Ty llamó una vez a la puerta de Lilly y entró sin esperar respuesta. Tenían que hablar. Sobre todo, necesitaba estar con ella y saber que se encontraba bien. Pero, cuando entró en la habitación y cerró la puerta, se dio cuenta de que ella dormía profundamente, tumbada sobre su antigua cama.
Ty sonrió, se sentó a su lado y contempló cómo subía y bajaba su pecho. Su rostro era tan apacible, tan bello… Le dolía el corazón con sólo mirarla. Lejos de deshacerse de su obsesión al hacer el amor con ella, se había enamorado más profunda e intensamente. Alargó el brazo, le apartó el pelo de la mejilla y dejó que sus dedos se demoraran un momento sobre su piel suave.
Se preguntaba qué pensaba ella de que hubieran estado juntos la noche anterior. Y tenía curiosidad por saber qué iba a hacer con su novio ahora que había estado con él. Quería encontrar respuesta a todas aquellas preguntas, aunque presentía que ninguna de ellas importaba. Al menos, para su futuro.
Ya siguiera con aquel tipo o no, Lacey tenía en Nueva York un negocio que lo era todo para ella. Una vida que había creado sin él. ¿Qué tenía allí? Recuerdos dolorosos y un tío que parecía quererla muerta. Ty dudaba de que él tuviera suficiente tirón para contrarrestar todos esos obstáculos.
Pero, de momento, tenían cosas más importantes en que pensar que lo suyo. Su prioridad tenía que ser demostrar que su tío se encontraba detrás de las dos intentonas contra su vida.
Un par de llamadas telefónicas que había hecho horas antes le confirmaron que, aunque alguien había entrado por la fuerza en su casa, no había huellas dactilares. Ni pista alguna. Ty sabía que alguien tenía que haber estado vigilando a Lilly, a la espera de su oportunidad para atacar. Su visita a la tienda de esa mañana no había sido rutinaria, así que, a no ser que hubiera alguien fuera del apartamento, nadie habría sabido o podido prever que dejaría sola a Lilly. La policía estaba investigando, pero ello no reconfortaba a Ty mientras el culpable siguiera en la calle.
Lo único que intuían era que, como asesino, su tío estaba resultando ser un inepto. Por suerte.
Ty decidió en ese preciso instante llamar a Derek, su ayudante, y dejar el negocio en sus manos durante una temporada. Hasta que todo aquel lío con Lilly se resolviera, no pensaba moverse de su lado.
Y pensaba empezar enseguida, se dijo mientras se tumbaba sobre las mantas y se ponía una almohada bajo la cabeza. Luego rodeó a Lilly con un brazo, la apretó contra sí y se acomodó para pasar la noche.
Lo siguiente que supo fue que el sol entraba por la persiana subida. Lilly yacía a su lado, de frente a él y, cuando se movió, su rodilla entró en contacto con el muslo de él.
Ella abrió los ojos, lo miró fijamente y una cálida sonrisa curvó sus labios.
– Vaya, qué sorpresa -murmuró.
– Vine a invitarte a tomar leche con galletas en la cocina y a charlar un rato, pero ya estabas dormida.
– Así que decidiste quedarte -la risa bailaba en sus ojos marrones. Su alegría por encontrarlo allí era evidente.
Una oleada de placer inundó a Ty.
– Ésta es mi habitación.
Ella se rió.
– Bueno, ahora al menos sé por qué he dormido tan bien.
– Me tomaré eso como un cumplido -dijo él mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano. No veía razón alguna para asustarla diciéndole que pensaba ser su guardaespaldas veinticuatro horas al día-. En serio, ¿estás bien? -preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
– Los sanitarios dijeron que sí y, después de la cena de tu madre, estoy aún mejor.
Saltaba a la vista que no quería entrar en detalles, pero tenían que hablar de algunas cosas importantes.
– No me refería a si estabas bien físicamente.
Lacey tragó saliva.
– Lo sé. Intento no pensar en ello -reconoció.
– Ojalá ésa fuera la solución -Ty hizo una pausa y luego preguntó-: ¿Has hecho testamento?
Ella parpadeó, sorprendida por su pregunta.
– Pues sí. Lo hice hace poco. Alex me dijo que cualquiera que tenga un negocio debe prever cualquier eventualidad.
