Capítulo 9

El cuarto de Ty había sido su santuario desde la llegada de Lilly. Después de aquella noche, no podría escapar de ella en ningún rincón del pequeño apartamento. Su olor y su contacto permanecerían con él allí donde fuera.

Entró en la habitación y la depositó sobre el colchón, que se hundió bajo el peso de sus cuerpos.

Ella se echó hacia atrás y se recostó contra las almohadas.

– ¿Hay alguna razón para que sea yo la única que se ha desvestido? -preguntó en tono desafiante mientras su mirada ardiente recorría el cuerpo de Ty.

Él sonrió.

– En mi opinión, todavía llevas demasiada ropa puesta -dijo y él también la miró fijamente, disfrutando de la imagen que presentaba vestida únicamente con unas bragas y un sujetador escuetos. Deslizó la mirada por su vientre plano y sus largas piernas, y acabó en sus pies descalzos.

Su erección luchaba contra su confinamiento y Ty no podía negar que Lacey tenía razón. Se recostó, sentado, y empezó a desabrocharse la camisa, una de las prendas que le impedía acercarse más a Lilly. Tiró la camisa a la alfombra antes de seguir con los pantalones. Se desabrochó el botón y luego metió los pulgares en la cinturilla, se bajó al mismo tiempo pantalones y calzoncillos y los arrojó junto a la camisa.

Completada su misión, añadió también los calcetines y luego se volvió para mirarla.

Lacey se pasó la lengua por los labios, con los ojos clavados en su miembro erecto. El cuerpo de Ty estaba duro como un ladrillo; su deseo había alcanzado el punto de no retorno y, sin embargo, él era consciente de que nunca volvería a haber entre ellos una primera vez. Y habían esperado demasiado tiempo como para precipitarse ahora.

– ¿Quién lleva ahora demasiada ropa? -dijo, devolviéndole el desafío mientras la miraba ladeando la cabeza.

Ella tenía las mejillas sonrojadas, pero una lenta y seductora sonrisa curvó sus labios al tiempo que echaba mano del cierre delantero del sujetador. Giró los dedos para desabrocharlo, movió los hombros y dejó que la prenda se deslizara por sus brazos desnudos. Lo dejó colgando de las puntas de sus dedos provocativamente antes de añadirlo al montón de ropa que había ya en el suelo.

Lilly retenía por completo la atención de Ty, cuya mirada estaba fija en sus pechos desnudos, en aquellos montículos blancos y cremosos, llenos, turgentes y erizados por sus caricias. Pero cuando se acercó a ella y alargó las manos para quitarle él mismo las bragas, ella se echó a reír y le dio un manotazo.

– Ya soy mayorcita -le recordó.

Y cómo, pensó él mientras Lacey meneaba un dedo con aire de reprimenda. Al parecer, ella no había acabado y él se recostó para disfrutar del espectáculo mientras su verga, dura y erecta, aguardaba desesperadamente a deslizarse dentro de su carne húmeda.

– Creo que lo justo es que me tome la revancha. Tú me has torturado, así que yo voy a hacer lo mismo -dijo ella en tono burlón.

Metió los dedos en los finos bordes de sus bragas y se las bajó por las piernas, dejando lentamente al descubierto el remolino de vello negro que ocultaba la seda. Contoneó las caderas de un lado a otro y por fin, cuando aquella última prenda se sumó a las que yacían en el suelo, Ty alcanzó su límite.

Exhaló un largo gemido, tumbó a Lilly sobre el edredón y se tumbó completamente sobre ella. Piel contra piel, sin barreras, sin nada que los separara, Ty logró mantener a raya su deseo y se aferró a aquel instante que llevaba ansiando toda una vida, o eso le parecía.

Un dulce suspiro escapó de la garganta de Lilly. Ty nunca había oído un sonido más placentero. Ella estaba destinada a compartir su cama, a hallarse en sus brazos, a excitarlo y hacerle sentirse completo. Ty pasó las manos por entre su pelo, besó su boca y clavó sus caderas en las de ella, pero su cuerpo le decía que aquello no podía durar.

