El camillero se aseguró de que la camilla estuviera bien ajustada y le puso el cinturón de seguridad. Picó en el cristal que lo separaba del conductor y la ambulancia se puso en marcha. Asomada al balcón del apartamento de Arthur, la señora Morrison vio cómo el vehículo de emergencias giraba en el cruce antes de desparecer con las sirenas encendidas.
Volvió a cerrar la ventana, apagó las luces y regresó a su casa. Paul había prometido llamar en cuanto supiera algo. Se arrellanó en su sillón, a la espera de que el teléfono sonara en el silencio.
Paul se sentó al lado del enfermero que vigilaba la tensión de Arthur. Su amigo le hizo una seña para que se acercara.
– Que no nos lleven al Memorial -le murmuró al oído-. Ya he estado antes ahí.
– Razón de más para volver y montarles un escándalo. Que te hayan dejado salir en este estado demuestra falta de profesionalidad.
Paul se interrumpió el tiempo justo para mirar a Arthur con aire circunspecto.
– ¿La has visto?
– Es ella quien me ha examinado.
– ¡No me lo creo!
Arthur volvió la cabeza, sin responder.
– Por eso has sufrido esta crisis, amigo mío, tienes el síndrome del corazón roto, llevas sufriendo demasiado tiempo.
Paul corrió la pequeña mampara de separación y le preguntó al conductor a qué hospital se dirigían.
– Al Mission San Pedro -contestó el chofer.
– Perfecto -masculló Paul, volviendo a cerrarla.
– ¿Sabes qué? Esta tarde me he encontrado con Carol-Ann -murmuró Arthur.
Paul lo miró, esta vez con aire compasivo.
– No es nada grave, relájate, estás delirando un poquito y crees que ves a todas tus ex novias, pero se te pasará.
La ambulancia llegó a su destino diez minutos más tarde.
Desde el momento en que los camilleros entraron en el vestíbulo del Mission San Pedro Hospital, Paul comprendió la estupidez que había cometido. La enfermera Cybile abandonó su libro y su garita para guiar a los camilleros hacia una sala de exploración. Instalaron a Arthur en la mesa y se despidieron.
Mientras tanto, Paul rellenó el informe en el mostrador de recepción. Era más de medianoche cuando Cybile volvió; ya había avisado al interno que estaba de servicio y juró que no tardaría en presentarse. El doctor Brisson estaba terminando la ronda de visitas en las plantas superiores. En la sala de exploración, Arthur ya no sufría, sino que se había sumergido dulcemente en el limbo de un sueño abismal. La migraña había cesado por fin, como por encanto. Y en cuanto hubo desaparecido el dolor, Arthur, feliz, volvió a ver…
«La rosaleda estaba espléndida, rebosante de rosas de mil colores. Ante él se abría una cardinale blanca, de un tamaño que no había visto nunca. La señora Morrison llegó tarareando. Cortó la flor cuidadosamente bastante por encima del nudo que se formaba en el tallo y se la llevó al porche. Se instaló en el balancín, con Pablo dormido a sus pies. Arrancó los pétalos uno a uno y los cosió en la chaqueta de tweed con infinita delicadeza. Era una idea preciosa utilizarlos de ese modo para reemplazar el bolsillo que faltaba. La puerta de la casa se abrió y su madre descendió los peldaños del tramo de la escalera. Llevaba una bandeja de mimbre con una loza de café y galletas para el perro. Se agachó, y se las dio al animal.
– Esto es para ti, Kali -dijo.
»¿Por qué la señora Morrison no le decía la verdad a Lili?
El perrito respondía al nombre de Pablo, qué idea tan extraña la de llamarlo Kali.
»Pero Lili no cesaba de repetir, cada vez más fuerte: "Kali, Kali, Kali", y la señora Morrison, que se columpiaba cada vez más alto, repetía a su vez, riéndose: "Kali, Kali, Kali". Las dos mujeres se volvieron hacia Arthur y, con un dedo autoritario en los labios, le ordenaron que debía permanecer callado. Arthur estaba furioso. Aquella complicidad repentina le irritaba sobremanera. Se levantó, y lo mismo hizo el viento.
»La tormenta avanzaba desde el océano a toda velocidad. Unas gotas pesadas martilleaban en el tejado. Las nubes impregnadas de agua que se agrupaban en el cielo de Carmel estallaron sin miramientos sobre la rosaleda. Bajo el impacto de la lluvia, se formaron alrededor de él decenas de pequeños cráteres. La señora Morrison abandonó la chaqueta en el balancín y entró en la casa. Pablo la siguió de inmediato, con el rabo entre las patas, pero en el umbral de la puerta el animal dio media vuelta, ladrando como para prevenir de un peligro. Arthur llamó a su madre. Gritó con todas sus fuerzas en una lucha contra el viento que confinaba sus palabras al interior de su garganta. Lili se volvió, miró a su hijo con rostro afligido y luego desapareció, engullida por las sombras del pasillo. El postigo de la ventana del despacho azotaba la fachada y chirriaba al girar sobre sus goznes. Pablo avanzó hasta el primer peldaño del tramo de escalera aullándole a la muerte.
