Capítulo 3

Lacey se levantó y se puso sus zapatillas preferidas, unas de felpa tan suaves que parecían viejas amigas. Se dirigió a la cocina para tomar un refrigerio de media noche, caminando de puntillas para no despertar a Ty. Tuvo cuidado de no pararse a mirarlo, para no arriesgarse a avivar cálidos sentimientos por un hombre al que ya no conocía y al que quería conocer otra vez.

Se sirvió un vaso de leche, sacó las galletas Oreo de la nevera y se sentó en el rincón que, en broma, llamaba su «comedor». En realidad, era una mesita al fondo del recibidor.

– ¿Te importa que me una a ti? -preguntó Ty justo cuando Lacey estaba mojando su primera galleta en la leche fría.

Sin esperar respuesta, se sentó en la otra silla que había en la mesa y Digger se acurrucó a sus pies. Iba sin camisa, vestido únicamente con los vaqueros sólo en parte abrochados y abiertos por la cintura. Un leve resplandor procedente de la cocina los envolvía en sombras, pero a pesar de la penumbra Lacey veía lo suficiente como para admirar lo ancho y sexy que se había vuelto su pecho.

Se pasó la lengua por los labios, que de pronto notaba secos.

– Espero no haberte despertado.

El negó con la cabeza.

– No podía dormir.

– Yo tampoco. Evidentemente -señaló su tentempié nocturno.

– Así que, ¿has recurrido a tu solución de siempre, la leche con galletas?

Ella dejó lentamente la galleta sobre la mesa.

– ¿Te acuerdas de eso? -Ty la había sorprendido a menudo tomando algo en plena noche en la cocina de su madre. Hasta ese punto se había sentido a gusto en el hogar de Ty, pensó.

– Me acuerdo de muchas cosas de ti -dijo él con voz ronca.

– ¿Como cuáles? -preguntó. Pero su curiosidad no era la única cosa que avivaba Ty.

– Como el que te tranquiliza comer galletas Oreo. Que te gustan frías y duras, recién salidas de la nevera, aunque vayas a mojarlas en leche hasta reblandecerlas. Y que las mojas cinco segundos en la leche para que no ablanden demasiado. Así -mientras hablaba, tomó una galleta, la mojó en la leche fría y se la tendió para que la probara.

Ella abrió la boca y mordió. La galleta se desmigajó en parte y en parte se fundió en su boca, exactamente como le gustaba. Sus labios rozaron la punta del dedo de Ty y aquel roce accidental hizo que una inesperada oleada de sensaciones físicas se apoderara de ella.

Se rió para no dar importancia a aquello y se limpió la boca con una servilleta, pero no eran ganas de reír lo que sentía. Sus pechos parecieron hincharse y una turbación que le aceleraba el pulso corría por sus venas con violencia, acompañada por un pesado palpito entre sus muslos. Logró sofocar lo que sin duda habría sonado como un gemido orgásmico. Porque, de algún modo, las galletas que comía en momentos de ansiedad se habían vuelto eróticas y compartir recuerdos con un amigo de antaño se había convertido en algo mucho más sensual.

Por la mirada enturbiada de Ty, dudaba de que ésa hubiera sido su intención. Él se cohibía, y ella echaba de menos la cercanía que habían compartido cuando eran adolescentes y no se pensaban tanto las cosas.

Entre ellos había habido algo especial, algo conforme a lo que nunca habían actuado, ya fuera porque temían romper una amistad que representaba la única estabilidad en sus jóvenes vidas, o porque ninguno de ellos sabía qué hacer con lo que sentían. Tal vez incluso entonces comprendían de manera inconsciente que el sexo no bastaba por sí solo.

Aunque Lacey tenía que reconocer que, en ese momento, la idea de practicar sexo le resultaba terriblemente atractiva. Aun así, nunca habían tenido ocasión de arañar la superficie de ese primer amor, que sentimentalmente había dejado en ambos el deseo de algo más. O así había sido en su caso, al menos. Nunca había sabido en realidad qué sentía Ty, si de verdad ella le gustaba o si sólo disfrutaba siendo su héroe.

