Capítulo V

Situada en el centro de la isla, al pie del cedro gigante, como un gigantesco tragaluz en la base del caos rocoso, la gruta había conservado siempre una importancia fundamental ante los ojos de Robinsón. Pero durante mucho tiempo no había sido para él más que la caja fuerte donde acumulaba avaramente lo más valioso que tenía en el mundo: sus cosechas de cereales, sus conservas de frutos y carnes y más aún sus cofres con vestidos, sus herramientas, sus armas, su oro y, por fin, en último lugar, en el fondo más recóndito, sus toneles de pólvora negra que habrían bastado para hacer saltar a toda la isla. Aunque desde hacía tiempo había dejado de utilizar sus armas de fuego para cazar, Robinsón seguía muy aferrado a aquel polvorín en potencia que podía desencadenar si le apetecía y de donde extraía el consuelo de un poder superior. Sobre aquel trono explosivo asentaba su soberanía jupiteriana sobre la isla y sus habitantes.

Pero desde hacía algunas semanas la gruta se cargaba de una significación nueva para él. En su segunda vida -la que comenzaba cuando soltando la carga de sus atributos de gobernador-general-administrador detenía la clepsidra- Speranza no era ya un dominio que tenía que administrar, sino una persona de naturaleza indiscutiblemente femenina, hacia la que se sentía inclinado tanto por sus especulaciones filosóficas como por las necesidades de su corazón y de su carne. Desde ese momento se preguntaba confusamente si la gruta sería la boca, el ojo o algún otro orificio natural de aquel gran cuerpo y si consumada su exploración no iba a conducirle a algún repliegue oculto que pudiera responder a algunas de las preguntas que se planteaba.

Más allá del polvorín, el túnel se prolongaba en un pasadizo de inclinada pendiente, donde jamás se había adentrado antes de lo que denominaba su período telúrico. La empresa presentaba, es cierto, una dificultad mayor: la de la iluminación.

Introducirse en aquellas profundidades con una antorcha de madera resinosa en la mano -y no disponía de ninguna otra cosa- era correr un riesgo notable, dada la proximidad de los barriles de pólvora, ya que ni siquiera estaba seguro de que algo del contenido de los mismos no se hubiera derramado por el suelo. Además, saturaría con irrespirables humaredas el aire enrarecido y estancado de la gruta. Como había tenido que abandonar también el proyecto de taladrar una chimenea que diera aire y luz al fondo de la gruta, no le quedaba más que asumir la oscuridad, es decir, plegarse con docilidad a las exigencias del medio que quería conquistar, idea que desde luego no se le habría ocurrido unas semanas antes. Pero al haber tomado conciencia de la metamorfosis en que se hallaba comprometido, estaba ya dispuesto a imponerse las más rigurosas transformaciones para responder a lo que tal vez era una nueva vocación.

Intentó primero muy superficialmente habituarse a la oscuridad para poder progresar tanteando en las profundidades de la gruta. Pero comprendió que aquel propósito era vano y que se imponía una preparación más radical. Había que superar la alternativa luz-oscuridad en la que el hombre está normalmente encerrado, y acceder al mundo de los ciegos, que es completo, perfecto, menos cómodo de habitar que el de los videntes, desde luego, pero en absoluto amputado de toda su dimensión luminosa e inmerso en las siniestras tinieblas, como lo imaginan los que tienen ojos. El ojo que crea luz inventa también la oscuridad, pero el que no tiene ojos ignora la una y la otra y no sufre por la ausencia de la primera. Para aproximarse a ese estado no había más que permanecer inmóvil durante largo rato en lo negro, cosa que hizo Robinsón, rodeado de galletas de maíz y de picheles que contenían leche de cabra.

La más absoluta calma reinaba en torno suyo. Ningún ruido llegaba hasta el fondo de la gruta. Sin embargo, sabía de antemano que la experiencia prometía ser un éxito porque no se sentía en modo alguno separado de Speranza, sino que, por el contrario, vivía intensamente con ella. Encogido contra la roca -los grandes ojos abiertos en las tinieblas-, veía el blanco romper de las olas en todas las playas de la isla, el gesto protector de una palmera acariciada por el viento, el resplandor rojo de un colibrí en el verde cielo. Sentía en todos los atracaderos el frescor húmedo de la arena que la marea al descender había dejado al descubierto. Un cangrejo ermitaño aprovechaba para tomar aire en el umbral de su concha. Una gaviota de negra cabeza bajaba en picado para picotear un catodonte agazapado entre las algas rojas que la resaca revestía con su envés tostado. La soledad de Robinsón era vencida de manera curiosa -no lateralmente- a primera vista y como de pasada, como cuando uno se encuentra en una multitud o con un amigo, sino de forma central, nuclear en cierto modo. Debía hallarse en las cercanías del foco de Speranza, de donde partían radialmente todas las terminaciones nerviosas de aquel gran cuerpo, y hacia el cual afluían todas las informaciones llegadas de la superficie. Igual que en algunas catedrales hay a menudo un punto desde donde pueden escucharse, por el juego de las ondas sonoras y sus interferencias, los ruidos más insignificantes, tanto si provienen del ábside como del coro, del triforio o de la nave.