Abajo en la playa el océano se desbocaba. Arthur pensó que sería imposible llegar a la cueva, al pie del acantilado.
Sin embargo, era el lugar ideal para esconderse. Miró a lo lejos, hacia la bahía, y el oleaje voluptuoso le provocó una violenta náusea.
Tuvo una arcada y se inclinó.
– No estoy seguro de que vaya a aguantar mucho más -dijo Paul con la palangana en la mano.
La enfermera Cybile sostenía a Arthur por los hombros para que no se cayera de la mesa de exploración.
– ¿Va a venir ya el capullo del médico o tendré que ir a buscarlo con un bate de béisbol? -reventó Paul.
En la última planta del Mission San Pedro Hospital, sentado en una silla en la oscuridad de la habitación de un enfermo, el interno Brisson mantenía una conversación telefónica con su novia que había decidido dejarle y lo llamaba desde la casa de él, detallando la lista de incompatibilidades que no les dejaban otra salida que separarse. El joven doctor Brisson se negaba a escuchar que era un egoísta y un arribista y Vera Zlicker, por su parte, se negaba a confesarle que su ex novio la estaba esperando abajo en el coche, mientras ella hacía la maleta. Además, esa conversación no podían mantenerla en una habitación de hospital, su ruptura habría carecido de intimidad, concluyó ella. Brisson acercó el móvil al monitor para que Vera oyera los pitidos débiles y regulares del corazón de su paciente. Con un hilo de voz, precisó que, dado su estado, no había peligro de que les molestara.
Mientras se preguntaba si la camiseta que estaba doblando era suya, Vera hizo una breve pausa. Le resultaba muy difícil concentrarse en dos temas al mismo tiempo. Brisson creyó que ella dudaba por fin, pero entonces Vera preguntó si no era una imprudencia seguir con la conversación, porque siempre le habían dicho que los teléfonos móviles interfieren en los aparatos médicos. El interno vociferó que, en ese momento, le importaba un bledo y le ordenó a su ya ex novia que tuviera la cortesía de esperar a que terminase la guardia, al día siguiente por la mañana. Exasperado, Brisson apagó el busca que sonaba en su bolsillo por tercera vez. En el otro extremo de la línea telefónica, Vera acababa de colgar.
Una vena situada en la parte posterior del cerebro había sufrido el impacto de los cristales rotos del escaparate. En el transcurso de las tres primeras horas que siguieron al accidente, una cantidad mínima de sangre había brotado del vaso dañado, pero a última hora de la tarde la hemorragia provocó las primeras anomalías en el equilibrio y en la visión. Los mil miligramos de aspirina ingeridos por vía sublingual modificaron la situación significativamente. Diez minutos fueron suficientes para que las moléculas de ácido acetilsalicílico fluidificaran la sangre con la que se estaban mezclando. A través de la herida, el líquido se expandió por el cerebro como un río que se desborda de su lecho. Cuando Arthur se dirigía al hospital, la hemorragia ya no halló terreno por el que avanzar bajo la bóveda del cráneo, así que empezó a comprimir las meninges.
La primera de las tres membranas que recubren el encéfalo reaccionó de inmediato. Creyendo que se trataba de una infección, ejerció el papel que tenía asignado. Pasadas las diez de la noche, se inflamó para tratar de contener al agresor. En cuestión de horas, el hematoma que se estaba formando habría comprimido el cerebro lo suficiente para detener las funciones vitales. Arthur se sumía en la inconsciencia. Paul llamó a la enfermera y ella le rogó que tuviera a bien esperar en su sillón: el interno de guardia era muy estricto respecto al reglamento.
Paul no tenía derecho a permanecer de este lado del cristal.
No lejos de allí, las puertas del ascensor se abrieron al vestíbulo de Urgencias de otro hospital. Lauren avanzó hasta la garita de recepción y cogió una nueva carpeta de manos de Betty.
El hombre, de cuarenta y cinco años, había llegado con una herida profunda en el abdomen, consecuencia de un navajazo desafortunado. Justo después de su ingreso, su saturación había caído por debajo del umbral crítico, signo de una hemorragia importante. Su corazón mostraba signos de fibrilación inminente y Lauren decidió intervenirlo antes de que fuera demasiado tarde. Practicó una incisión generosa para poder obturar la vena que sangraba en abundancia. Sin embargo, el arma blanca, al retirarse, había causado otros destrozos. En cuanto consiguió remontar la presión sanguínea del herido, exploró por debajo de la primera herida.
