El día 1.000 de su calendario, Robinsón se vistió con su traje de ceremonia y se encerró en su casa. Se colocó ante un pupitre que había ideado y fabricado para poder escribir de pie, en una actitud de respeto y de atención. Después, abriendo el mayor de los libros lavados que había encontrado en el Virginia, escribió:
CARTA DE LA ISLA DE SPERANZA
COMENZADA EL DÍA 1.000 DEL CALENDARIO LOCAL
ARTÍCULO PRIMERO.- En virtud de la inspiración del Espíritu Santo percibida y obedecida de acuerdo con las enseñanzas del Venerado Amigo George Fox, el súbdito de S. M. Jorge II, Robinsón Crusoe, nacido en York el 19 de diciembre de 1737, es nombrado Gobernador de la isla de Speranza, situada en el océano Pacífico, entre las islas Juan Fernández y la costa occidental de Chile. En calidad de lo cual tiene todo el poder para legislar y ejecutar sobre el conjunto del territorio insular y sobre sus aguas territoriales en el sentido y según las vías que le dicte la Luz interior.
ARTÍCULO II.- Los habitantes de la isla siempre que piensen deben hacerlo en voz alta e inteligible.
Escolio. -Perder la facultad de la palabra por falta de uso es una de las más humillantes calamidades que me amenazan. Ya he notado, cuando trato de discurrir en alta voz, una cierta torpeza de la lengua, como tras un exceso de vino. Es importante que en lo sucesivo los discursos interiores, que mantenemos todo el tiempo que permanecemos conscientes, lleguen hasta mis labios para modelarlos sin cesar. Por otra parte, es su tendencia natural, y hay que tener una vigilancia particular de la atención para contenerlo antes de que se exprese, como lo demuestra el ejemplo de los niños y de los viejos, que hablan solos por falta de control.
ARTÍCULO III.- Está prohibido hacer sus necesidades naturales en cualquier parte que no sean los lugares previstos para este uso.
Escolio. -Es verdad que el lugar ocupado por esta disposición en el artículo III podrá sorprender. Pero es que el Gobernador legisla a medida que se hace notar tal necesidad o tal obra, y por el relajamiento que amenaza a los habitantes de la isla, es urgente imponerles una pequeña disciplina en una de las parcelas de su vida que más les aproxima a la irracionalidad.
ARTÍCULO IV.- El viernes es día de ayuno.
ARTÍCULO V.-El domingo es día de descanso. A las diecinueve horas del sábado debe cesar todo trabajo en la isla, y los habitantes deben vestirse sus mejores galas para ¡a cena. El domingo por la mañana a las diez, una meditación religiosa sobre un texto de las Sagradas Escrituras les reunirá en el templo.
ARTÍCULO VI.- Únicamente el Gobernador está autorizado a fumar. Pero incluso él no debe hacerlo más que una vez a la semana: el domingo después de comer en el mes que corre; en el siguiente mes lo hará sólo cada dos semanas; luego una sola vez al mes y después sólo podrá hacerlo un mes cada dos.
Escolio.-He descubierto desde hace muy poco tiempo el uso y el disfrute de la pipa de porcelana de Van Deyssel. Desgraciadamente la provisión de tabaco contenido en el barrilete durará poco. Es necesario, por tanto, prolongarlo tanto como sea posible y no contraer un hábito que al no poder ser satisfecho se convierta después en fuente de sufrimiento.
Robinsón se recogió durante un momento. Luego, tras cerrar el Libro de la Carta, abrió otro volumen y escribió en letras mayúsculas sobre la cubierta:
CÓDIGO PENAL DE LA ISLA DE SPERANZA
COMENZADO EL DÍA 1.000 DEL CALENDARIO LOCAL
Volvió la página, reflexionó durante largo rato y escribió al fin:
ARTÍCULO PRIMERO.- Las infracciones contra la Carta son sancionables con dos tipos de penas: días de ayuno, días de encierro.
Escolio.- Son las dos únicas penas aplicables actualmente; los castigos corporales y la pena de muerte implican un aumento de la población insular. La mazmorra está situada en la pradera a medio camino entre las estribaciones rocosas y los primeros pantanos. Está situada de tal forma que el sol irradia sobre ella sus dardos durante las seis horas más cálidas de la jornada.
ARTÍCULO II.- Toda permanencia en la ciénaga está prohibida. Los infractores serán castigados con dos días de permanencia en la mazmorra.
Escolio.-De este modo la mazmorra viene a ser la antítesis -y por tanto, en un cierto sentido, como el antídoto- de la ciénaga. Este artículo del Cogido penal ilustra sutilmente el principio de acuerdo con el cual un infractor debe ser castigado por donde ha pecado.
ARTÍCULO III.- Cualquiera que manche la isla con sus excrementos será castigado con un día de ayuno.
Escolio.-Nueva ilustración del principio de sutil correspondencia entre la falta y el castigo.
ARTÍCULO IV.-…
Robinsón se concedió un momento de meditación antes de determinar los castigos que corresponderían al ultraje público al pudor dentro del territorio insular o en sus aguas territoriales. Dio algunos pasos hacia la puerta y la abrió como para mostrarse ante sus súbditos. La cornisa rizada de la vegetación del gran bosque tropical se desplegaba hacia el mar que a lo lejos se confundía con el cielo. Como era rojo como un zorro, su madre le había condenado desde su más tierna infancia a los vestidos verdes y ella le había inculcado la desconfianza hacia el azul que no concordaba, decía, ni con la herrumbre de sus cabellos ni con el tinte de sus vestidos. Pero no había nada que pudiera entonar más armoniosamente que aquel mar de hojas contra el lienzo oceánico extendido hasta el cielo. El sol, el mar, el bosque, el azur, el mundo entero participaban de una tal inmovilidad que parecía que el curso del tiempo hubiera quedado suspendido sin el tic-tac húmedo de la clepsidra. «Si existe una circunstancia privilegiada -pensó Robinsón-, en la cual el Espíritu Santo debe manifestar su descenso en mí, legislador de Speranza, debe ser un día como éste, en un minuto como éste. Una lengua de fuego bailando sobre mi cabeza o una columna de humo ascendiendo derecha hacia el cénit ¿no debería atestiguar que yo soy el templo de Dios?»
