Capítulo 12

En recepción, una enfermera sustituía a Betty. Lauren borró su nombre del tablón de médicos de guardia. El especialista que la había recibido en el servicio de radiología, que también terminaba su guardia, fue a su encuentro y le preguntó cómo había ido la intervención y si su paciente había salido bien. Mientras caminaban hacia la salida, Lauren le hizo un resumen de los acontecimientos de la noche, sin mencionar el episodio que la había enfrentado a Fernstein, y añadiendo que éste último había preferido dejar en su sitio la pequeña anomalía vascular.

El radiólogo confesó que no le sorprendía. La irregularidad le había parecido de un tamaño tan irrisorio, que no justificaba el riesgo de la operación. «Además, se vive muy bien con esa clase de defectos; tú eres la prueba viviente de lo que digo», añadió. La expresión de Lauren delató su sorpresa y el radiólogo le explicó que también ella tenía una pequeña singularidad en el lóbulo parieto-occipital. Fernstein había preferido no tocarla cuando la operó después del accidente. El radiólogo lo recordaba como si fuese ayer. Jamás había tenido que sacar tantas imágenes de escáner y de resonancia para un mismo paciente; muchas más de las necesarias. Pero las pruebas las había exigido el jefe del departamento de neurología en persona y hay ciertas peticiones que no se pueden discutir.

– ¿Por qué no me dijo nunca nada?

– No tengo la menor idea, pero preferiría que no le hablaras de nuestra conversación. ¡Secreto profesional!

– Esto es el colmo: ¡pero si yo soy médico!

– ¡Para mí, sobre todo, eras la paciente de Fernstein!


El profesor abrió la ventana de su despacho. Divisó a su alumna, que atravesaba la calle; Lauren cedió el paso a una ambulancia y entró en el pequeño café enfrente del hospital.

Un hombre la estaba esperando en la cabina donde Fernstein y ella tenían la costumbre de sentarse a comer. Fernstein volvió a sentarse en su sillón; Norma acababa de entrar para entregarle una carpeta. El levantó la solapa y conoció la identidad del paciente al que acababa de operar.

– Es él, ¿verdad?

– Me temo que sí -contestó Norma, con una mirada inescrutable.

– ¿Está en reanimación?

– Sus constantes son estables; el balance neurológico es perfecto. El jefe de servicio de reanimación piensa bajarlo a tu unidad esta misma noche, necesita las camas -concluyó la enfermera.

– Lauren no puede ocuparse de él, de ninguna manera; si no, ese hombre acabará por romper su promesa.

– No lo ha hecho hasta este momento, ¿por qué debería ceder ahora?

– Porque no ha tenido que verla todos los días, cosa que ocurrirá si ella lo trata.

– ¿Qué piensas hacer?

Pensativo, Fernstein regresó a la ventana.

Lauren salía del café y subía al Mercury Grand Marquis aparcado delante del establecimiento. Solamente un policía sería tan audaz como para aparcar en la acera de Urgencias.

También tenía que ocuparse de los incidentes de esa noche.

Norma lo arrancó de sus pensamientos.

– ¡Oblígala a tomarse unas vacaciones!

– ¿Alguna vez has convencido a un árbol de que se haga de noche para dejar paso a los pájaros?

– ¡No, pero talé uno que impedía el acceso a un garaje! -contestó Norma, acercándose a Fernstein.

Dejó el pliegue de cartulina encima del escritorio y abrazó al viejo profesor.

– Nunca has dejado de preocuparte por ella ¡No es tu hija! Después de todo, ¿tan grave sería que se enterara de la verdad, de que su madre estuvo de acuerdo en aplicarle la eutanasia?

– ¡Y de que yo soy el médico que la convenció de ello! -gruñó el profesor, desembarazándose de Norma. La enfermera recuperó la carpeta y salió de la estancia sin mirar atrás. En cuanto hubo cerrado la puerta, Fernstein descolgó el teléfono. Llamó a la centralita y pidió que le pusieran con el administrador del Mission San Pedro Hospital.


El inspector Pilguez se detuvo en la plaza de estacionamiento que durante tantos años había tenido reservada.