Lauren tuvo que hundir la mano en el vientre del hombre y, con el pulgar y el índice, presionó parte del intestino delgado para detener la hemorragia principal. La maniobra fue hábil y la presión continuó subiendo. Betty dejó el desfibrilador y aumentó el flujo de la perfusión. Lauren se encontraba en una postura poco confortable de la cual le resultaba imposible liberarse, pues la presión que ejercía era vital.
Cuando llegó el equipo de cirujanos, cinco minutos después, Lauren los acompañó al quirófano con la mano todavía en el abdomen del paciente.
Veinte minutos después, el cirujano jefe le comunicó que podía retirar la mano y dejarlos terminar: había logrado contener la hemorragia. Lauren volvió al vestíbulo de Urgencias con la muñeca entumecida. Allí, el tráfico de pacientes continuaba sin tregua.
Brisson entró en la cabina. Leyó el historial y observó que las constantes vitales de Arthur eran estables. Sólo la somnolencia podía resultar preocupante. Desobedeciendo las consignas de la enfermera, Paul interpeló al interno en cuanto éste salió de la cabina de exploración.
El médico de guardia le rogó de inmediato que fuese a esperar en la zona reservada para los acompañantes. Paul replicó que en ese hospital desértico no sucedería nada porque él sobrepasara unos metros una línea amarilla trazada sobre un suelo, por otra parte, bastante deslucido. Brisson hinchó el pecho y le dijo, con tono autoritario, que si quería que hablasen, se mantuviera al otro lado de la línea en cuestión.
Dudando entre estrangular al interno ahí mismo o esperar a conocer el diagnóstico, Paul obedeció. Satisfecho, el joven médico señaló que, de momento, no podía decir nada. Enviaría a Arthur a radiología lo antes posible. Paul mencionó el escáner, pero el hospital no disponía de tales aparatos. El doctor Brisson lo tranquilizó lo mejor que pudo: si las placas radiográficas dejaban entrever el menor problema, transferiría a Arthur a un centro más especializado a la mañana siguiente.
Paul preguntó por qué no lo hacía ahora, pero el médico no lo creía oportuno. Desde su ingreso en el Mission San Pedro Hospital, Arthur estaba bajo su responsabilidad. Paul, entonces, pensó dónde podría ocultar el cuerpo del interno después de estrangularlo.
Brisson dio media vuelta y subió a otra planta. Iba a buscar un aparato de radiografías portátil. Cuando desapareció, Paul entró en el box y sacudió a Arthur.
– No te duermas, no debes dejarte llevar, ¿me oyes?
Arthur levantó los párpados; tenía la mirada vidriosa y…
– Paul, ¿recuerdas el día exacto en que terminó nuestra adolescencia?
– No es muy difícil: ¡fue hace dos días! Estás mejor, ahora deberías descansar.
– Cuando volvimos del internado, ya nada estaba en su sitio y dijiste: «Llega un día en que la casa de uno ya no es donde creció». Yo quería volver atrás, pero tú no.
– Conserva las fuerzas, ya tendremos tiempo de hablar de todo eso más tarde.
Paul miró a Arthur, cogió una toalla y abrió el agua del grifo del lavabo. Una vez escurrida, la colocó sobre la frente de su amigo. Arthur pareció aliviado.
– Hoy he hablado con ella. Durante todo este tiempo, algo en mi interior me decía que tal vez estuviera alimentando una ilusión. Que ella era un refugio, una forma de estar tranquilo, porque deseando alcanzar lo inaccesible no se corre ningún riesgo.
– Fui yo quien te dijo eso el fin de semana, cretino; pero ahora olvídate de mis necedades filosóficas, sólo estaba enfadado.
– ¿Y qué es lo que te hacía enfadar?
– Que ya no pudiéramos ser felices al mismo tiempo.
– Para mí, eso es envejecer.
– Está bien envejecer, ¿sabes? Es una gran suerte. Voy a confiarte un secreto: cuando miro a personas ancianas, a menudo las envidio.
– ¿Por su vejez?
– ¡Por haber llegado a ella, por haber vivido hasta entonces!
Paul miró el tensiómetro: la presión sanguínea había vuelto a bajar. Apretó los puños, convencido de que había que actuar. Ese matasanos estaba a punto de acabar con lo más preciado que tenía en el mundo, el amigo que constituía su única familia.
– Incluso si no salgo de ésta, no le digas nada a Lauren.