Cuando pronunciaba estas palabras en voz alta -conforme al artículo II de la Carta-, vio elevarse tras la cortina del bosque un débil hilo de humo blanco que parecía partir de la Bahía de la Salvación. Creyendo que su plegaria había sido escuchada, cayó de rodillas murmurando una jaculatoria. Y en ese momento una duda empañó su espíritu. Se levantó y fue a descolgar del muro el mosquetón, un cebador, unas balas y el catalejo. Luego silbó a Tenn y se hundió en la espesura evitando el camino directo que había trazado desde la orilla a la gruta.
Eran unos cuarenta y formaban un círculo en torno a un fuego del que ascendía un torrente de humo pesado, espeso, lechoso, de una consistencia anormal. Tres largas piraguas de batanga descansaban sobre la arena. Eran embarcaciones de un tipo corriente en todo el Pacífico, de una notable resistencia a pesar de su estrechez y de la pequeñez de su calado. En cuanto a los hombres que rodeaban el fuego, Robinsón pudo reconocer con el catalejo que se trataba de indios costinos, de la temible tribu de los Araucanos, habitantes de una parte del Chile central y meridional que, tras haber mantenido en jaque a los invasores incas, habían inflingido sangrientas derrotas a los conquistadores españoles. Pequeños, deformes, aquellos hombres iban vestidos con un tosco mandil de cuero. Su rostro ancho, con los ojos extraordinariamente separados, resultaba todavía más extraño porque tenían la costumbre de depilarse las cejas y por la abundante cabellera negra, muaré, soberbiamente conservada que sacudían con orgullo en cualquier ocasión. Robinsón les conocía por sus frecuentes viajes a Temuco, su capital chilena. Sabía que si había estallado algún nuevo conflicto con los españoles, ningún hombre blanco merecería piedad ante sus ojos.
¿Habían realizado la enorme travesía desde las costas chilenas a Speranza? El tradicional valor de los pescadores costinos hacía que aquella hazaña fuera verosímil, pero era más probable que una u otra de las islas Juan Fernández hubiera sido colonizada por ellos -y era una suerte que Robinsón no hubiera caído entre sus manos, porque lo más seguro es que habría sido masacrado o, al menos, reducido a la esclavitud.
Gracias a relatos que había escuchado en Araucania, adivinaba el sentido de la ceremonia que se desarrollaba en aquel momento en la orilla. Una mujer descarnada y greñuda, que se tambaleaba en el centro del círculo formado por los hombres, se aproximaba al fuego y arrojaba a él un puñado de polvo y respiraba con avidez las cargadas volutas blancas que se elevaban inmediatamente. Después, como agitada por esa inhalación, se volvía hacia los indios inmóviles y parecía pasarles revista, paso a paso, con bruscas paradas ante uno u otro. A continuación volvía a la hoguera y la operación recomenzaba, hasta el punto de que Robinsón se preguntaba si la hechicera no iría a desmayarse asfixiada antes de que concluyera el rito. Pero no, el dramático desenlace se produjo de pronto. La silueta harapienta tendía los brazos hacia uno de los hombres. Su gran boca abierta debía proferir maldiciones que Robinsón no podía oír. El indio designado por la vidente como responsable de un mal cualquiera que la comunidad debía sufrir -epidemia o sequía- se arrojó de bruces al suelo sacudido por grandes convulsiones. Uno de los indios marchó hacia él. Su machete hizo volar en primer lugar el taparrabos del desdichado, luego se abatió sobre él con golpes regulares, cortando su cabeza y luego sus brazos y sus piernas. Al final los seis pedazos de la víctima fueron conducidos a las brasas, mientras que la hechicera en cuclillas, agazapada sobre la arena, rogaba, dormía, vomitaba u orinaba.
Los indios habían roto el círculo y se desinteresaban del fuego, cuya humareda era ahora negra. Rodearon sus embarcaciones y seis de ellos sacaron unos odres y se dirigieron hacia el bosque. Robinsón se batió en retirada precipitadamente sin perder de vista a aquellos hombres que invadían su dominio. Si llegaban a descubrir alguna huella de su estancia en la isla, las dos tripulaciones podrían lanzarse en su búsqueda y difícilmente lograría escapar. Pero por suerte, como el primer manantial se hallaba en la linde del bosque, los indios no tuvieron que adentrarse en la isla. Llenaron sus odres, que transportaban entre dos, y se dirigieron hacia las piraguas, donde sus compañeros habían ocupado ya sus sitios. La hechicera se hallaba postrada en una especie de trono situado en la parte trasera de una de las embarcaciones.
Cuando hubieron desaparecido tras los acantilados occidentales de la bahía, Robinsón se aproximó a la hoguera. Se podían distinguir todavía los restos calcinados de la víctima expiatoria. De este modo, pensó, estos hombres rudos aplican inconscientemente y con crueldad las palabras del Evangelio: Si tu ojo derecho es para ti ocasión de caída, arráncatelo y arrójalo lejos de ti, porque más te vale que uno solo de tus miembros perezca antes de que tu cuerpo entero sea arrojado a la gehena. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de caída, córtatela y arrójala lejos de ti… ¿Pero la caridad no estaba acaso de acuerdo con la economía para recomendar más bien que se cuidara el ojo gangrenado y se purificara el miembro de la comunidad que se había convertido en escándalo de todos?
Y de este modo, lleno de dudas, el Gobernador de Speranza regresó a su residencia.
ARTÍCULO VII.- La isla de Speranza es declarada plaza fuerte. Se halla bajo el mando del Gobernador, que toma el grado de general. El toque de queda es obligatorio una hora después de la puesta del sol.
ARTÍCULO VIII.- El ceremonial dominical se hace extensivo a los días laborables.
Escolio.- Cualquier aumento de presión por sucesos brutales debe compensarse con un reforzamiento de la etiqueta. No hacen falta comentarios.
