Capítulo primero

Una ola rompió en la orilla, corrió por la playa húmeda y lamió los pies de Robinsón, que yacía de bruces sobre la arena. Medio inconsciente todavía, se arrebujó y se arrastró algunos metros; luego rodó sobre sus espaldas. Gaviotas negras y blancas giraban gimiendo en el cielo cerúleo, donde sólo quedaba de la tempestad de la víspera una trama blancuzca que se deshilachaba hacia levante. Robinsón hizo un esfuerzo para sentarse y, al momento, experimentó un punzante dolor en el hombro izquierdo. La orilla se hallaba sembrada de peces reventados, de crustáceos rotos y de montones de algas pardas, de ésas que sólo existen a una cierta profundidad. Por el norte y el este el horizonte se abría libremente hacia alta mar, pero al oeste se hallaba interrumpido por un acantilado rocoso que se adentraba en el mar y parecía prolongarse en una cadena de arrecifes. En aquel lugar, a unos dos cables de distancia, era donde se alzaba, en medio de los rompientes, la silueta trágica y ridícula del Virginia, cuya desgracia era proclamada silenciosamente por sus mástiles mutilados y sus obenques flotando al viento.

En el momento en que se había levantado la tempestad, la galeota del capitán Van Deyssel debía encontrarse no al norte, como él había creído, sino al noroeste del archipiélago Juan Fernández. A partir de ese instante el navío, fugitivo bajo el viento, debía haber sido atrapado en los caladeros de la isla Más a Tierra, en lugar de avanzar a la deriva a través del vacío marino de ciento setenta millas que se extiende entre esta isla y la costa chilena. Tal era al menos la hipótesis menos desfavorable para Robinsón, ya que Más a Tierra, descrita por William Dampier, mantenía a una población de origen español -bastante dispersa, realmente- sobre sus noventa y cinco kilómetros cuadrados de bosques tropicales y praderas. Pero era también probable que el capitán no hubiera cometido ningún error de estimación y que el Virginia hubiera chocado contra un islote desconocido, situado en alguna parte entre Juan Fernández y el continente americano. Fuera como fuese, convenía ponerse a la búsqueda de posibles supervivientes del naufragio y de los habitantes de aquella tierra, por si estuviera habitada.

Robinsón se levantó y dio algunos pasos. No tenía nada roto, pero una enorme equimosis le destrozaba el hombro izquierdo. Como temía a los rayos del sol -muy elevado ya en el cielo-, se cubrió con un helecho (planta que abundaba en los límites entre la playa y el bosque), haciendo con él una especie de cucurucho. Después recogió una rama para utilizarla de bastón y se adentró en la maleza de espinos que cubría la ladera de promontorios volcánicos, desde cuya cima esperaba poder orientarse.

Poco a poco el bosque se iba espesando. A los espinos sucedieron los laureles aromáticos, los cedros rojos, los pinos. Los troncos de los árboles muertos y putrefactos formaban tal maraña que Robinsón tan pronto se arrastraba por túneles vegetales como se hallaba de repente caminando a varios metros del suelo, como si atravesara pasarelas naturales. El encabalgamiento de las lianas y las ramas le envolvía, como si fuera una gigantesca red. En el silencio aplastante del bosque, el ruido que él mismo hacía al avanzar estallaba con ecos pavorosos. Y no sólo no se percibía el menor rastro humano, sino que incluso hasta los mismos animales parecían ausentes de aquellas catedrales de verdor que se sucedían a su paso. Por eso, cuando distinguió a un centenar de pasos una silueta inmóvil que semejaba un cordero o un gran carnero, creyó también que se trataba de un tronco apenas algo más raro que los demás. Pero poco a poco el objeto se fue transformando en la verde penumbra en un macho cabrío salvaje con el pelo muy largo: la cabeza erguida, las orejas tensas hacia delante, le veía acercarse estático en una inmovilidad mineral. Robinsón tuvo un estremecimiento de miedo supersticioso al pensar que tendría que pasar junto a aquel animal insólito si no daba media vuelta. Abandonó su bastón, demasiado ligero, y recogió un tronco negro y nudoso que era lo suficientemente grueso como para aguantar el impulso del macho cabrío si cargaba contra él.