Alex. Otra cosa de la que tenían que hablar. Esta vez, era él quien deseaba evitar aquella conversación. Viniendo de Lilly, el nombre de aquel tipo le recordó mejor que cualquier otra cosa que ella tenía otra vida, y todo dentro de él se heló.
Se aclaró la garganta.
– El testamento asegura que todas tus posesiones pasen a quien tú quieres. Lo que significa que tienes que reclamar el fondo fiduciario enseguida. En cuanto lo hagas, tu tío no tendrá ningún derecho a él. No tendrá razones para matarte con la esperanza de apoderarse del dinero -hablaba en tono serio y profesional.
Luego se incorporó con intención de levantarse de la cama. Estaban demasiado cerca, había entre ellos demasiada intimidad como para que se sintiera a gusto.
Ella le tocó la espalda, y él sintió su mano cálida a través de la camisa.
– Escucha, Ty…
– Tu cita es por la mañana, ¿no? -preguntó él, interrumpiéndola.
– Sí. Luego hablaremos un poco más sobre el fondo fiduciario y sobre mi tío. Ahora, necesito que me escuches -hizo una pausa-. Por favor -añadió en tono suplicante.
Ty nunca podía negarle nada. Volvió a tumbarse y se quedó mirando el techo.
– Te escucho.
Ella respiró hondo.
– Ayer por la noche llamé a Alex después de que te durmieras.
El se volvió para mirarla. Con su pantalón de pijama de franela y su camiseta de hombre, parecía tan tierna y vulnerable que tuvo que recordarse que era él quien tenía la cabeza en la picota.
– Rompí con él -dijo ella, pillándolo por sorpresa.
Ty intentó no reaccionar exageradamente ante la noticia. No podía permitirse abrigar esperanzas de que la decisión de Lilly afectara a su vida. Pero no pudo controlar el brote de esperanza alojado en su pecho.
Las mejillas de ella se cubrieron de rubor mientras explicaba:
– A pesar de lo que ha pasado entre nosotros, no soy de las que engañan a sus parejas.
– Lo sé -al oír a Lilly, Ty se dio cuenta de que él no había vuelto a ponerse en contacto con Gloria. Ni una sola vez desde el regreso de Lilly. Tenía mucha cara por preocuparse por la vida amorosa de Lilly cuando él no había puesto la suya en orden.
Ella se mordió el labio inferior y se quedó pensando un momento antes de continuar.
– Después de estar contigo, no podía fingir que él no existía, ni tampoco seguir como hasta ahora.
– ¿Y cómo era eso? -preguntó Ty.
– Bueno, estaba evitando responder a su proposición de matrimonio y ahora sé por qué.
«Matrimonio», pensó él, y notó que se le encogía el estómago.
– No sabía que fuera tan en serio.
Ella seguía teniendo una mirada solemne y una expresión aún más seria. Asintió con la cabeza.
– Era una relación importante para mí, no puedo negarlo -se puso a juguetear con el edredón-. No tengo muchos amigos íntimos en la ciudad. Mi trabajo no es muy propicio para conocer gente y no suelo ir a los bares. Alex y yo teníamos muchas cosas en común, al menos en apariencia.
Ty odiaba oír hablar de aquel tipo y sin embargo sabía que tenía que escuchar, si quería saber qué movía a Lilly a actuar.
– Entonces, ¿por qué no le dijiste que sí antes de que apareciera yo?
Ella sonrió amargamente.
– Es un buen hombre y me quiere. Y me daría una vida segura y cómoda. Pero siempre he sabido que faltaba algo.
Él se preguntó si se arrepentiría de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Y qué era?
– Que Alex no eras tú -Lacey alargó la mano y tocó su mejilla. Aquel sencillo gesto traspasó las barreas de Ty y le llegó al corazón.
Todos sus instintos le decían que se apartara. Él se enorgullecía de poseer una intuición sólida y certera, pero no le sorprendió que Lilly pudiera vencerla. Con un gruñido se tumbó y la estrechó entre sus brazos al tiempo que la besaba.