Robinsón dejó descansar su pluma de buitre y miró en torno suyo. Por delante de su casa residencial y de los edificios del Pabellón de Pesos y Medidas, del Palacio de Justicia y del Templo, se alzaba ahora un recinto almenado edificado junto a un foso de doce pies de profundidad y diez de ancho que corría de un muro al otro de la gruta formando un amplio semicírculo. Los dos mosquetones y la pistola estaban colocados -cargados-en el borde de las tres almenas centrales. En caso de ataque, Robinsón podría hacer creer a los asaltantes que él no era el único defensor de la plaza. El sable de abordaje y el hacha se encontraban también al alcance de la mano, pero era poco probable que se llegara alguna vez a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, porque las cercanías del muro se hallaban sembradas de trampas. Primero había una serie de embudos colocados al tresbolillo en cuyo fondo había clavada una estaca con la punta endurecida al fuego, y que estaban recubiertos con haces de hierbas colocadas sobre un débil enrejado de juncos. A continuación Robinsón había hundido en el suelo, a la salida -donde se formaba un claro- del camino que ascendía de la bahía -allí donde normalmente se reunirían los eventuales asaltantes para consultarse antes de seguir hacia adelante-, un tonel de pólvora que podía hacerse estallar a distancia gracias a un cabo de estopa. Por último, la pasarela que servía para franquear el foso era, desde luego, manejable desde el interior.
Todos estos trabajos de fortificación y el estado de alerta en que le mantenía el miedo ante un regreso de los araucanos producían en Robinsón una excitación tonificadora cuyos beneficios morales y físicos experimentaba. Una vez más podía comprobar que, contra los efectos destructores de la ausencia de otra persona, construir, organizar y legislar resultaban espléndidos remedios. Nunca se había sentido tan alejado del cenagal. Cada atardecer, antes del toque de queda, hacía una ronda acompañado de Tenn que parecía haber comprendido la naturaleza del peligro que les amenazaba. Luego se procedía al «cierre» del fuerte. Unos bloques de piedra habían sido arrastrados hasta unos emplazamientos debidamente calculados para que los eventuales asaltantes se vieran forzados a dirigirse hacia los embudos. El puente levadizo era retirado, se colocaban barricadas en todas las salidas y llegaba el momento del toque de queda. Luego Robinsón preparaba la cena, disponía la mesa de la residencia y se retiraba a la gruta. De allí volvía a salir algunos minutos más tarde lavado, perfumado, peinado, con la barba recortada y vestido con su traje de ceremonia. Por último, a la luz de un candelabro en el que llameaba un haz de ramitas empapadas de resina, cenaba despacio bajo la vigilancia respetuosa y afable de Tenn.
A este período de actividad militar intensa sucedió una breve temporada de lluvias diluvianas que le obligaron a penosos trabajos de consolidación y reparación de sus edificios. Luego llegó de nuevo la cosecha de los cereales. Fue tan abundante que se hizo necesario disponer una gruta secundaria como silo; la gruta arrancaba del interior mismo de la gruta principal, pero era tan estrecha y tenía un acceso tan incómodo que Robinsón había renunciado hasta aquel momento a utilizarla. Esta vez no se negó a la alegría de hacerse pan. Reservó una pequeña parte de su cosecha para ese uso y encendió por fin el horno que tenía preparado desde hacía tanto tiempo. Resultó ser una experiencia que de algún modo le trastocó, cuya importancia, desde luego, midió, pero todos sus aspectos no se hicieron evidentes hasta mucho después. Una vez más volvía a penetrar en el elemento a la vez material y espiritual de la comunidad humana perdida. Pero si esta primera elaboración del pan le hacía ascender, por su significación mística y universal, hasta las fuentes mismas de lo humano, comportaba también y al mismo tiempo, dada su ambigüedad, implicaciones completamente individuales -ocultas, íntimas, escondidas entre los secretos vergonzosos de su tierna infancia- y por eso mismo prometían desarrollos imprevistos en su mundo solitario.
Log-book.- Al amasar esta mañana por vez primera, he hecho renacer en mi interior imágenes relegadas por el tumulto de la vida, pero que mi aislamiento contribuye a exhumar. Yo debería tener unos diez años cuando mi padre me preguntó qué oficio deseaba ejercer de mayor. Sin dudarlo, le respondí: panadero. Mi padre me miró con gravedad y movió lentamente la cabeza con un aire de afectuosa aprobación. No cabía duda de que en su ánimo, aquel humilde oficio aparecía revestido de una especie de dignidad sagrada por todos los símbolos que se vinculan con el pan, alimento por excelencia del cuerpo, pero también del espíritu según la tradición cristiana -que él rechazaba desde luego por fidelidad a la enseñanza cuáquera, pero respetando en cualquier caso su venerable carácter.
Para mí se trataba de otra cosa muy distinta, pero me preocupaba poco en aquella época explicar la significación del prestigio que tenía ante mis ojos la panadería. Cada mañana, cuando iba a la escuela, pasaba delante de una especie de ventanuco del cual se desprendía un aroma cálido, maternal y como carnal, que me había chocado la primera vez y que me retenía después durante mucho tiempo aferrado a los barrotes que lo cerraban. Afuera, la melancolía húmeda del nuevo día, la calle fangosa, y al fondo la escuela hostil y los maestros brutales. En el interior de la caverna dorada que me absorbía, podía ver a un mozo -el torso desnudo y el rostro cubierto de blanca escarcha- amasar con sus manos la masa dorada. Siempre he preferido las materias a las formas. Palpar y olfatear son para mí modos de aprehensión más emocionantes y más penetrantes que ver y escuchar. Me parece que esta peculiaridad no habla a favor de la calidad de mi espíritu, pero lo confieso con toda humildad. Para mí el color no es más que una promesa de duración o de dulzura, la forma no es más que el anuncio de algo ligero o duro entre mis manos. Yo no concebía, por tanto, nada más suave ni más acogedor que aquel gran cuerpo sin cabeza, tibio y lascivo que se abandonaba en el fondo de la artesa a los abrazos de un hombre semidesnudo. Ahora lo sé: yo imaginaba extraños esponsales entre aquella moza y aquel mozarrón y yo soñaba incluso con una levadura de un género nuevo que daría al pan un sabor almizclado y algo así como un aroma de primavera.
