El alba era todavía blanquecina cuando Robinsón descendió de la araucaria. Se había acostumbrado a dormir hasta los últimos minutos que preceden a la salida del sol, para reducir lo más posible ese período átono, el más anodino de la jornada, ya que era el más alejado del poniente. Pero la comida inhabitual, los vinos y también una angustia sorda le habían producido un sueño febril, destrozado por bruscos despertares y por breves, pero estériles, insomnios. Acostado, rodeado de tinieblas, había sido desarmada presa de ideas fijas y de obsesiones torturadoras. Había tenido que levantarse precipitadamente para sacudirse aquella jauría imaginaria.
Dio algunos pasos por la playa. Como ya esperaba, el Whitebird había desaparecido. El agua era gris bajo el cielo descolorido. Un rocío abundante pesaba sobre las plantas que se curvaban desconsoladas bajo aquella luz pálida, sin estridencias y sin sombras, de una lucidez desgarradora. Los pájaros guardaban un silencio gélido. Robinsón sintió que se abría dentro de sí un abismo de desesperación, una cisterna sonora y negra de donde subía -como si fuera un espíritu deletéreo- una náusea que le llenó la boca de hilillos de saliva. Una ola se estiraba con suavidad sobre la playa, jugaba un momento con un cangrejo muerto y se retiraba, decepcionada. En sólo unos minutos, en una hora como mucho, se levantaría el sol y llenaría de vida y de alegría a todas las cosas y al propio Robinsón. No había más que aguantar hasta ese momento y resistir la tentación de ir a despertar a Viernes.
Era indiscutible que la visita del Whitebird había comprometido seriamente el equilibrio delicado del triángulo Robinsón-Viernes-Speranza. Speranza se hallaba cubierta de heridas que eran evidentes pero, a pesar de todo, superficiales y que desaparecían en pocos meses. Pero ¿cuánto tiempo necesitaría Viernes para olvidar al hermoso lebrel de los mares que se inclinaba con tanta gracia, bajo la caricia de todos los vientos? Robinsón se reprochaba por haber tomado la decisión de permanecer en la isla sin haber hablado antes de ello con su compañero. Aquella misma mañana le contaría los siniestros detalles que había sabido por Joseph acerca de la trata de negros y de la suerte que corrían en las antiguas colonias americanas. De este modo su nostalgia -si es que existía- disminuiría.
Pensando en Viernes, se acercaba maquinalmente a los dos pimenteros entre los cuales el mestizo tendía su hamaca y en donde pasaba sus noches y gran parte de sus días. No iba a despertarle, desde luego, pero le contemplaría mientras dormía y aquella presencia apacible e inocente le reconfortaría.
La hamaca estaba vacía. Lo que resultaba más sorprendente era la desaparición de los pequeños objetos con que Viernes adornaba sus siestas (espejos, cerbatanas, flautas, plumas, etc.). Una repentina angustia golpeó a Robinsón como si hubiera recibido un puñetazo. Corrió hacia la playa: la yola y la piragua estaban allí, ancladas en lo seco. Si Viernes hubiera querido regresar a bordo del Whitebird, habría tomado una de aquellas embarcaciones y, o bien la habría abandonado en alta-mar, o la habría hecho izar dentro del barco. Era muy poco probable que se hubiera arriesgado a ir a nado hasta tan lejos.
Entonces Robinsón comenzó a batir toda la isla, gritando el nombre de su compañero. Desde la Bahía de la Salvación a las dunas del levante, desde la gruta a la Loma Rosa, desde el bosque de la costa occidental hasta las lagunas orientales, corrió tropezando y dando gritos, convencido con desesperación en lo más profundo de sí mismo de que su búsqueda era inútil. No comprendía cómo Viernes había podido traicionarle, pero no podía retroceder ante la evidencia de que se encontraba solo en la isla, solo como los primeros días. Aquella búsqueda salvaje terminó de dañarle al conducirle hacia dos lugares cargados de recuerdos y a los que no había regresado desde hacía lustros. Sintió bajo sus dedos escurrirse el serrín rojo del Evasión y, bajo sus pies, resbalar el fango tibio de la ciénaga. En el bosque volvió a encontrar la piel de zapa encallecida de su biblia. Todas las páginas habían ardido, excepto un fragmento del primer libro de los Reyes, y leyó, envuelto en una bruma de debilidad:
El Rey David era viejo, de avanzada edad. Se le cubría con vestidos sin que pudiera llegar a calentarse. Sus servidores le dijeron: Que se busque para mi Señor, el Rey, una joven virgen. Que esté junto al Rey y le cuide, y que duerma sobre tu seno y así, mi Señor, el Rey, se calentará.