Al menos ahora eran adultos capaces de tomar decisiones y de afrontar las consecuencias, pensó Lacey. Consecuencias que, en su caso, incluían el hecho de que Ty apareciera justo cuando ella tenía una proposición matrimonial de otro hombre a la que todavía no había contestado.

– Háblame de lo que pasó después de que «desaparecieras» -dijo Ty, y Lacey agradeció que su voz la distrajera de sus pensamientos y de sus deseos.

Por lo visto, él no pensaba llevar las cosas más allá y Lacey se descubrió sintiéndose al mismo tiempo decepcionada y aliviada.

– Mira a tu alrededor. Me ha ido bien -mejor que bien, como demostraba su negocio.

Pero, mientras hablaba, se dio cuenta de que aquélla era la segunda vez esa noche en que se descubría defendiendo su pequeño apartamento y su vida. Y ello sin motivo alguno. Ty no había subestimado quién era ni en lo que se había convertido. Ella no estaba acostumbrada a ponerse a la defensiva. Normalmente, se sentía muy orgullosa de todo lo que había conseguido.

La presencia de Ty le recordaba las cosas buenas y malas de su pasado y la obligaba a afrontar lo diferente que había resultado ser su vida a como la imaginaba de niña. Aquello no era lo que sus padres habrían querido para ella, pero, dados sus motivos y las cosas por las que había pasado, estaba segura de que ellos también habrían estado orgullosos de su hija. Otra razón por la que su empresa significaba tanto para ella. Era algo tangible que podía señalar para probar que Lilly Dumont había sobrevivido.

Ty asintió con la cabeza.

– Te ha ido muy bien, pero lo que veo ahora no me dice nada de cómo has llegado hasta aquí.

Ella respiró hondo. Prefería mantener el pasado tras ella, pero, como su cómplice que había sido antaño, Ty tenía derecho a algunas respuestas. Y tal vez hablar de ello la ayudara a liberarse de parte del dolor que aún llevaba dentro.

Miró sus manos entrelazadas y recordó aquella noche oscura con suma facilidad.

– Salí del pueblo y estuve andando cerca de media hora, hasta que me encontré con tu amigo. El que había robado el coche del tío Marc. Fuimos hasta un sitio donde nadie me reconociera. Luego tomé un autobús que iba a Nueva York.

– Como habíamos planeado.

– Exacto -sin embargo, nadie había planeado más allá de aquello-. Me quedé dormida en el autobús y, cuando llegamos, era casi de día. Tenía el poco dinero que Hunter y tú me habíais dado. Una noche dormí en un albergue juvenil y otra en una estación de autobuses.

Él dio un respingo.

Ella no hizo caso y siguió hablando.

– Lavé platos y fui tirando. Al final, conocí a alguien que limpiaba apartamentos. Trabajaba para una mujer hispana que contrataba a chicas inmigrantes: Para entonces yo ya tenía las manos tan ásperas del detergente y el agua que logré convencerla de que valía para el trabajo. Eso me salvó la vida, porque me había quedado sin sitios gratis o baratos donde dormir y cada vez me costaba más eludir a los vigilantes de las estaciones de tren y de autobús.

– Dios mío, Lilly, no tenía ni idea.

La angustia descarnada de su voz tocó un lugar muy hondo dentro de ella. No quería que Ty se sintiera responsable por algo que no era culpa suya. Él le había salvado la vida y ella nunca lo olvidaría.

Ty estiró un brazo y la agarró de la mano. Aquello llegaba con diez años de retraso y, sin embargo, era justo lo que necesitaba Lacey en ese momento.

– Nadie lo sabía -Lacey cerró los dedos sobre su mano y su calor y su fuerza le dieron ánimos para continuar-. Pero luego las cosas mejoraron. La mujer que me contrató (Marina, se llamaba), me dejó dormir en su apartamento, en el suelo, hasta que encontré un alquiler barato.