De este modo, para Robinsón, eran paralelas la organización frenética de la isla con la libre y en un primer momento tímida eclosión de tendencias semiinconscientes. Y parecía, en efecto, que todo aquel aparato artificial y exterior -inestable, pero febrilmente perfeccionado sin cesar- no tenía más razón de ser que la de proteger la formación de un hombre nuevo que sólo sería viable mucho tiempo después. Pero esto todavía no podía reconocerlo Robinsón del todo y se desconsolaba ante las imperfecciones de su sistema. En efecto, la observancia de la Carta constitucional y del Cogido penal, la purgación mediante los castigos que él mismo se infligía, el respeto a un empleo riguroso del tiempo que apenas le dejaba respiro, el ceremonial que envolvía los actos más importantes de su vida, todo ese corsé de convenciones y prescripciones que se imponía para no caer, no impedía que sintiera con angustia la presencia salvaje e indómita de la naturaleza tropical y, en su interior, el trabajo de erosión de la soledad sobre su alma de hombre civilizado. Tenía como norma prohibirse a sí mismo determinados sentimientos, determinadas conclusiones instintivas, pero caía sin cesar en supersticiones o perplejidades que hacían tambalearse el edificio en el que se empeñaba en recluirse.
Por eso no podía evitar atribuir una significación fatídica a los gritos del cheucau. Este pájaro siempre disimulado en la espesura -invisible pero con frecuencia al alcance de la mano- hacía estallar en sus oídos dos gritos, uno de los cuales prometía sin duda alguna la dicha, mientras que el otro resonaba como anuncio desgarrador de una calamidad próxima. Robinsón había llegado a temer, como si fuera la propia muerte, aquel grito de desolación, pero no podía dejar de aventurarse entre los sombríos y húmedos matorrales que estos pájaros eligen con el corazón destrozado de antemano por su negro presagio.
Le sucedía también, cada vez con más frecuencia, que sospechaba que sus sentidos le engañaban y consideraba, por tanto, a tal o cual percepción como nula porque le planteaba un duda imposible de solventar. O rehacía incansablemente determinada experiencia, que le parecía insólita, sospechosa, contradictoria. Al aproximarse en piragua a la orilla sudoeste de la isla, por ejemplo, se vio sorprendido por el rumor ensordecedor de los pájaros y por un zumbido de insectos que llegaba hasta él transportado en oleadas sucesivas. Habiendo tomado tierra y adentrándose bajo los árboles, se encontró sumergió en un silencio que le llenó de un estupor inquieto. ¿Era que el rumor de la fauna no se escuchaba más que desde el exterior o a cierta distancia del bosque o era tal vez su presencia la que provocaba aquel silencio? Cogió su piragua, se alejó, volvió, atracó, recomenzó, nervioso, agotado, sin poder decidir.
Estaban también aquellas dunas de arena gruesa en el nordeste de donde parecía brotar, cuando él se aventuraba a aproximarse, una especie de mugido profundo, abisal y como telúrico que le dejaba helado por el horror, aunque no fuera más que por la imposibilidad de determinar de dónde provenía. Él, claro está, había oído hablar en Chile de una colina a la que llamaban El Bramador porque de la arena removida por los pasos de un caminante emana una especie de gruñido cavernoso.
¿Pero se acordaba realmente de esa anécdota o la había inventado inconscientemente con la única finalidad de calmar su angustia? No podría decirlo, y con una obstinación de maníaco caminaba a través de las dunas, con la boca bien abierta para escuchar mejor, según un dicho marinero.
Log-book.- Las tres de la mañana. Luminoso insomnio. Deambulo por las húmedas galerías de la gruta. De niño me habría desvanecido de horror al ver estas sombras, esas fugas de perspectivas abovedadas, esperando el ruido de una gota de agua que se aplasta sobre las losas. La soledad es un vino fuerte. Insoportable para el niño, embriaga con una alegría acida al hombre que ha sabido dominar, cuando se entrega a ella, los latidos de su traicionero corazón. ¿No será que Speranza viene a ser la culminación de un destino que se dibujaba desde mis primeros años? La soledad y yo nos encontramos ya entonces en mis largos paseos meditabundos a lo largo del Ouse y también cuando me encerraba cuidadosamente en la biblioteca de mi padre, con una provisión de velas para pasar allí la noche, o cuando en Londres me negaba a utilizar cartas de recomendación que me habrían introducido en casas de amigos de mi familia. Y yo entré en soledad, como se entra naturalmente en religión tras una infancia demasiado devota, la noche en que el Virginia concluyó su carrera entre los arrecifes de Speranza. Ella, la soledad, me esperaba desde el origen de los tiempos en estas orillas, con su acompañante obligado: el silencio…
Aquí me he convertido en algo así como un especialista del silencio; de los silencios, debería decir. Con todo mi ser tenso como una gran oreja, aprecio la cualidad particular del silencio que me anega. Hay silencios aéreos y perfumados como en las noches de junio en Inglaterra, otros tienen la consistencia glauca de la ciénaga y otros incluso son duros y sonoros como el ébano. Llego incluso a sondear la profundidad sepulcral del silencio nocturno de la gruta con una voluptuosidad ligeramente envuelta en náuseas que me inspira cierta inquietud. Durante el día no tengo para aferrarme a la vida ni una mujer, ni hijos, ni amigos, ni servidores, ni clientes que vengan a ser como anclas fijadas en tierra. ¿Por qué es necesario que en el corazón de la noche me permita para colmo avanzar tanto, tan profundamente en lo negro? Podría ocurrir perfectamente que cualquier día yo desapareciera sin rastro, como aspirado por la nada que yo mismo habría hecho nacer en torno mío.
Los silos de grano que se multiplicaban de año en año plantearon en seguida graves problemas de protección contra las ratas. Los roedores parecían proliferar en proporción exacta a los cereales almacenados y Robinsón no dejaba de admirar aquella adaptación de una especie animal a las riquezas del medio, frente a la especie humana que crece, por el contrario, a medida que los recursos de los que dispone son más pobres. Pero ya que trataba de no dejar de almacenar cosecha tras cosecha durante tanto tiempo como fuerzas tuviera, era preciso exterminar a los parásitos.