– Dígale a Nathalia que la espero aquí.

Lauren bajó del Mercury y desapareció dentro de la comisaría. Minutos más tarde, la responsable de distribución subía a bordo. Pilguez arrancó y el Grand Marquis ascendió hacia el norte de la ciudad.

– Unos minutos más -dijo Nathalia- y los dos me habríais puesto en una situación delicada.

– ¡Pero hemos llegado a tiempo!

– ¿Puedes explicarme qué pasa con esa chica? La sacas de la celda sin preguntarme y desapareces con ella la mitad de la noche.

– ¿Estás celosa? -preguntó, encantado, el antiguo inspector.

– Si dejo de estarlo un día, entonces tendrás que empezar a preocuparte.

– ¿Te acuerdas de mi último caso?

– ¡Como si fuese ayer! -suspiró la pasajera.

Pilguez se metió por el Geary Expressway; la sonrisita en la comisura de los labios no se le escapó a Nathalia.

– ¿Era ella?

– Algo así.

– ¿Y era él?

– Por lo que he podido leer en el informe policial, sin duda es el mismo hombre. Lo menos que puede decirse es que esos dos tienen cierto talento para las fugas.

Con el rostro radiante, Pilguez acarició la pierna de su compañera.

– Sé que no das importancia a las pequeñas señales de la vida, pero debes admitir que esto casi son fuegos artificiales. Ni siquiera ha sido ella quien ha hecho el acercamiento -prosiguió el inspector-. Estoy fascinado. Como si nadie le hubiera contado nada de lo que ese hombre hizo por ella.

– ¡Y de lo que hiciste tú también!

– ¿Yo? ¡Yo no hice nada!

– ¿Aparte de encontrarla en esa mansión de Carmel y devolverla al hospital? No, tienes razón: no hiciste nada. Y yo no haré ninguna alusión al hecho de que la carpeta de esa investigación se volatilizó.

– ¡En eso no tuve absolutamente nada que ver!

– Seguramente por eso me la encontré en el fondo del armario cuando hacía limpieza.

Pilguez bajó la ventanilla e increpó a un peatón que cruzaba fuera del paso.

– ¿Y tú no le has dicho nada a la chiquilla? -prosiguió Nathalia.

– Me ardía en los labios.

– ¿Y no has apagado el incendio?

– Mi instinto me ha empujado a callarme.

– ¿No me lo prestarías de vez en cuando, ese instinto?

– ¿Para qué?

El Mercury entró en el garaje de la casa donde vivían el inspector y su compañera. Una luz tornasolada se alzaba sobre la bahía de San Francisco. Muy pronto los rayos ahuyentarían la bruma que rodeaba el Golden Gate en las primeras horas del día.


Tumbada en la litera de la celda de una comisaría de policía, Lauren se preguntaba cómo había podido, en una noche, arruinar sus posibilidades de obtener el título de neurocirugía y perder siete años de arduo trabajo.


Kali abandonó la alfombra de lana. El dormitorio de la señora Kline le estaba vetado y la cristalera del balcón estaba entreabierta, así que se coló por ella y asomó el hocico entre los barrotes de la barandilla. Siguió con la mirada una gaviota que planeaba a ras de las olas, olisqueó el aire fresco de primera hora de la mañana y volvió a tumbarse en el salón.


Fernstein colgó el auricular en su soporte. La conversación con el administrador del San Pedro se había desarrollado según lo previsto. Su colega ordenaría a Brisson que retirase su denuncia e ignoraría la sustracción de la ambulancia; él, por su parte, no llevaría a cabo su amenaza de hacer intervenir a una comisión que inspeccionara su servicio de Urgencias.


Y Paul recuperó discretamente su coche del aparcamiento del Mission San Pedro, después hizo un alto en una panadería francesa de Sutter Street, y ahora conducía en dirección a Pacific Heights.

Aparcó delante del edificio donde vivía una vieja dama de un encanto arrebatador. La noche anterior, había salvado la vida de su mejor amigo. La señora Morrison estaba paseando a Pablo. Paul bajó del coche y la invitó a compartir unos cruasanes calientes y ciertas noticias tranquilizadoras sobre Arthur.


