Capítulo II

Al nordeste de la isla, los acantilados se convertían en una ensenada de arena fina, fácilmente accesible a través de unos detritos rocosos salpicados de delgados brezos. Aquella escotadura de la costa se hallaba dominada por un claro de un acre y medio de extensión poco más o menos, totalmente llano, y allí Robinsón descubrió bajo las hierbas un tronco de mirto que medía más de ciento cuarenta pies de largo; el tronco era seco, sano y bien desarrollado y a partir suyo decidió Robinsón realizar la pieza maestra del Evasión. Transportó hasta allí los materiales que había arrebatado al Virginia y estableció su taller en aquella planicie que tenía además la ventaja de dominar el horizonte marino desde donde podría venir la salvación. Además, el eucalipto hueco se hallaba cerca y podría llegar hasta él sin demora en caso de alerta.

Antes de ponerse al trabajo Robinsón leyó en alta voz algunas páginas de la Biblia. Educado en el espíritu de la secta de los cuáqueros -a la que pertenecía su madre-, jamás había sido un gran lector de los textos sagrados. Pero lo extraordinario de su situación y el azar -que se parecía tanto a un decreto de la Providencia-, al que debía que le hubiera sido entregado el Libro de los libros, le impulsaban a buscar en aquellas venerables páginas el socorro moral que necesitaba. Aquel día creyó descubrir en el capítulo IV del Génesis -el que relata el Diluvio y la construcción del arca por Noé- una evidente alusión al navío de salvación que iba a salir de sus manos.

Tras limpiar de hierbas y de matorrales un área de trabajo suficiente, hizo rodar hasta aquel lugar el tronco de mirto y comenzó a despojarle de sus ramas. Luego le atacó con el hacha para conferirle el perfil de una viga rectangular.

Trabajaba lentamente y como a saltos. Como única guía tenía el recuerdo de las expediciones que hacía cuando era niño a un astillero donde se construían barcas de pesca, que se encontraba a la orilla del Ouse en York; y también la canoa que sus hermanos y él habían intentado realizar y a la que tuvieron que renunciar. Pero disponía de un tiempo indefinido y se veía empujado a su tarea por una imperiosa necesidad. Cuando parecía que el desaliento iba a ganarle, se comparaba con un prisionero que limaba con una herramienta improvisada los barrotes de su ventana o excavaba con sus uñas un agujero en uno de los muros de su celda, y entonces se consideraba afortunado en su desdicha. Conviene añadir que, como se había olvidado de mantener un calendario desde el naufragio, tenía una idea vaga del tiempo que iba transcurriendo. Los días se superponían todos semejantes en su memoria y tenía la sensación de recomenzar cada mañana la jornada de la víspera.

Se acordaba, desde luego, de las hormas de vapor con las que los carpinteros del Ouse curvaban las piezas para el futuro barco. Pero no podía plantearse el construir un horno con su caldera de alimentación y no le quedaba más que la delicada y laboriosa solución de ensamblar piezas que iba recortando con el hacha. El perfil de la roda y el codaste resultó tan difícil de elaborar que tuvo incluso que abandonar su hacha y adelgazar la madera, extrayendo finas virutas con su cuchillo. Estaba obsesionado por el miedo a estropear el mirto que le había proporcionado providencialmente la pieza maestra para el Evasión.

Cuando veía rondar a los carroñeros sobre los restos del Virginia, le remordía la conciencia por haber abandonado sin sepultura los despojos del capitán y del marinero. Había ido dejando para más adelante la espantosa tarea que suponía para un hombre solo arrastrar y transportar a tierra aquellos cadáveres corpulentos y descompuestos. Y si los arrojaba por la borda corría el riesgo de atraer a la bahía a los tiburones, que se habrían quedado fijos allí a la espera de nuevas oportunidades. Ya era bastante con los buitres, a los que había engolosinado con una primera imprudencia y que desde aquel momento le vigilaban sin interrupción. Se dijo al fin que, cuando los pájaros y los ratones hubieran terminado de limpiar los cadáveres, tendría tiempo de recoger los esqueletos mondos y secos y darles decente sepultura. Se dirigió a las almas de los dos difuntos y les prometió incluso que elevaría una capillita a la que acudiría a diario para rezar. Sus únicos compañeros eran los muertos; era justo que les cediera un lugar especial en su vida.