Unos hongos blancos con lunares rojos debían ser venenosos, porque varias cabras habían muerto tras haber mordisqueado algunos pedazos mezclados con la hierba. Robinsón hizo con ellos una pócima en la que empapó granos de trigo. Luego esparció sus granos envenenados en los caminos habituales de las ratas. Las ratas se atiborraron de ellos impunemente. Construyó entonces jaulas en las que caía el bicho mediante una trampa. ¡Pero habrían hecho falta millares!, y además, ¡qué asco experimentaba al sentirse traspasado por los ojillos inteligentes y llenos de odio de aquellas bestias ■ cuando sumergía su jaula en el río! La soledad le había hecho infinitamente vulnerable ante todo lo que pudiera semejarse a la manifestación de un sentimiento hostil hacia su persona, aunque proviniera de la más despreciable de las bestias. La armadura de indiferencia y de ignorancia recíprocas con que se protegen los hombres unos de otros en sus relaciones había desaparecido, como un callo se desvanece poco a poco en una mano que se hace ociosa.
Un día asistió al duelo furioso librado entre dos ratas. Ciegos y sordos a todo lo que les rodeaba, los dos bichos enlazados rodaban por el suelo con chillidos rabiosos. Al final se dieron muerte al tiempo y murieron sin aflojar su abrazo. Al comparar los dos cadáveres, Robinsón se dio cuenta de que pertenecían a dos variedades muy diferentes: el uno muy negro, rechoncho y pelado, se parecía en todo a las que él estaba acostumbrado a cazar en todos los navíos en que se había encontrado. El otro gris, más alargado y de pelo más tupido, especie de ratón de campo, solía verse en una parte de la pradera que había colonizado. No cabía duda de que esta segunda especie era indígena mientras que la primera, proveniente de los restos del Virginia, había crecido y se había multiplicado gracias a las cosechas de cereales. Ambas especies parecían tener sus recursos y sus dominios respectivos. Robinsón lo confirmó dejando una tarde en la pradera una rata negra que había capturado en la gruta. Durante largo rato las hierbas, agitándose, fueron las únicas en delatar una carrera invisible y numerosa. Luego la caza se circunscribió y la arena voló al pie de una duna. Cuando Robinsón llegó allí no quedaba de su antigua prisionera más que manojos de pelos negros y miembros desgarrados. Entonces esparció dos sacos de grano en la pradera tras haber sembrado un estrecho reguero desde la gruta hasta aquel lugar. Corría el riesgo de que aquel gravoso sacrificio resultara inútil. No lo fue. Desde el anochecer las negras acudieron en tropel para recuperar lo que quizá consideraban como bien propio. La batalla estalló. En varios acres de pradera una tempestad parecía levantar innumerables y minúsculos géiseres de arena. Las parejas de combatientes rodaban cual bolas vivas, mientras que un chillido innumerable ascendía del suelo, como de un patio de recreo infernal. Bajo la lívida luz de la luna, la llanura parecía hervir, exhalando llantos de niño.
El resultado del combate era previsible. Un animal que se bate en el territorio de su adversario siempre tiene desventaja. Aquel día perecieron las ratas negras.
Log-book.- Esta. noche, mi brazo derecho tendido fuera de mi cama se embotó, «muerto». Lo agarro entre el índice y el pulgar de mi mano izquierda y levanto esa cosa extraña, esa masa de carne enorme y pesada, ese miembro amazacotado y grueso de otro, soldado a mi cuerpo por error. Sueño con que así podré manipular mi cadáver completo, maravillarme ante su peso muerto, abismarme ante esta paradoja: una cosa que es yo. ¿Pero es realmente yo? Siento que se remueve en mí una vieja emoción que, de niño, me producía una vidriera de nuestra iglesia en donde estaba representado el martirio de San Dionisio: decapitado sobre las gradas de un templo, el cuerpo se inclina y agarra su propia cabeza entre sus dos manos enormes, la recoge… Pero lo que yo admiraba no era precisamente aquella prueba de prodigiosa vitalidad. En mi piedad infantil, aquella maravilla me parecía la cosa menos importante y además yo habla visto patos que volaban sin cabeza. No: el verdadero milagro era que San Dionisio, habiendo sido desposeído de su cabeza, iba a buscarla al arroyo a donde había rodado y la recogía con tanta atención, tanta ternura, tan afectuosa solicitud. ¡Ah, por ejemplo, si me hubieran decapitado a mí, no habría sido yo quien corriera tras esa cabeza con su pelo rojo y toda salpicada de pecas que me hacía tan desdichado! ¡Con qué pasión rechazaba yo aquella cabeza llameante, aquellos largos brazos delgados, aquellas piernas de cigüeña y aquel cuerpo blanco como de oca emplumada, cubierto aquí y allá de una pelusilla rosácea! Aquella antipatía vigorosa me ha preparado para una visión de mí mismo que se ha explayado del todo en Speranza. Desde hace algún tiempo, en efecto, me ejercito en esta operación, que consiste en arrancar uno tras otro todos mis atributos -digo bien todos- como si fueran las briznas sucesivas de una cebolla. Al hacer esto, construyo lejos de mí un individuo que tiene por nombre Robinsón, por apellido Crusoe, que mide seis pies, etc. Lo contemplo vivir y desenvolverse en la isla sin disfrutar ya de sus buenos momentos, ni sufrir sus desdichas. ¿Qué Yo? La pregunta no es ociosa. Ni tampoco insoluble. Porque si no es él, es, por tanto, Speranza- Hay un yo volandero que va a posarse tanto en el hombre como en la isla y que hace de mí alternativamente el uno o la otra.
Lo que yo acabo de escribir ¿no es lo que se llama «filosofía»? ¡Hasta qué punto será extraña la metamorfosis que estoy sufriendo que hace que yo, el más positivo de los hombres, no sólo llegue a plantearme tal tipo de problemas, sino que además pueda incluso llegar a resolverlos! Tendré que volver sobre esto.
Esa antipatía hacia su propio rostro y también una educación hostil ante cualquier complacencia le habían mantenido alejado durante mucho tiempo del espejo que había recogido en el Virginia y que había colgado en el muro exterior menos accesible de la residencia. La atención vigilante que ahora prestaba a su propia evolución le hizo acudir a él una mañana. Incluso lo arrancó de su sitio habitual para poder escrutar a placer el único rostro humano que le era dado ver.