El sol declinaba lentamente hacia el horizonte. A ras de la masa rocosa que coronaba la isla abría la gruta su gran boca negra que se redondeaba como un enorme ojo sorprendido, apuntando hacia la lejanía. En poco tiempo la trayectoria del sol le llevaría a colocarse en el eje exacto del túnel. ¿Se iluminaría entonces el fondo de la gruta? ¿Durante cuánto tiempo? Robinsón no iba a tardar en saberlo y, sin poder darse ninguna razón, atribuía una extraordinaria importancia a este encuentro.

El acontecimiento fue tan rápido que se preguntó si no habría sido víctima de una ilusión óptica. ¿Era que un simple fosfeno había formado tal vez un destello tras sus párpados o realmente un resplandor había atravesado la oscuridad sin apenas herirla? Él había esperado que se levantara un telón, una aurora triunfal. Y aquello no había sido más que un chispazo de luz en la masa tenebrosa que le bañaba. El túnel debía ser más largo o menos rectilíneo de lo que había creído. Pero ¿qué importaba? Las dos miradas habían chocado: la mirada luminosa y la mirada tenebrosa. Una flecha solar había traspasado el alma telúrica de Speranza.

A la mañana siguiente se produjo el mismo resplandor, y luego volvieron a pasar otras doce horas. La oscuridad se mantenía constante, aunque ya no producía en torno suyo aquel ligero vértigo que hace tambalearse al caminante privado de puntos de señalización visuales. Se hallaba en el vientre de Speranza como un pez en el agua, pero, sin embargo, no llegaba a acceder a ese más allá de la luz y de la oscuridad en el que presentía que accedería al primer umbral del más allá absoluto. ¿Era quizá necesario someterse a un ayuno purificador? Por otra parte, no le quedaba más que un poco de leche. Se recogió aún durante otras veinticuatro horas. Luego se levantó y sin vacilación ni miedo, sino fortalecido por la solemne gravedad de su empresa, se dirigió hacia el fondo del pasadizo. No tuvo que vagar demasiado tiempo para encontrar lo que buscaba: el orificio de una chimenea vertical y muy estrecha. Inmediatamente intentó, sin éxito, deslizarse a través suyo. Los muros estaban pulidos como si fueran de carne, pero el orificio era tan angosto que permanecía allí prisionero con medio cuerpo atrapado. Se desvistió y luego se frotó el cuerpo con la leche que le quedaba. Entonces se hundió -la cabeza primero- en el gollete y esta vez sí: se deslizó lenta pero regularmente, como el bolo alimenticio en el esófago. Tras una caída muy dulce que duró algunos instantes o algunos siglos, cayó de bruces en una especie de cripta exigua en la que no podía mantenerse de pie más que a condición de bajar su cabeza en la entrada del pasadizo. Se dedicó a palpar minuciosamente la cueva en donde se encontraba. El suelo era duro, liso, extrañamente tibio, pero los muros presentaban sorprendentes irregularidades. Había allí mamas lapidadas, verrugas calcáreas, hongos de mármol, esponjas petrificadas. Más adelante, la superficie de piedra se cubría de un tapiz de papilas encrespadas que se hacían cada vez más densas y espesas a medida que se aproximaba a una gran flor mineral, una especie de concreción de yeso, bastante semejante, por su complejidad, a las rosas de arena que se encuentran en algunos desiertos. Emanaba de allí un perfume húmedo y ferruginoso, de una acidez reconfortante, con un resto de amargor azucarado que evocaba la savia de la higuera. Pero lo que más atrajo a Robinsón fue un profundo alvéolo de unos cinco pies aproximadamente que descubrió en el rincón más apartado de la cripta. Su interior estaba perfectamente pulimentado, pero curiosamente retorcido, como el fondo de un molde destinado a «informar» algo mucho más complejo. Ese algo, Robinsón no lo dudaba, era su propio cuerpo y tras numerosos ensayos terminó efectivamente por encontrar la posición -acuclillado sobre sí mismo, las rodillas junto al mentón, las pantorrillas cruzadas, las manos colocadas en los pies -que le aseguraba una inserción tan exacta en el alvéolo que, en cuanto la hubo adoptado, olvidó los límites de su cuerpo.