Sintió desesperación en el beso de Lilly y en el modo frenético en que le tiraba de la ropa. Su deseo era tan fuerte como el de él. Sólo cuando estuvieron desnudos y sus pieles cálidas se tocaron, Ty pudo calmarse un poco. Lo suficiente para recordar que quería sentir cada instante que pasara con ella.
Y así fue, desde los juegos preliminares al clímax, cuando se perdió en su sexo húmedo y caliente y ella le clavó los dedos en la espalda. Se quedaron tumbados un rato, saboreando aquel instante; luego, Ty fue un momento al cuarto de baño y regresó para tumbarse de nuevo en la cálida cama.
Lacey se acurrucó a su lado, de espaldas.
– No puedo creer que tuvieras preservativos -dijo, riendo.
El sonrió.
– Los bomberos dijeron que recogiera todo lo que necesitara porque quizás no pudiera volver al apartamento durante una temporada -se encogió de hombros-. Así que me llevé lo importante.
– Qué malo eres -se echó hacia atrás, apretando con el trasero la entrepierna de Ty, que había empezado a endurecerse de nuevo.
– No, soy bueno. Y listo -le dio un beso en la parte de atrás de la cabeza.
– Y vanidoso -dijo ella en broma-. Pero tenemos que irnos.
Adiós a un segundo asalto, pensó él con sorna.
– ¿Vas a venir conmigo a conocer al administrador?
– Ya le he dicho a Derek que se encargue del negocio unos días. Hasta que descubramos quién hay detrás de los intentos contra tu vida, no voy a apartarme de tu lado.
Sólo deseaba que ella no quisiera apartarse del suyo.
– Te lo agradezco -murmuró Lilly.
Mientras ella volvía a adormilarse en sus brazos, Ty se preguntó por qué no se conformaba con eso.
Lacey se duchó y se vistió rápidamente. Ahora, mientras Ty y ella eran conducidos al despacho de Paul Dunne, el hombre que había administrado el fondo fiduciario desde la muerte de sus padres, no podía evitar estremecerse.
Sabía por el solo hecho de que hubiera sido nombrado administrador que aquel hombre tenía que ser alguien en quien sus padres confiaban. Sabía también que no había tenido relación alguna con él, ni entonces ni ahora. No había pensado mucho en ello cuando era niña, pero ese día sí. Paul Dunne la había dejado al cuidado de su tío y, si alguna vez se había preocupado por su bienestar, lo había hecho desde lejos. Seguramente había aceptado la palabra de Marc Dumont de que era una chica problemática. Pero comprender todo aquello no hacía que sintiera simpatía por aquel hombre, aunque no lo conociera en absoluto.
La mujer que los había recibido en recepción llamó a la puerta cerrada y entró, dejando que Ty y ella esperaran en el pasillo. Un momento después volvió a salir.
– El señor Dunne los recibirá ahora.
– Gracias -Lacey entró seguida por Ty.
Un hombre mayor, con el pelo cano y un traje azul marino se levantó para saludarlos.
– Lillian, es un placer conocerte por fin -rodeó la mesa y le estrechó la mano-. Me alegré muchísimo al saber que estabas viva después de tanto tiempo. Tienes que contarme dónde has estado todos estos años.
Lacey compuso una sonrisa.
– El pasado, pasado está. Prefiero mirar al futuro -le contestó-. ¿No nos hemos reunido para eso? ¿Para que pueda explicarme cuáles eran los deseos de mis padres y qué va pasar a partir de ahora?
Él asintió con la cabeza.
Lacey se tomó aquello como una invitación y se sentó en una de las dos grandes sillas que había frente a la mesa de madera antigua de Dunne. De nuevo, Ty la siguió y tomó asiento en la otra silla. Lacey cruzó las manos sobre el regazo y esperó a que el administrador hablara.
Como si notara su malestar, Ty alargó el brazo y cubrió su mano con la suya, más fuerte y cálida, para darle ánimos. Ella se lo agradeció más de lo que él creía.
Dunne carraspeó.
– Empezaré encantado. Sin embargo, preferiría discutir estos asuntos en privado -dijo con la mirada fija en Ty.
Era evidente que quería que Ty saliera del despacho, pero Lacey decidió que era ella quien mandaba. Estaba demasiado nerviosa para recordar lo que se dijera en aquella habitación y otro par de oídos la ayudaría a retenerlo en la memoria. Además, el aura de frialdad de Paul Dunne le daba escalofríos. Y, por último, quería que Ty estuviera allí por las cosas extrañas que le pasaban últimamente. O estaba con personas a las que conocía bien y en las que confiaba, o no estaba con nadie.