Robinsón comprendió que aquellos veintiocho años que no existían la víspera acababan de desplomarse sobre sus hombros. El Whitebird los había traído consigo -como si fueran los virus de una enfermedad mortal- y repentinamente él había pasado a ser un hombre viejo. Comprendió también que no hay peor maldición para un viejo que la soledad. Que duerma sobre tu pecho y mi Señor, el Rey, se calentará. La verdad era que estaba temblando de frío a causa del rocío de la mañana, pero ya nadie, nunca, volvería a calentarle. Una última reliquia fue a parar a sus dedos: el collar de Tenn, roído por el moho. Todos sus años pasados, que parecían ya definitivamente borrados, volvían a él en forma de vestigios sórdidos y desgarradores. Apoyó su cabeza contra el tronco de un ciprés. Su rostro se crispó, pero los viejos no lloran. Su estómago se reveló; vomitó en el humus deyecciones avinagradas, toda aquella infame comida que había absorbido frente a Hunter y Joseph. Cuando volvió a levantar la cabeza, encontró las miradas de un areópago de buitres, agrupados a pocos metros, que le vigilaban con sus ojillos rosas. ¡De modo que ellos también habían acudido a aquella cita con el pasado!
¿Habría que recomenzar todo de nuevo?: ¿las plantaciones, la cría del ganado, las construcciones, aguardando la llegada de un nuevo araucano que barrería todo aquello con un soplo de fuego y le obligaría a ascender a un nivel superior? ¡Qué ridiculez! En realidad, allí no había más alternativa que la existente entre el tiempo y la eternidad. El eterno retorno, hijo bastardo, de uno y otra, no era más que una demencia. Sólo existía una posibilidad de salvación para él: volver a encontrar el camino de aquellos limbos intemporales y poblados de seres inocentes de los que él se había ido apartando en sucesivas etapas y a donde había vuelto a caer debido a la visita del Whitebird. Pero, viejo y sin fuerzas, ¿cómo recobraría aquel estado de gracia conquistado con tanto esfuerzo y durante un período de tiempo tan largo? ¿No sería muriendo, simplemente? La muerte en aquella isla, cuya soledad nunca nadie más volvería a violar, ¿no era la única forma de eternidad que le convenía a partir de ese momento? Pero era preciso esquivar la vigilancia de aquellos carroñeros misteriosamente advertidos y dispuestos a cumplir su oficio fúnebre. Su esqueleto debería blanquear bajo las piedras de Speranza, como un juego de construcciones que nadie podría derribar. De este modo quedaría cerrada la extraordinaria y desconocida historia del gran solitario de Speranza. Se encaminó despacio hacia el caos rocoso que se alzaba en el lugar de la gruta. Estaba seguro de que encontraría el medio, deslizándose entre los bloques, de esconderse lo suficiente para mantenerse a salvo de los animales. Quizá con la paciencia propia de un insecto conseguiría incluso llegar hasta el alvéolo. Una vez allí, le bastaría con colocarse en postura fetal y cerrar los ojos para que la vida le abandonara, ya que tan total era su agotamiento y tan profunda su tristeza.
En efecto, encontró un paso, uno sólo, apenas más ancho que una gatera» pero se sentía tan debilitado, tan encogido sobre sí mismo, que no dudó en que por allí podría atravesar. Estaba escrutando la oscuridad para tratar de apreciar su profundidad, cuando creyó percibir algo que se movía. Una piedra rodó en el interior y un cuerpo obstruyó el débil espacio negro. Gracias a unas contorsiones pudo librarse del orificio y he aquí que un niño se hallaba ante Robinsón -el brazo derecho plegado sobre la frente, para protegerse de la luz o en previsión de una bofetada-. Robinsón retrocedió, aturdido.
– ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
– Soy el grumete del Whitebird -contestó el niño-. Quería huir de ese barco, en el que era desdichado. Ayer, mientras yo servía en el camarote, me mirasteis con bondad. Entonces, cuando me enteré de que vos no partíais, decidí esconderme en la isla y quedarme con vos. Esta noche, cuando me había deslizado sobre el puente e iba a echarme al agua para intentar nadar hasta la playa, vi a un hombre que llegaba en una piragua. Era vuestro criado mestizo. Empujó con el pie la piragua y entró a reunirse con el segundo, que parecía esperarle. Me di cuenta de que él sí iba a permanecer a bordo. Entonces nadé hasta la piragua y me metí dentro. Y he remado hasta la playa y me he ocultado entre las rocas. Ahora el Whitebird ha partido sin mí -concluyó con un matiz de triunfo en su voz.
– Ven conmigo -le dijo Robinsón.
Cogió al niño de la mano y, rodeando los bloques de piedra, comenzó a ascender por la ladera que conducía a la cima del peñasco rocoso que coronaba el caos. Se detuvo a medio camino y le miró a la cara. Los ojos verdes con las pestañas blancas de los albinos se volvieron hacia él. Una pálida sonrisa los iluminó. Abrió su mano y contempló la mano que se había acurrucado en ella. Se le oprimió el corazón al verla tan delgada, tan débil y, sin embargo, surcada ya por todos los trabajos marineros.
– Voy a mostrarte algo -le dijo para contener su emoción y sin saber ni siquiera él mismo a lo que se refería.
La isla, que se extendía a sus pies, se hallaba en parte cubierta por la bruma, pero hacia levante el cielo gris se hacía incandescente. En la playa, la yola y la piragua comenzaban a moverse de modo desigual, siguiendo las incitaciones de la marea que ascendía. Hacia el norte, un punto blanco huía hacia el horizonte.
Robinsón tendió el brazo en aquella dirección.
– Mírale bien. Probablemente no volverás a ver jamás eso: un navío en las aguas de Speranza.
El punto se borraba poco a poco. Al fin fue absorbido por la lejanía. Y fue entonces cuando el sol lanzó sus primeros dardos. Una cigarra chirrió. Una gaviota dio vueltas en el aire y se dejó caer en el espejo del agua. Volvió a salir a la superficie y se elevó batiendo las alas, con un pez de plata atravesado en el pico. En un instante el cielo se hizo cerúleo. Las flores que inclinaban hacia el oeste sus corolas cerradas giraron todas al tiempo sobre sus tallos, dirigiendo sus pétalos desparramados hacia levante. Los pájaros y los insectos llenaron el espacio con un concierto unánime. Robinsón había olvidado al niño. Irguiéndose con toda su altura, daba la cara al éxtasis solar con una alegría casi dolorosa. La irradiación que le envolvía le lavaba de las heridas mortales del día precedente y de la noche. Una espada de fuego penetraba en él y transverberó su ser entero. Speranza se desprendía de los velos de la bruma, virgen e intacta. En realidad, aquella larga agonía, aquella noche de pesadilla, no había sucedido. La eternidad, volviendo a tomar posesión de él, borraba aquellos lapsus de tiempo siniestro e irrisorio. Una profunda inspiración le colmó de un sentimiento de total saciedad. Su pecho se abombaba como un escudo de bronce. Sus piernas se apoyaban sobre la roca, macizas y firmes como columnas. La luz leonada le revestía de una armadura de juventud inalterable y le forjaba una máscara de cobre de una implacable regularidad y en ella brillaban dos ojos de diamante. Por fin el astro-dios desplegó toda su corona de crines rojas entre explosiones de címbalos y estridencias de trompetas. Unos reflejos metálicos se encendieron sobre la cabeza del niño.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Robinsón.
– Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia -añadió como para disculpar aquel difícil nombre.
– De ahora en adelante -le dijo Robinsón- te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.