a un ser tan grosero, ingrato y vulgar?; y si en ese preciso instante descubre por azar la belleza anatómica sorprendente del ojo de Viernes, ¿no debe preguntarse honestamente si el araucano no será en conjunto más que una adición de cosas también admirables que él solamente ignora por ceguera?

Robinsón da vueltas y vueltas a esta cuestión dentro de sí mismo. Por vez primera entrevé con claridad, bajo aquel mestizo grosero y estúpido que le irrita, la existencia posible de otro Viernes -como sospechó antaño, mucho antes de descubrir la gruta y la loma, que existía otra isla, oculta bajo la isla administrada.

Pero esta visión no debía durar más que un fugitivo instante y la vida debía retornar aún a su curso monótono y laborioso.


Retomó su curso, en efecto, pero hiciera lo que hiciera Robinsón, había siempre un alguien en su interior que aguardaba un acontecimiento decisivo, trastornador, un comienzo radicalmente nuevo que anularía cualquier empresa pasada o futura. Luego el hombre viejo protestaba, se aferraba a su obra, calculaba las próximas cosechas, proyectaba vagamente plantaciones de maderas valiosas, de jebes o de algodón, diseñaba el plano de un molino que captaría la energía de un torrente. Pero nunca más volvió a la loma rosa.

Viernes no se planteaba ningún problema de ese tipo. Había descubierto el barrilete de tabaco y fumaba en la larga pipa de Van Deyssel a escondidas de su amo. El castigo, si era descubierto, sería sin duda ejemplar, porque la provisión de tabaco tocaba a su fin y Robinsón no se concedía ya más que una pipa cada dos meses. Era una fiesta para él, en la que soñaba desde mucho tiempo antes, y temía el momento en que tendría que renunciar definitivamente a ese placer.

Aquel día habla descendido a inspeccionar los sedales que había colocado durante la marea baja y que debían quedar de nuevo al descubierto en la bajamar. Viernes colocó el barrilete de tabaco bajo su brazo y fue a instalarse en la gruta. Todo su placer se perdía cuando fumaba al aire libre, pero sabía que si fumaba en una de las casas el olor le hubiera traicionado inevitablemente. Robinsón podía fumar en cualquier parte. Para él, sólo contaba el horno ardiente y vivo, lleno de ascuas y renegrido: era la envoltura terrestre de un diminuto sol subterráneo, una especie de volcán portátil y domesticado que enrojecía apaciblemente bajo la ceniza, al reclamo de su boca. En esta retorta en miniatura el tabaco recocido, calcinado, sublimado se transmutaba en resinas, alquitrán y en jarabe bituminoso, cuyo aroma le producía un agradable cosquilleo en las narices. Era la cámara nupcial poseída, encerrada en el agujero de su mano, de la tierra y del sol.

Para Viernes, por el contrario, toda la operación no se justificaba más que por el humo liberado en las volutas y el menor viento o corriente de aire rompía el encanto sin remedio. Necesitaba una atmósfera absolutamente calma y nada era más conveniente para sus juegos eólicos que el aire dormido de la gruta.

A unos veinte pasos de la entrada de la gruta se ha construido una especie de tumbona con sacos y toneles. Medio vuelto de espaldas, aspira profundamente de la boquilla de cuerno de la pipa. Luego sus labios dejan filtrar un hilo de humo que se divide en dos y se desliza sin pérdida alguna en sus narices. El humo cumple entonces su función más importante: llena y sensibiliza sus pulmones, vuelve consciente y como luminoso ese espacio oculto en su pecho, que es lo que hay en él de más aéreo y espiritual. Por último expulsa con suavidad la nube azul que le habitaba. A contraluz, ante la abertura iluminada de la gruta, el humo despliega un pulpo que se mueve, lleno de arabescos y de lentos remolinos que crece, asciende y se hace cada vez más tenue… Viernes sueña durante largos minutos y se apresta a aspirar una nueva bocanada de su pipa, cuando el eco lejano de los gritos y los ladridos llega hasta él. Robinsón ha vuelto antes de lo previsto y le llama con una voz que no presagia nada bueno. Tenn ladra, un castañeteo resuena. La voz se hace cada vez más próxima, más imperiosa. En el marco claro de la entrada de la gruta se recorta la silueta negra de Robinsón -con los brazos en jarras, piernas separadas- rubricada por la correa del látigo. Viernes se levanta. ¿Qué hacer con la pipa? La arroja con todas sus fuerzas al fondo de la gruta. Luego avanza con bravura hacia el castigo. Robinsón ha tenido que descubrir la desaparición del barrilete, porque lanza espuma de rabia. Levanta el látigo. Y es en ese momento cuando los cuarenta toneles de pólvora negra hablan al mismo tiempo. Un torrente de llamas rojas brota de la gruta. En un último destello de conciencia, Robinsón se siente levantado, transportado, mientras que ve al macizo rocoso, que corona la gruta, desplomarse como un juego de construcciones.

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