Se hallaba suspendido en una eternidad feliz. Speranza era un fruto que maduraba al sol, cuyo hueco desnudo y blanco, recubierto por mil capas de corteza, de cáscara y de peladuras, se llamaba Robinsón. ¡Qué inmensa era su paz, alojado así en lo más secreto de la intimidad rocosa de aquella isla desconocida. ¿Y había habido alguna vez un naufragio en aquellas orillas, alguien salvado de aquel naufragio, un administrador que cubrió su tierra de cosechas e hizo multiplicar los rebaños en sus praderas? ¿O más bien aquellas peripecias no eran más que el sueño sin consistencia de la pequeña larva blanda agazapada por toda la eternidad en aquella enorme urna de piedra? ¿Qué era él, sino el alma misma de Speranza? Se acordó de las muñecas rusas encajadas unas en otras: estaban completamente huecas y se desgajaban chirriando entre sí, salvo la última, la más pequeña, la única llena y pesada, nudo y justificación de todas las demás.

Quizá se durmió. No habría sabido decirlo. Hasta tal punto la diferencia entre la vigilia y el sueño se había borrado en el estado de inexistencia en que se encontraba. Cada vez que rogaba a su memoria que hiciera un esfuerzo para tratar de evaluar el tiempo que había transcurrido desde que descendiera a la gruta, se le presentaba solamente la imagen de la clepsidra detenida con una insistencia monótona. Se dio cuenta de que el resplandor luminoso que marcaba el paso del sol por el eje de la gruta se repitió una vez más y poco después se produjo un cambio que le sorprendió, aunque hacía tiempo que esperaba algo así: de pronto la oscuridad cambió de signo. El negro en que se hallaba sumergido viró hacia el blanco. A partir de ese momento flotaba en tinieblas blancas, como un cuajaron de nata en un cuenco de leche. ¿No había necesidad acaso de frotar con leche su gran cuerpo blanco para poder acceder a aquella profundidad?

En aquel grado de profundidad la naturaleza femenina de Speranza se cargaba con todos los atributos de la maternidad. Y como, al debilitarse los límites del espacio y del tiempo, se le permitía a Robinsón sumergirse como nunca antes en el dormido mundo de su infancia, estaba obsesionado por su madre. Se creía en brazos de su madre, mujer fuerte, espíritu excepcional, pero poco comunicativa y ajena a las efusiones sentimentales. No recordaba que ella les hubiera abrazado una sola vez ni a sus cinco hermanos y hermanas, ni a él mismo. Y, sin embargo, aquella mujer era lo contrario a un monstruo de sequedad. Para todo lo que no concernía a sus hijos, era incluso una mujer corriente. La había visto llorar de alegría al encontrar una joya de familia que había sido inencontrable durante un lustro. La había visto perder la cabeza el día en que su padre se había desmoronado bajo la presión de una crisis cardíaca. Pero cuando se trataba de sus hijos, se convertía en una mujer insípida, en el sentido más elevado de la palabra. Muy aferrada, como el padre, a la secta de los cuáqueros, rechazaba la autoridad de los textos sagrados tanto como la de la Iglesia papista. Con gran escándalo de sus vecinos, consideraba la Biblia como un libro dictado por Dios, desde luego, pero escrito por mano humana y muy desfigurado por las vicisitudes de la historia y las injurias del tiempo. ¡Cuánto más pura y más viva que aquellos galimatías venidos del fondo de los siglos era la fuente de sabiduría que sentía brotar en su interior! Allí, Dios hablaba directamente a su criatura. Allí, el Espíritu Santo le dispensaba su luz sobrenatural. Por tanto, su vocación de madre se confundía para ella con aquella fe apacible. Su actitud con respecto a sus hijos tenía algo de infalible que les confortaba más que cualquier otra demostración. No les había abrazado ni una sola vez, pero leían en su mirada que sabía todo acerca de ellos, que experimentaba sus alegrías y sus penas con más fuerza aún que ellos mismos y que, para servirles humildemente, disponía de un inagotable tesoro de dulzura, lucidez y coraje. Cuando visitaban a sus vecinas, sus hijos se sorprendían ante la alternancia de cóleras y efusiones, de guantadas y abrazos que aquellas mujeres gritonas y agotadas dispensaban a su progenie. Su madre, en cambio, siempre igual a sí misma, tenía imperturbablemente la palabra o el gesto adecuado para mejor calmar o alegrar a sus pequeños.

