Capítulo VI

Robinsón hizo subir tres agujeros el palo que sostenía la compuerta y la bloqueó introduciendo una clavija en el cuarto agujero. Un temblor recorrió la superficie plomiza del estanque colector. Entonces un embudo glauco y lleno de vida se abrió en aquel lugar, corola líquida que se retorcía y giraba cada vez más de prisa en torno a su tallo. Una hoja muerta se deslizó con lentitud hacia el borde del embudo y, tras dudar un instante, vaciló y desapareció como tragada por el agua. Robinsón se dio la vuelta y apoyó la espalda en los montantes de la compuerta. Al otro lado un velo de agua sucia se proyectaba sobre la tierra húmeda arrastrando hierbas secas, trozos de madera e islotes de espuma gris. A ciento cincuenta pasos de allí alcanzó el umbral de la compuerta de evacuación y comenzó a refluir, mientras que el oleaje que se precipitaba bajo los pies de Robinsón perdía su ímpetu. Un olor de podredumbre y fecundidad flotaba en el aire. Sobre aquella tierra de aluvión con subsuelo arcilloso que era apropiada, Robinsón había sembrado a voleo la mitad aproximadamente de aquellos diez galones de arroz que mantenía como reserva desde hacía tanto tiempo. El velo de agua sería mantenido y renovado si llegaba a descender, hasta la floración de la gramínea, luego Robinsón dejaría que se evaporase y, si hacía falta, lo evacuaría durante la maduración de las espigas.

Aquel ruido de deglución fangosa, aquellos vapores descompuestos que exhalaban remolinos viscosos, toda aquella atmósfera pantanosa evocaba poderosamente a la ciénaga y se hallaba dividido entre un sentimiento de triunfo y una debilidad llena de náuseas. ¿No era aquel arrozal la domesticación definitiva de la ciénaga y una última victoria sobre la parte más salvaje e inquietante de Speranza? Pero aquella victoria había costado mucho y Robinsón recordaría siempre con abatimiento los esfuerzos que le había exigido el desvío del arroyo que alimentaba el depósito de contención, el alzado de los diques en todo el contorno del arrozal, situado en la parte baja, la construcción de dos esclusas con sus muros de arcilla, sus compuertas formadas con maderos superpuestos y los cimientos de piedra colocados bajo las puertas para evitar que las aguas excavaran el fondo. Todo aquello para que en diez meses los sacos de arroz -sólo el quitarle la corteza habría exigido a su vez otras tantas semanas de trabajo- fueran a reunirse en los silos con el trigo y la avena que no cabían allí ya. Una vez más su soledad condenaba de antemano todos sus esfuerzos. De pronto tuvo conciencia de que la vanidad de su obra era abrumadora, indiscutible. ¿Inútiles sus cultivos, absurda su ganadería, sus depósitos un insulto al buen sentido, sus silos una broma? ¿Y aquel fuerte, la Carta, el Código penal? ¿Para alimentar qué? ¿Para proteger a quién? Cada uno de sus gestos, cada uno de sus trabajos era una llamada lanzada hacia alguien y seguía sin respuesta.

Saltó el dique, franqueó de un brinco un canal de irrigación y se lanzó derecho hacia el frente, la vista nublada por la desesperación. Destruir todo aquello. Quemar sus cosechas. Hacer saltar sus construcciones. Abrir los corrales y pegar latigazos a las cabras y a los cabritos hasta que sangraran para que embistieran sin tino en todas las direcciones. Soñaba con un seísmo que pulverizara Speranza y el mar volvería a cerrar sus benéficas aguas sobre aquella costra purulenta de la que él era la conciencia sufriente. Los sollozos le ahogaban. Después de atravesar un bosque de gomeros y de sándalos, se encontró en una llanura de praderas arenosas. Se arrojó al suelo y, durante un tiempo infinito, no vio más que fosfenos que atravesaban como relámpagos en la noche de sus párpados; no escuchaba más que la aflicción que crecía dentro de él como una tempestad.

