Capítulo XI

Viernes recogía flores de mirto para hacer con ellas agua de ángeles, cuando percibió un punto blanco en el horizonte por la zona de levante. Inmediatamente saltó de rama en rama hasta llegar al suelo y corrió sin detenerse para prevenir a Robinsón, que en ese momento terminaba de afeitarse la barba. Si a Robinsón le emocionó la noticia, no dejó que se trasluciera.

– Vamos a tener visita -dijo sencillamente-, razón de más para que termine mi aseo.

Viernes, excitadísimo, subió a la cima del picacho rocoso. Llevaba consigo el catalejo y con él apuntó hacia el navío, que ahora era claramente visible. Se trataba de una goleta provista de gavia, con arboladura alta y esbelta. Repleta de velas, debía alcanzar unos doce o trece nudos impulsada por una fuerte brisa del sudeste que la lanzaba directamente hacia la costa pantanosa de Speranza. Viernes se apresuró a comunicar todas aquellas precisiones a Robinsón, que ponía en orden su cabellera revuelta con un gran peine de concha. Después regresó a su observatorio. El capitán debía haberse dado cuenta de que la costa no era abordable por ese lado de la isla, porque cambiaba el rumbo. La botavara barrió el puente y el buque reemprendió la marcha amurado a estribor. Después capeó y avanzó sólo con las velas pequeñas paralelo a la costa.

Viernes fue a avisar a Robinsón de que el visitante doblaba las dunas de levante y que probablemente iba a anclar en la Bahía de la Salvación. Lo más importante era reconocer su nacionalidad. Robinsón se adentró con Viernes hasta la última fila de árboles que lindaba ya con la playa y dirigió el catalejo hacia el buque que viraba de bordo y se detenía, cara al viento, a dos cables de la orilla. Algunos segundos después podía oírse el claro tintineo de la cadena del ancla rechinando en el escobén.

Robinsón no conocía aquel tipo de barco, que debía ser de reciente construcción, pero identificó a sus compatriotas por la bandera de la Unión Jack izada en el palo de mesana. Entonces avanzó algunos pasos a través de la playa, como habría hecho un soberano que saliera a acoger a unos extranjeros de visita en su tierra. Allí, no muy lejos, una chalupa cargada de hombres lanzaba al aire sus serviolas y luego tocaba el agua, con una estela irisada. En seguida los remos golpearon las aguas.

Robinsón midió mentalmente el peso extraordinario que adquirían los pocos instantes que quedaban antes de que el hombre de la proa tanteara en las rocas con su botador. Como un moribundo antes de entregar su alma, podía ver en una sola visión panorámica toda su vida en la isla, el Evasión, la ciénaga, la organización frenética de Speranza, la gruta, la loma, la llegada de Viernes, la explosión y, sobre todo, aquella vasta playa del tiempo, virgen de cualquier medida, en la que se había producido su metamorfosis solar en una tranquila dicha.

En la chalupa se amontonaban unos barriles, destinados a renovar la provisión de agua dulce del navío, y en la parte de atrás podía verse -de pie, el sombrero de paja inclinado sobre una barba negra- un hombre con altas botas y armado, el capitán, sin duda. Iba a ser el primero de la comunidad humana que envolvería a Robinsón en la red de sus palabras y sus gestos, y le haría introducirse de nuevo en el gran sistema. Y todo el universo pacientemente elaborado y trenzado por el solitario iba a verse sometido a una considerable prueba desde el momento en que su mano tocara a la del plenipotenciario de la humanidad.

Hubo un roce y la roda de la embarcación se levantó antes de quedarse quieta. Los hombres saltaron entre las revueltas olas y comenzaron a situar la chalupa fuera del alcance de la marea alta. La barba negra tendió la mano a Robinsón.

– William Hunter de Blackpool, capitán de la goleta el Whitebird.

– ¿A qué día estamos? -le preguntó Robinsón.

El capitán, sorprendido por la pregunta, se volvió hacia el hombre que le seguía y que debía ser su segundo.

– ¿A qué día estamos, Joseph?

– Miércoles, 19 de diciembre de 1787, sir -respondió.

– A miércoles, 19 de diciembre de 1787 -repitió el capitán dirigiéndose a Robinsón.