Un día que el padre estaba ausente de la casa, se produjo un fuego en el almacén de la planta baja. Ella se encontraba en el primer piso con los niños. El incendio se propagó con una alarmante rapidez en aquella casa de madera que contaba con varios siglos de existencia. Robinsón sólo tenía unas semanas; su hermana mayor podía tener unos nueve años. El insignificante pañero, que se había dado prisa en volver, estaba arrodillado en la calle ante la hoguera y suplicaba a Dios para que toda su familia hubiera salido de paseo, cuando de pronto vio a su esposa emerger tranquilamente de un torrente de llamas y humo: cual un árbol doblado bajo el peso de sus frutos, llevaba a sus seis hijos indemnes sobre sus hombros, en sus brazos, a su espalda, colgados de su mandil. Y era bajo aquel aspecto como Robinsón reavivaba ahora el recuerdo de su madre, pilar de verdad y bondad, tierra acogedora y firme, refugio de sus terrores y de sus penas. Al fondo del alvéolo había recuperado algo de aquella ternura impecable y seca, de aquella solicitud infalible y sin efusiones inútiles. Veía las manos de su madre, sus grandes manos, que jamás acariciaban ni golpeaban, tan fuertes, tan firmes, de tan armoniosas proporciones que se parecían a dos ángeles: una fraternal pareja de ángeles actuando al unísono según la inspiración. Aquellas manos amasaban una pasta cremosa y blanca, porque era la vigilia de la Epifanía. Al día siguiente los niños se repartirían un bizcocho de álaga en el que previamente se escondía un haba en un saliente de la corteza. Él era aquella pasta blanda prisionera en un puño de piedra omnipotente. Era aquel haba, presa en la carne maciza e inconmovible de Speranza.

El resplandor repercutió otra vez alcanzando aquella zona recóndita donde flotaba él, cada vez más desencarnado por el ayuno. Pero en aquella noche lechosa su efecto le pareció invertido: durante una fracción de segundo la blancura ambiente se oscureció y luego recuperó en seguida su pureza de nieve. Se hubiera dicho que una ola de tinta había reventado en la entrada de la gruta para volver a retirarse al instante sin dejar la menor huella.

Robinsón tuvo el presentimiento de que era preciso romper el encanto si quería volver a contemplar el día. La vida y la muerte se hallaban tan próximas la una a la otra en aquellos lugares lívidos que debía bastar un instante de pérdida de atención, un desfallecimiento de la voluntad de supervivencia para que se produjera un deslizamiento fatal de un límite al otro. Se separó del alvéolo. No estaba en realidad ni anquilosado, ni debilitado, sino más bien ligero y como espiritualizado. Se izó sin esfuerzo por la chimenea en la que flotó como un ludión. Tras llegar al fondo de la gruta, volvió a encontrar a tientas sus vestidos, que colocó como una bola bajo el brazo, sin perder tiempo en vestirse. La oscuridad láctea persistía en torno suyo, cosa que no dejaba de inquietarle. ¿Se habría vuelto ciego durante su larga estancia subterránea? Avanzaba titubeando hacia el orificio, cuando una espada de fuego le golpeó repentinamente en el rostro. Un dolor fulgurante le devoró los ojos. Cubrió su rostro con sus manos.

El sol del mediodía hacía vibrar el aire alrededor de los peñascos. Era la hora en que hasta los mismos lagartos buscan la sombra. Robinsón caminaba medio encorvado, mientras temblaba de frío y apretaba uno contra otro sus muslos húmedos de leche cuajada. Su desvalidez en medio de aquel paisaje de zarzas y sílex cortantes le colmaba de horror y de vergüenza. Estaba desnudo y blanco. Su piel se granulaba en carne de gallina, como la de un erizo asustado que hubiera perdido sus púas. Su sexo humillado se había encogido. Entre sus dedos se filtraban pequeños sollozos, agudos como grititos de ratón.

Mal que bien avanzó hacia la residencia, guiado por Tenn, que danzaba en torno suyo, feliz por haberle encontrado de nuevo, pero desconcertado ante su metamorfosis. En la penumbra tranquilizadora de la casa, lo primero que hizo fue poner en marcha la clepsidra.