Desde luego, no era la primera vez que al acabar una tarea de altos vuelos le dejaba vacío y agotado, presa fácil de la duda y la desesperación. Pero era cierto que la isla administrada le parecía cada vez con más frecuencia una empresa vana y loca. Era en ese momento cuando nacía en él un hombre nuevo, completamente ajeno al administrador. Aquellos dos hombres no coexistían dentro de él: se sucedían y se excluían y el peligro peor sería que el primero -el administrador- desapareciera para siempre antes de que el hombre nuevo fuera viable.

A falta de terremoto tenía sus lágrimas; y su salmuera roía activamente la bola de cólera y tristeza que le ahogaba. Un vislumbre de sabiduría volvió a él. Comprendió que la isla administrada seguía siendo su única salvación durante largo tiempo hasta que otra forma de vida -que no podía ni siquiera imaginar, pero que vagamente buscaba dentro de sí- estuviera preparada para sustituir al comportamiento completamente humano al que había permanecido fiel desde el naufragio. Hacía falta continuar trabajando con paciencia, atisbando en sí mismo los posibles síntomas de su metamorfosis.

Se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos se dejó rodar sobre la espalda, el sol se ponía. El viento pasó a través de las hierbas con un rumor misericordioso. Tres pinos anudaban y desanudaban fraternalmente sus ramas con grandes gestos apaciguadores. Robinsón sintió que su alma ligera volaba hacia una pesada nave de nubes que cruzaba el cielo con una majestuosa lentitud. Un río de dulzura corría dentro de él. Fue entonces cuando tuvo la certeza de un cambio en el peso de la atmósfera quizás, o en la respiración de las cosas. Se hallaba en la otra isla, la que una vez había entrevisto y que nunca más se había vuelto a mostrar después. Sentía, como nunca anteriormente, que estaba acostado sobre la isla, como si estuviera sobre alguien, que tenía el cuerpo de la isla bajo sí. Era un sentimiento que jamás había experimentado con aquella intensidad, ni siquiera cuando caminaba con los pies desnudos sobre los guijarros, y sin embargo ¡era tan vivo! La presencia casi carnal de la isla contra él, le calentaba, le emocionaba. Estaba desnuda, aquella tierra que le envolvía. Él se desnudó a su vez. Con los brazos en cruz, el vientre tenso, abrazaba con todas sus fuerzas aquel cuerpo telúrico, quemado durante toda la jornada por el sol y que liberaba un sudor almizclado en el aire más fresco de la tarde. Su rostro cerrado escarbaba en la hierba hasta las raíces y con la boca sopló un aliento cálido en pleno humus. Y la tierra respondió: le envió al rostro una bocanada sobrecargada de olor que enlazaba con el alma de las plantas fenecidas y el olor a cerrado, pegajoso de las simientes de los brotes en gestación. ¡Hasta qué punto se entremezclaban y confundían sabiamente la vida y la muerte en aquel nivel elemental! Su sexo agujereó el suelo como si fuera la reja de un arado y se vertió allí en una inmensa piedad por todas las cosas creadas. ¡Extraña sementera a imagen del gran solitario del Pacífico! Aquí yace, agotado, aquel que se casó con la tierra y le parece -minúscula rana adherida perezosamente a la piel del globo terráqueo- girar vertiginosamente con ella en los espacios infinitos… Al fin se levantó de nuevo en medio del viento, un poco aturdido, y fue saludado con vehemencia por los tres pinos unánimes a los que respondió la ovación lejana del bosque tropical cuyo plumón verde y tumultuoso bordeaba el horizonte.

Se encontraba en una pradera suavemente curvada, sin apenas subidas y bajadas, cubierta por un pelaje de hierbas de sección cilíndrica -como pelos- y de un color rosáceo. Era una pequeña loma, una loma rosa… Aquella palabra, loma, evocaba otra en su ánimo, cercana a ella por la consonancia y que la enriquecía con toda una constelación de significaciones nuevas; pero no conseguía recordarla. Luchaba por sacarla del olvido donde estaba medio atascada. Loma…, loma… Veía una espalda de mujer, un poco gruesa, pero de majestuoso porte. Una marea de músculos rodeaba a los omoplatos. Más abajo, aquella hermosa llanura de carne atormentada se concentraba y se aplanaba en una playa estrecha, combada, muy firme, dividida por una falla mediana cubierta por un pálido plumón orientado en líneas de fuerza divergentes. ¡Los LOMOS! Aquella hermosa palabra, grave y sonora, había resonado en su memoria y Robinsón se acordaba, en efecto, de que sus manos antaño habían reposado unidas en esa hondonada donde duermen las energías secretas de la explosión y del espasmo, ijar de la bestia y centro de gravedad del animal humano. Los lomos… Volvió a su residencia, las orejas llenas con aquella palabra que repicaba en ellas como la campana de una catedral.