– Ty se queda -insistió.
Dunne asintió con la cabeza.
– Como quieras -se acomodó en su silla y sacó un legajo de papeles con ribete azul-. Éstas son las últimas voluntades de tus padres.
Leyó los términos elementales del testamento y Lacey descubrió que, además de la enorme suma de dinero del fondo fiduciario, la casa de sus padres también pasaría a ella. Asombrada, apenas oyó el resto.
Dunne concluyó por fin.
– ¿Entiendes lo que acabo de leer?
Ella negó con la cabeza.
– Lo siento. ¿Podría repetirlo?
– El meollo de la cuestión es que debes reclamar el dinero en persona el día que cumplas veintisiete años o con posterioridad, en cualquier momento. Si murieras antes de esa fecha, el dinero se dividiría entre los hermanos de tu padre, Robert y Marc.
Lacey sacudió la cabeza.
– Eso no puede ser. Mi tío Marc siempre decía que heredaría cuando cumpliera veintiún años -de hecho, Dumont contaba con que para entonces le hubiera cedido legalmente la administración del dinero. El día que oyó aquella conversación todavía seguía grabado vivamente en su memoria.
A su lado, Ty guardaba silencio.
Paul Dunne juntó los dedos y la miró a los ojos.
– Te aseguro que ésos eran los deseos de tus padres. No me explico por qué tu tío te dijo otra cosa.
– Seguramente porque esperaba convencerla de que confiara en él hasta el punto de cederle su dinero cuando era todavía muy joven -masculló Ty, asqueado.
Lacey asintió. El razonamiento de Ty tenía perfecto sentido, pero el administrador movió la cabeza negativamente.
– Lillian, debes admitir que fuiste una adolescente difícil. Estoy seguro de que, si tu tío te dijo eso, fue sólo porque sabía que alguien con tu, digámoslo así, falta de madurez lo necesitaba más de lo que creía.
Ella se levantó del asiento.
– ¿Justifica usted que me mintiera? -por no mencionar que aquello confirmaba lo que ya pensaba de Paul Dunne. Aquel hombre era un burócrata al que ella había importado un bledo siempre, tanto de niña como ahora.
– Claro que no. Sólo estoy ofreciendo una explicación plausible. Las mentiras de tu tío eran innecesarias. Siempre y cuando las cosas sucedieran como tú las recuerdas. ¿No es posible que, con el trauma de perder a tus padres, estuvieras confusa?
Lacey dio un paso adelante al tiempo que Ty se levantaba y la enlazaba por la cintura para sujetarla.
– Creo que especular sobre el pasado es inútil. Lo que Lilly necesita ahora es que le explique qué pasos tiene que seguir para reclamar el dinero el día que cumpla veintisiete años, que es…
– El mes que viene -dijo ella, que de pronto había cobrado conciencia de las demás cláusulas del testamento de sus padres-. ¿Por qué veintisiete? ¿No es un número extraño?
Paul enderezó sus papeles.
– No es extraño que los padres y tutores pospongan la entrega del dinero a sus hijos hasta que son adultos. En este caso, se han pagado asignaciones anuales extraídas de los intereses que generaba anualmente el capital. Las asignaciones estaban destinadas al cuidado y mantenimiento de la casa y las tierras y se pagaban a tu tutor, Marc Dumont. Tu tutor también tenía el derecho a solicitar dinero a discreción del fideicomisario para tu cuidado -Lacey hizo lo posible por contener un bufido-. Pero, para responder a tu pregunta, la razón por la que no puedes reclamar el dinero hasta que cumplas veintisiete años es que tus padres querían que tuvieras tiempo para vivir de verdad. Querían que fueras a la universidad, o a Europa, y esas cosas, mientras fueras joven. Todo ello se habría sufragado con los intereses, de acuerdo con las estipulaciones del fondo fiduciario. Querían que aprendieras a vivir antes de heredar. Temían que, si no, pudieras gastarte el dinero con poca sensatez.
– Qué poco sospechaban cómo acabarían siendo las cosas -le dijo ella a Ty.