Log-book.- Me hallo todavía lejos de poder apreciar el justo valor de este descenso y esta estancia en el seno de Speranza. ¿Es un bien? ¿Es un mal? Será todo un proceso que habrá que instruir, para el que me faltan todavía las piezas principales. Es verdad que el recuerdo de la ciénaga me llena de inquietud: la gruta tiene un indiscutible parentesco con ella. ¿Pero no ha sido siempre el mal el mono de imitación? Lucifer imita a Dios a su manera, que es artificio. ¿La gruta es acaso un aspecto nuevo y más seductor de la ciénaga, o es más bien su negación? Es cierto que, lo mismo que la ciénaga, provoca en mí los fantasmas de mi pasado y la ensoñación retrospectiva en que me sumerge apenas es compatible con la lucha cotidiana que sostengo para mantener a Speranza en el más alto grado posible de civilización. Pero mientras que la ciénaga me hacía obsesionarme con mi hermana Lucy, ser tierno y efímero -mórbido, en una palabra-, la gruta me lleva hacia la figura elevada y severa de mi madre. ¡Fascinante protección! Me inclinaría a creer que aquel gran carácter deseando acudir en ayuda del más amenazado de sus hijos no ha tenido más remedio que encarnarse en la misma Speranza para mejor llevarme consigo y alimentarme. Desde luego, la prueba es dura y más todavía el retorno a la luz que la permanencia en las tinieblas. Pero me veo tentado a reconocer en esta benéfica disciplina los modos de mi madre, que no concebía progreso que no fuera precedido -y como pagado- por un esfuerzo doloroso. ¡Y qué reconfortado me siento por este retiro! Mi vida de ahora en adelante reposa sobre un pedestal de una solidez admirable, anclado en el corazón mismo de la roca y en contacto directo con las energías que allí duermen. Siempre había habido en mí antes algo de flotante, de mal equilibrado, que era manantial de náusea y de angustia. Yo me consolaba soñando con una casa, la casa en la que habría podido terminar mis días y me la imaginaba construida en bloques de granito, maciza, inamovible, sostenida por formidables cimientos. Pero ya no tengo más ese sueño. Ya no lo necesito.

Está escrito que no se entra en el Reino de los Cielos si uno no se hace semejante a un niño pequeño. Nunca palabra del Evangelio se habrá aplicado más al pie de la letra. La gruta no sólo me aporta el cimiento imperturbable sobre el cual puedo en lo sucesivo asentar mi pobre vida. Es también un retorno a la inocencia perdida que cada hombre llora secretamente. Reúne como por milagro la paz de las dulces tinieblas matriciales y la paz sepulcral: el más acá y el más allá de la vida.


Robinsón realizó aún algunos retiros en el alvéolo, pero fue apartado de él por la recolección y la siega del heno, que no podían aguardar. Los resultados fueron tan mediocres que se alarmó. Indudablemente su abastecimiento y la subsistencia de sus rebaños no se veían amenazados, porque la isla estaba explotada de tal modo que podía asegurar la vida de toda una población. Pero se podía percibir un desequilibrio en las relaciones especialmente sensibles que mantenía con Speranza. Le parecía que las nuevas fuerzas que henchían sus músculos, aquella alegría primaveral que le hacía entonar un himno de acción de gracias al despertarse cada mañana, aquella lozanía dichosa que extraía del fondo de la gruta, eran descontados de los recursos vitales de Speranza y disminuían peligrosamente su energía íntima. Las generosas lluvias, que habitualmente bendecían la tierra tras el gran esfuerzo de la recolección, permanecían suspendidas en un cielo plomizo, estriado por los relámpagos siempre amenazadores, pero avaro y árido.

Algunos acres de verdolagas, que proporcionaban una ensalada jugosa y grasa, se secaron antes de llegar a madurar. Varias cabras alumbraron cabritos muertos. Un día Robinsón vio elevarse una nube de polvo al paso de una manada de jabalíes en medio de los pantanos de la costa oriental. Por ahí concluyó que la ciénaga había debido desaparecer y experimentó una tremenda satisfacción con la idea. Pero los dos manantiales de donde se había acostumbrado a sacar su agua potable se secaron y era preciso adentrarse bastante en el bosque para encontrar un manantial todavía activo.

Esta última fuente manaba débilmente de un altozano de tierra que se elevaba en un claro en medio de los árboles, como si la isla hubiera apartado su vestido del bosque en aquel lugar. Robinsón se hallaba loco de alegría cuando se dirigía, impulsado por el hartazgo anticipado, hacia el delgado hilillo de agua. Cuando pegaba sus labios ávidos al agujero para chupar con ansia el líquido vital, gemía de agradecimiento, y tras sus párpados humildemente bajos, veía llamear la promesa de Moisés:

Hijos de Israel, yo os haré entrar en una tierra chorreando de leche y de miel.

Pero no podía ocultarse que si él chorreaba en su interior leche y miel, Speranza, en cambio, se agotaba en esa vocación maternal monstruosa que le había impuesto.