Pese a todas sus búsquedas en el Virginia, no había podido encontrar ni un tornillo, ni un clavo. Como tampoco disponía de berbiquí, no podía ensamblar las piezas con cuñas. Se resignó a unirlas mediante un sistema de entalles y espigas, tallando estas últimas a cola de milano para que resultaran más sólidas. Se le ocurrió además endurecerlas a la llama antes de introducirlas en las muescas y después rociarlas con agua de mar para que se hincharan y, de este modo, se adhirieran a su emplazamiento. Cien veces se rompió la madera, o por la llama o por el agua, pero él volvía a comenzar, incansable, mientras vivía en una especie de atontamiento sonámbulo, más allá de la fatiga y de la impaciencia.


Bruscos aguaceros y líneas blancas en el horizonte anunciaron un cambio de tiempo. Una mañana el cielo, que sin embargó parecía tan puro como de costumbre, adquirió un tinte metálico que le intranquilizó. El azul transparente de los días anteriores se había tornado en un azul mate y plomizo. En seguida una capa de nubes totalmente homogéneas comenzó a pesar sobre la línea del horizonte y las primeras gotas ametrallaron el casco del Evasión. Robinsón, en un primer momento, quiso ignorar aquel imprevisto contratiempo, pero al poco rato tuvo que quitarse sus vestidos calados, porque su peso húmedo entorpecía sus movimientos. Para protegerlos, los guardó bajo la parte ya concluida del casco. Durante un instante se detuvo a contemplar el agua tibia que chorreaba por su cuerpo cubierto de costras de tierra y mugre que se fundían, formando pequeños regueros de barro. Su vello rojizo formaba placas brillantes y se orientaba siguiendo líneas de fuerza que acentuaban su animalidad. «Una foca dorada», pensó con una vaga sonrisa. Después orinó, disfrutando al añadir su modesta contribución al diluvio que lo anegaba todo a su alrededor. De pronto se sentía de vacaciones y un acceso de alegría le hizo esbozar un paso de danza mientras corría, cegado por las gotas y azotado por las ráfagas de viento, para refugiarse bajo los árboles.

La lluvia no había traspasado todavía las mil techumbres superpuestas de follaje y tamborileaba sobre ellas con un ruido ensordecedor. Del suelo subía un vapor caliente que se perdía en las bóvedas de hojarasca. Robinsón esperaba en todo momento que el agua penetrara al fin y le inundara. Pero el suelo era cada vez más fangoso bajo sus pies, sin que una sola gota de agua le hubiera caído todavía ni sobre la cabeza, ni sobre los hombros. Comprendió entonces que a lo largo de cada tronco de árbol resbalaba un pequeño torrente, utilizando canales horadados en la corteza, que parecían trazados para ese fin. Algunas horas después el sol del atardecer, surgido entre el horizonte y la línea inferior del techo formado por las nubes, bañó la isla en una luz de incendio, sin que la lluvia disminuyera su violencia.

El impulso de alegría pueril que se había apoderado de Robinsón se había derrumbado al mismo tiempo que se disipaba aquella especie de borrachera en que le mantenía su frenético trabajo. Se sentía naufragar en un abismo de desamparo, desnudo y solo en aquel paisaje apocalíptico con dos cadáveres pudriéndose sobre el puente de un navío que se había ido a pique, como única compañía. Hasta mucho después no alcanzaría a comprender el alcance de aquella experiencia de la desnudez que experimentaba por primera vez. Es evidente que ni la temperatura, ni un sentimiento de pudor, le obligaba a llevar vestidos de civilizado. Pero si hasta aquel momento los había conservado por simple rutina, ahora experimentaba, dada su desesperación, el valor de aquella armadura de lana y lino con que la sociedad humana le arropaba sólo unos minutos antes. La desnudez es un lujo que sólo puede permitirse el hombre que se halla cómodamente rodeado por la multitud de sus semejantes. Pero para Robinsón, que indudablemente todavía no podía haber modificado su alma, era una prueba de temeridad asesina. Despojado de aquellos pobres harapos -usados, desgarrados, manchados, pero procedentes de varios milenios de civilización e impregnados de humanidad-, su carne se ofrecía vulnerable y blanca a la irradiación de los elementos naturales. El viento, los cactus, las piedras y hasta aquella luz implacable cercaban, atacaban y lastimaban a aquella víctima sin defensas. Robinsón se sintió morir. ¿Hubo alguna vez criatura humana sometida a prueba tan cruel? Por vez primera desde el naufragio se escaparon de sus labios palabras de rebelión contra los decretos de la Providencia:

– Señor -murmuró-, si no te has apartado completamente de tu criatura, si no quieres que sucumba en los próximos minutos por el peso de la desolación que le impones, entonces manifiéstate. Concédeme un signo que dé testimonio de tu presencia cerca de mí.