El cerebro de Robinsón trabajó a toda velocidad. El naufragio del Virginia había tenido lugar el 30 de septiembre de 1759. Hacía exactamente veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Fuera cual fuera el número de acontecimientos ocurridos desde entonces y la profundidad de la evolución sufrida, aquella duración le resultaba fantástica a Robinsón. Sin embargo, no se atrevió a preguntar al segundo que le confirmase aquella fecha que pertenecía a un futuro lejano todavía. Decidió incluso ocultar a los recién llegados la fecha del naufragio del Virginia, por una especie de pudor, por temor a pasar ante sus ojos o por un impostor o por un fenómeno.

– Fui arrojado a estas costas cuando viajaba a bordo de la galeota Virginia, gobernada por Pieter Van Deyssel, de Flessingue. Fui el único salvado de aquel naufragio. El suceso, desdichadamente, fue un choque que borró más de un recuerdo en mi espíritu y, concretamente, nunca más he podido recuperar la fecha del siniestro.

– No he oído hablar de ese buque en ninguna parte y menos aún de su desaparición -observó Hunter-, pero también es verdad que la guerra con las Américas ha trastocado todas las relaciones marítimas.

Robinsón no sabía de qué guerra se trataba, pero comprendió que debía guardar la mayor reserva si quería disimular su ignorancia sobre el transcurso de las cosas.

Mientras tanto, Viernes ayudaba a los hombres a descargar los barriles y se encaminaba con ellos hacia el manantial más cercano. Robinsón quedó sorprendido por la extrema facilidad con que había entrado en contacto con aquellos hombres desconocidos, mientras que él, por su parte, se sentía completamente alejado del capitán Hunter. Era verdad que si Viernes se afanaba junto a los marineros, se debía claramente a la esperanza de que le condujeran lo más pronto posible a bordo del Whitebird. Él mismo no podía ocultarse que se consumía de ganas por visitar aquel elegante velero, maravillosamente esbelto, esculpido para volar en la superficie de; los océanos… Pero entretanto, aquellos hombres y el universo que traían consigo le causaban un insoportable malestar, que se esforzaba por superar. No estaba muerto. Había vencido a la locura a lo largo de sus años de soledad. Había llegado a un equilibrio -o a una serie de equilibrios- en el cual Speranza y él mismo, Viernes y él, formaban una constelación viable e incluso supremamente feliz. Había sufrido, había atravesado crisis r mortales, pero ahora se sentía capaz, con Viernes junto a él, de desafiar al tiempo y -semejante a los meteoros que se lanzan a un espacio sin roces- proseguir su trayectoria infinitamente, sin conocer jamás un descenso de tensión, ni sentir desgana. Pero el contacto y la confrontación con otros hombres seguía siendo una prueba decisiva de donde podían derivarse nuevos progresos. ¿Quién sabe si, al regresar a Inglaterra, Robinsón llegaría no sólo a salvaguardar la dicha solar a la que había accedido, sino incluso a elevarse a una potencia superior en medio de la ciudad humana? Del mismo modo Zoroastro, tras haber forjado su alma durante mucho tiempo en la soledad del desierto, se había sumergido de nuevo en el impuro hormigueo de los hombres para dispensarles su sabiduría.

Mientras tanto, el diálogo con Hunter discurría con dificultad y en todo momento parecía que iba a perderse en un silencio agobiante. Robinsón había comenzado a enseñarle los recursos de Speranza -tanto en caza como en alimentos frescos- adecuados para prevenir el escorbuto, como, por ejemplo, el berro y la verdolaga. Ya los hombres trepaban por los troncos escamados para hacer caer de un sablazo los cogollos de palmito y se podía oír la risa de los que perseguían las cabras a la carrera. Robinsón pensaba, no sin orgullo, en los sufrimientos que habría padecido, en la época en que mantenía la isla como una ciudad-jardín, si la hubiera visto entregada a aquella banda zafia y codiciosa. Porque si el espectáculo de aquellos brutos desenfrenados acaparaba su atención, no era porque le preocuparan los árboles estúpidamente mutilados o los animales masacrados sin ton ni son, sino por el comportamiento de aquellos hombres, sus semejantes, a la vez tan familiar y tan extraño. En el lugar en donde antaño se alzaba la Tesorería general de Speranza, crecidas hierbas se doblaban por el peso del viento con un murmullo sedoso. Un marinero descubrió allí, una tras otra, dos piezas de oro. Alborotó en seguida a sus compañeros con grandes exclamaciones y, tras salvajes discusiones, decidieron incendiar toda la pradera para facilitar la búsqueda. A Robinsón apenas le rozó la idea de que aquel oro era, en definitiva, suyo y que los animales iban a verse privados del único pasto de la isla que ni siquiera se volvía pantanoso durante la estación de las lluvias. Las peleas que provocaba cada nuevo encuentro le fascinaban y escuchaba distraído las disquisiciones del capitán, que le contaba cómo él había abordado un buque que transportaba tropas francesas, enviado como ayuda a los insurgentes americanos. Por su parte, el segundo se esforzaba por iniciarle en mecanismo tan fructuoso como la trata de esclavos africanos, cambiados por algodón, azúcar, café o índigo, mercancías que constituían una carga ideal para el viaje de vuelta y que podían colocarse con bastante ganancia en los puertos europeos. Ninguno de aquellos dos hombres, absorbidos por sus preocupaciones particulares, se preocupaba de interrogarle por las peripecias que había pasado cuando su naufragio. Ni siquiera la presencia de Viernes les planteaba ningún problema. Y Robinsón sabía que él había sido semejante a ellos, que se había movido por los mismos resortes -la avaricia, el orgullo, la violencia- y que era todavía de los suyos, por lo menos en una parte de su ser. Pero al mismo tiempo los contemplaba con el desprendimiento de un entomólogo, inclinado sobre una comunidad de insectos, de abejas o de hormigas, o una de esas sospechosas agrupaciones de ciempiés que uno sorprende al levantar una piedra.