– ¿Fue muy duro?

Lacey no quería disgustarle, pero era él quien había preguntado.

– La casa tenía habitantes. Había cucarachas en las paredes -intentó no sentir náuseas al recordarlo-. Y en la puerta de al lado vivía un borracho. Le gustaba pasearse por los pasillos en plena noche. Las cerraduras de la puerta de mi apartamento no funcionaban y el conserje no hacía caso cuando le pedía que las arreglara. No podía permitirme pagar a un cerrajero, así que cada noche arrastraba una cómoda hasta la puerta para asegurarme.

– Dios -repitió él. Se pasó una mano por la cara.

Ella no sabía qué decir, así que permaneció en silencio.

Por fin. Ty preguntó:

– ¿Y cómo es tu vida ahora?

Un tema mucho más sencillo, pensó ella, y sonrió.

– Tengo una empresa. Se llama Trabajos Esporádicos y presta servicios a hombres y mujeres que trabajan y están muy ocupados -dijo con orgullo-. Tengo unos quince empleados, dependiendo del día y del humor que tengan. Paseamos perros, limpiamos apartamentos, compramos comida, todo lo que una persona muy ocupada necesite que hagamos. Con el tiempo he acumulado una clientela fiel y he podido aumentar los precios. Las cosas me van bastante bien.

Él sonrió.

– Has prosperado mucho.

En opinión de Lacey, no había tenido más remedio que seguir adelante.

– Te admiro, ¿sabes?

Las palabras de Ty la pillaron por sorpresa, pero al mismo tiempo la reconfortaron. Aun así, no buscaba su lástima, ni su admiración.

– Sólo hice lo que tuve que hacer para sobrevivir. ¿Y tú? -le preguntó.

Quería saber por qué había dejado la universidad, cuando ésta había sido durante mucho tiempo su meta. ¿Y qué explicaba la diferencia en su tono de voz cuando le había hablado de su madre? Había sido un matiz muy sutil, pero ella lo había notado de todos modos. Se preguntaba cuál era la causa.

– ¿Ty? ¿Qué fue de Hunter y de ti cuando me marché? -preguntó, llena de curiosidad por saber qué había ocurrido durante esos años.

– Esa historia vamos a dejarla para otro día -él bajó la mirada y de pronto, al darse cuenta de que seguía agarrándola de la mano, sus ojos se agrandaron.

Lacey deseó que la tomara en brazos y le diera un largo beso. Un beso como aquéllos con los que soñaba cuando dormía en su casa, a unos pocos metros de su habitación. Y como los que, más adelante, la habían reconfortado de noche, cuando pensaba que se volvería loca de miedo y soledad.

Aquélla no era la primera noche que veía anhelo y deseo en lo más profundo de los ojos de Ty, ni era la primera vez que dejaba que el presente se disipara. Al igual que antes, cuando estaban juntos, poco más importaba.

– Es tarde y deberíamos dormir un poco -Ty se levantó y apartó la mano de la de ella.

Lacey agradeció que conservara el sentido común, pero al mismo tiempo sintió que la desilusión le constreñía la garganta. Obviamente, ella no tenía ningún sentido común.

– Veo que todavía te gusta mandar.

Él se encogió de hombros sin disculparse por su carácter autoritario.

– Tienes que tomar decisiones importantes y estoy seguro de que dormir te ayudará -dijo con voz más suave.

– Ya me he decidido -ella asintió con la cabeza firmemente, consciente de que no tenía elección.

Ty levantó una ceja.

– ¿Vas a volver a casa?

Lacey tragó saliva y asintió.

– Pero no puedo recoger mis cosas e irme sin arreglar antes algunas cosas.

– ¿Por la empresa?