Después aguardó, apretados los labios, semejante al primer hombre bajo el Árbol del Conocimiento, cuando toda la tierra permanecía aún blanda y húmeda tras la retirada de las aguas. Y en ese momento, mientras el fragor de la lluvia arreciaba sobre las hojas y todo parecía querer disolverse en la nube vaporosa que ascendía del suelo, vio formarse en el horizonte el arco iris más amplio y brillante que la naturaleza pueda crear. Más que un arco iris era como una aureola casi perfecta; su segmento inferior desaparecía bajo las olas y ostentaba los siete colores del espectro con una admirable vivacidad.

El aguacero cesó casi tan bruscamente como había comenzado. Robinsón, con sus vestidos, volvió a descubrir el sentido y la llamada de su trabajo. A los pocos minutos había superado aquel breve pero instructivo desfallecimiento.


Estaba ocupado en torcer una cuaderna para obtener su escuadra exacta, cargando sobre ella todo su peso, cuando tuvo la confusa sensación de ser observado. Alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Tenn, el perro del Virginia, aquel setter-laverack que no era de pura raza, pero que resultaba afectuoso como un niño y que se encontraba al lado del vigía, sobre el puente, en el momento del naufragio. El animal estaba tumbado boca arriba, a una docena de pasos aproximadamente con sus orejas tiesas y la pata delantera izquierda plegada. La emoción caldeó el corazón de Robinsón. Esta vez sí tenía la certeza de no ser el único que había escapado del naufragio. Dio algunos pasos hacia el animal, pronunciando repetidas veces su nombre. Tenn pertenecía a una de esas razas de perros que manifiestan una necesidad vital, imperiosa de la presencia humana, de la voz y de la mano del hombre. Era extraño que no se precipitase hacia Robinsón gimiendo con el lomo erizado y moviendo el rabo. Robinsón se hallaba ya a sólo unos escasos pasos del animal cuando él comenzó a retirarse -alzados los belfos- con un gruñido de odio. Después se dio media vuelta con brusquedad y huyó rastreando entre la maleza para desaparecer poco después.

Robinsón, pese a la decepción sufrida, extrajo de aquel incidente un remanente de alegría que le sirvió para vivir durante algunos días. Además, el incomprensible comportamiento de Tenn sirvió también para que apartara su pensamiento del Evasión, entretenido ahora con un nuevo alimento: ¿Era posible que los terrores y los sufrimientos del naufragio hubieran provocado la locura del animal? ¿O es que era tan grande su pesar por la muerte del capitán que ya no soportaba la presencia de otro hombre? Pero una nueva hipótesis se gestó en su espíritu y le llenó de angustia: quizá llevaba ya tanto tiempo en la isla que en último término era natural que el perro hubiera regresado al estado salvaje. ¿Cuántos días, semanas, meses habían transcurrido desde el naufragio del Virginia? Robinsón sentía vértigo al plantearse esta pregunta. Le parecía que arrojaba una piedra al fondo de un pozo y que esperaba inútilmente para poder oír el ruido de su caída al fondo. Se juró entonces que a partir de ese momento marcaría una muesca cada día, sobre un árbol de la isla, y una cruz cada treinta. Luego olvidó su propósito, enfrascado de nuevo en la construcción del Evasión.