Cada uno de aquellos hombres era un mundo posible, bastante coherente, con sus valores, sus focos de atracción y de repulsión, su centro de gravedad. Por diferentes que fueran los unos de los otros, en aquel momento aquellos posibles tenían en común una imagen insignificante de Speranza -¡hasta qué punto somera y artificial!- y en torno a ella se organizaban y en un rincón de la misma había un naufrago llamado Robinsón y su criado mestizo. Pero, por muy central que fuera aquella imagen, en cada uno de ellos se hallaba marcada por el signo de lo provisional, lo efímero, condenada a caer poco después en esa nada de donde la había sacado la accidental llegada del Whitebird. En cada uno de aquellos mundos posibles proclamaban ingenuamente su realidad. Eso era el prójimo: un posible que se empeña en pasar por real. Y aunque fuera cruel, egoísta, inmoral, negarse a esa exigencia -que era, por otra parte, lo que toda su educación había inculcado a Robinsón-, el hecho era que él lo había olvidado durante sus años de soledad y se preguntaba en ese momento si volvería alguna vez a recuperar el hábito perdido. Pero además mezclaba la aspiración al ser de aquellos mundos posibles y la imagen de una Speranza destinada a desaparecer, imagen que cada uno de ellos llevaba consigo y le parecía que, al otorgar a aquellos hombres la dignidad que reivindicaban, condenaba con el mismo gesto a Speranza al aniquilamiento.

La chalupa había regresado ya una vez hasta el Whitebird para depositar allí todo un cargamento de frutos, legumbres y caza en el cual se debatían también las cabras atadas, y los hombres esperaban las órdenes del capitán antes de efectuar un segundo viaje.

– Me hará vos el honor de compartir nuestra mesa -le dijo a Robinsón, y sin esperar su respuesta, ordenó que embarcaran el agua dulce y que regresaran inmediatamente para conducirle a bordo con su invitado. Luego, saliendo de la reserva que mantenía desde la llegada a la isla, habló, no sin amargura, de la vida que llevaba desde hacía cuatro años.

Joven oficial de la Royal Navy, se había visto arrojado en plena Guerra de la Independencia con toda la fogosidad de sus pocos años. Formaba parte de la tripulación de la flota del almirante Howe y se había distinguido cuando la batalla de Brooklyn y en la toma de Nueva York. Nada le había preparado para los reveses que había sufrido después de esta triunfal campaña.

– Se educa a los jóvenes oficiales en la certeza de que han de obtener embriagadoras victorias inmediatamente -dijo-. Sería más prudente inculcarles la convicción de que serán vencidos al principio y habría que enseñarles el arte infinitamente difícil de volver a levantarse para reemprender la lucha con un ardor renovado. Batirse en retirada, reagrupar a los fugitivos, reparar en altamar los desperfectos de un navío desmantelado casi totalmente por la artillería enemiga y regresar al combate. ¡He ahí lo más difícil y lo que se considera que sería vergonzoso enseñar a nuestros oficiales! Sin embargo, la historia nos enseña frecuentemente que las mayores victorias suelen provenir de derrotas superadas y cualquier palafrenero sabe perfectamente que el caballo que conduce la carrera se hace cubrir la cabeza en el establo.