Se detuvo a dos pasos del animal. Entre la masa de pelos, un gran ojo verde fijaba sobre él una pupila oval y sombría. Robinsón recordó que la mayoría de los cuadrúpedos, por la posición de sus ojos, no pueden detectar un objeto más que de un modo confuso y recordó también que un toro que ataca no ve nada del adversario contra el cual embiste. De la gran estatua de pelos que obstruía el sendero salía un estertor de ventrílocuo. Una cólera repentina invadió a Robinsón, sumándose el miedo a la extremada fatiga. Levantó su garrote y lo dejó caer con todas sus fuerzas entre los dos cuernos del macho cabrío. Hubo un chasquido sordo; el animal cayó de rodillas y después se tambaleó hacia un lado. Era el primer ser vivo que Robinsón había encontrado en la isla. Lo había matado.

Tras varias horas de escalada, llegó a la ladera de un macizo rocoso en cuya base se abría la boca negra de una gruta. Se dirigió a ella y se dio cuenta de que era enorme y tan profunda que no podía pensar en explorarla de momento. Volvió a salir y comenzó a escalar la cima del caos rocoso, que parecía ser el punto más elevado de aquella tierra. Desde allí, efectivamente, podía abarcar todo el horizonte que le rodeaba: el mar se veía por todos los lados. Se encontraba, por tanto, en un islote mucho más pequeño que Más a Tierra y carente de cualquier traza de hallarse habitado. Ahora comprendía el extraño comportamiento del macho cabrío que acababa de machacar: aquel animal jamás había visto a un ser humano; la curiosidad le había impulsado a detenerse. Robinsón estaba demasiado cansado como para poder medir toda la extensión de su desgracia…, «pues si no es Más a Tierra -se dijo sencillamente-, es la isla de la Desolación», resumiendo su situación con aquel bautismo improvisado.

Pero el día declinaba. El hambre le producía un nauseabundo vacío. La desesperación exige un mínimo de tregua. Mientras vagaba por la cima de la montaña descubrió una especie de plátano silvestre, más pequeño y más azucarado que los de California; lo cortó en pedazos y cenó. Después se escurrió entre las peñas y se hundió en un sueño sin sueños.


Un cedro gigantesco que hundía sus raíces a la entrada de la gruta se elevaba por encima del macizo rocoso, como genio tutelar de la isla. Cuando Robinsón se despertó, una débil brisa de noroeste animaba a sus ramas con gestos tranquilizadores. Aquella presencia vegetal le serenó y le hubiera hecho presentir todo lo que la isla iba a ser para él, si toda su atención no estuviera absorbida y concentrada en el mar. Ya que aquella tierra no era la isla de Más a Tierra, debía tratarse de un islote que no mencionaban las cartas, situado en alguna parte entre la gran isla y la costa chilena. Al oeste el archipiélago Juan Fernández y al este el continente sudamericano se hallaban de hecho a distancias imposibles de determinar, pero que probablemente sobrepasaban a las posibilidades que tendría un hombre solo sobre una balsa o una almadía improvisada. Además, el islote debía encontrarse fuera de la ruta regular de los navíos, ya que era totalmente desconocido.

Robinsón, al tiempo que se hacía estos razonamientos, examinaba la configuración de la isla. Toda su parte occidental se mostraba cubierta por el espeso vellón del bosque tropical y concluía en un acantilado rocoso cortado a pico sobre el mar. Hacia el levante, en cambio, se veía ondular una pradera muy irrigada que degeneraba en zonas pantanosas, desembocando al fin en una costa baja y con lagunas. Sólo el norte del islote parecía abordable. Estaba formado por una amplia bahía de arena, limitada al noroeste por doradas dunas y al nordeste por los arrecifes, sobre los que podía distinguirse el casco del Virginia con su gran panza empalada.