Poco a poco la embarcación tomaba forma: la de un cúter amplio con la roda muy poco elevada; un barco poco pesado que debía tener de cuatro a cinco toneladas de calado. Era lo menos que se requería para intentar con alguna posibilidad de éxito la travesía hasta la costa chilena. Robinsón había optado por colocar un solo mástil que portaría una vela triangular latina, lo que le aseguraba una gran superficie de velamen y que, sin embargo, sería fácilmente manejable por un solo hombre, adaptándose especialmente al viento de costado (N-S), que era el que predominaría sin duda alguna si se navegaba proa al este. El mástil debería atravesar la camareta para llegar a incrustarse en la quilla de modo que quedara completamente soldado al casco. Robinsón, antes de proceder a la instalación del puente, pasó por última vez la mano sobre la superficie interior -lisa y estrechamente soldada- de los costados del barco e imaginó con delectación las gotas que aparecerían en todas las junturas cuando botara el barco por primera vez. Harían falta varios días de inmersión para que, al hincharse la madera, el casco resultara impermeable. El armazón del puente, soportado por los baos, exigió por sí solo varias semanas de duro trabajo, pero no podía renunciar a él porque el barco no debía echarse a la mar en caso de mal tiempo y era necesario que las provisiones indispensables para la subsistencia del pasajero durante la travesía se mantuvieran resguardadas.

En todos aquellos trabajos Robinsón sufría mucho al no poseer una sierra. Aquel instrumento -que no podía elaborar con medios improvisados- le habría ahorrado meses de trabajo con el hacha y el cuchillo. Una mañana creyó ser víctima de su propia obsesión cuando, al despertarse, escuchó un ruido que sólo podía interpretar como el que haría un serrador en el trabajo. A ratos cesaba el ruido, como si el que utilizara la sierra hubiera cambiado de posición y luego volvía a reaparecer con una regularidad monótona. Robinsón salió despacio del agujero de la roca en que se había acostumbrado a dormir y avanzó con cautela hacia el lugar de donde procedía aquel ruido, esforzándose en prepararse para la emoción que iba a experimentar si se encontraba frente a frente con un ser humano. Terminó descubriendo, al pie de una palmera, un cangrejo gigante que serraba con sus pinzas una nuez de coco que tenía apretada entre sus patas. En las ramas del árbol, a unos veinte pies de altura, otro cangrejo atacaba a las nueces en su base para hacer que cayeran. Los dos crustáceos no parecieron incomodarse en modo alguno por la aparición del náufrago y prosiguieron tranquilamente su ruidosa tarea.

El espectáculo le produjo un profundo disgusto. Volvió al claro del Evasión, reafirmado en el sentimiento de que aquella tierra seguía siendo extraña para él, que se hallaba colmada de maleficios y que su barco -cuya maciza y simpática silueta podía vislumbrar entre la maleza- era todo lo que le unía con la vida.

Como carecía de barniz, o incluso de alquitrán, para endurecer los costados del casco, comenzó a fabricar una especie de cola siguiendo un procedimiento que había observado en los astilleros del Ouse. Para conseguirla tuvo que talar casi por entero un bosquecillo de acebo que había descubierto casi desde el comienzo de su trabajo. Durante cuarenta y cinco días estuvo dedicado a despojar a los arbustos de su primera corteza y luego recogió la corteza interior, cortándola en lajas. Luego hizo hervir durante mucho tiempo en un caldero aquella masa fibrosa y blanquecina que se descompuso poco a poco, produciendo un líquido espeso y viscoso. Lo volvió a poner al fuego y, cuando todavía estaba caliente, lo extendió sobre el casco del barco.

El Evasión estaba terminado, pero la larga historia de su construcción quedaba escrita para siempre sobre la carne de Robinsón. Cortes, quemaduras, cuchilladas, callos, marcas indelebles y cicatrices deformes narraban la obstinada lucha que había tenido que entablar para conseguir aquel barquito rechoncho y veloz. Como carecía de diario de a bordo, contemplaría su propio cuerpo cuando quisiera acordarse.

Comenzó entonces a reunir las provisiones que pensaba embarcar consigo. Pero abandonó en seguida la tarea al darse cuenta de que convenía meter primero en el agua su nueva embarcación, para probar su calado y comprobar su estabilidad. Pero una angustia sorda le impedía hacerlo: el miedo a un fracaso, a un golpe inesperado que redujera a la nada las oportunidades de éxito de aquella empresa con la que se jugaba la vida. Le parecía que tal vez el Evasión podía presentar en las primeras pruebas algún defecto imprevisto, un exceso de calado, por ejemplo -sería entonces poco manejable y las más pequeñas olas le cubrirían-, o, por el contrario un calado insuficiente, en cuyo caso zozobraría al primer desequilibrio. En sus peores pesadillas, la embarcación, nada más rozar la superficie del agua, se hundía como un lingote de plomo y él, con el rostro sumergido en el agua, la contemplaba hundirse anadeando en glaucas profundidades cada vez más sombrías.