Se pasó las manos por los brazos. Sus padres habían querido que tuviera experiencias valiosas y ella había tenido más de las que hubieran podido imaginar. En vez de ir a la universidad, había acabado en Nueva York y apenas había logrado sobrevivir, gracias a su tío y presunto tutor.
Ty la atrajo hacia sí. Su fuerte presencia era lo único que la impedía desmoronarse.
– Aun así, ¿veintisiete no es un número raro? ¿No podrían haber elegido un número como veinticinco? ¿O treinta? -preguntó Ty.
– Tu madre era una mujer sentimental. Conoció a tu padre a los veintisiete años. Se casaron un veintisiete de abril -Dunne se encogió de hombros-. Y tu padre vivía para complacerla -explicó.
– Es una lógica curiosa -dijo Ty.
Oír hablar de sus padres hizo que Lilly sintiera un nudo en la garganta, y sólo fue capaz de asentir con la cabeza.
– Entonces, ¿puede venir a firmar los papeles el día de su cumpleaños? -preguntó Ty, que obviamente comprendía que ella era incapaz de formular la pregunta.
– Es un poco más complicado, pero básicamente sí. Cuando firme, habrá que trasladar los papeles al banco. Luego podrá disponer de su dinero -Dunne se aclaró la garganta-. Ahora, si me disculpáis, tengo otra cita para la que debo prepararme.
Lacey no estaba dispuesta a que los despidiera.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando exactamente?
– Bueno, los tipos de interés han fluctuado con los años -Paul Dunne toqueteó su corbata-. Pero aproximadamente de dos millones y medio de dólares.
Y Lacey sabía que sólo tenía que mantenerse con vida para reclamarlos.
Salieron del despacho de Dunne y Ty la condujo a la calle. Sabía que estaba alterada por todo lo que había oído, sobre todo por haber heredado la casa de sus padres. Pero sabía también que no debía sacar a relucir ese asunto de momento. Lilly necesitaba tiempo para asimilar la noticia.
Ty se paró en la tienda que había junto al bufete y le compró una botella de agua antes de que se montaran en el coche.
– ¿Estás bien? -preguntó mientras abría la botella y se la daba.
Ella asintió con la cabeza y bebió un poco.
– Decir que esto es surrealista es poco, ¿no crees?
– Es una forma de describirlo.
Ella agarró con fuerza la botella.
– Los términos del testamento son una prueba. El tío Marc está empeñado en que no viva para cumplir los veintisiete años.
Él dejó escapar un gruñido. Odiaba tener que darle la razón. Pero no le quedaba más remedio.
– No sé quién más podría ser. Pero tu tío no va a ponerte la mano encima.
Ella sonrió por primera vez desde que habían entrado en el despacho.
– ¿Qué haría yo sin ti? -preguntó y, llevada por un impulso, se inclinó y le besó en la mejilla.
Él, desde luego, no quería averiguarlo, pero ambos sabían que Lacey sobreviviría perfectamente. Ya había demostrado que podía hacerlo.
Ty se concentró en arrancar el coche.
– Creo que deberíamos volver a casa de mi madre. Puedes salir a dar un paseo con Digger, descansar un poco esta tarde y luego venir conmigo al Night Owl. Tengo que hacer el turno de noche y tú tienes que salir a conocer gente.
– ¡Uy, una noche fuera! ¡Me muero de ganas! -Lacey se animó un poco e irguió los hombros al pensarlo-. ¿Crees que podré echarte una mano? Estoy harta de no hacer nada.
Otra señal de que su pequeño idilio pronto tocaría a su fin, pensó Ty.
– Estoy seguro de que podrás convencer al encargado de que te deje trabajar un poco.
Porque daba la casualidad de que esa noche el encargado era él, y no podía negarle nada a Lilly. Ni siquiera que regresara a Nueva York y a la vida que tanto amaba.
Marc se había tomado la mañana libre en el trabajo para ir a probarse el esmoquin de la boda, que seguía fijada para el primer día del mes siguiente. Naturalmente, no le había dicho aún a su futura esposa que el cumpleaños de Lilly unos días antes garantizaría el que no sólo no dispusiera del dinero de su herencia, sino tampoco de un lugar donde vivir. Lilly heredaría la mansión, como era lógico, y él se vería en la calle. Daba por sentado que su sobrina no permitiría que se quedara, y él jamás pediría semejante privilegio. Ciertamente, no se había ganado ningún derecho.