– Sobre todo. Tengo que encontrar a alguien que se ocupe de todo hasta que vuelva -mentalmente, ya había empezado a hacer una lista de gente a la que llamar y cosas que hacer-. Y también tengo vecinos que podrían preocuparse. Amigos y… -«a Alex», pensó, a sabiendas de que él se volvería loco de preocupación si desaparecía de repente.

Sabía también que ella misma odiaría marcharse sin darle alguna explicación. Habían pasado la etapa en la que simplemente salían juntos de vez en cuando. La habían superado con creces. Alex no era el primer hombre con el que tenía una relación íntima, pero sí el primero que realmente le importaba. Sí, era consciente de que en su relación faltaba algo y, al hallarse junto a Ty, se daba cuenta de que la chispa de la atracción sexual era parte del problema. O, al menos, parte de su problema, pensó. Porque Alex, obviamente, no tenía tales preocupaciones.

Alex tampoco sabía que ella tenía un pasado que algún día podía pasarle factura, perturbar su vida y avivar emociones irresistibles que no sentía cuando estaba con él, se dijo mientras miraba a Ty con expresión culpable.

– ¿Y qué más? -preguntó Ty, retomando el hilo de lo que ella no había dicho.

Lacey movió la cabeza de un lado a otro.

– Nada. Pero hay gente que me echaría de menos y se preocuparía.

Él dejó escapar un gruñido lento y paciente.

– No voy a sacarte de aquí a rastras. Tómate el tiempo que necesites para organizarlo todo. Luego, si te olvidas de alguien, siempre puedes llamar por el camino -hizo una pausa y entornó los ojos-.A menos que haya alguien importante de quien no me hayas hablado.

– ¿Como quién? -preguntó ella para ganar tiempo, consciente de que la conversación que se avecinaba sería difícil.

Ty se masajeó la frente con los dedos.

– Un novio o alguien a quien tengas que darle cuentas -contestó con cierta crispación.

Ella respiró hondo.

– La verdad es que sí hay alguien -al instante la embargó la mala conciencia.

– Entiendo -dijo él, envarado.

Lacey llevaba diez años viviendo por su cuenta y no tenía razones para sentir que había traicionado a Ty por verse con otro hombre. Sin embargo, al mirarlo a los ojos, se sentía culpable. Terriblemente culpable.

Por fin se forzó a admitir la verdad. Así, de paso, con un poco de suerte, Alex seguiría siendo una persona real para ella.

– Se llama Alex -dijo-. Y no puedo irme sin estar en contacto con él.

Ty inclinó la cabeza bruscamente.

– Bueno, nadie te va a impedir que te pongas en contacto con las personas que te importan.

Ella tragó saliva. La impresión de que le había hecho daño la llenaba de un intenso dolor.

– Está bien. Hablaremos mañana, ¿de acuerdo?

Ty pasó a su lado sin contestar y regresó al sofá. Se tumbó y Digger a sus piernas y se acomodó allí.

– Desvergonzada -masculló Lacey al volver a su habitación y cerrar la puerta.

No se sentía cómoda con cómo habían quedado las cosas entre Ty y ella, pero últimamente tampoco se sentía cómoda con el estado en que se hallaba su vida. Era duro de admitir, en vista de cuánto se enorgullecía de cómo había sobrevivido y de lo bien que le iba. Pero odiaba sentirse inestable y su incapacidad para comprometerse con Alex no era más que un síntoma.

Unas pocas horas con Ty y ya sentía la diferencia en su modo de reaccionar ante ambos. Se estremeció, consciente en el fondo de que aquella diferencia significaba algo importante. Y consciente también de que el tiempo que pasara en Hawken's Cove definiría de qué se trataba exactamente.

Diez años antes, había dejado atrás una vida y se había montado en un autobús con destino a Nueva York sin tener ni idea de lo que la aguardaba allí. Al día siguiente, iba a volver al lugar donde todo había empezado, salvo que esta vez sabía exactamente lo que la esperaba. Se pasó la noche dando vueltas en la cama.