Cuando Robinsón comenzó de nuevo el descenso hacia la orilla de la que había partido la víspera, había sufrido un primer cambio. Era un ser más grave -es decir, más meditabundo, más triste-, porque había reconocido y medido toda la dimensión de aquella soledad que sería su destino probablemente durante largo tiempo.

Se había olvidado ya del macho cabrío cuando volvió a descubrirle en medio del camino que había seguido la víspera. Fue feliz cuando volvió a sentir bajo su mano, casi por casualidad, el garrote que había dejado caer unos pasos más adelante, porque una media docena de buitres -la cabeza hundida entre los hombros- le miraba aproximarse con sus ojillos rosas. El macho cabrío yacía despanzurrado entre las piedras y la molleja escarlata y pelada que sobresalía del plumaje de los carroñeros indicaba elocuentemente que el festín había comenzado.

Robinsón avanzó, mientras hacía girar su pesado garrote. Los pájaros se dispersaron, corriendo con pesadez sobre sus patas torcidas y comenzaron a levantar el vuelo uno tras otro con enorme dificultad. Uno dio la vuelta en el aire y, retrocediendo, dejó caer un fiemo verde que se aplastó sobre un tronco muy cerca de Robinsón. Sin embargo, los pájaros habían trabajado con limpieza. Sólo las entrañas, las vísceras y los genitales del macho cabrío habían desaparecido y era muy posible que el resto sólo fuera comestible para ellos, tras largos días de cocción al sol. Robinsón cargó el despojo sobre sus hombros y continuó su camino.


Cuando regresó a la playa, cortó un cuarto del animal y lo asó, colgándolo de tres palos atados en haz sobre un fuego de eucaliptos. La chisporroteante llama le reconfortó más que la carne almizclada y coriácea que masticaba, mientras contemplaba el horizonte. Decidió mantener aquel fuego permanentemente, en primer lugar para caldearse el ánimo, pero además para utilizar el mechero de sílex que había encontrado en su bolsillo, y sobre todo para hacer una señal a eventuales salvadores. Por otra parte, nada podía servir mejor para atraer a la tripulación de un navío que pasara cerca de la isla que los restos del Virginia, que se mantenía en equilibrio sobre su roca, evidente y lastimoso con sus maromas deshilachadas colgando de sus mástiles quebrados, pero capaz de provocar aún la avaricia de cualquier aventurero. Robinsón pensaba en las armas y provisiones de todo tipo que guardaba aún en su interior, armas y provisiones que él debería rescatar antes de que una nueva tempestad barriera definitivamente los restos. Si su estancia en la isla tenía que prolongarse, su supervivencia iba a depender de aquella herencia legada a él por sus compañeros, que en el presente no podía ya dudar de que estaban todos muertos. Lo prudente sería proceder sin más demora a las operaciones de desembarco, que iban a presentar enormes dificultades a un hombre solo. Sin embargo, no hizo nada, tras considerar que si vaciaba el Virginia le dejaría más vulnerable ante un vendaval, y por tanto comprometería su más valiosa oportunidad de salvación. La verdad era que experimentaba una repugnancia insuperable hacia todo lo que pudiera parecerse a trabajos de instalación en la isla. No sólo porque se empeñaba en creer que su estancia allí no podría ser muy larga, sino además por un temor supersticioso: le parecía que si hacía cualquier cosa para organizar su vida en aquellas costas, estaba renunciando a las posibilidades que tenía de ser recogido inmediatamente. Dando con obstinación la espalda a la tierra, no tenía ojos más que para la superficie curvada y metálica del mar, de donde habría de venir muy pronto la salvación.