Una enfermera entró sin hacer ruido en la sala 102 del servicio de reanimación. Arthur estaba durmiendo. Cambió la bolsa que recogía las últimas secreciones del hematoma y comprobó las constantes vitales del paciente. Satisfecha, apuntó sus conclusiones en una hoja de color de rosa que guardó en la carpeta de Arthur.


Norma llamó a la puerta del despacho. Fernstein cogió del brazo a la más veterana de las enfermeras y se la llevó al pasillo. Era la primera vez que se permitía un gesto de complicidad dentro del recinto hospitalario.

– Tengo una idea -dijo-. Vayamos a desayunar a orillas del océano y luego a la playa a echar una cabezadita.

– ¿No trabajas hoy?

– Ya he cumplido mi cupo esta noche, me tomo el día libre.

– Tengo que informar a personal de que yo cojo el mío.

– Acabo de hacerlo en tu lugar.

Las puertas del ascensor se abrieron ante ellos. Dos anestesistas y un cirujano ortopédico saludaron al profesor que, contrariamente a lo que había pensado Norma, no apartó su brazo al entrar en la cabina.


A las diez de la mañana, un agente de policía entró en la celda donde Lauren se había dormido. El doctor Brisson había retirado la denuncia. El Mission San Pedro Hospital no deseaba perseguirla por «llevarse» una de sus ambulancias.

Una grúa había remolcado el Triumph hasta el aparcamiento de la comisaría. Lauren sólo tenía que liquidar la factura del transporte y sería libre de volver a su casa.

En la acera, frente a comisaría, el sol deslumbraba. A su alrededor, la ciudad parecía haber cobrado vida y, sin embargo, Lauren se sentía extrañamente sola. Subió al Triumph y continuó su camino allí donde lo había dejado la noche anterior.


– ¿Podré hacerle una visita? -preguntó la señora Morrison mientras acompañaba a Paul al otro extremo del rellano.

– Le diré algo en cuanto lo haya visto.

– Pase mejor a verme -dijo ella, colgándose del brazo de Paul-. Prepararé una caja con galletitas para que mañana se las lleve.

Rose volvió a entrar en su casa, cogió la copia de las llaves del apartamento de Arthur y fue a regarle las plantas.

Echaba mucho de menos a su vecino. Ante su sorpresa, Pablo decidió acompañarla.


Norma y el profesor Fernstein estaban tumbados en la arena de Baker Beach. El le cogió una mano mientras contemplaba una gaviota que revoloteaba en el cielo. El ave desplegó las alas y jugó con las corrientes ascendentes.

– ¿Qué es lo que tanto te preocupa? -preguntó Norma.

– Nada -contestó Fernstein.

– Harás muchas otras cosas cuando dejes el hospital: viajarás, darás conferencias, y además te ocuparás del jardín, ¿no es eso lo que hacen los jubilados?

– ¿Me estás tomando el pelo?

Fernstein se volvió a mirarla fijamente.

– ¿Me estás contando las arrugas? -le preguntó ella.

– ¿Sabes? No he ejercido cuarenta años como neurocirujano para acabar mi vida cortando tuyas y buganvillas. Pero tu idea de las conferencias y los viajes me ha gustado bastante, a condición de que me acompañes.

– ¿Hasta tal punto temes la jubilación que me propones algo semejante?

– No, nada de eso; soy yo quien ha adelantado mi retiro. Me gustaría recuperar el tiempo perdido, desearía que te quedara algo de nosotros.

Norma se enderezó y miró tiernamente al hombre que amaba.

– Wallace Fernstein, ¿por qué te empeñas en rechazar ese tratamiento? ¿Por qué no intentarlo al menos?

– Te lo suplico, Norma, no vuelvas a sacar este tema. Hagamos los viajes y olvidémonos de las conferencias. El día en que el «cangrejo» haya dado buena cuenta de mí, me entierras donde te he pedido. Quiero morir estando de vacaciones, no en el escenario donde he operado toda mi vida, y menos aún en el lado de los espectadores.