Log-book.- Esa especie de estupor con que despertamos cada mañana. Nada confirma mejor que el sueño es una experiencia auténtica y viene a ser como la repetición general de la muerte. De todo lo que puede ocurrirle al durmiente, el despertar es precisamente lo que menos espera, para lo que se halla menos preparado. No hay pesadilla que le choque tanto como ese brusco tránsito a la luz, a otra luz. No hay duda de que para cualquier durmiente su sueño es definitivo. El alma abandona su cuerpo volando, sin volverse, sin ánimo de regreso. Ella lo ha olvidado todo, lo ha arrojado todo a la nada, cuando de repente una fuerza brutal la obliga a volver atrás, a volver a endosarse su vieja envoltura corporal, sus costumbres, su habitus.

Así, por tanto, ahora mismo yo voy a tenderme y a dejarme deslizar en las tinieblas para siempre. Extraña alienación. El durmiente es un alienado que se cree muerto.


Log-book.- Siempre. el problema de la existencia. Si hace algunos años alguien me hubiera dicho que la ausencia de un otro me llevaría un día a dudar de la existencia, ¡cómo me habría carcajeado! ¡Cómo me tronchaba al escuchar citar entre las pruebas de la existencia de Dios la del consentimiento universal: «la mayoría de todos los hombres, de todos los tiempos y lugares han creído en la existencia de Dios. Por tanto, Dios existe». ¡Era una bobada! La más boba de las pruebas de la existencia de Dios. ¡Qué miseria si se la comparaba con esa maravilla de fuerza y sutileza que es el argumento ontológico!

La prueba mediante el consentimiento universal. Hoy día sé que no hay otra. ¡Y no sólo para la existencia de Dios!

Existir, ¿qué quiere decir esto? Eso quiere decir estar fuera, sistere ex. Lo que está en el exterior existe. Lo que está en el interior no existe. Mis ideas, mis imágenes, mis sueños no existen. Si Speranza no es más que una sensación o un haz de sensaciones no existe. Y yo mismo no existo más que evadiéndome de mí mismo hacia los otros.

Lo que lo complica todo es que lo que no existe se empeña en hacer creer lo contrario. Hay una gran y común aspiración de lo inexistente hacia la existencia. Es como una fuerza centrífuga que impulsaría hacia el exterior todo lo que agita dentro de mí: imágenes, ensoñaciones, proyectos, fantasmas, deseos, obsesiones. Lo que no existe, in-siste. Insiste para existir. Todo ese pequeño mundo empuja a la puerta del grande, del verdadero mundo. Y es el otro quien tiene la llave. Cuando un sueño me agitaba en mi cama, mi mujer me sacudía de los hombros para despertarme y hacer que cesara la insistencia de la pesadilla. Mientras que hoy… ¿Pero por qué volver incansablemente sobre este asunto?


Log-book.- Todos los que me conocieron, todos sin excepción, me creen muerto. Mi propia convicción de que yo existo tiene en contra suya la unanimidad. Haga lo que haga, no impediré que en el ánimo de la totalidad de los hombres esté la imagen del cadáver de Robinsón. Eso basta -no, desde luego, para matarme-, pero sí para relegarme a los confines de la vida, a un lugar suspendido entre cielo e infierno, en el limbo, en una palabra… Speranza o los limbos del Pacífico…

Esta semimuerte me ayuda al menos a comprender la profunda relación, sustancial y como fatal, que existe entre el sexo y la muerte. Al hallarme más cerca de la muerte que ningún otro hombre, me encuentro a la vez más cerca de las fuentes mismas de la sexualidad.