Empleó los siguientes días en marcar su presencia por todos los medios que le ofrecía su imaginación. Junto a la hoguera que mantenía constantemente encendida en la playa, apiló gavillas de ramas y un montón de algas que podrían servirle para formar rápidamente una hoguera que produjera mucho humo si alguna vela apuntaba por el horizonte. Después ideó un mástil del que pendía una pértiga, cuyo extremo más largo tocaba el suelo. En caso de alerta, clavaría allí una antorcha encendida y después, tirando del otro extremo con ayuda de una liana, haría bascular la pértiga y subiría hasta el cielo aquel fanal improvisado. Pero se desinteresó de esta estratagema, al descubrir en el acantilado, destacando sobre la bahía, hacia el oeste, un eucalipto muerto que podía tener unos doscientos pies de altura y cuyo tronco hueco formaba una chimenea que se abría hacia el cielo. Amontonó allí ramitas y pajas y pensó que, en muy poco tiempo, podría transformar aquel árbol en una gigantesca antorcha que podría divisarse en varias leguas a la redonda. No se preocupó de hacer señales que pudieran ser vistas mientras él no estaba, porque no pensaba alejarse de aquella orilla en la cual en unas pocas horas tal vez ^mañana o pasado mañana, como muy tarde- un navío anclaría para él.

No tenía que esforzarse para poder alimentarse y comía en todo momento lo que le caía en las manos -caracolas, hojas de verdolaga, raíces de helecho, nuez de coco, cogollos de palmito, bayas o huevos de pájaro o de tortuga-. Al tercer día arrojó lejos de sí, dejándosela a los carroñeros, la osamenta del macho cabrío, porque su olor se había hecho intolerable. Pero en seguida lamentó aquel gesto, que tuvo como resultado el que la atención vigilante de los siniestros pájaros se centrara en su persona. A partir de ese momento, fuera a donde fuera, hiciera lo que hiciera, un areópago de cabezas canas y cuellos pelados se agrupaban inexorablemente a una determinada distancia. Los pajarracos apenas esquivaban perezosamente las piedras o las ramas con que él los bombardeaba presa de una gran exasperación, como si -servidores de la muerte- fueran a su vez inmortales.

No se preocupaba de contabilizar los días que pasaban. Por boca de sus salvadores se enteraría del tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. Por eso jamás llegó a saber en qué momento, al cabo de cuántos días, semanas o meses su inactividad y su actitud de vigilancia pasiva del horizonte comenzaron a pesarle. La amplia llanura oceánica, ligeramente combada, espejeante y glauca, le fascinaba y comenzó a temer que pudiera ser presa de las alucinaciones. En primer lugar olvidó que no había ante sus pies más que una masa líquida en perpetuo movimiento. Vio, en cambio, una superficie dura y elástica en la que no tendría más que lanzarse para rebotar. Después, llegando más lejos, imaginó que se trataba del lomo de algún animal fabuloso, cuya cabeza tenía que hallarse al otro lado del horizonte. Por último, le pareció de pronto que la isla, sus rocas y sus bosques no eran más que los párpados y las pestañas de un ojo inmenso, azul y húmedo, que escrutaba las profundidades del cielo. Esta última imagen le obsesionó hasta tal punto que tuvo que renunciar a su expectación contemplativa. Reaccionó y decidió emprender cualquier cosa. Por vez primera el miedo a perder el juicio le había rozado. Ya nunca le abandonaría.


Emprender algo no podía tener más que un sentido: construir una embarcación de tonelaje suficiente para poder alcanzar la costa chilena occidental.