Norma besó en la boca al viejo profesor. Tumbados los dos en esa playa, eran como dos viejos y magníficos amantes.


Lauren cerró la puerta de su apartamento. Kali no estaba allí para hacerle carantoñas. La lucecita del contestador estaba parpadeando y ella lo activó, aunque no escuchó hasta el final el mensaje que le había dejado su madre. Fue al dormitorio con vistas a la bahía y cogió el teléfono móvil. Una gaviota llegada directamente de Baker Beach fue a posarse en el poste telegráfico que se erguía delante de su ventana. El ave inclinó la cabeza a un lado, como para verla mejor, agitó las alas y remontó el vuelo. Lauren marcó el número de Fernstein, le salió el contestador y volvió a colgar. Llamó al Memorial, se negó a identificarse y dijo que quería hablar con el interno de guardia. Deseaba obtener información sobre un paciente al que habían operado esa noche. El neurólogo de servicio estaba efectuando sus visitas, así que dejó su número para que la llamase.


Paul llevaba más de una hora esperando, sentado en una silla junto a la pared de la sala de espera. Sólo se autorizaban las visitas a partir de la una del mediodía.

Una mujer con la cabeza vendada estrechaba entre sus brazos un sobre con radiografías, como quien guarda un tesoro.

Un niño revoltoso jugaba sobre la alfombra, moviendo un coche pequeño por los motivos rectangulares de color naranja y violeta.

Un anciano de aspecto elegante, con las manos cruzadas a la espalda, observaba, atento, algunas reproducciones de acuarelas que estaban colgadas en las paredes. De no ser por el característico olor a hospital, uno podría habérselo imaginado visitando un museo.

En el pasillo, una joven envuelta en una sábana dormía en una camilla, mientras el líquido de un gota a gota que colgaba de una percha se iba introduciendo en la vena de su brazo. Dos camilleros apoyados en la pared a cada lado del lecho velaban su sueño.

El niño se apoderó de un periódico y comenzó a rasgar sus páginas, produciendo un ruido tan regular como irritante. Su madre no le prestaba atención, aprovechando sin duda un precioso instante de descanso.

Paul miraba el reloj que había colgado frente a él. Al fin, una enfermera se le acercó, pero prosiguió su camino hacia la máquina de bebidas y sólo le dirigió una sonrisa de cortesía. Al ver que rebuscaba en los bolsillos de la bata tratando de encontrar unas monedas, Paul se levantó y avanzó hacia ella. Introdujo una moneda en la rendija y miró a la enfermera con aire interrogativo y con un dedo sobre las teclas de la máquina.

– ¡Un Red Bull! -exclamó la mujer, sorprendida.

– ¿Tan cansada está? -preguntó Paul, marcando la serie de cifras que liberaría la bebida de su compartimento.

Empezó a girar un resorte y la lata avanzó hacia el cristal antes de caer en la cuneta. Paul la recuperó y se la entregó a la enfermera.

– Aquí tiene su poción energética.

– ¡Nancy! -dijo ella a modo de agradecimiento.

– Lo lleva escrito en la bata -contestó Paul, huraño.

– ¿Algo va mal?

– ¡Estoy esperando!

– ¿A un médico?

– La hora de las visitas.

La enfermera consultó su reloj.

– ¿A quién quiere ver?

– A Arthur…

Pero no le dio tiempo a pronunciar su apellido, pues Nancy lo interrumpió y le cogió del brazo para arrastrarle hacia el pasillo.

– Sé a quién se refiere. ¡Sígame! Yo lo acompaño: las reglas sólo tienen sentido si uno se las salta de vez en cuando.

Lo condujo hasta la puerta de la habitación 307.

– Deberían haberle dejado en reanimación hasta esta noche, pero el interno ha considerado que su estado es satisfactorio, así que aquí lo tenemos. Nos lo hemos jugado a la pajita más corta y he ganado yo.

Paul la miró desconcertado.

– ¿Qué ha ganado?

– ¡Yo soy quien se ocupa de él! -dijo, guiñándole el ojo.