El sexo y la muerte. Su estrecha connivencia se me apareció por primera vez gracias a los propósitos de Samuel Gloaming, viejo original, herborista de su estado, con el que me gustaba ir a charlar algunas tardes en York, en su tienda llena de animales disecados y hierbas secas. Había reflexionado toda su vida sobre los misterios de la Creación. Me explicaba que la vida se había pulverizado en una infinidad de individuos más o menos diferentes unos de otros para tener igualmente un número de infinitas posibilidades de sobrevivir a las infidelidades del medio. Si la tierra se enfría y se convierte en un banco de hielo o si, por el contrario, el sol hace de ella un desierto de piedra, la mayoría de los seres vivos perecerían, pero gracias a su variedad habrá siempre un determinado número de ellos que gracias a cualidades especiales serán aptos para adaptarse a las nuevas condiciones exteriores. De esta multiplicidad de individuos se derivaría, según él, la necesidad de la reproducción, es decir, el paso de un individuo a otro más joven, e insistía en que el individuo era así sacrificado a la especie, sacrificio consumado secretamente en el acto de la procreación. De este modo la sexualidad era, decía, la presencia viva, amenazadora y mortal de la misma especie en el interior del individuo. Procrear es provocar la siguiente generación que inocente, pero inexorablemente, lanza a la anterior hacia la nada. Apenas los padres dejan de ser indispensables, se hacen ya inoportunos. El niño arrumba a sus genitores con la misma naturalidad con la que aceptó de ellos todo lo que necesitaba para desarrollarse. A partir de todo esto resulta verdad que el instinto que inclina a los sexos, el uno hacia el otro, es un instinto de muerte. Pero la naturaleza ha creído que tenía que ocultar su juego -un juego, sin embargo, transparente-. Aparentemente es un placer egoísta el que persiguen los amantes, incluso cuando caminan por la senda de la abnegación más enloquecida.

Me encontraba sumergido en estas reflexiones cuando tuve la ocasión de atravesar una provincia de Irlanda del Norte que acababa de sufrir una hambruna terrible. Los supervivientes vagaban por las callejas de las aldeas como fantasmas esqueléticos y se amontonaban los muertos en piras para destruir con ellos los gérmenes de las epidemias, más temibles aún que la escasez. La mayoría de los cadáveres eran del sexo masculino -hasta tal punto es cierto que las mujeres soportan mejor que los hombres la mayoría de las pruebas- y todos proclamaban la misma lección paradójica: en aquellos cuerpos consumidos por el hambre, vaciados de su sustancia, reducidos a maniquíes de cuero y tendones de terrorífica sequedad, el sexo -y sólo él- florecía monstruosamente, cínicamente, más hinchado, más turgente, más musculoso, más triunfante que jamás, sin duda, lo había sido nunca, antes, cuando aquellos miserables estaban vivos. Aquella fúnebre apoteosis de los órganos de la generación arrojaba una extraña luz sobre las razones de Gloaming. Imaginé inmediatamente un debate dramático entre aquella fuerza de vida -el individuo- y aquella fuerza de muerte: el sexo. De día, el individuo tenso, elevado, lúcido rechaza lo indeseable, lo reduce, lo humilla. Pero a merced de las tinieblas, de una debilidad, del calor, del atontamiento, de ese atontamiento localizado: el deseo, el enemigo abatido se reconstruye, afina su espada, simplifica al hombre, hace de él un amante al que sumerge en una agonía pasajera; luego le cierra los ojos y el amante se entrega a la pequeña muerte; es un durmiente, acostado sobre la tierra, flotando en las delicias del abandono, de la renuncia a sí mismo, de la abnegación.

Acostado sobre la tierra. Estas cuatro palabras, caídas con toda naturalidad de mi pluma, son tal vez la clave. La tierra atrae irresistiblemente a los amantes enlazados cuyas bocas se han unido. Tras el abrazo, les acuna en el sueño feliz que sigue a la voluptuosidad. Pero también es ella la que envuelve a los muertos, bebe su sangre y come su carne, para que esos huérfanos sean devueltos al cosmos del que habían sido arrebatados el tiempo que dura una vida. El amor y la muerte, esos dos aspectos de una misma derrota del individuo, se arrojan con un impulso común en el mismo elemento terrestre. Uno y otra son de naturaleza telúrica.