– Espera -dijo, y se incorporó hacia la mesilla de noche, en cuyo cajón guardaba los preservativos.

– Qué a mano -dijo ella. Sus ojos se habían nublado.

– Lilly…

Ella sacudió la cabeza.

– Ha sido una tontería. Claro que tenemos que tomar precauciones. Pero me gustaría que… que tú… -las palabras se atascaron en su garganta.

– Dilo -insistió él. Aunque sabía lo que estaba pensando, necesitaba oírlo de todos modos.

Ella ladeó la cabeza y el pelo le rozó los hombros. Ty alargó la mano y se enroscó un mechón de su cabello alrededor del dedo con la esperanza de que aquel contacto diera valor a Lilly.

– Es sólo que desearía que hubieras sido el primero -dijo ella en un susurro doloroso.

Ty asintió con la cabeza. La entendía muy bien. Él era hombre de pocas palabras, pero Lilly merecía saber lo que sentía.

– Yo también desearía que hubieras sido la primera.

Dios, cuántas veces había pensado aquello mismo a lo largo de los años y cuan gratificante era que ella sintiera lo mismo. El no había vuelto a ser el mismo desde su marcha. Se había quedado con la sensación de haber perdido algo no sólo precioso, sino importante en muchos sentidos que no alcanzaba a entender del todo.

Y ahora estaba a punto de entenderlo.

Se inclinó hacia ella, rozó sus labios con los suyos y al instante perdió no sólo el control, sino la noción del tiempo y del espacio. Lo único que recordaría después fue que, al final, se tumbó sobre ella y enlazó con una pierna las suyas para separárselas y abrirse un hueco en el líquido ardor que lo esperaba.

Deslizó un dedo dentro de ella y extendió sus jugos sensuales sobre los pliegues hinchados y humedecidos de su sexo. Ella levantó las caderas sin previo aviso y el triángulo oscuro de su pubis, que él había visto antes, se elevó haciendo que su dedo se hundiera más profundamente en su vaina tensa y húmeda. Ty ya no se preguntaba si estaba lista para recibirlo. Ahora lo sabía, del mismo modo que el temblor de su cuerpo le informaba de que él también estaba listo para ella.

Se detuvo lo justo para ponerse un preservativo; después, apoyó las manos a ambos lados de la cabeza de Lilly y se colocó sobre ella.

– ¿Prefieres estar tú encima? -le preguntó, y a él mismo le sorprendió su pregunta.

Con otras mujeres, nunca había tenido aquellas dudas.

No se molestaba en preguntar, estuvieran en la posición que estuviesen, porque el sexo era el sexo. Pero, como siempre había creído, con Lilly era mucho más.

– Contigo me vale de cualquier modo y en cualquier lugar -ella forzó a abrirse a sus párpados pesados mientras hablaba, los sentimientos sinceros que Ty vio en sus ojos lo desbarataron por completo-. Además, estoy segura de que ésta no será la única vez esta noche, así que luego tendré oportunidad de experimentar -una vez más, sorprendió a Ty.

Y cuánto estaba disfrutando él. Con Lilly, todo era perfecto.

Él asintió y se deslizó dentro de ella por primera vez. Lentamente, poco a poco, la penetró y su cuerpo fue tensándose a medida que ella se ensanchaba lo justo para acogerlo perfectamente. Su verga vibraba y su cuerpo luchaba contra el modo en que se refrenaba para dar tiempo a Lilly a aceptarlo y sentirlo.

Dios sabía que él nunca había sentido algo tan intenso.

– ¿Estás bien?

Ella dobló y levantó las rodillas para que la penetrara aún más.

– ¿Qué te parece eso como respuesta? -preguntó con voz profunda y ronca.

Ty captó el mensaje. Se retiró lentamente y ella gimió; su cuerpo temblaba y se estremecía bajo el de él, y lo ceñía con fuerza para retenerlo dentro e impedir que se apartara por completo. No tenía motivos para preocuparse. Lo único que Ty quería era comprobar que la fricción era suave y tersa y, una vez seguro de ello, volvió a hundirse en ella con más fuerza. Con más ternura.