Por último se decidió al fin a efectuar aquella botadura diferida desde hacía tanto tiempo por oscuros presentimientos. En realidad, no se sorprendió ante la imposibilidad de arrastrar sobre la arena, para llegar hasta el mar, aquel casco que debía pesar más de mil libras.

Pero su primer fracaso le reveló la gravedad de un problema que nunca se había planteado en serio. Fue una ocasión para descubrir un importante aspecto de la metamorfosis que sufría su espíritu por influencia de su vida solitaria. Era como si el campo de su atención se hiciera más profundo, pero al mismo tiempo más estrecho. Se le hacía cada vez más difícil pensar en varias cosas al mismo tiempo, e incluso tenía dificultades para pasar de un asunto que le preocupara a otro diferente. De este modo se dio cuenta de que el prójimo es para nosotros un poderoso factor de distracción no sólo porque nos perturba sin cesar y nos arranca de nuestros pensamientos, sino además porque la sola posibilidad de su aparición proyecta una imprecisa claridad sobre un universo de objetos que se hallan situados al margen de nuestra atención, pero que, en cualquier momento, podrían pasar a convertirse en su centro. Esta presencia marginal y como fantasmagórica de las cosas de las que no se ocupaba de inmediato se había ido borrando poco a poco del espíritu de Robinsón. A partir de ese momento se encontraba rodeado de objetos sometidos a la somera ley del todo o nada, y por eso, absorbido en la construcción del Evasión, se había desentendido del problema de su flotación. Conviene añadir que había estado además trastornado por el ejemplo del arca de Noé, que se había convertido para él en el arquetipo del Evasión: construida en medio de la tierra, lejos de cualquier playa, el arca había aguardado a que el agua llegara hasta ella, cayendo del cielo o deslizándose desde la cumbre de las montañas.

Un pánico, al principio dominado y luego vertiginoso, se apoderó de él cuando fracasó también al deslizar unos troncos bajo la quilla para conseguir que rodara, como había visto hacer con los fustes de las columnas cuando fue construida la catedral de York. El casco era inamovible y Robinsón sólo consiguió hundir una de sus cuadernas al apoyarse sobre ella con una estaca que hacía palanca sobre un madero. Al cabo de tres días de esfuerzo, la fatiga y la cólera nublaron su vista. Ideó entonces un último procedimiento para lograr ponerlo a flote: ya que no podía deslizar el Evasión hasta el mar, podría hacer tal vez que el mar subiera hasta el barco. Bastaba con realizar una especie de canal que, partiendo de la orilla, se iría haciendo cada vez más profundo hasta alcanzar el lugar en que había sido construido el barco. Éste se deslizaría al fin por el canal en el que penetraría diariamente el agua cuando subiera la marea. Se puso al trabajo en seguida. Luego, ya con el ánimo más sereno, calculó la distancia entre la orilla y el barco y, sobre todo, la altura a la que se encontraba éste por encima del nivel del mar. El canal debería tener ciento veinte yardas de longitud, y tendría que hundirse en el acantilado hasta más de cien pies de profundidad. Empresa gigantesca para la que, en el mejor de los casos, no serían bastantes todos los años que podrían quedarle de vida. Renunció.


El légamo líquido sobre el que danzaban nubes de mosquitos era recorrido por remolinos viscosos cuando un jabato del que sólo emergía el manchado hocico se prendió del costado materno. Varias manadas de jabalíes habían establecido su pocilga en las zonas pantanosas de la costa oriental de la isla, y allí permanecían sumergidos durante las horas más calurosas del día. Pero mientras que la hembra adormecida se confundía con el fango en su inmovilidad vegetal, su carnada se agitaba y disputaba sin cesar con agudos gruñidos. Como los rayos del sol comenzaban a hacerse oblicuos, la jabalina salió de pronto de su somnolencia y con un gran esfuerzo alzó su cuerpo chorreante sobre una lengua de tierra seca, mientras que los pequeños huían furiosos con gritos estridentes para escapar a la succión del fango. Después, toda la piara marchó en fila india con un gran ruido de matorrales pisoteados y de madera quebrada.