Las derrotas de la Dominica y de Santa Lucía y luego la pérdida de Tobago sorprendieron a Hunter y le inspiraron un definitivo odio hacia los franceses. Las capitulaciones de Saratoga, luego la de Yorktown, que preparaban el cobarde abandono por parte de la metrópoli del más hermoso florón de la Corona de Inglaterra, quebraron la violenta pasión por el honor que hasta aquel momento había sido el resorte de su vida. Poco después del Tratado de Versalles, que consumaba la vergonzosa dimisión de Inglaterra, había devuelto su uniforme del Cuerpo de Oficiales Reales y se había orientado hacia la marina mercante.

Pero era demasiado marino exclusivamente como para acomodarse a las servidumbres de aquel oficio que él había creído oficio de hombre libre. Disimular ante los armadores el desprecio que experimentaba ante aquellos hombres de tierra ávidos y cobardes, disputar sobre el precio del flete, firmar conocimientos, hacer facturas, soportar los registros aduaneros, poner toda su vida en sacas, fardos, barricas, era demasiado para él. A ello se añadía que había jurado no volver a pisar suelo inglés y que confundía en el mismo odio a Estados Unidos y a Francia. Se hallaba al límite de sus fuerzas cuando tuvo la oportunidad -la única que la suerte le había deparado, subrayaba- de conseguir que le fuera confiado el mando de Whitebird, que por sus reducidas dimensiones y por su magnífico velamen estaba predestinado a fletes de pequeño volumen -té, especias, metales raros, piedras preciosas u opio-, cuyo comercio implicaba además riesgos y misterios que estimulaban a su carácter aventurero y novelesco. Indudablemente, la trata o la piratería hubieran sido aún más adecuadas para su situación, pero su educación militar le había legado una repulsión instintiva hacia esas actividades contrarias a la ley.


Cuando Robinsón saltó sobre el puente del Whitebird fue acogido por un Viernes radiante, que había sido transportado por la chalupa en su anterior viaje. El araucano había sido adoptado por la tripulación y aparentemente conocía ya al barco como si hubiera nacido en él. Robinsón había tenido ocasión de observar que los primitivos no admiran más que aquellos objetos de la industria humana que se hallan, por así decir, a su nivel: el cuchillo, el vestido, y a decir verdad, la piragua. Pero a partir de ese nivel, dejan de admirar porque consideran, sin duda, a un palacio o a un bajel como productos de la naturaleza, ni más sorprendentes ni menos que una gruta o un iceberg. Pero con Viernes sucedía de otra forma, y Robinsón atribuyó a su propia influencia la inmediata comprensión que manifestó a bordo. Luego le vio trepar por los obenques, subir a la gavia y desde allí caminar por la verga, columpiándose a cincuenta pies de las olas con una enorme risa de felicidad. Pensó entonces en los atributos aéreos de los que Viernes se había ido rodeando sucesivamente -la flecha, el carnero-volador, el arpa eolia- y comprendió que un gran velero, esbelto y tan audazmente enjarciado como aquél, era la culminación triunfal: algo así como la apoteosis de aquella conquista del éter. Aquello le produjo un poco de tristeza, y más aún desde el momento en que sentía aumentar dentro de sí el sentimiento de oposición hacia aquel universo al que le arrastraban, eso le parecía, contra su voluntad.

Su malestar creció cuando distinguió, atada al pie del mástil de mesana, una diminuta forma humana, medio desnuda y acurrucada sobre sí misma. Era un niño que podría tener unos doce años, de una delgadez de gato desollado. No se podía ver su rostro, pero sus cabellos formaban una opulenta masa rojiza que hacía que todavía parecieran más enclenques sus delgados hombros, sus omoplatos que sobresalían como alas de angelote, su espalda que estaba cubierta de pecas y estriada por marcas sangrientas. Robinsón había disminuido el paso al verle.

– Es Jaan, nuestro grumete -le dijo el capitán. Luego se volvió hacia el segundo-. ¿Qué ha hecho ahora?

Un rostro de borracho tocado con un gorro de cocinero emergió de repente de la escotilla de la cocina, como un diablo que sale de una caja.

– ¡No puedo hacer nada con él! Esta mañana me ha destrozado un pastel de pollo, porque por distracción lo ha salado tres veces. Ha tenido sus doce latigazos. Tendrá más si no se enmienda.

Y la cabeza desapareció tan deprisa como había aparecido.