Ella levantó las caderas para salir al encuentro de las suyas, y su pubis rozó la base del miembro de Ty. La excitación y el deseo alcanzaron su cima. El deseo físico volvía loco a Ty. Se hundía en ella, sumergía en su interior cada centímetro de su verga. Luego se retiraba, volvía a privarlos a ambos, deliberadamente, de aquel placer para que el deseo y el ansia crecieran. Dentro, fuera, dentro, fue… Sin previo aviso, ella cruzó los tobillos detrás de su espalda y se ancló contra él para levantar el trasero de la cama y apretar las caderas contra las suyas.

Quería presión, y él se la dio: movió las caderas siguiendo los movimientos de Lilly, hasta que juntos encontraron el ritmo perfecto. El ritmo que los hizo elevarse cada vez más y fue acercándolos al clímax.

Bajo él, ella gemía de deseo. Sus suaves jadeos le suplicaban que la hiciera gozar. Ty deslizó una mano hasta encontrar el sitio donde sus cuerpos se unían, el húmedo lugar que le permitiría excitarla aún más.

– Ty, Ty, Ty…

Ella se deshizo donde Ty siempre había querido que lo hiciera: en sus brazos, jadeando su nombre de tal modo que desató en él un clímax arrollador. Su cuerpo se tensó y un placer perfecto se apoderó de él en oleadas de deseo que quería interminables.

Y, cuando por fin volvió en sí y recobró la consciencia, todavía algo aturdido, se derrumbó sobre ella con su nombre en los labios.


Lacey daba vueltas sin cesar. A su lado, Ty dormía profundamente y ella lo envidiaba por ello. Después de hacer el amor con él no una sino dos veces, tenía tantas cosas en la cabeza que no lograba conciliar el sueño y yacía de espaldas sobre las almohadas, intentando sin éxito relajarse.

Agarró el edredón, se arropó bien y respiró hondo. El olor almizcleño del sexo y de Ty llenó sus fosas nasales. De pronto él se puso a roncar, y aquello casi la hizo reírse a carcajadas. Se volvió para mirarlo mientras dormía. ¿Cuántas veces había soñado con ver al hombre del que se había enamorado a los diecisiete años dormido después de hacer el amor?

No sabía en qué acabaría lo suyo. Y tampoco estaba segura de querer saberlo. De momento, sólo quería disfrutar, pero no podría hacerlo hasta que hubiera resuelto cierto asunto personal que tenía pendiente en Nueva York.

Era tarde, algo pasadas las once. Normalmente estaba preocupada con su trabajo, pero esa noche no. Hablaba diariamente con la mujer a la que había dejado a cargo de su empresa. Era una suerte que Trabajos Esporádicos funcionara conforme a los mismos horarios, al menos semanales, si no mensuales, lo que permitía que alguien se ocupara de todo mientras las tareas cotidianas se llevaban a cabo sin tropiezos. Saber que todo iba bien le había permitido mantener la mente despejada durante su estancia allí, en Hawken's Cove.

También le permitía concentrase en Ty y en lo que significaba hacer el amor con él. Aquello suponía que debía enfrentarse a Alex. Eso, al menos, se lo debía.

Se levantó, entró sin hacer ruido en el cuarto de invitados y cerró la puerta para hablar en privado. Tenía el estómago revuelto mientras marcaba el número de Alex y dejaba sonar el teléfono. Una, dos veces. Él contestó al tercer pitido.

– ¿Diga? -dijo, preocupado, aunque no soñoliento. Solía trabajar en casa hasta medianoche, y Lacey sabía que no lo despertaría.

Ella se lamió los labios resecos.

– Alex, soy yo, Lacey.

– ¡Hola!

Se lo imaginó incorporándose sobre las almohadas de color marfil, con la cama llena de carpetas y archivos.


– No sabes cuánto me alegra oír tu voz. Empezaba a pensar que tendría que mandar a alguien en tu busca -dijo. Sus palabras pretendía ser graciosas, pero su tono no lo era.