Ningún cambio notable había alterado sus rasgos, y sin embargo apenas pudo reconocerse. Una sola palabra se presentó a su ánimo: desfigurado. «Estoy desfigurado», pronunció en voz alta, mientras que la desesperación le oprimía el corazón. Era vano que buscara en la bajeza de la boca, la opacidad de la mirada o la aridez de la frente -esos defectos que conocía desde siempre- la explicación del horror tenebroso de la máscara que le miraba fijamente a través de las manchas húmedas del espejo. Era a la vez más general y más profundo: una cierta dureza, algo como de muerte que él había observado, hacía ya tiempo, en el rostro de un prisionero liberado tras muchos años de prisión sin luz. Se hubiera dicho que un invierno de un implacable rigor había pasado sobre aquella cara familiar borrando todos sus matices, petrificando sus emociones, simplificando su expresión hasta la grosería. ¡Ah! Desde luego aquella barba recortada que le enmarcaba de oreja a oreja no tenía nada de la dulzura delicada y sedosa de un Nazareno… Era más bien al Antiguo Testamento, y a su justicia somera a lo que evocaba, lo mismo que aquella mirada demasiado franca asustaba por su violencia mosaica.
Narciso de un género nuevo, abismado en la tristeza, hastiado de sí, meditó durante largo rato en diálogo consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nuestra carne que se modela y remodela, se calienta y anima sin cesar por la presencia de nuestros semejantes. Un hombre que acaba de dejar a alguien con quien ha mantenido una conversación animada: su rostro guarda durante un tiempo un cierto remanente de vivacidad que se va apagando poco a poco y que sólo volverá a reanimarse con la llegada de otro interlocutor. «Un rostro apagado. Un grado de extinción que sin duda antes no fue alcanzado nunca en la especie humana.» Robinsón había pronunciado estas palabras en voz alta. Pero su rostro, al proferir aquellas palabras como piedras, no se había alterado más que un cuerno de niebla o un cuerno de caza. Se esforzó por convocar algún pensamiento alegre y trató de sonreír. Imposible. Realmente había algo helado en su rostro y habrían sido necesarios largos y alegres encuentros con los suyos para provocar un deshielo. Sólo la sonrisa de un amigo habría podido devolverle la sonrisa…
Se sustrajo a la horrible fascinación del espejo y miró en torno suyo. ¿No tenía todo lo que necesitaba en aquella isla? Podía apagar su sed, calmar su hambre, cuidar de su propia seguridad e incluso de su bienestar y la Biblia se hallaba allí para satisfacer sus exigencias espirituales. Pero ¿quién, por la simple virtud de una sonrisa, haría alguna vez que se fundiera aquel hierro que paralizaba su rostro? Sus ojos descendieron entonces hacia Tenn, que sentado en el suelo a su derecha levantaba su hocico hacia él. Tenn sonreía a su amo. Por un solo lado de su boca, su labio negro, finamente dentado, se elevaba y dejaba al descubierto una doble hilera de colmillos. Al mismo tiempo inclinaba con gracia la cabeza hacia un lado y se hubiera podido decir que guiñaba sus ojos color avellana en un gesto irónico. Robinsón cogió con sus dos manos la gran cabeza velluda y su mirada se nubló por la emoción. Un calor olvidado coloreaba sus mejillas y una emoción imperceptible hacía temblar las comisuras de sus labios. Era como en las orillas del Ouse, cuando el primer hálito de marzo hacía presentir los cercanos trastornos de la primavera. Tenn sostenía su mueca y Robinsón le miraba afectuosamente para recuperar la más dulce de las facultades humanas. A partir de ahí fue como un juego entre ellos. De pronto Robinsón interrumpía su trabajo, su caza, su caminata sobre los guijarros o a través del bosque -o bien alumbraba una antorcha en medio de la noche- y su rostro, que realmente no estaba más que muerto a medias, miraba a Tenn de una determinada manera. Y el perro le sonreía, la cabeza inclinada, y su sonrisa de perro se reflejaba día a día cada vez con más nitidez en el rostro humano de su dueño.
El alba era ya rosa, pero el gran concierto de los pájaros y los insectos no se había iniciado todavía. Ni un soplo de aire animaba a las palmeras que festoneaban el gran portón abierto de la Residencia. Robinsón abrió los ojos mucho después de lo acostumbrado. Se dio cuenta inmediatamente, pero su conciencia moral, que sin duda dormía aún, no se planteó ningún problema a causa de ello. Imaginó, como en un panorama, toda la jornada que le esperaba a la puerta. Primero tendría el aseo, luego la lectura de la Biblia ante el atril, a continuación el saludo a los colores y la «apertura» del fuerte. Haría descender la pasarela sobre el foso y despejaría las salidas obstruidas por las rocas. La mañana estaría dedicada al ganado. Las cabras marcadas B13, L24, G2 y Z17 debían ser llevadas al macho. Robinsón no dejaba de experimentar desagrado al imaginar la urgencia indecente con que aquellas diablesas corrían sobre sus patas hirsutas enredadas en sus grandes mamas hacia el redil de los machos. Luego las dejaría fornicar a su gusto durante toda la mañana. Además tendría que visitar también la conejera artificial que quería montar. Era un valle arenoso, sembrado de brezos y de retamas que había rodeado con una tapia de piedras y donde cultivaba nabos silvestres, alfalfa y un rincón de avena para mantener allí una colonia de jutías, especie de liebre dorada con las orejas cortas, de las que sólo había podido matar algunos raros ejemplares desde su llegada a Speranza. Todavía antes del almuerzo debería nivelar de nuevo sus tres viveros de agua dulce, afectados peligrosamente por la estación seca. A continuación comería deprisa y se vestiría luego con su gran uniforme de general, porque le esperaba una sobremesa muy cargada de obligaciones oficiales: puesta al día del censo de las tortugas de mar, presidencia de la comisión legislativa de la Carta y del Cogido penal y, por último, inauguración de un puente de lianas audazmente tendido sobre un barranco de cien pies de profundidad en pleno bosque tropical.