Lo único que le impidió cambiar de idea fue el recuerdo de sus padres. Si no volvía, no quedaría nada de su familia, ni de su legado. Nada bueno, al menos. Les debía tomar el control de lo que le pertenecía por derecho. Se debía a sí misma el dejar el pasado definitivamente atrás afrontándolo, no huyendo.

Aunque ese pasado incluyera a Ty.


Ty se despertó con el feo chucho de Lilly tumbado sobre él y el sol entrando por la persiana subida de la ventana del apartamento. No había dormido bien, pero ¿cómo iba a ser de otro modo? Entre su apestosa compañera de cama y la confesión de Lilly de que había alguien especial en su vida, no había podido pegar ojo.

No esperaba, desde luego, que Lilly se hubiera convertido en una monja. Él tampoco se había mantenido casto. Y, de todos modos, no había ido a verla buscando algún tipo de relación. Sin embargo, cuando pensaba en ella con otro tipo, todos sus instintos de protección se ponían en acción. Esos mismos instintos nunca se apoderaban de él tratándose de otras mujeres, ni siquiera de Gloria, con la que llevaba acostándose varios meses. Con Lilly, en cambio, aquellos instintos estaban siempre enloquecedoramente vivos y llenos de vigor. A pesar de que no tenía ningún derecho a sentir nada parecido.

Había ayudado a Lilly a tomar el camino de su nueva vida, pero ella había optado por no desviarse de él. Por no volver a casa en los diez años anteriores. Por mantenerse apartada de él, aislada y sola. Lo mejor para todos era que volviera a casa, que solucionara sus asuntos personales y regresara a Nueva York. Con su novio, su negocio y su vida. Tal vez, al solventar por fin el pasado de Lilly, él encontraría un modo de solventar el suyo y de seguir adelante. Porque, si algo demostraba el volver a verla, era que necesitaba dejarla atrás, esta vez para siempre.

Miró la puerta de su dormitorio, todavía cerrada. Como se había levantado primero, se duchó y se cambió antes de permitirse pensar en cómo le sonaban las tripas.

Miró al chucho que lo había seguido fielmente por todo el apartamento, llegando hasta el extremo de abrir la puerta del baño, que no se cerraba con llave, y de lamerle las piernas húmedas al salir de la ducha.

– Ojalá pudiera darte de comer, pero no sé dónde está tu comida.

– Primero tiene que dar su paseo -dijo Lilly al salir de su habitación, completamente vestida.

Ty ladeó la cabeza.

– Creía que estabas durmiendo.

– Estoy en pie desde las cinco. Me duché y me vestí antes de que te levantaras de la cama como un holgazán, a las seis y media.

Así que lo había oído deambular por allí.

– ¿Has desayunado? -le preguntó Ty.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y tú?

– Todavía no.

– ¿Qué te parece si vienes conmigo a sacar a Digger y compramos algo de comer? -sugirió ella.

– Buena idea.

Lacey le puso la correa a Digger, sacó una bolsa de plástico de un cajón de la cocina y juntos bajaron las escaleras y salieron a la calle. El sol acababa de alzarse sobre los altos edificios y el aire conservaba aún parte de su relente.

A Digger no pareció importarle. Echó a correr, refrenada por la correa que sujetaba Lilly, y se detuvo sólo cuando llegó a un árbol y a un trocito de tierra.

Ty sacudió la cabeza y se rió.

– ¿Qué puedo decir? Es un animal de costumbres -dijo Lilly-. Y éste es su sitio favorito.

Después de que la perra acabara y Ty le quitara la bolsa a Lilly para recoger sus excrementos y tirarlos a la basura, dieron tranquilamente un paseo por las calles. A Lilly, que conocía a casi todas las personas con que se cruzaban, todo le resultaba familiar. La dependienta del Starbucks la conocía por su nombre, al igual que el dueño del quiosco de la esquina. Por el camino, señaló algunos edificios donde trabajaba y se detuvo a acariciar a unos perros a los que paseaba entre semana.