Una vez más, Lacey percibió una nota de ansiedad en su voz. Imaginaba que no podía reprochárselo, dado que ella había sido deliberadamente vaga acerca de su viaje repentino y sólo lo había llamado una vez.

– No es necesario algo tan drástico, te lo aseguro -ella se apretó con fuerza el pequeño teléfono contra el oído.

– ¿Cuándo vuelves a casa? -preguntó Alex.

– Pronto. El lunes por la mañana tengo una cita a la que no puedo faltar. Después, tendré las cosas más claras -había conseguido que la secretaria de Paul Dunne, de Dunne & Dunne, el administrador del fondo fiduciario de sus padres, le diera una cita.

Al principio, la secretaria había insistido en que no había ningún hueco libre hasta un par de semanas después, pero Lilly le había explicado que iba a pasar poco tiempo en la ciudad y que no podía esperar tanto. La mujer le había hecho un hueco, aunque Lacey había notado que lo hacía de mala gana.

– Bueno, entonces te veré a final de semana, con un poco de suerte -dijo Alex, más animado.

– Umm -a Lacey se le alojó el corazón en la garganta mientras intentaba formar las palabras que debía decir a continuación-. Respecto a volver a verme… Tenemos que hablar.

Lacey odiaba darle la noticia por teléfono. Le debía algo mejor y se lo explicaría todo con más detalle cuando volviera a casa, pero, después de aquella noche con Ty, todo se había hecho claro para ella. No podía permitir que Alex siguiera pendiente de su respuesta, cuando sabía a quién pertenecía su corazón.

Aunque no volviera a hacer el amor con Ty, tenía que acabar con Alex. No había sitio para otro hombre en su vida. Nunca lo había habido.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Alex con voz cortante. Evidentemente, intuía que iba a recibir una mala noticia.

– Te explicaré todo cuando te vea, pero desde que estoy aquí las cosas han cambiado -recogió las piernas bajo ella-. Aunque en realidad no es tanto que hayan cambiado, sino que se han hecho más claras.

– Déjate de rodeos y di de una vez lo que intentas decir.

Ella se envaró al oírlo, pero continuó.

– Ahora sé por qué no he podido comprometerme contigo. Tiene que ver con ciertos sentimientos no resueltos hacia personas de aquí.

– Todos tenemos cuentas pendientes en nuestro pasado -repuso él con un tono que Lacey sólo podía calificar de condescendiente-. Así que soluciónalas y vuelve a casa. Te sentirás mejor cuando volvamos a estar juntos.

Lacey se pasó una mano por el pelo. Alex no la estaba escuchando y ella estaba cada vez más irritada, sobre todo porque no quería hacerle daño teniendo que decirle claramente lo que ocurría.

Él, sin embargo, no le dejaba elección.

– Alex, siento hacer esto por teléfono, pero hemos terminado.

Él soltó una risa áspera.

– Oh, no, de eso nada.

Ella se encabritó.

– ¿Cómo dices?

– Lo que quiero decir es que tienes que pensar lo que estás diciendo.

– Eso es lo único que he hecho desde que me pediste que me casara contigo. Pensar. Y la verdad es que no debería haberme pensado la respuesta. Si te quisiera como te mereces que te quieran, la respuesta habría sido automática -la tristeza por los buenos momentos y la ternura que habían compartido la embargó, pero en el fondo sabía que por fin estaba haciendo lo mejor para ambos.

– Lacey, por favor, deja de decir tonterías. Sea lo que sea lo que está pasando en ese pueblo de paletos…

– Hawken's Cove no es un pueblo de paletos -sintió una pequeña punzada de sorpresa y dolor.

Pero ¿qué esperaba? Había roto con él por teléfono. ¿Creía que él lo entendería y le desearía una vida larga y feliz?

Sin embargo, Alex nunca había sido grosero con ella. Claro que ella tampoco había estado nunca en desacuerdo con él. Al menos, no en algo tan trascendental.

– Pues está claro que esa gente te está haciendo un lío. Volverás a entrar en razón en cuanto regreses.