Robinsón se preguntaba abrumado, si además tendría tiempo para acabar la glorieta de helechos arborescentes que había comenzado a construir en la linde del bosque, bordeando la orilla de la bahía, y que sería tanto un excelente puesto de vigía para controlar el mar como un retiro de sombra verde de un frescor exquisito en las horas más cálidas de la jornada, cuando comprendió de pronto la causa de su tardío despertar: se había olvidado la víspera de recargar la clepsidra y se había parado. A decir verdad, el silencio insólito que reinaba en la pieza acababa de serle revelado por el ruido de la última gota al caer en el recipiente de cobre. Volviendo la cabeza, constató que la siguiente gota aparecía tímidamente en el extremo de la bombona vacía, se alargaba, adoptaba un perfil periforme, dudaba luego, como desanimada, recuperaba su forma esférica y volvía a ascender hacia su fuente renunciando a caer y esbozando incluso una inversión del curso del tiempo.
Robinsón se estiró voluptuosamente en su lecho. Era la primera vez desde hacía meses que el ritmo obsesivo de las gotas, estallando una a una en el balde, cesaba de dirigir sus menores gestos con un rigor de metrónomo. El tiempo quedaba suspendido. Robinsón estaba de vacaciones. Se sentó al borde de la cama. Tenn se acercó y colocó amorosamente su hocico sobre su rodilla. ¡De modo que la omnipotencia de Robinsón sobre la isla -hija de su absoluta soledad- llegaba hasta un dominio del tiempo! Saboreó con arrobo el hecho de que a partir de ese momento no dependería más que de su voluntad tapar la clepsidra y suspender así el vuelo de las horas…
Se levantó y se dirigió hacia la puerta. El desvanecimiento de felicidad que le embargó le hizo tambalearse y le obligó a apoyarse con el hombro en una de las jambas. Más tarde, al reflexionar sobre aquella especie de éxtasis que le había embargado y tratando de darle un nombre, lo llamó un momento de inocencia. Había creído en un primer impulso que la detención de la clepsidra no había hecho más que aflojar las redes de su empleo del tiempo y detener la urgencia de sus trabajos. Pero ahora se daba cuenta de que aquella pausa no era exclusivamente un acontecimiento suyo, sino de toda la isla. Se podría decir que las cosas al cesar de pronto de inclinarse unas hacia otras orientadas por su utilización -y su usura- habían regresado a su esencia; las cosas manifestaban todos sus atributos, existían por sí solas, ingenuamente, sin otra justificación que su propia perfección. Una gran dulzura caía del suelo, como si Dios en un repentino impulso de ternura se hubiera acordado de bendecir a todas las criaturas. Había algo de felicidad suspendida en el aire y, durante un breve instante de indecible alegría, Robinsón creyó descubrir otra isla tras aquella en la que pensaba solitariamente desde hacía ya tanto tiempo: otra isla más fresca, más cálida, más fraternal, enmascarada habitualmente por la mediocridad de sus ocupaciones.
Descubrimiento maravilloso: ¡era posible, por tanto, escapar a la implacable disciplina del empleo del tiempo y a las ceremonias sin por ello sucumbir a la ciénaga! Era posible cambiar sin decaer. Podía romper el equilibrio obtenido con tanto trabajo y superarse en vez de degenerar. Indiscutiblemente acababa de franquear un grado en la metamorfosis que minaba la parte más secreta de sí mismo. Pero no era más que un destello pasajero. La larva había presentido en aquel breve éxtasis que algún día llegaría a volar. Visión embriagadora, pero pasajera.
A partir de ese momento recurrió con frecuencia a detener la clepsidra para entregarse a experiencias que tal vez un día harían que un nuevo Robinsón se desprendiera de la crisálida en la que todavía permanecía dormido. Pero su hora todavía no había llegado. La otra isla no emergió más de la neblina roja del alba, como en aquella memorable mañana. Con paciencia recogió su antiguo fardo y retomó el juego donde lo había dejado, olvidándose en la cadena de pequeñas tareas y en la etiqueta de que él había podido aspirar a otra cosa.
Log-book.- Apenas puedo considerarme versado en filosofía, pero las largas meditaciones a que a la fuerza me veo reducido, y sobre todo esa especie de desencadenamiento de algunos de mis mecanismos mentales, al hallarme privado de toda sociedad, me llevan a algunas conclusiones que rozan el antiguo problema del conocimiento. Me parece, en una palabra, que la presencia del otro -y su inadvertida introducción en todas las teorías- es causa grave de confusión y de oscuridad en la relación entre el que conoce y lo conocido. No se trata de que el otro no tenga un eminente papel que desempeñar en esta relación, sino que haría falta que su intervención se diera a su debido tiempo y a plena luz y no de forma intempestiva y como al tuntún.
En una pieza oscura, una vela, que es movida de un lado a otro, ilumina determinados objetos y deja otros en la noche. Emergen de las tinieblas iluminados por un momento y luego se funden de nuevo con la oscuridad. Pero el que sean iluminados o no nada cambia ni de su naturaleza ni de su existencia. Tal y como eran antes de que pasase sobre ellos el haz luminoso, tales seguirán siendo durante y después de ese paso.
Tal es, más o menos, la imagen que nos hacemos del acto del conocimiento: la vela representa al sujeto que conoce y los objetos iluminados a todo lo conocido. Pero he aquí lo que me ha enseñado mi soledad: este esquema no corresponde más que al conocimiento de las cosas por otros, es decir, corresponde a un sector limitado y particular del problema del conocimiento. Un extraño, introducido en mi habitación, descubriendo determinados objetos, observándolos y luego desinteresándose de ellos para interesarse por otra cosa, esto es precisamente lo que revela el mito de la vela paseada en una pieza oscura. El problema general del conocimiento debe ser planteado en un estadio anterior y mucho más fundamental, porque para que se pueda hablar de un extraño que se introduce en mi casa y hurga entre las cosas que en ella se encuentran, es preciso que yo esté ya allí, abarcando mi habitación con la mirada y observando los manejos del intruso.