Ty tuvo la clara impresión de que quería que viera con sus propios ojos cómo era su vida, dónde y cómo vivía. Y, ahora que lo había visto, sabía con toda certeza lo bien que le había ido sola y lo contenta que vivía allí, en la ciudad.

Ty se detuvo en la acera.

– Bueno, ¿qué ha hecho que te decidas a volver? ¿Cuál ha sido el empujoncito final? -preguntó. Ella se paró a su lado.

– No es fácil de explicar -se mordió el labio inferior-. Tengo muchas razones para no irme contigo, pero tengo al menos las mismas para volver.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me cuentes alguna?

Ty ladeó la cabeza y se protegió los ojos del sol con las manos. Quería meterse dentro de su cabeza y comprender qué la movía.

– Tú mismo me diste la mayoría de los argumentos. Les debo a mis padres el no dejar que mi tío les robe. Y me debo a mí misma el defender que es mío. Pero, sobre todo, creo que enfrentarme a él me permitirá tener la sensación de que algo ha acabado.

El asintió con la cabeza.

– Nunca has dado por terminada esa parte de tu vida, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo olvidar que volví del revés la vida de mucha gente.

Algunas de esas personas, como la madre de Ty, habían ayudado a poner las cosas en marcha, pensó él. Aquel asunto era tan complejo porque, al acoger a Lilly, su madre había acabado salvándole la vida. Pero ello también les había proporcionado mucho dinero, pensó Ty.

Miró a Lilly. Ella tenía el ceño fruncido como si estuviera preocupada. Su angustia por los disgustos que había causado era evidente. Ty sintió la necesidad de asegurarle que había hecho lo correcto.

– Esas personas te querían. Hicieron lo que querían hacer. Nadie los forzó, y tienes que admitir que fue asombroso que nos saliéramos con la nuestra -sonrió al recordar la emoción aventurera de aquella época.

Ella rompió a reír.

– Es muy propio de ti el convertirlo en una travesura emocionante.

Ty sonrió amargamente, porque, hasta el momento en que ella se marchó, había sido exactamente eso.


Lacey toqueteaba con nerviosismo el colgante que había escondido bajo su camisa. Llevaba siempre la pequeña joya alrededor del cuello; sólo se la quitaba cuando se duchaba, por miedo a que se fuera por el desagüe y se perdiera para siempre. La noche anterior no la llevaba puesta porque se había dado un largo baño, pero esa mañana había vuelto a ponérsela alrededor del cuello. No podía explicar sus motivos, más allá de una cuestión de sentimentalismo, pero sabía que siempre se sentía mejor cuando lo llevaba puesto.

Ese día en particular. Mientras empezaba a hacer los preparativos para marcharse de la ciudad, era como si la pequeña joya le diera valor para resucitar a Lilly.

Y lo necesitaba más de lo que había creído. Lacey nunca había salido de Nueva York. Nunca había dejado su empresa en otras manos, a no ser que estuviera enferma, cosa que rara vez sucedía. Sus días estaban definidos por el negocio y las necesidades y el horario de cada cliente. Estaba a punto de emprender la segunda mayor aventura de su vida.

Una aventura en la que no podía embarcarse sin asegurarse primero de que su empresa estaba en buenas manos hasta que volviera. Eligió a Laura, una de sus empleadas más antiguas, para que se quedara a cargo de todo. Le dio una lista actualizada de clientes, los horarios y algunos consejos para tratar con sus trabajadores y sus diversos caracteres. Hizo lo mismo con cada cliente.

Luego se ocupó de las pequeñas cosas que suponía el tomarse unas vacaciones, como pedirle a su vecina que le recogiera los periódicos y el correo, y avisar a algunos amigos para que no se preocuparan si no sabían de ella durante una breve temporada.

Había hecho la maleta y Ty había metido una bolsa de comida para Digger en el coche. Las cosas típicas que hacía la gente antes de emprender un corto viaje, salvo que nada en su situación podía considerarse ni remotamente normal.