Los más sagaces de los hombres adivinan -más que percibir con claridad- esta relación. La situación sin precedentes en que yo me encuentro me la muestra de forma meridiana… ¡Qué digo!: me obliga a vivirla con todos los poros de mi piel. Privado de mujer, estoy reducido a amores inmediatos. Despojado del rodeo fecundo que representan las vías femeninas, me encuentro sin dilación ante esta tierra que será también mi última morada. ¿Qué he hecho en la loma rosa? He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad. Me doy cuenta además de que de este modo he franqueado una nueva etapa en la metamorfosis que estoy padeciendo. Porque he necesitado años para llegar a ello. Cuando fui arrojado a estas costas, era hijo de los moldes de la sociedad. El mecanismo que desvía la vocación naturalmente geotrópica del sexo para dirigirle al circuito uterino actuaba en mi vientre. Era la mujer o nada. Pero a poco la soledad me ha ido simplificando. El rodeo ya no tenía objeto, el mecanismo ha dejado de funcionar. Por vez primera en la loma rosa mi sexo ha vuelto a encontrar su elemento natural: la tierra. Y al tiempo que realizaba este nuevo progreso en el camino a la deshumanización, mi alter ego cumplía, al crear un arrozal, la obra humana más ambiciosa de su reinado sobre Speranza.

Toda esta historia sería apasionante si yo no fuera el único protagonista y si no escribiera con mi sangre y mis lágrimas.

Y serás corona de gloria en la mano de Jehová y diadema del reino en la mano de nuestro Dios.

Nunca más te llamarán Desamparada

ni tu tierra se llamará más Desolación,

sino que serás llamada Mi-placer-en-ella y tu tierra Desposada.

Porque el amor de Jehová será en ti y tu tierra tendrá esposo.

Isaías, LXII.


De pie en el umbral de la Residencia, ante el atril sobre el cual se abría la Sagrada Biblia, Robinsón se acordaba, en efecto, de un día ya lejano en que él había bautizado a aquella isla con el nombre de Desolación. Pero aquella mañana tenía un esplendor nupcial y Speranza estaba postrada a sus pies en la dulzura de los primeros rayos del levante. Un rebaño de cabras descendía de la colina y los cabritos, impulsados por la pendiente y por su exceso de vitalidad, caían y botaban como pelotas. Al oeste, el pelaje dorado de un campo de trigo maduro ondulaba bajo la caricia de un viento tibio. Un ramillete de palmeras interrumpía el resplandor plateado del arrozal erizado de jóvenes espigas. El cedro gigante de la gruta resonó como un órgano. Robinsón pasó algunas páginas del Libro de los libros y lo que leyó no era sino el cántico de amor de Speranza y su esposo. Le decía:

Eres hermosa, amiga mía, como Tirsa, deliciosa como Jerusalén.

Tus cabellos como un rebaño de cabras que pastorean en las laderas del monte Galaad.

Tus dientes como rebaño de corderos que suben del lavadero.

Todas con crías mellizas y ninguna entre ellas estéril.

Tu mejilla como una media granada, oculta tras su velo.

El contorno de tus caderas es como un collar, tallado por un artista.

Tu ombligo, copa redonda donde nunca te falta el vino aromático.

Tu vientre, acervo de trigo rodeado de azucenas.

Tus pechos como dos cabritos, gemelos de una gacela.

Tu talle semejante a una palmera y tus pechos a sus racimos.

Yo dije: subiré a la palma, asiré sus ramos y tus pechos serán ahora

como racimos de vid, y el perfume de tu aliento como el

aroma de las manzanas y tu paladar como un vino exquisito.

Y Speranza le respondía:

Mi bienamado descendió a mi jardín en los vergeles de bálsamo para

apacentar su rebaño y para recoger azucenas.

Yo soy para mi bien amado y mi bien amado es para mí; él hace pacer

su rebaño entre mis azucenas.

Ven, amado mío, salgamos a los campos.