Ya había estado viendo alquileres de lujo más cerca de Albany. Por suerte, su salario le permitía llevar un tren de vida desahogado. No sabía, sin embargo, si Francie, para la que nada nunca parecía ser suficiente, se conformaría con eso. Marc ignoraba por qué la quería, pero así era. Con defectos y todo. Tal vez perderla sería su castigo por pecados pasados, pensó no por primera vez. También quería a Molly, la hija de Francie, y estaba seguro de que la perdería en cuanto ella asumiera la fea verdad sobre su relación pasada con Lilly.
Entró en la larga avenida que llevaba a la casa y al instante se dio cuenta de que tenía compañía. El Cadillac negro señalaba la presencia de un visitante impertinente. Un visitante al que había estado ignorando deliberadamente desde que recibiera su mensaje exigiendo una cita. Marc no tenía nada que hablar con Paul Dunne. En lo que a él concernía, aquel hombre había cavado su propia tumba al desviar fondos de la herencia de Lilly durante años.
Marc aparcó junto al coche de Dunne y salió al aire fresco del otoño.
– Has estado evitándome -dijo Dunne.
– Porque no tenemos nada de que hablar.
Dunne levantó una ceja.
– Por lo visto no vives en el mundo real, pero tengo intención de aclararte unas cuantas cosas, y voy a empezar ahora mismo.
Marc se metió las llaves en el bolsillo.
– ¿Sabes qué? No tengo tiempo para esto -dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.
– Pues sácalo de alguna parte -Paul lo detuvo agarrándolo del brazo-. Lillian no puede vivir para ver su veintisiete cumpleaños.
Marc se volvió lentamente.
– ¿Estás loco? Malversar dinero ya es bastante grave. ¿Quieres añadir el asesinato a tu lista de hazañas?
Paul soltó una carcajada. Sus ojos parecían llenos de una determinación enloquecida.
– Claro que no. Pienso añadirlo a la tuya.
– Sí, ahora veo que has perdido la cabeza -Marc tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para no mostrar el temor que le causaban las palabras de Dunne. Debía mantener la calma y disuadirlo, pero primero tenía que descubrir qué estaba tramando.
Marc se quedó callado un momento a propósito, esperando la explicación de Dunne.
– La chica no puede heredar. Es así de sencillo.
– ¿Por qué? ¿Porque, en cuanto herede, descubriría que falta dinero y tú serás detenido y enviado a prisión? -nada haría más feliz a Marc.
– Porque preferiría de lejos que tú heredaras el cofre del tesoro. Tengo tantas cosas contra ti como tú contra mí. Lo que significa que sé que no me denunciarás a las autoridades -dijo Dunne con excesiva satisfacción. Se frotó las manos, no porque hiciera frío, pensó Marc, sino porque estaba seguro de llevar las de ganar.
Marc tragó saliva. Quería todas las cartas sobre la mesa. Sin sorpresas.
– ¿Qué es lo que crees saber?
Paul sonrió con expresión malvada.
– Sé que mentiste a Lillian sobre la edad a la que heredaría para poder manipularla y que te cediera el control del dinero, a ti, su querido tío. Y, como eso no funcionó, sé que tu verdadera personalidad salió a flote y que maltrataste a la pobre chiquilla. Y sé que básicamente se la vendiste a Florence Benson.
Marc se apoyó contra el maletero de su coche para no tambalearse.
Paul levantó la vista hacia el cielo despejado como si reflexionara.
Marc dudaba de que necesitara tiempo para pensar. Seguramente sólo quería prolongar la agonía.
– Ah, ¿he mencionado ya que estoy al corriente de cómo manipulaste y sobornaste a la gente del sistema de hogares de acogida para que Daniel Hunter fuera apartado de la casa de los Benson? En resumidas cuentas, lo sé todo sobre ti.
Mientras pensaba en todo lo que tenía que perder (su trabajo, su reputación y su prometida) el miedo comenzó a apoderarse de él, lentamente al principio, para estallar por fin en el interior de su cabeza.