Temía la última llamada que debía hacer y esperó hasta el último minuto para darle a Alex la noticia. Mientras Ty veía la televisión en la otra habitación, marcó el número de su apartamento, que se sabía de memoria. Él contestó a la primera llamada.

– Duncan -dijo.

– Soy yo -Lacey apretó con fuerza el teléfono.

– Hola, nena. ¿Cómo estás? No esperaba que me llamaras esta noche -dijo él con voz alegre y cálida.

Lacey no solía llamarlo durante el día porque siempre estaba ocupado y ella rara vez pasaba mucho tiempo en un mismo sitio.

– Bien -respiró hondo, pero no logró calmar sus nervios-. Bueno, la verdad es que no es cierto. Anoche tuve visita. Una persona del pueblo donde nací. Tengo que volver unos días para arreglar algunas cosas. Sé que te aviso con poco tiempo, pero estoy segura de que lo entiendes.

– No, no puedo decir que lo entienda, porque no sé nada de tu pasado, pero espero que cuando vuelvas me cuentes todos los detalles. Porque guardar secretos no es bueno para una relación y hay muchas cosas que no sé -Alex carraspeó-. Y no puedo ayudarte a superar lo que te impide decirme que sí si no confías en mí.

Ella tragó saliva con esfuerzo.

– Lo sé. Y te lo contaré todo -prometió. ¿Qué mejor momento para compartir su historia que tras haberla afrontado?

– Muy bien -él parecía aliviado-. Esa persona de la que has hablado. ¿Es alguien de quien yo haya oído hablar? -preguntó. Era evidente que intentaba sonsacarle algo antes de que se fuera.

Ambos sabían que ella nunca había mencionado el nombre de nadie.

– No. Nunca te he hablado de… él -Lacey cerró los ojos con la esperanza de que no le pidiera más explicaciones.

Nunca le había hablado de Ty porque sus sentimientos hacia él estaban demasiado próximos a su corazón. Eran demasiado íntimos para compartirlos con nadie, y menos aún con otro hombre.

– Un hombre al que nunca has mencionado -la voz de Alex bajó y adquirió un tono de enfado que ella nunca había oído antes-. ¿Debería preocuparme? -le espetó.

– No -Lilly sacudió la cabeza, que de pronto le estallaba-. No tienes que preocuparte por nadie. Sólo es un viejo amigo -en el fondo sabía que esta última afirmación era una descarada mentira.

A ella le preocupaba Ty y los sentimientos renovados que le inspiraba. Pero ¿cómo iba a decírselo a Alex por teléfono para marcharse luego?

Levantó la vista y vio que Ty esperaba en la puerta. Sintió una náusea al darse cuenta de que la había oído. En un solo día, su vida se había complicado insoportablemente.

El levantó una mano y ella tapó el teléfono.

– El coche está mal aparcado fuera -le recordó él.

Ella asintió con la cabeza.

– Enseguida voy.

Ty se dio la vuelta y salió del piso, dejándola con la oscura y dolida expresión de su rostro en el recuerdo.

– ¿Lacey? -dijo Alex, claramente irritado.

– Sí, estoy aquí.

– Cuando vuelvas, iremos a Nick's -hablaba de su restaurante italiano preferido-. Y puede que luego nos pasemos por Peaches -se refería a la pastelería de su hermana en el Village.

– Sí, estaría… bien -una contestación muy tibia, se dijo, pero que describía cómo se sentía, en contraste con la emoción que le producía la idea de montarse en el coche de Ty y emprender una aventura con él a su lado.

«Ay, Dios mío».

– ¿Alex?

– ¿Qué, nena?

No quería dejarlo con una impresión equivocada y, sin embargo, no sabía cuál era la acertada.

– Hablaremos cuando vuelva. De muchas cosas.

Era lo mejor que podía ofrecerle. De momento.

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