– Desátele -dijo el capitán al segundo-. Le necesitamos en el comedor.

Robinsón almorzó con el comandante y el segundo. No oyó hablar más de Viernes, que debía reparar fuerzas con la tripulación. No tuvo necesidad de esforzarse para alimentar la conversación. Sus anfitriones parecían haber admitido de una vez para todas que él tenía todo que aprender de ellos y nada que revelar sobre sí mismo y sobre Viernes, y él se amoldaba perfectamente a esta convención que le permitía observar y meditar a gusto. Por otra parte, era verdad que él, en cierto sentido, tenía todo por aprender, o más bien que tenía todo por asimilar, todo por digerir, pero lo que escuchaba era tan pesado e indigesto como las conservas y las carnes en salsa que desfilaban por su plato y se podía temer que un reflejo de rechazo le hiciera vomitar de golpe y de una sola vez el mundo y las costumbres que iba descubriendo poco a poco.

Pero lo que más le chocaba no era ya tanto la brutalidad, el odio y la rapacidad de aquellos hombres civilizados y altamente honorables de la que hacían gala con una ingenua tranquilidad. Quedaba la posibilidad de imaginar -y sin duda sería posible encontrar- a otros hombres en vez de aquéllos que fueran, en cambio, dulces, benévolos y generosos. Pero el mal, para Robinsón, era más profundo. Lo denunciaba ante sí mismo en la irremediable relatividad de los fines que les veía perseguir febrilmente. Porque lo que todos tenían como meta era tal adquisición, tal riqueza, tal satisfacción, pero ¿por qué precisamente esa adquisición, esa riqueza, esa satisfacción? Ninguno, desde luego, habría sabido decirlo. Y Robinsón imaginaba todo el rato el diálogo que terminaría por enfrentarle con uno de aquellos hombres, con el capitán, por ejemplo. «¿Por qué vives tú?», le preguntaría. Hunter, evidentemente, no sabría qué responder y su único recurso sería entonces pasarle la pregunta al Solitario. Entonces Robinsón le mostraría la tierra de Speranza con su mano izquierda mientras que su mano derecha se alzaría hacia el sol. Tras un momento de estupor, el capitán rompería forzosamente a reír, porque ¿cómo concebir que el Astro Rey es algo distinto de una gigantesca hoguera, que hay en el espíritu y que tiene el poder de irradiar eternidad a los seres que saben abrirse a él?

Era el grumete Jaan quien servía la mesa, medio sumergido en un inmenso mandil blanco. Su diminuto rostro huesudo, salpicado de pecas, se adelgazaba todavía más bajo la masa de sus cabellos leonados y Robinsón buscaba inútilmente la mirada de sus ojos, tan claros, que se podría creer que el día se veía a través de su cabeza. Tampoco él prestaba atención al náufrago, absorbido por entero en su terror de cometer alguna infracción. Tras algunas frases rápidas en las que ponía una contenida vehemencia, el capitán se encerraba después en un silencio que parecía hostil o despectivo y Robinsón pensaba en un sitiado que, tras haber resistido sin reaccionar el acoso del enemigo, se decide por fin a efectuar una salida y corre inmediatamente a encerrarse de nuevo en su fortaleza, después de inflingirle graves pérdidas. Aquellos silencios eran llenados por el parloteo del segundo, Joseph, volcado completamente a la vida práctica y a los progresos técnicos de la navegación, y que experimentaba visiblemente con respecto a su superior una admiración reforzada por la más total incomprensión. Al terminar el almuerzo fue él quien condujo a Robinsón a la cabina de mandos, mientras el capitán se retiraba a su camarote. Quería hacerle los honores de un instrumento introducido recientemente en la navegación: el sextante, gracias al cual, por un sistema de doble reflexión, se podía medir la altura del sol por encima del horizonte con una exactitud incomparablemente mayor que la que se lograba con el tradicional quart de nonante. Robinsón siguió con interés la entusiasta demostración de Joseph y manejaba con satisfacción el hermoso objeto de cobre, de caoba y marfil que había sido extraído de su estuche, y admiraba la vivacidad de espíritu de aquel hombre, en otros momentos tan limitado. Se daba cuenta de que la inteligencia y la tontería pueden habitar en la misma cabeza sin influenciarse en absoluto, como el agua y el aceite se superponen sin mezclarse. Hablando de alidada, limbo, vernier o espejos, Joseph resplandecía de inteligencia. Sin embargo, era él mismo quien explicaba hacía sólo unos instantes, con marcados guiños de ojos dirigidos a Jaan, que el niño haría mal si se quejaba de ser enderezado a latigazos, cuando tenía por madre a una ramera de marineros.