Hay, por tanto, dos problemas del conocimiento, o más bien dos conocimientos, que hay que diferenciar con nitidez y que yo probablemente habría continuado confundiendo sin duda si no fuera por este extraordinario destino que me confiere un punto de vista absolutamente nuevo sobre las cosas: el conocimiento por otro y el conocimiento por mi mismo. Mezclar los dos con el pretexto de que otro es otro yo no conduce a ninguna parte. Pero esto es lo que se hace cuando uno se figura al sujeto cognoscente como un individuo cualquiera que entra en una pieza y ve, toca, siente, en una palabra: conoce los objetos que en ella se encuentran. Porque ese individuo es otro, pero esos objetos, es yo -observador de toda la escena- quien les conoce. Para plantear correctamente el problema hay que describir la situación no con otro que penetra en la pieza, sino conmigo mismo hablando y viendo. Es lo que voy a intentar.
Cuando uno se esfuerza por describir al yo sin asimilarle al otro se impone una primera constatación y es que el yo no existe más que de forma intermitente y en último término bastante rara. Su presencia corresponde a un modo de conocimiento secundario y como reflexivo. ¿Qué ocurre, en efecto, de forma primaria e inmediata? Pues bien: los objetos están allí, brillando al sol u ocultos en la sombra, rugosos o suaves, pesados o ligeros; son conocidos, gustados, pesados e incluso cocidos, limados, plegados, etc., sin que el yo que conoce, gusta, pesa, cuece, etc., exista de forma alguna si el acto de reflexión que me hace surgir no se ha realizado -y raramente se realiza-. En el estadio primero del conocimiento la conciencia que yo tengo de un objeto es este mismo objeto; el objeto es conocido, sentido, etc., sin nadie que conozca, sienta, etc. No es necesario hablar aquí de una vela que proyecta un haz luminoso sobre las cosas. Conviene sustituir esta imagen por otra: la de objetos fosforescentes por sí mismos, sin nada exterior que les ilumine.
Hay en ese estado ingenuo, primario y como impulsivo, que es nuestro modo de existencia ordinaria, una hermosa soledad de lo conocido, una virginidad de las cosas que todas la poseen en sí mismas -como otros tantos atributos de su íntima esencia-, color, olor, sabor y forma. Entonces Robinsón es Speranza. No tiene conciencia de sí mismo más que a través de las hojas de los mirtos donde el sol clava un puñado de flechas, no se conoce más que en la espuma de la ola que se desliza sobre la rubia arena.
Y de repente se produce un detonador. El sujeto se separa del objeto despojándole de una parte de su color y de su peso. Algo se ha tambaleado en el mundo y todo un lado de las cosas se desmorona, al devenir jo. Cada objeto es descalificado en provecho de un sujeto correspondiente. La luz se convierte en ojo y ya no existe como tal: no es más que la excitación de la retina. El olor se convierte en nariz -y el mundo, a su vez, se hace inodoro. La música del viento en los mangles es negada: no era más que una conmoción del tímpano. Al final el mundo entero se reabsorbe en mi alma que es la misma alma de Speranza, sustraída a la isla, que muere entonces bajo mi mirada escéptica.
Se ha producido una convulsión. Un objeto ha sido bruscamente degradado a sujeto. Y es sin duda porque lo merecía, ya que todo este mecanismo tiene un sentido. Nudo de contradicciones, foco de discordia, ha sido eliminado del cuerpo de la isla, expulsado, rechazado. La detonación corresponde a un proceso de racionalización del mundo. El mundo busca su propia racionalidad y al hacerlo evacúa ese desecho: el sujeto.
Un día un galeón español singlaba hacia Speranza. ¿Hay algo más verosímil? Y, sin embargo, hace ya más de un siglo que los últimos galeones desaparecieron de la superficie de los océanos. Pero allí se celebraba una fiesta a bordo. Pero el navío, en vez de recalar y arriar una chalupa, recorrió la orilla como si se encontrara a mil leguas. Pero una joven con vestidos anticuados me miraba desde el castillo de popa y aquella joven era mi hermana, muerta desde hacía lustros… Tantos despropósitos no eran viables. La detonación se produjo y el galeón fue rechazado de sus pretensiones a la existencia. Se convirtió en una alucinación de Robinsón. Quedó reabsorbido en ese sujeto: un Robinsón salvaje, víctima de una fiebre cerebral.
Un día yo caminaba por el bosque. A un centenar de pasos se erguía en medio del camino el tocón de un árbol. Un tronco extraño -se habría dicho que tenía pelo- y que vagamente mostraba la silueta de un animal. Y después el tronco se movió. Pero era absurdo, ¡un tronco no se mueve! Y después el tocón se transformó en macho cabrío. ¿Pero cómo un tocón de árbol puede transformarse en macho cabrío? Fue preciso que interviniera el que he llamado detonador. Intervino. El tocón desapareció definitivamente e incluso retroactivamente. Pero ¿y el tronco? Era sólo una ilusión óptica, la vista defectuosa de Robinsón.
El sujeto es un objeto descalificado. Mi ojo es el cadáver de la luz, del color. Mi nariz es todo lo que queda de los olores cuando su irrealidad ha sido demostrada. Mi mano refuta a la cosa que sostiene. A partir de ahí el problema del conocimiento nace de un anacronismo. Implica la simultaneidad del sujeto y del objeto, cuyas misteriosas relaciones quisiera establecer. Pero el sujeto y el objeto no pueden coexistir, ya que son la misma cosa, primero integrada en el mundo real, luego arrojada fuera de él. Robinsón es el excremento personal de Speranza.
Esta espinosa fórmula me colma de una sombría satisfacción. Y es porque me muestra la vía estrecha y escarpada de la salvación, o de una cierta salvación en cualquier caso: la de una isla fecunda y armoniosa, perfectamente cultivada y administrada, fuerte por el equilibrio de todos sus atributos, que sigue rectamente su senda, sin mí, porque es tan próxima a mí que, incluso como pura mirada, sería demasiado cosa mía y sería preciso que yo me redujera a esa fosforescencia íntima que hace que cada cosa pueda ser conocida sin nadie que conozca, consciente, sin que nadie tenga conciencia… ¡Oh equilibrio sutil y purísimo, tan frágil, tan valioso!
Pero estaba impaciente por dejar sus ensoñaciones y sus especulaciones y de pisar el suelo firme de Speranza. Cierto día creyó que había encontrado una vía de acceso concreta a la más secreta intimidad de la isla.