Un armario, una silla de paja trenzada y una mesa con ruedas constituían el mobiliario de la estancia. Arthur estaba durmiendo con un tubo de oxígeno en las fosas nasales y un gota a gota en la vena del brazo. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un vendaje rodeaba su cráneo. Paul se aproximó a paso lento, conteniendo la emoción que lo embargaba.

Acercó la silla a la cama. Viendo a Arthur sumergido en aquel silencio, mil recuerdos y otros tantos momentos compartidos le vinieron a la memoria.

– ¿Qué aspecto tengo? -murmuró Arthur con los ojos cerrados.

Paul carraspeó.

– El de un maharajá después de pillar una borrachera.

– ¿Cómo estás tú?

– Voy tirando. ¿Y tú?

– Me duele un poco la cabeza y estoy muy cansado -contestó Arthur, arrastrando la voz-. Te estropeé la velada, ¿no?

– Podría enfocarse desde este punto de vista, pero sobre todo me diste un susto de muerte.

– ¡Deja de poner esa cara, Paul!

– ¡Pero si tienes los ojos cerrados!

– Te veo de todas formas. Y basta ya de preocuparte, los médicos me han dicho que, una vez reabsorbido el hematoma, me recuperaré enseguida. ¡Ya verás!

Paul avanzó hacia la ventana. La vista daba a los jardines del hospital. Una pareja avanzaba a paso lento por un camino rodeado de macizos de flores. El hombre iba en bata y su mujer le ayudaba a caminar. Se sentaron en un banco, debajo de un tilo plateado. Paul permaneció con la mirada fija en el exterior.

– Todavía tengo demasiados defectos como para encontrar a la mujer de mi vida, aunque me gustaría cambiar, ¿sabes?

– ¿Qué es lo que te gustaría cambiar?

– Este egoísmo que me lleva a hablar de mí mismo cuando me encuentro junto a la cabecera de tu cama de hospital, por ejemplo. Querría ser como tú.

– ¿Quieres decir que te gustaría llevar un turbante en la cabeza y tener una migraña de mil demonios?

– Conseguir abandonarme sin sentir el miedo en el estómago; vivir los defectos del otro como fragilidades sublimes.

– ¿Estás hablando de amar?

– Algo parecido, sí. Es tan increíble lo que tú has hecho…

– ¿Dejarme atropellar por un sidecar?

– Continuar amándola sin esperar nada. Alimentarte sólo de lo que sentías por ella, respetar su libertad, conformarte con el hecho de que ella exista sin intentar verla otra vez, sólo para protegerla.

– No es para protegerla, Paul. Sino para dejarle tiempo para realizarse. Si le hubiera dicho la verdad, si hubiéramos vivido esta historia, la habría alejado de su propia vida.

– ¿La esperarás todo ese tiempo?

– Mientras pueda.

La enfermera, que había entrado sin que la oyeran, le hizo una seña a Paul indicándole que el tiempo reglamentario de visita tocaba a su fin. Arthur debía descansar. Por una vez, Paul no trató de discutir. Cuando llegó al umbral de la puerta, se volvió y miró a Arthur.

– No me vuelvas a hacer otra jugarreta como ésta.

– ¿Paul?

– Sí.

– Ella estaba esta noche, ¿verdad?

– Descansa, ya hablaremos de eso más tarde.

Paul se alejó hacia el pasillo con un gran peso sobre los hombros. Nancy lo alcanzó delante del ascensor. Entró en la cabina con él y pulsó el botón de la segunda planta. Con la cabeza gacha, Nancy se miraba la punta de las sandalias.

– No está usted tan mal, ¿sabe?

– ¡Porque no me ha visto vestido de cirujano!

– No, pero he oído su conversación.

Y como Paul no parecía entender lo que ella intentaba decirle, lo miró fijamente a los ojos y añadió que le habría «gustado tener un amigo como él››. Cuando las puertas de la cabina se abrieron al rellano, ella se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla antes de desaparecer.


El profesor Fernstein había dejado un mensaje en el contestador de Lauren. Quería verla lo antes posible. Se pasaría por su casa al terminar el día. Sin dar ninguna otra explicación, volvió a colgar.