El sol comenzaba a declinar. Era la hora en que Robinsón acostumbraba a exponerse a sus rayos para acumular su energía calurosa antes de que las sombras se extendieran y la brisa marina hiciera cuchichear entre sí a los eucaliptos de la playa. A una sugerencia de Joseph se tumbó sobre la toldilla, a la sombra del cataviento, y contempló durante largo rato la flecha del mástil de la gavia escribir signos invisibles en el cielo azul donde se había perdido una delgada y creciente luna de porcelana traslúcida. Girando un poco la cabeza, podía ver a Speranza, línea de arena dorada a ras de las olas, derroche de verdor y caos rocoso. Fue allí donde tomó conciencia de la decisión, que iba madurando inexorablemente dentro de él, de dejar que partiera de nuevo el Whitebird y quedarse en la isla con Viernes. Más aún que por todo lo que le separaba de los hombres de aquel navío, se veía empujado por su rechazo aterrado del torbellino de tiempo, degradante y mortal, que ellos segregaban a su alrededor y en el cual vivían. Diecinueve de diciembre de 1787. Veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Aquellos indiscutibles datos no dejaban de llenarle de estupor. De ese modo, si él no hubiera naufragado en las costas de Speranza, sería ya casi quincuagenario. Sus cabellos serían grises y sus articulaciones crujirían. Sus hijos serían más viejos de lo que era él cuando les dejó y quizá sería incluso abuelo. Pero nada de aquello se había producido. Speranza se erguía a dos cables de distancia de aquel navío, repleto de miasmas, como luminosa negación de toda aquella siniestra degradación. En realidad era más joven hoy que aquel joven piadoso y avaro que embarcó en el Virginia. Porque no era joven de juventud biológica, putrescible y sustentador como de una especie de impulso hacia la decrepitud. Su juventud era mineral, divina, solar. Cada mañana representaba para él un primer comienzo, el comienzo absoluto de la historia del mundo. Bajo el sol-dios, Speranza vibraba en un presente perpetuo, sin pasado ni porvenir. No iba a sustraerse a ese instante eterno, situado en equilibrio en el vértice de un paroxismo de perfección, para caer en un mundo de usura, de polvo y de ruinas.

Cuando comunicó su decisión de permanecer en la isla, solamente Joseph manifestó sorpresa. Hunter nada más mostró una helada sonrisa. Seguramente agradecía, en el fondo, no tener que embarcar a dos pasajeros suplementarios en un buque, al fin y al cabo modesto, y cuyas plazas estaban rigurosamente calculadas. Tuvo la cortesía de considerar todo lo que habla sido embarcado durante la jornada, como pruebas de la generosidad de Robinsón, dueño de la isla. Le ofreció a cambio la pequeña yola de reconocimiento estibada sobre la toldilla, que se sumaba a las dos chalupas de salvamento reglamentarias. Era una canoa ligera y de buen aspecto, ideal para uno o dos hombres en tiempo calmo o incluso regular y que vendría a sustituir con ventaja a la vieja piragua de Viernes. Fue en aquella embarcación en la que Robinsón y su compañero regresaron a la isla al caer el sol.

La alegría que experimentó Robinsón al volver a tomar posesión de aquella tierra que había creído perdida para siempre era acorde con los rojizos resplandores del crepúsculo. Era inmenso, desde luego, su desahogo, pero había algo fúnebre en la paz que le rodeaba. Más aún que herido, se sentía envejecido, como si la visita del Whitebird hubiera marcado el fin de una juventud muy prolongada y dichosa. Pero ¿qué importaba? Con las primeras luces del alba el navío inglés levaría el ancla y reemprendería su carrera errante, conducido por la fantasía de su tenebroso capitán. Las aguas de la Bahía de la Salvación se volverían a cerrar sobre la estela del único navío que se había acercado a Speranza en veintiocho años. Con medias palabras, Robinsón había dejado entender que no deseaba que la existencia y la posición de aquel islote fueran reveladas por la tripulación del Whitebird. Aquella promesa iba bien con el carácter del misterioso Hunter y probablemente iba a hacerla respetar. Así se cerraría para siempre aquel paréntesis que había introducido veinticuatro horas de tumulto y desunión en la eternidad serena de los Dióscuros.

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