– Muy bien -replicó-. Estamos en tablas. Tú no me denuncias a mí y yo no te denuncio a ti.
– Estupendo. Ahora, hablemos de cómo vamos a conseguir que heredes tú y no Lillian. Tienes que encargarte de ella. Y para siempre.
– Demonios, no -dijo Marc, sintiendo una náusea-. Prefiero que cuentes lo que sabes y arriesgarme con lo que puedes o no puedes probar a hacerte el trabajo sucio.
Paul irguió los hombros. Como si sintiera el miedo de Marc, se acercó a él, agobiándolo con su presencia.
– Ya he intentado hacer las cosas a mi modo, pero he llegado a la conclusión de que, cuando contratas a alguien, o se juegan algo importante o, si no, reina la incompetencia.
– ¿Hiciste que alguien intentara atropellada en el centro comercial? ¿Y que prendiera fuego al apartamento de Benson? -preguntó Marc, comprendiendo de pronto.
Paul ni confirmó ni negó sus acusaciones, pero Marc comprendió que había dado en el clavo.
– Eres repugnante -masculló.
– Soy práctico, como tú antes. La abstinencia ha embotado tu mente.
Marc sacudió la cabeza.
– Me ha hecho humano.
El administrador se encogió de hombros.
– Ocúpate de que Lillian sufra un desafortunado accidente o lo haré yo. ¿Y a quién crees que culparán cuando muera? A su tío, por supuesto -dijo al instante-. A fin de cuentas, tu reforma debe de ser fingida. Querías el dinero desde el principio, y así tendré que decírselo. Y ahora necesitas el dinero para mantener a esa avariciosa prometida tuya, o la perderás. A mí eso me parece un móvil. Ay, y no te preocupes por tu hermano. Yo me encargo de que reciba dinero suficiente para cuidar de su mujer. No harás más preguntas. Robert ha sido siempre un memo. Ni siquiera sabe cuánto dinero hay en el fondo fiduciario.
Una rabia antigua se apoderó de Marc al recordar los años que llevaba tratando con aquel hombre. Cada vez que necesitaba dinero, tenía que hablar con Paul. Le había pedido dinero años antes, y Dunne se lo había dado, usando los intereses del capital en depósito de Lilly. Marc había pagado a Florence Benson con ese dinero. No era de extrañar que Dunne se hubiera preocupado de averiguar para qué lo quería.
Bajo el traje, Marc empezó a sudar y el deseo de tomar una copa nubló su cerebro.
– Tengo que irme. No hace falta que tomes una decisión ahora. Vuelve a llamarme. Todavía faltan semanas para el cumpleaños de Lilly -Paul le dio una palmada condescendiente en la espalda. Marc se apartó de él-. Si te portas bien, puedes consolarte con la idea de que no tendrás que desengancharte de tu afición al alcohol en prisión. Eso no sería nada agradable -Paul dio media vuelta y se encaminó a su coche; subió a él y encendió el motor.
Saludó con la mano como si hubieran mantenido una conversación cordial y se alejó por la larga avenida, dejando a Marc solo para que sopesara su destino, que parecía más negro con cada minuto que pasaba.
Marc estaba arrinconado y aquel indeseable lo sabía. Todas las alternativas conducían al mismo resultado. Podía hacer lo que le pedía Paul y no volver a mirarse al espejo, lo cual posiblemente no importaría porque acabaría en prisión, o acabar de todos modos en la cárcel gracias a las presuntas pruebas y a la reputación estelar de Paul Dunne en el pueblo.
– Maldita sea -dio una patada a la rueda, pero sólo consiguió hacerse daño en el dedo gordo.
Hizo una mueca de dolor y caminó lentamente hacia la casa. En otro tiempo, la mansión había representado todo cuanto deseaba en la vida. Ese día, la vieja casona se alzaba únicamente como una deslumbrante demostración de lo que los celos hacia su hermano habían hecho de su vida. Resultaba irónico que, ahora que ya no soportaba mirar aquella casa, estuviera destinado a perderla, junto con todo lo demás.
A menos que encontrara un modo de engañar a Paul Dunne. Era o eso o ceder a sus exigencias. Menuda disyuntiva, pensó. Por desgracia, no era más que lo que se merecía.