Ella apretó la mandíbula.

– No cuentes con ello -contestó.

Alex chasqueó la lengua.

– Nadie te querrá nunca como te quiero yo -sus palabras sonaban más como una amenaza que como la mentira que eran, en opinión de Lacey.

– Lo siento, Alex. Te aprecio mucho y sé que te mereces mucho más de lo que puedo darte. Algún día lo comprenderás y me darás las gracias por haber entrado en razón antes de que cometamos un error -dijo ella, intentando mantener la dignidad frente al dolor y la ira de Alex.

– Lo dudo. Y no creo ni por un instante que hayamos acabado.

Lacey se estremeció al oírlo.

– Te equivocas. Hemos terminado -dijo. Necesitaba que ello oyera una vez más-. Adiós, Alex -desconectó la línea y puso el teléfono sobre la cama.

Le dolía terriblemente la cabeza. Volvió en silencio al dormitorio y entró de puntillas. Se metió bajo las mantas y, al acurrucarse entre las almohadas, inhaló el olor reconfortante de Ty.

Se dijo que había hecho lo correcto. Le había contado a Alex la verdad en cuanto ella misma la había sabido. No podía hacer nada más. El tiempo curaría el dolor que él pudiera sentir por su rechazo.

Miró a Ty, se acercó a él y le rodeó la cintura con un brazo buscando consuelo. Porque el tiempo también le diría qué le deparaba a ella el destino.


Ty sacó la sartén del armario, la engrasó con aceite para preparar su patética versión de una tortilla y la colocó sobre la placa. Abrió la nevera para sacar los huevos y descubrió que no había. Masculló una maldición y se puso a registrar la cocina en busca de algo que hacer de desayuno. Pero los armarios también estaban vacíos. No había cereales porque el día anterior se había acabado una caja de Cheerios, ni leche, porque Lilly vivía a base de leche y galletas, y él se acordaba ahora de que no había huevos porque también se los había comido ella. Había prometido ir a comprar algunas cosas después del trabajo, pero se le había olvidado por completo.

Estaba demasiado acostumbrado a vivir solo y a no rendirle cuentas a nadie. La mayoría de las mañanas tomaba un café y un bollo en la cafetería que había junto a su oficina. Pero no todas las mañanas se despertaba abrazado a Lilly, tan contento que no quería moverse.

Cuanto más tiempo había pasado a su lado, con el sexo apretado contra su espalda, más se había excitado. Estaba a un tiempo contento y excitado. Y aquello había bastado para que volviera en sí, sobresaltado, y se obligara a salir de la cama.

No podía acostumbrarse demasiado a sentirse bien. A tener a Lilly a su lado. Sabía muy bien lo rápidamente que cambiaban las cosas, y no para mejor. Ella se iría antes de que se diera cuenta. Así que decidió que era preferible dar vueltas por la cocina fría que desear cosas imposibles.

Al echar una última mirada al frigorífico, comprendió que tendría que ir a hacer la compra si querían comer algo. Además, Digger volvería pronto y también necesitaría pienso, se dijo mientras miraba sus cuencos vacíos. Paseó la mirada por la cocina, miró la sartén colocada encima de la placa, los cuencos de la perra en el suelo, y finalmente volvió a la habitación donde una bella mujer yacía dormida en su cama.

Agarró su chaqueta y se fue en busca de comida, aire fresco y, con suerte, un poco de cordura.


Hunter tiraba de Digger por la acera, delante del bar Night Owl. La perra se paraba cada vez que captaba un olor extraño y Hunter se preguntaba cómo se las ingeniaba Lilly para sacarla todas las mañanas y llegar a tiempo al trabajo. Él llevaba así cuarenta minutos y la perra no había hecho aún sus cosas.

Teniendo en cuenta que se había despertado cara a cara con Su Olorosidad, como había bautizado a Digger, estaba deseando devolvérsela a su dueña.

– ¿Hunter?

Oyó que lo llamaban y al darse la vuelta vio que Molly salía del nuevo Starbucks que había abierto junto al bar.