– Si es para decir estas chorradas, mejor ahórrate las palabras.
Arthur ladeó la cabeza y perdió el conocimiento. Eran las dos menos cuarto y, en el reloj de la cabina de exploración, la aguja proseguía con su tictac burlón. Paul se levantó y forzó a Arthur a abrir los ojos.
– Vas a envejecer mucho tiempo aún, estúpido, yo me ocuparé de ello y cuando estés podrido por el reuma, cuando ya no puedas ni siquiera levantar el bastón para pegarme, te diré que sufres por mi culpa, que una de las peores noches de mi vida podría haberte evitado todo eso. Pero tú empezaste.
– ¿Empecé qué? -murmuró Arthur.
– A dejar de divertirte con las mismas cosas que yo, a ser feliz de una forma que yo no comprendía, a obligarme a envejecer también a mí.
Brisson entró en la cabina de exploración acompañado por la enfermera, que empujaba el carrito con el aparato de radiografías.
– ¡Usted, salga ahora mismo! -le gritó a Paul en un tono iracundo.
Paul lo miró de pies a cabeza, echó un vistazo al aparato que la enfermera Cybile estaba colocando en la cabecera de la cama y se dirigió a ella con voz afectada:
– ¿Cuánto pesará esta cosa?
– Demasiado para mis ríñones, que tiemblan cada vez que he de empujar este aparato del demonio.
Paul se volvió bruscamente, agarró a Brisson por el cuello de la bata y le detalló de forma resuelta las enmiendas al reglamento del Mission San Pedro Hospital, que entrarían en vigencia en el instante en que él lo soltara.
– ¿Ha entendido bien lo que acabo de decir? -añadió, ante la mirada divertida de la enfermera Cybile.
Ya liberado, Brisson exageró un acceso de tos que cesó al primer movimiento de ceja de Paul.
– No veo nada que me preocupe -dijo el interno diez minutos después, consultando las placas de las radiografías a través de la pantalla luminosa.
– Pero, ¿le preocuparía a un médico? -preguntó Paul.
– Todo esto puede esperar a mañana por la mañana -contestó Brisson con un tono agudo-. Su amigo sólo está grogui.
Brisson ordenó a la enfermera que devolviera el aparato a la sala de radiología, pero Paul intervino.
– ¡Puede que un hospital no sea el último refugio de la caballerosidad, pero al menos vamos a intentarlo! -exclamó.
Disimulando mal su rabia, Brisson sucumbió y le arrebató a Cybile el carrito de las manos. En cuanto hubo desaparecido en el ascensor, la enfermera dio unos golpecitos en el cristal de la garita y le hizo una seña a Paul para que se acercara.
– Está en peligro, ¿verdad? -preguntó Paul, cada vez más ansioso.
– Yo sólo soy enfermera; ¿de veras cuenta mi opinión?
– Más que la de ciertos médicos -le aseguró Paul.
– Entonces, escúcheme bien -murmuró Cybile-. Necesito este trabajo, así que si un día demanda a ese bestia, no podré testificar. Son más corporativistas que los polis; los que hablan, en caso de negligencia, pueden pasarse toda la vida buscando un puesto de trabajo. Ya no los contrata ningún hospital. Sólo hay sitio para los que cierran filas cuando hay dificultades. Los ejecutivos olvidan que aquí las dificultades son seres humanos. Dicho esto, lárguense los dos antes de que Brisson mate a su amigo.
– No veo cómo hacerlo, ¿adonde quiere que vayamos?
– Me sentiría tentada de decirle que sólo el resultado cuenta, pero fíese de mi instinto: en su caso, el tiempo también cuenta.
Paul iba de un lado a otro, furioso consigo mismo. Cuando entraron en ese hospital, supo que era un error. Trató de recobrar la calma, pues el miedo le impedía hallar una solución.
– ¿Lauren?
Paul se precipitó a la cabecera de Arthur, que estaba gimiendo. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija en otro mundo.
– Lo siento, sólo soy yo -dijo Paul, cogiéndole la mano.
Arthur habló con voz entrecortada.
– Júrame… por mi alma… que nunca le dirás la verdad.
– En este momento prefiero jurar mejor por la mía -dijo Paul.
– ¡Mientras mantengas tu promesa!
Estas fueron las últimas palabras de Arthur. Ahora, la hemorragia anegaba la parte posterior de su cerebro. Para proteger los centros vitales aún intactos, esa máquina extraordinaria optó por dejar fuera de servicio todas sus terminales periféricas. Los centros de la vista, el habla, el oído y la motricidad habían dejado de ser operativos. Eran las dos y veinte en el reloj de la sala de exploración. Arthur había entrado en coma.