Fue entonces cuando una estatua de barro se animó a su vez y se deslizó entre los juncos. Robinsón no sabía ya cuánto tiempo había transcurrido desde que abandonara su último harapo en los espinos de un zarzal. Además, ya no temía el ardor del sol, porque una reseca costra de suciedad cubría su espalda, sus costados y sus caderas. Su barba se mezclaba con sus cabellos y su rostro desaparecía tras aquella masa hirsuta. Sus manos, convertidas en muñones ganchudos, no le servían más que para marchar, porque en cuanto intentaba ponerse de pie le invadía el vértigo. Su debilidad, la suavidad de la arena y los cenagales de la isla, pero sobre todo la ruptura de algún pequeño resorte de su alma, hacían que sólo se desplazara arratrándose sobre su vientre.

Sabía ahora que el hombre es semejante a esos heridos en el transcurso de un tumulto que permanecen de pie mientras les sostiene la multitud y caen a tierra en cuanto ésta se dispersa. La multitud de sus hermanos, que le había mantenido en lo humano sin que se hubiera percatado de ello, se había apartado bruscamente de él, y ahora sentía que ya no tenía fuerzas para seguir manteniéndose sobre sus piernas. Comía, con la nariz en tierra, cosas innombrables. Hacía sus necesidades y rara vez dejaba de revolcarse en el calor tibio de sus propias deyecciones. Se desplazaba cada vez menos y sus breves incursiones le conducían siempre a aquella pocilga. Allí perdía su cuerpo y se liberaba de su malestar en la envoltura húmeda y cálida del cenagal, mientras que las emanaciones emponzoñadas de las corrompidas aguas le oscurecían el espíritu. Sólo sus ojos, su nariz y su boca afloraban de aquella alfombra flotante de zadorijas y huevos de galápago. Liberado de todas sus ataduras terrestres, se mantenía en una embrutecida ensoñación con migajas de recuerdos que ascendían del pasado y danzaban en el cielo en las lacerías formadas por las inmóviles hojas. Redescubría las dulces horas que había vivido de niño, acurrucado en el fondo del sombrío almacén de lanas y telas de algodón de su padre. Las piezas de tejido amontonadas formaban en torno suyo como una fortaleza acogedora que absorbía indistintamente los ruidos, los choques y las corrientes de aire. En aquella atmósfera confinada flotaba un olor inmutable de grasa, polvo y barniz al que se añadía el benjuí que el padre Crusoe usaba en todas las estaciones para combatir a un catarro inextinguible. Robinsón pensaba que a aquel hombrecillo tímido y friolero, siempre encaramado en su elevado pupitre mientras inclinaba sus quevedos sobre un libro de cuentas, no le debía más que sus cabellos rojos; lo demás lo había heredado de su madre, que era toda una mujer. El cenagal, al descubrirle sus propias dificultades para replegarse sobre sí mismo y para dimitir frente al mundo exterior, le enseñó que él -mucho más de lo que antes había creído- era el hijo del insignificante pañero de York.

En sus largas horas de meditación brumosa iba desarrollando una filosofía que habría podido ser la de aquel hombre eclipsado. Sólo el pasado tenía una existencia y un valor considerables. El presente no valía más que como fuente de recuerdos, fábrica de pasado. Venía al fin la muerte: ella misma no era más que el momento esperado para gozar de aquella mina de oro acumulada. La eternidad nos era concedida para volver a considerar nuestra vida en toda su profundidad, más atentamente, más inteligentemente, más sensualmente de lo que puede hacerse en el bamboleo del presente


Estaba a punto de pastar un manojo de berros junto a un reguero, cuando de pronto escuchó una música. Irreal, pero clara; era una sinfonía celeste, un coro de voces cristalinas acompañado por acordes de arpa y viola de gamba. Robinsón pensó que se trataba de una música celestial y que, por tanto, él no iba a vivir ya durante mucho tiempo si no era que ya estaba muerto. Pero al levantar la cabeza vio despuntar una vela blanca en el horizonte. De un salto llegó al lugar donde había construido el Evasión, que era donde habían quedado sus herramientas y donde tuvo la suerte de encontrar inmediatamente su mechero. Luego se precipitó hacia el eucalipto seco. Quemó una antorcha de ramas secas y la colocó en la garganta abierta que formaba el tronco a ras del suelo. Al poco tiempo un torrente de humo acre salía de allí, pero el amplio fuego con que él contaba pareció hacerse esperar.