Log-book.- La causa se entiende. Ayer me sepulté de nuevo en el alvéolo. Será la última vez, porque reconozco mi error. Esta noche en la duermevela en que vegetaba, mi semilla se escapó y no tuve tiempo de cubrir con la mano para protegerla, la estrecha sinuosidad -de una anchura de apenas dos dedos- que se abre al fondo del alvéolo y que debe ser lo más íntimo: la entraña del seno de Speranza. La palabra del evangelista me ha vuelto al espíritu, pero esta vez con un sentido amenazador: Ninguno que no sea semejante a un pequeñuelo… ¿Gracias a qué aberración he podido atribuirme la inocencia de un pequeñuelo? Soy un hombre en la plenitud de la edad y debo asumir mi destino virilmente. Las fuerzas que extraía del seno de Speranza eran el peligroso salario de una regresión hacia las fuentes de mí mismo. Allí encontraba, es verdad, la paz y la alegría, pero aplastaba con mi peso de hombre mi tierra nutricia. Encinta de mí, Speranza no podía producir más, lo mismo que el flujo menstrual se seca en la futura madre. Más grave todavía: yo iba a mancillarla con mi simiente. ¡Leviatán vivo, qué horrible maduración habría provocado en ese horno gigantesco, en la gruta! Veo a Speranza entera hincharse como un pastel, aumentar sus formas en la superficie del mar y reventar al fin para vomitar algún monstruo incestuoso.

Con peligro de mi alma, de mi vida y de la integridad de Speranza, he explorado el camino de la tierra materna. Más tarde quizá, cuando la senilidad haya esterilizado mi cuerpo y secado mi virilidad, volveré a descender al alvéolo. Pero será para ya no volver a subir. De este modo habré dado a mis despojos el más tierno, el más maternal de los sepulcros.


La clepsidra reanudó su tic-tac y la actividad voraz de Robinsón llenó de nuevo el cielo y la tierra de Speranza. Maduraba un amplio proyecto, cuya envergadura le había hecho retrasarlo hasta aquel día: transformar en arrozales los pantanos de la costa oriental de la isla. Jamás se había atrevido a tocar uno solo de los sacos de arroz heredados del Virginia. Consumir sin esperanza de fructificación, disipar en un goce efímero un capital en el que dormían quizá siglos enteros de cosechas, era un crimen -el crimen por excelencia-que no podía cometer, que ni siquiera hubiera podido llevar a término físicamente porque ni una sola cucharada del cereal asesinado habría podido ser tragada o digerida por su garganta o su estómago escandalizados.

Pero el cultivo del arroz en zona pantanosa implica la posibilidad de inundar o secar a voluntad los arrozales, y por tanto la construcción de un sistema de estanques colectores, diques, presas y compuertas. Trabajo gigantesco para un solo hombre, sobrecargado además por sus otros cultivos, la cría del ganado y las obligaciones oficiales. Durante meses la clepsidra no se detuvo más, pero el diario llevado con regularidad daba testimonio de una meditación sobre la vida, la muerte y el sexo que no era en sí más que el reflejo superficial de una metamorfosis de lo más profundo de su ser.


Log-book.- Ahora. sé que si la presencia del otro es un elemento fundamental para el individuo humano, no es, sin embargo, irreemplazable. Necesario, desde luego, pero no indispensable, como dicen de sí mismos con humildad los Amigos de George Fox, otro tal vez suplantado por aquel a quien rechazan las circunstancias. Reemplazar lo dado por lo construido, problema general, problema humano por excelencia, si es verdad que lo que distingue al hombre del animal es que él no puede conseguir más que con su propia industria lo que la naturaleza da gratuitamente al animal -su vestido, sus armas, su pitanza-. Aislado en mi isla podía hundirme en el nivel de la animalidad al no construir, cosa que por lo demás comencé a hacer, o al contrario, convertirme en una especie de superhombre al construir mucho más, ya que la sociedad no lo hacía por mí. Por tanto, yo he construido y continúo construyendo, pero en verdad la obra prosigue en dos planos diferentes y en dos sentidos opuestos. Porque, si en la superficie de la isla persigo mi tarea de civilización -cultivos, ganadería, edificios, administración, leyes, etc.-, copiada de la sociedad humana y por tanto, de alguna forma, retrospectiva, al mismo tiempo me siento marco de una evolución más radical que sustituye las ruinas que la soledad crea en mí, con soluciones originales, todas más o menos provisionales y vacilantes, pero que se parecen cada vez menos al modelo humano de que partieron. Para terminar con la oposición entre estos dos planos: no me parece posible que su divergencia creciente pueda agravarse hasta el instinto. Fatalmente habrá de llegar un tiempo en el que Robinsón, cada vez más deshumanizado, no podrá ser el gobernador y el arquitecto de una ciudad cada vez más humanizada. A veces descubro ya saltos en el vacío en mi actividad exterior. Me sucede que trabajo sin creer verdaderamente en lo que hago, y la calidad y la cantidad de mi trabajo ni siquiera se resienten por ello. Muy al contrario, hay en ciertos esfuerzos una cierta borrachera de repetición que consigue anular cualquier deserción del espíritu: se trabaja por trabajar sin pensar en el fin que se persigue. Y sin embargo, no se agujerea indefinidamente un edificio sin que termine por derrumbarse. Habrá un momento en que la isla administrada y cultivada dejará de interesarme por completo. Entonces habrá perdido su único habitante…