– Hola -dijo, y su corazón se aceleró al verla vestida con vaqueros ceñidos, camisa de manga larga dorada y un fular a juego que realzaba los reflejos de su pelo.

Ella miró a Digger, que había empezado a husmearle los pies.

– ¿Has adoptado un perro? -preguntó.

– Dios mío, no. El chucho es de Lilly. Ahora iba a devolvérsela y a librarme por fin de ella.

Una sonrisa se dibujo en los labios de Molly.

– Ah, así que te agobian tantas mujeres.

– ¿He dicho yo eso? -preguntó él, riendo.

– Considéralo una intuición femenina -Molly bebió un sorbo de su café.

– ¿Qué tal fue la fiesta de anoche? -preguntó Hunter.

Mientras ella estaba en la fiesta, con Ty y Lilly, él se hallaba rodeado de recipientes de comida china para llevar y archivos llenos de documentos legales. Se había quedado trabajando hasta tarde para preparar la defensa de un hombre acusado del robo de un coche que había llevado a la muerte de una persona. Al final, la estrategia de Hunter se reducía a la confianza en la disposición de su cliente a asumir riesgos con la esperanza de que el jurado se tragara su historia.

Molly se encogió de hombros.

– Estuvo bien. No me gustan mucho las fiestas, pero todos parecían estar pasándoselo en grande -apartó la mirada de la de él.

Hunter se preguntó si las cosas en la mansión se habían desarrollado tan felizmente como a ella le gustaría creer. Ty y Lilly se lo dirían con toda certeza.

– Tengo que llevar a Digger a casa, pero me preguntaba si…

– ¿Sí? -sus ojos se agrandaron.

– Ahora mismo no tengo mucho tiempo libre porque me han adelantado una vista, pero uno tiene que comer y es muy triste hacerlo solo -reconciliarse con Molly no era fácil, pero la noche anterior había decidido que no tenía elección.

– ¿Ésa es tu patética forma de pedirme una cita? -preguntó ella.

– Pues sí. No es una de esas preguntas en broma para que me dejes plantado con dos palmos de narices -dijo, muy serio-. Ni me refiero a llevar la comida a tu casa para que Anna Marie pueda escucharnos y tomar apuntes. Me refiero a una conversación de verdad.

La víspera, mientras planificaba la defensa de su cliente, sus pensamientos volvían una y otra vez hacia Molly y hacia los paralelismos que había entre aquel caso y su propia vida. ¿Podía pedirle a otra persona que se arriesgara cuando él era incapaz de hacer lo propio? En aquel momento había decidido perseguir lo que quería y arriesgarse al rechazo que llevaba años evitando.

No había pensado, sin embargo, que la oportunidad se le presentaría tan pronto. Pero, como le recordaba el regreso de Lilly, la vida era cuestión de arriesgarse.

A pesar de que la perra tiraba de la correa y de su propio deseo de echar a correr antes de que Molly contestara, Hunter corrió un riesgo más y la tomó de la mano.

– ¿Qué me dices? ¿Cenamos juntos?

Ella lo sorprendió asintiendo con la cabeza.

– Sí, me gustaría.

El miró sus manos entrelazadas.

– A mí también.

La perra empezó a tirar con más fuerza. Saltaba a la vista que no le gustaba que la ignoraran. Hunter no sabía cómo decírselo a Digger, pero Molly era mucho más guapa (y olía mejor) que ella.

Señaló a la perra.

– Tengo que llevarla a casa. ¿Te recojo esta tarde a las siete? -preguntó.

– Estaré lista. Pero dime que es una cita informal porque preferiría no tener que ponerme de punta en blanco, si no te importa -se pasó una mano por los vaqueros-. Éste que ves es mi verdadero yo.

Molly, siempre segura de sí misma, hablaba indecisamente, como si el hecho de que la viera con ropa informal pudiera hacerle cambiar de idea. Por el contrario, excitaba aún más a Hunter.