Además, ¿para qué? El navío había dirigido la proa hacia la isla y singlaba derecho hacia la Bahía de la Salvación. No cabe duda de que fondea cerca de la playa y que una chalupa se aleja de él. Con risa de loco, Robinsón corría de un lado para otro buscando un pantalón y una camisa que acabó al fin por encontrar bajo el casco del Evasión. Luego se lanzó hacia la playa, arañándose la cara para intentar despojarla de la compacta crin que le cubría. Bajo una buena brisa del nordeste, el navío bandeaba graciosamente inclinando todo su velamen hacia las olas festoneadas de espuma. Era uno de esos galeones españoles de antaño, destinados a transportar a la madre patria las gemas y los metales preciosos de Méjico. Y a Robinsón le parecía que el fondo del navío que podía verse ahora, cada vez que el mar se hundía por debajo de la línea de flotación, era, en efecto, de color dorado. Tenía un gran pavés y en la punta del elevado mástil galleaba un gallardete bífico, amarillo y negro. Robinsón, a medida que se aproximaba, podía distinguir una reluciente multitud sobre el puente, en el castillo de proa y hasta en la cubierta. Parecía que una tumultuosa fiesta desplegaba toda su pompa. La música provenía de una orquestina de cuerda y de un coro de niños vestidos de blanco que estaban agrupados en el alcázar. Las parejas danzaban con nobleza, rodeando una mesa cubierta con vajillas de oro y de cristal. Nadie parecía ver al náufrago y ni siquiera miraban hacia la orilla, que se encontraba ya a menos de un cable de distancia y que el navío bordeaba en aquel momento tras haber virado. Robinsón le seguía corriendo por la playa. Aullaba, agitaba los brazos, se detenía para recoger guijarros que arrojaba hacia ellos. Cayó, se levantó, volvió a caer. El galeón llegaba en ese instante a la altura de las primeras dunas. Robinsón iba a verse detenido por las lagunas que prolongaban la playa. Se arrojó al agua y con todas sus fuerzas nadó en dirección al navío, del que ya no podía ver más que la redondeada masa del castillo de popa, cubierta de brocados. Una joven estaba reclinada en una de las portas abiertas en el saledizo. Robinsón veía su rostro con una claridad alucinante. Muy joven, muy tierna, muy vulnerable, parecía atormentada ya, pero iluminada, sin embargo, por una sonrisa pálida, escéptica y abandonada. Robinsón conocía a aquella niña. Estaba seguro. Pero ¿quién era? Abrió la boca para llamarla. El agua salada invadió su garganta. Le envolvió un crepúsculo glauco en el que aún tuvo tiempo para ver el rostro gesticulante de una raya que huía hacia atrás.

Una columna de llamas le sacó de su atontamiento. ¡Qué frío tenía! ¿Podría ser que el mar le hubiera arrojado por segunda vez a la misma playa? Allá arriba, sobre el acantilado de Occidente, el eucalipto llameaba como una antorcha en la noche. Robinsón se dirigió titubeando hacia aquella fuente de luz y calor.

De modo que aquella señal que debía barrer el océano y alertar al resto de la humanidad no había logrado atraer más que a él mismo, solamente a él, ¡burla suprema!

Pasó la noche acurrucado entre las hierbas con el rostro vuelto hacia la caverna incandescente, recorrida por reflejos fulgurantes que se abría en la base del árbol y, cuando su calor disminuía, se iba acercando a la hoguera. Fue ya con las primeras luces del alba cuando logró dar un nombre -en realidad un nombre propio- a la joven del galeón. Era Lucy, su hermana pequeña, muerta adolescente hacía ya dos lustros. De este modo no podía dudar ya que aquel navío de otro siglo era sólo producto de su imaginación enferma.

Se levantó y contempló el mar. Aquella llanura metálica, claveteada ya por los primeros dardos del sol, había sido su tentación, su trampa, su opio. Poco había faltado para que, tras haberle envilecido, le entregara después a las tinieblas de la demencia. Era preciso, bajo peligro de muerte, recuperar fuerzas para sustraerse a él. La isla estaba a sus espaldas, inmensa y virgen, llena de promesas limitadas y de lecciones austeras. Él volvería a tomar las riendas de su destino. Consumaría, sin soñar más, las nupcias con su implacable esposa: la soledad.

Dando la espalda a la inmensa superficie, se sumergió en los detritos sembrados de cardos plateados que conducían al centro de la isla.

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