Aquel día Robinsón decidió vencer su repugnancia y realizar una incursión a los restos del Virginia para intentar sacar de allí las herramientas y materiales útiles para su propósito. Con ayuda de unas lianas reunió una docena de troncos y construyó una tosca almadía que resultaba, sin embargo, muy práctica con el mar en calma. Una resistente pértiga podía servirle como medio de propulsión, porque cuando había marea baja, el agua era poco profunda hasta la altura de las primeras rocas, y en éstas podría apoyarse a partir de ese momento. Al llegar bajo la sombra monumental del barco naufragado, amarró su balsa al fondo y comenzó a rodear el navío a nado, para encontrar un medio de acceso. El casco, que no presentaba ningún daño aparente, había quedado colocado sobre un arrecife puntiagudo que se mantenía constantemente sumergido y que le sostenía como si fuera un pedestal. En una palabra, si la tripulación, confiando en aquel magnífico Virginia, se hubiera mantenido en el entrepuente en vez de exponerse sobre el puente, barrido por las olas, quizá todo el mundo hubiera podido salvar su vida. Mientras se aupaba con ayuda de una estacha que colgaba de un escobén, Robinsón se atrevía incluso a pensar que quizá podría encontrar a bordo al capitán Van Deyssel, al que había dejado, sin duda herido, pero en cualquier caso vivo y seguro en su camarote. Nada más saltar sobre el alcázar -obstruido por tal montón de mástiles, vergas, cables y estachas rotas y embarulladas que era casi imposible abrirse paso a través suyo- percibió el cadáver del vigía que se mantenía sólidamente encajado en el cabrestante, como un ajusticiado en la picota. El desdichado, vapuleado por los terribles choques que había tenido que sufrir sin poder guarecerse, había muerto en su puesto, tras haber dado inútilmente la voz de alerta.

El mismo desorden reinaba en los pañoles, pero por lo menos allí no había penetrado el agua y encontró almacenadas en unas arcas provisiones de galletas y carne seca; consumió toda la que pudo sin tener agua dulce. Quedaban allí también unos barriles con vino y ginebra, pero un hábito de abstinencia había dejado intacto en su interior la repulsión que experimenta naturalmente el organismo ante las bebidas fermentadas. El camarote estaba vacío, pero pudo ver al capitán tirado en la cabina de mandos. Robinsón tuvo un estremecimiento de alegría cuando vio al hombrón corpulento hacer un esfuerzo para enderezarse al oírse llamar. ¡De forma que la catástrofe había dejado dos supervivientes!; a decir verdad, la cabeza de Van Deyssel, que no era más que una masa sanguinolenta y desmelenada, caía hacia atrás, sacudida por los extraños sobresaltos que agitaban al torso. Cuando la silueta de Robinsón quedó enmarcada en lo que quedaba de la puerta de la pasarela, el manchado jubón del capitán se entreabrió y escapó de allí una rata enorme, seguida por otras dos de menores dimensiones. Robinsón se alejó tambaleándose y vomitó entre los escombros que cubrían el suelo.

No se había mostrado nunca muy interesado acerca de la naturaleza de la carga que transportaba el Virginia. En realidad, una vez le había planteado la pregunta a Van Deyssel pocos días después del embarque, pero no había insistido cuando el capitán le respondió con una broma repugnante. Se trataba de una especialidad -había explicado el hombrón- de queso de Holanda y guano, ya que este último producto se emparentaba con el primero por su consistencia untuosa, su color amarillento y su olor caseoso. Por eso tampoco se sorprendió Robinsón al descubrir cuarenta toneles de pólvora negra, muy bien estibados en el centro de la bodega.

Necesitó varios días para transportar primero a su balsa y después a tierra todo aquel explosivo, porque la mitad del tiempo era interrumpido por la subida de la marea. Aprovechaba entonces para colocarlo al abrigo de la lluvia bajo una cubierta de palmas sujetas con piedras. Transportó, además, desde el barco dos cajas de galletas, un catalejo, dos mosquetes, una pistola de doble cañón, dos hachas, una azuela, un martillo, una cuchilla, un rollo de estopa y una amplia pieza de estambre de color rojo (paño de poco precio, destinado a operaciones de trueque con eventuales indígenas). Encontró en el camarote del capitán el famoso barrilete de Amsterdamer, herméticamente cerrado y, en su interior, la gran pipa de porcelana intacta a pesar de su fragilidad, al estar protegida en la chimenea formada por el tabaco. Cargó también en su balsa una gran cantidad de tablas arrancadas del puente y de los mamparos del navío. Por último encontró en el camarote del segundo una biblia en buen estado que se llevó envuelta en un trozo de vela para protegerla.

Al día siguiente emprendió la construcción de una embarcación, a la que de antemano bautizó con el nombre de Evasión.

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