¿Entonces por qué esperar? ¿Por qué no decidir que ese día ha llegado? ¿Por qué? Porque en el estado actual de mi ánimo eso sería recaer en la ciénaga. Hay en mí un cosmos en gestación. Pero un cosmos en gestación puede llamarse un caos. Contra ese caos, mi único refugio, mi única salvación, es la isla administrada -cada vez más administrada, porque en este campo sólo se mantiene uno de pie si se sigue avanzando-. Ella me ha salvado. Me salva todavía cada día. Sin embargo, el cosmos puede buscarse. Tal o cual parte del caos se ordena provisionalmente. Por ejemplo, yo había creído encontrar una fórmula viable en la gruta. Era un error, pero la experiencia ha sido útil. Habrá otras más. No sé a dónde va a llevarme esta creación continua de mí mismo. Si lo supiera, es que estaría terminada, cumplida y definitiva.

Igual el deseo. Es un torrente que la naturaleza y la sociedad han aprisionado en una presa, en un molino, en una máquina, para someterle a una finalidad que por sí mismo no cuida: la perpetuación de la especie.

Yo he perdido mi presa, mi molino, mi máquina. Al mismo tiempo que toda la construcción social, que se desmorona en ruinas dentro de mí de año en año, ha desaparecido también el resguardo de instituciones y mitos que permiten al deseo tomar cuerpo, en el doble sentido de la palabra, es decir, darse una forma definida y fundirse sobre un cuerpo femenino. Resulta insuficiente decir que mi deseo no está ya canalizado hacia los fines de la especie. ¡Ni siquiera sabe a qué aferrarse! Hace tiempo mi memoria se hallaba todavía lo suficientemente nutrida como para proporcionar a mi imaginación criaturas deseables aunque inexistentes. Pero ahora eso se ha acabado. No son más que cosas vacías y disecadas. Yo pronuncio: mujer, pechos, caderas, muslos separados por mi deseo. Nada. La magia de esas palabras no actúa. Sonidos, flatus vocis. ¿Quiere decir que mi deseo ha muerto a su vez de inanición? ¡En absoluto! Siento de continuo murmurar dentro de mí esa fuente de vida, pero ha pasado a ser totalmente disponible. En lugar de encarrilarse dócilmente en la cama preparada de antemano por la sociedad, desborda por todos los lados y fluye en todas las direcciones, buscando como a tientas un camino, el buen camino en donde se recogerá y rodará unánime hacia un objeto.


Por eso Robinsón observaba con un apasionado interés las costumbres nupciales de los animales que le rodeaban. Se había apartado desde el comienzo de las cabras y los buitres -y de una forma general de los mamíferos y de los pájaros-, cuyos amores le parecían la odiosa caricatura de los amores humanos. Pero los insectos merecían toda su atención. Sabía que algunos de ellos, atraídos por el néctar de las flores, se cubren el cuerpo con el polen de las flores machos y lo transportan involuntariamente hasta los pistilos de las hembras. El perfeccionamiento de ese sistema, que pudo observar con la lupa examinando el aristoloche syphon, le maravilló. Apenas el insecto se adentra en esa hermosa flor cordiforme cuando automáticamente se cierra sobre él una parte de la corola. Hele aquí prisionero por un instante del receptáculo más embriagadoramente femenino que existir pueda. El animalito peludo se debate furiosamente para liberarse y, al hacerlo, se inunda de polen. Al instante un nuevo movimiento le devuelve a la libertad y vuela, polvoreado de escarcha, para dejarse atrapar en otro lugar, fiel e inconsciente servidor de los amores florales.

