Prólogo

El cielo estaba negro azabache. No había estrellas. Ni luna. Ni luz que los delatara. Tyler Benson subía hacia lo alto del acantilado con Lilly a su lado. Daniel Hunter, su mejor amigo, se había quedado rezagado. Lilly se agarraba a la mano de Ty y de vez en cuando se la apretaba para mostrarle su miedo. Si no, Ty pensaría que aquélla era simplemente otra de sus aventuras. Pero él sabía que no.

Pronto arrancaría el coche, metería la primera marcha y saltaría antes de que se precipitara por el acantilado, hacia las aguas turbias de la cantera. Después, se denunciaría la desaparición de Lilly Dumont. El coche de su tío sería encontrado en el fondo de la laguna. O no. Nunca se recuperaría el cuerpo. Lilly se iría a Nueva York, tomaría el nuevo nombre que habían elegido entre los tres y Ty no volvería a verla.

Y todo para que Lilly no tuviera que abandonar la seguridad del hogar de acogida de la madre de Ty y regresar a casa del canalla de su tío y sufrir nuevos abusos. Sólo tenía diecisiete años. Si volvía con su tío, no sobreviviría ni un mes, y mucho menos un año. Aquel hombre no la quería a ella, quería su herencia, se decía Ty.

– ¡Date prisa, Daniel! -le gritó Lilly a Hunter, rompiendo el silencio. Seguramente le asustaba que se perdiera en la oscuridad.

– Me llamo Hunter -masculló su amigo y hermano de acogida lo bastante alto como para que lo oyeran.

Ty sonrió. Después de que Ty le dijera que se hiciera llamar por su apellido, los chicos de la escuela dejaron de llamarlo «Danny Boy» y Hunter dejó de intentar moler a palos a todo el que se le ponía por delante. Hunter y Ty eran como auténticos hermanos, y Ty cuidaba de los suyos. Hunter hacía lo mismo, por eso se había quedado rezagado, para que Ty dispusiera de aquellos últimos minutos a solas con Lilly.

La chica a la que ambos amaban.

Hunter nunca se lo había dicho, pero Ty lo sabía. No estaba seguro, en cambio, de que Lilly lo supiera. Era tan inocente a pesar de su actitud… Por eso Ty se preocupaba tanto por ella. No eran novios, pero eran algo.

Lástima que no fueran a tener tiempo para descubrir qué era ese algo.

El colgante que Ty había comprado para Lilly le quemaba el bolsillo. Lo había comprado para que ella no lo olvidara. Nunca. Se le encogió el estómago y se detuvo de repente.

Lilly chocó con él.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué te paras? Todavía no hemos llegado.

Ty tragó saliva con esfuerzo.

– Sólo quería darte una cosa -hablaba en voz baja, aunque sabía que no había por allí nadie que pudiera oírlos.

Hunter, que estaba al corriente de lo que había planeado, esperaba en alguna parte, tras ellos.

Ty se metió la mano en el bolsillo y sacó el corazoncito de oro. Un sonrojo ardiente lo inundó cuando extendió la palma de la mano. Por suerte estaban a oscuras y ella no podía ver cómo le ardían las mejillas.

– Ten -murmuró. No era gran cosa y aquello lo avergonzaba tanto como darle el regalo.

Lilly aceptó el pequeño colgante. Aunque apenas veía, lo volteó en la mano y lo estuvo observando tanto tiempo que Ty empezó a removerse, incómodo, mientras aguardaba su reacción.

– Es precioso -dijo ella por fin con la voz estrangulada.

Él exhaló, aliviado.

– Yo… -Ty era un chico de pocas palabras y no sabía qué decir.

– Lo sé -como siempre, ella intervino: entendió lo que quería decir y alivió su inquietud. Cerró una mano sobre el corazón y le echó los brazos al cuello, abrazándolo con fuerza.

Ty sintió el dulce olor a champú de su pelo y apretó su cuerpo suave contra el suyo. Un sinfín de emociones y sentimientos lo atravesaban velozmente al mismo tiempo.

Todas las cosas que nunca habían hecho ni dicho pasaron entre ellos en aquel último contacto.

Ty tenía un nudo en la garganta y no podía hablar, ni pensar.

Lilly se apartó de pronto y bajó la mirada. Trasteó con el collar y logró de algún modo ponerse el corazón al cuello, a pesar de que no había luz.

– Gracias -dijo suavemente con la mirada fija en los ojos de Ty.