Pasemos la noche en las aldeas.

Al amanecer iremos a las viñas y veremos si las vides brotan,

si los brotes han germinado y si las granadas están en flor.

Allí yo te daré mi amor.

¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!

Y ella le decía por último, como si hubiera podido leer en su interior, sus meditaciones sobre el sexo y la muerte:

Ponme como un sello sobre tu corazón,

como un sello sobre tu brazo,

porque fuerte es el amor, como la muerte.

De este modo Speranza, a partir de ese momento, tenía el don de la palabra. Ya no era el roce del viento de los árboles, ni el mugido de las olas inquietas, ni los chasquidos apacibles del fuego vigía que se reflejaba en los ojos de Tenn. La Biblia, plena de imágenes que identifican la tierra con una mujer o la esposa con un huerto, acompañaba a sus amores con el más venerable de los epitalamios. Robinsón aprendió pronto de memoria aquellos textos sagrados tan ardientes y, cuando atravesaba el bosque de los gomeros y los sándalos para dirigirse a la loma rosa, profería los versículos del esposo, y luego, callándose, oía cantar en él las respuestas de la esposa. Estaba entonces preparado para arrojarse sobre un surco de arena y, poniendo a Speranza como un sello sobre su corazón, calmar en ella su angustia y su deseo.


Robinsón necesitó cerca de un año para llegar a darse cuenta de que sus amores provocaban un cambio de vegetación en la loma rosa. No había reparado en que primero desaparecieron las hierbas y las gramíneas por todas las zonas donde había propagado su simiente de carne. Pero su atención fue alertada por la proliferación de una planta nueva que no había visto en ninguna parte de la isla. Eran grandes hojas denticuladas que crecían en manojos a ras del suelo sobre un tallo muy corto. Daban hermosas flores blancas de pétalos lanceolados, con un olor parecido al de una planta acuática y con tostadas bayas voluminosas que sobresalían ampliamente de su cáliz.

Robinsón las examinó con curiosidad; luego no pensó ya más en ellas hasta el día en que creyó tener la prueba indiscutible de que aparecerían regularmente tras pocas semanas en el preciso lugar en que se había vertido. Desde ese momento su cabeza no dejó de dar vueltas a aquel misterio. Enterró su simiente cerca de la gruta. En vano. Aparentemente sólo la loma podía producir aquella variedad vegetal. La rareza de aquellas plantas le impedía recogerlas, disecarlas, probarlas, como habría hecho en otras circunstancias. Se había decidido al fin a buscar alguna alternativa para salir de aquella preocupación sin salida, cuando un versículo del Cantar de los Cantares, que había repetido mil veces sin darle importancia, le trajo una repentina iluminación: «¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!», prometía la joven esposa. ¿Era posible que Speranza cumpliera aquella promesa bíblica? Había oído contar maravillas de aquella solanácea que crece al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados han propagado sus últimas gotas de licor seminal, y que son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra. Aquel día se precipitó hacia la loma rosa y, arrodillado ante una de aquellas plantas, arrancó su raíz muy lentamente, cavando alrededor con sus dos manos. Era eso: sus amores con Speranza no habían sido estériles: la raíz carnosa y blanca, curiosamente bifurcada, parecía sin discusión el cuerpo de una niñita. Temblaba de emoción y de ternura al volver a colocar a la mandrágora en su agujero y al volver a colocar la arena en torno a su tallo, como se arropa a un niño en su cuna. Después se alejó de puntillas, procurando no aplastar alguna otra.

Desde ese momento sentía que estaba unido a Speranza con un vínculo más fuerte y más estrecho, bendecido por la Biblia. Había humanizado a la que ahora podría llamar su esposa de una forma incomparablemente más profunda que lo había hecho antes con todas sus empresas de administrador. Desde luego, dudaba de si al mismo tiempo aquella unión más estrecha no suponía, en cambio, para él mismo un paso más en el abandono de su propia humanidad, pero sólo pudo comprobarlo la mañana en que, al despertarse, constató que su barba, creciendo en el transcurso de la noche, había comenzado a fijar sus raíces en la tierra.

Загрузка...