Aquella inseminación a distancia, inventada por esposos vegetales cruelmente separados, le parecía de una emotiva y suprema elegancia, y se ponía a soñar en cierto pájaro fantástico que se empaparía de la simiente del Gobernador de Speranza y volaría hasta York para fecundar a su abandonada mujer. Pero pensó que, después de tanto tiempo sin noticias, lo más seguro es que ella hubiera guardado luto e incluso quizás hubiera salido ya del luto y se habría vuelto a casar.

Sus ensoñaciones tomaron otra dirección. Estaba intrigado por los manejos de un himenóptero macho que no visitaba más que una determinada variedad de orquídea( [2]) sin que pareciera preocuparse en absoluto de procrear. Robinsón pasó largas horas, lupa en mano, intentando descifrar el comportamiento del animalito. En primer lugar descubrió que la flor reproducía en materia vegetal el abdomen de la hembra del insecto en cuestión hasta el punto de presentar una especie de vagina que quizá debía desprender el olor afrodisíaco específico adecuado para atraer y seducir al enamorado. El insecto no robaba a la flor, la sobaba, y luego le hacía el amor según los ritos de fecundación propios de su especie. La operación le colocaba en la postura adecuada para que el polen reunido en dos polinizadores se fijara sobre su frente gracias a dos capsulitas viscosas y de este modo, adornado con este par de cuernecillos vegetales, el enamorado entretenido proseguía su búsqueda de flor macho a flor hembra, trabajando para el porvenir de la orquídea, mientras creía servir a su propia especie. Un paroxismo tal de astucia e ingenio podría hacer dudar de la seriedad del Creador. La naturaleza ¿había sido modelada por un Dios infinitamente sabio y majestuoso, o por un demiurgo estrambótico impulsado a las más locas combinaciones por el ángel de lo extravagante? Rechazando sus escrúpulos, Robinsón imaginó que determinados árboles de la isla podrían pensar en utilizarle -como las orquídeas hacían con los himenópteros- para trasladar su polen. En ese caso las ramas de aquellos árboles se metamorfosearían en mujeres lascivas y perfumadas, cuyos cuerpos llenos de curvas se aprestarían a acogerle…

Recorriendo la isla en todos los sentidos, terminó por descubrir, en efecto, un quillái cuyo tronco -derribado sin duda por el fuego o el viento- estaba tumbado en el suelo y se elevaba un poquito dividiéndose en dos grandes ramas maestras. La corteza era lisa y tibia, blanda incluso en el interior de la horquilla cuya axila estaba formada con un liquen fino y sedoso.

Robinsón vaciló varios días a las puertas de lo que él llamaría después la vía vegetal. Volvía una y otra vez y daba vueltas en torno al quillái con aires sospechosos, terminando por encontrar insinuantes a las ramas que se separaba bajo las hierbas como dos enormes muslos negros. Por último se tendió desnudo sobre el árbol abatido, agarrándose al tronco con sus brazos y su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas. Un aturdimiento dichoso le invadió. Sus ojos semicerrados contemplaban mareas de flores de carnes suaves que por sus corolas inclinadas vertían efluvios densos y embriagadores. Entreabriendo sus húmedas mucosas, parecían aguardar algún don del cielo, surcado por el vuelo perezoso de los insectos. ¿No era acaso Robinsón el último individuo del linaje humano llamado a retornar a las fuentes vegetales de la vida? La flor es el sexo de la planta. La planta con ingenuidad ofrece su sexo al recién llegado por ser lo más brillante y perfumado que posee. Robinsón imaginaba una nueva humanidad en la que cada uno llevaría con orgullo sobre su cabeza sus atributos machos o hembras enormes, coloreados, olorosos…

Vivió largos meses de unión dichosa con Quillái. Después vinieron las lluvias. Nada había cambiado aparentemente. Sin embargo, un día en que yacía sobre su extraña cruz de amor, sintió un dolor fulgurante que le atravesó el glande y le hizo incorporarse de inmediato. Una gran araña salpicada de manchas rojas corrió por el tronco del árbol y desapareció en la hierba. El dolor sólo se calmó unas horas después, pero el miembro herido tomaba el aspecto de una mandarina.

Es verdad que Robinsón había sufrido otras muchas desgracias en sus años de vida solitaria en medio de una fauna y una flora enfebrecidas por el clima tropical. Pero aquel accidente revestía una significación moral innegable. Bajo la apariencia de una picadura de araña, ¿no era en realidad una enfermedad venérea la que le había atacado, semejante al mal francés contra el cual sus maestros no habían dejado de alertar a su juventud estudiante? Vio en ello el signo de que la vía vegetal no era quizá más que un peligroso callejón sin salida.

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