El asintió con la cabeza, rígidamente.

– De nada.

Pasaron unos segundos de silencio; ninguno de los dos quería hablar, pero alguien tenía que hacerlo. No podían arriesgarse a que los descubrieran.

– Hay que darse prisa -dijo Hunter al acercarse a ellos-. Cuanto más tiempo pasemos aquí, más riesgo hay de que nos vean.

Ty asintió.

– Tiene razón. Tenemos que irnos -dijo por fin.

– Está bien, hagámoslo, entonces -dijo Lilly, y los tres amigos siguieron avanzando.

Unos minutos después, atravesaron la maleza y salieron junto al acantilado. Un coche los estaba esperando, como había prometido el amigo de Ty, el que trabajaba con él en la gasolinera. Allí los aguardaba también la realidad fehaciente de lo que estaban a punto de hacer. Ty sintió náuseas y luchó por no marearse.

– ¿De veras es el coche del tío Marc? -preguntó Lilly mientras pasaba la mano por el Lincoln azul oscuro.

Ty asintió con un gesto de la cabeza.

– Un amigo mío sabe arrancar un coche haciéndole un puente. Me debía un favor por no denunciarlo a la policía, así que fue fácil -Ty tenía amigos en distintos grupos, en distintos lugares. Organizar todo aquello había sido muy fácil.

– No puedo creer que vayamos a hacer esto -dijo Lilly.

Lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y asustados. Pero, por detrás de su miedo, Ty distinguía su determinación. Lilly era fuerte y valiente, y él estaba muy orgulloso de ella.

– No nos queda más remedio -le recordó Hunter.

– Lo sé -ella asintió; el pelo oscuro le cayó sobre la cara, y se lo apartó detrás de la oreja-. Chicos, sois los mejores por ayudarme así.

– Uno para todos, todos para uno -dijo Hunter.

Ty sacudió la cabeza y procuró no reírse para no avergonzar a su amigo. Hunter siempre decía las cosas más absurdas, pero a Ty no le importaba. Además, imaginaba que en ese momento Hunter pensaba con tan poca claridad como Lilly o él mismo.

– Somos los tres mosqueteros -dijo ella con una sonrisa. Como siempre, se apresuraba a dar la razón a su amigo para impedir que se avergonzara.

Además, tenía razón. Y Hunter también. Aquel asunto, en el que estaban los tres solos, los uniría para siempre. Ty se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

– Así que esta noche muere Lilly Dumont y nace Lacey Kincaid -a ella le tembló la voz.

Ty no le reprochaba que estuviera asustada. Iba a abandonar Hawken's Cove, su pueblecito del interior del estado de Nueva York. Iba a marcharse sola a la gran ciudad, con el dinero que Ty había ganado ese verano trabajando en la gasolinera y la calderilla que Hunter recogía sirviendo mesas en el único restaurante del pueblo.

– Nadie debe hablar de lo que pase aquí esta noche. Nunca -les recordó Ty. No podían permitirse que alguien descubriera siquiera una parte de su plan y juntara las piezas-. ¿De acuerdo? -preguntó. Quería oírselo decir. El corazón le palpitaba tan fuerte en el pecho, que tenía la impresión de que le iba a estallar.

– De acuerdo -respondió Hunter.

Y Ty comprendió que ambos guardarían el secreto de Lilly para siempre.

– ¿Lilly? -insistió Ty. Era ella la que más tenía que perder si su tío descubría que estaba viva.

Ella hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Nunca hablaré de ello -su mirada permanecía fija en la de él mientras sus dedos jugueteaban con el corazoncito que colgaba de su cuello.

Por un instante, estuvieron en su propio mundo. Él miró sus ojos castaños y de pronto todo le pareció bien. Volverían a casa de su madre, él entraría a escondidas en el dormitorio de Lilly y se pasarían toda la noche hablando. Estarían juntos.

Pero ella rompió el hechizo.

– Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí, chicos -les dijo a ambos.

Abrazó primero a Hunter y Ty esperó mientras abría y cerraba los puños.

Luego, Lilly se volvió hacia él y lo estrechó con fuerza. Ty la estuvo abrazando largo rato, con los ojos cerrados, luchando por contener el nudo que notaba en la garganta.

– Cuídate -logró decirle.

Ella asintió sin decir nada, con el pelo suave contra la mejilla de Ty.

– Nunca te olvidaré, Ty. Te doy mi palabra -susurró para sus oídos solamente.

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