– Entonces… ¿te apetecen una pizza y una cerveza? -preguntó-. Porque eso es más propio de mi verdadero yo que el tipo trajeado al que ves todos los días -la miró y guiñó un ojo. Se alegró de ver que ella se sonrojaba.

Molly se echó a reír.

– Menos mal -lo saludó con la mano y se alejó calle abajo. Hunter se quedó admirando el contoneo de su paso al caminar.

Tiró de la correa para apartar a Digger de un envoltorio que alguien había tirado a la acera y dobló la esquina camino de la casa de Ty. Pero no podía olvidarse de Molly ni del hecho de que por fin parecieran estar haciendo algún progreso en lo que a conocerse mejor se refería, por pequeños que fueran los pasos.

Empezó a subir las escaleras y Digger saltó inmediatamente delante de él y le quitó la correa de las manos.

– Y yo que creía que te trataba muy bien -masculló Hunter mientras la perra se alejaba corriendo de él-. Por lo menos algunas empiezan a apreciar mis encantos.

Digger se alzó sobre las patas traseras y arañó la puerta. Sus ansias por entrar habrían resultado ridículas de no ser tan patéticas.

Hunter llamó a la puerta y, al ver que nadie respondía, sacó su llave del bolsillo.

– Listos o no, allá voy -dijo alzando la voz con la esperanza de no estar a punto de sorprender a sus dos mejores amigos en una situación embarazosa.

Había bajado la mirada con intención de deslizar la llave en la cerradura cuando se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada, pero no con llave.

– ¿Qué demonios…?

La puerta, cuya cerradura alguien había forzado con una palanca, se abrió de par en par en cuanto giró el pomo. Un instante después, un golpe de humo le dio en la cara y estuvo a punto de derribarlo. Digger, de quien Hunter ya había perdido el control, entró corriendo en el apartamento lleno de humo antes de que él pudiera detenerla.

– ¡Lilly! ¡Ty! -Hunter entró, pero el humo, que le hacía arder los ojos, lo obligó a retroceder. Tenía el corazón en la garganta y el pánico empezaba a apoderarse de él-. ¿Hay alguien ahí? -gritó antes de respirar hondo.

Nadie contestó. Golpeó la puerta con el codo. El humo era tan denso que le impedía entrar, pero estaba decidido a intentarlo. Antes de que pudiera dar un paso más, sin embargo, oyó ladridos y un estruendo, como si alguien se hubiera tropezado con algo.

– ¿Lilly? -gritó.

Un instante después, Digger apareció corriendo hacia él. Lilly iba detrás de ella, tambaleándose.

Hunter la agarró del brazo y la sacó del apartamento. Con Digger a su lado, corrieron afuera en busca de aire fresco, aporreando las puertas de los vecinos al pasar.

Lilly se dejó caer en la hierba, tosiendo, mientras Hunter llamaba a emergencias desde el móvil.

– ¿Estás bien? -preguntó él. Entre tanto, Digger lamía la cara de su dueña. Lilly luchó por levantarse, pero él la empujó suavemente para que se tumbara en el suelo-. Descansa -le ordenó. Miró hacia el edificio y vio con alivio que los demás inquilinos ya estaban en la acera.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lilly.

Él se encogió de hombros.

– Ni idea. Te traía a la perra. He llamado a la puerta pero nadie contestaba, así que he entrado y todo estaba lleno de humo. Aunque me fastidie admitirlo, puede que Su Olorosidad te haya salvado la vida.

– Tú también me la has salvado. Has aparecido justo a tiempo -Lilly exhaló trabajosamente y volvió a toser. Agarró a su perra y la abrazó con fuerza, apretándose su cuerpo peludo contra el pecho.

A Hunter, la adrenalina le corría aún por el cuerpo enloquecidamente. Antes de que pudiera responder, sonaron las sirenas de los bomberos y el camión rojo apareció en la calle.

¿Qué demonios había pasado?, se preguntaba, y confiaba en que pronto tendrían la respuesta. Porque, si hubiera pasado un minuto más hablando con Molly, quizás no hubiera llegado a tiempo de encontrar viva a Lilly.

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