– No sé si estamos haciendo bien -dijo la señora Kline.

Fernstein se guardó el teléfono móvil.

– Es un poco tarde para cambiar nuestra línea de conducta, ¿no le parece? Usted no puede arriesgarse a perderla una segunda vez; es lo que siempre me ha dicho, ¿no?

– Ya no lo sé. A lo mejor, si por fin le confesáramos la verdad, los dos nos liberaríamos de un peso enorme.

– Admitirle una falta al otro para aplacar la propia conciencia es una hermosa idea, pero no es más que egoísmo. Usted es su madre, tiene motivos para temer que no la perdone. Yo no soporto la idea de que algún día se entere de que me rendí, de que fui yo quien quiso desconectarla.

– Usted actuó según sus convicciones, no tiene nada que reprocharse.

– No es esta verdad la que cuenta -replicó el profesor-. Si yo hubiera estado en la situación de ella, si mi suerte hubiera dependido de su decisión médica, sé que jamás se habría rendido.

La madre de Lauren se sentó en un banco. Fernstein tomó asiento a su lado. La mirada del profesor se perdía en las aguas tranquilas del pequeño puerto deportivo.

– ¡Me quedan dieciocho meses, en el mejor de los casos! Cuando yo ya me haya ido, haga lo que le plazca.

– Creí que se jubilaba a finales de año…

– No me refiero a la jubilación.

La señora Kline puso la mano sobre la del viejo profesor, cuyos dedos estaban temblando. Él sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

– He salvado a muchas personas en mi vida, pero creo que nunca he sabido amarlas; lo único que me interesaba era curarlas. Así ganaba la partida a la enfermedad y la muerte. Era más fuerte que ellas… en fin, hasta ahora. Ni siquiera he servido para tener un hijo. ¡Qué revés para alguien que pretende haberse consagrado a la vida!

– ¿Por qué convirtió a mi hija en su protegida?

– Porque ella es todo cuanto yo habría deseado ser. Es valerosa donde yo sólo era obstinado, ella inventa donde yo sólo aplicaba, ella ha sobrevivido donde yo voy a morir, y tengo un miedo atroz. Me despierto por las noches con el miedo en el cuerpo. Me entran ganas de dar un puntapié a los árboles que me van a sobrevivir. He olvidado hacer tan tas cosas…

La señora Kline cogió al profesor de la mano y se lo llevó por el camino.

– ¿Adonde vamos?

– Sígame y no diga nada.

Regresaron siguiendo Marina. Delante de ellos, cerca del malecón, un parquecito acogía a un tropel de niños de corta edad. Tres columpios se elevaban en el cielo a costa de los esfuerzos sobrehumanos de unos padres agotados, que empujaban sin descanso; el tobogán estaba atascado, a pesar de la buena voluntad de un abuelo que trataba de regular su acceso; la construcción de cuerdas y madera sufría el asalto de unos robinsones en ciernes, mientras un crío se había quedado atrapado en un tubo de color rojo y chillaba, presa del pánico. Un poco más lejos, una madre intentaba convencer a su querubín, sin resultado, de que abandonara el recinto de arena para venir a buscar su merienda. Aderezado con cánticos indios, un corro infernal giraba sin piedad alrededor de una joven canguro mientras dos chicos se disputaban un balón. El concierto de llantos, aullidos y gritos rozaba la cacofonía.

Con los codos apoyados en la barrera, la señora Kline espiaba aquel infierno en miniatura; con el rostro iluminado por una sonrisa cómplice, miró al profesor.

– ¡Ya ve lo que se ha perdido!

Una niña pequeña que estaba cabalgando sobre un caballo con resorte alzó la cabeza. Su padre acababa de empujar la puerta del área de juegos. Abandonó su montura, se precipitó a su encuentro y se arrojó en sus brazos, abiertos de par en par. El hombre la alzó a su altura y la niña se acurrucó contra él, hundiendo la cabeza en el hueco del cuello con infinita ternura.

– Buen intento -dijo el profesor, sonriendo a su vez.

Miró el reloj y se disculpó: la hora de su cita con Lauren se estaba acercando. Su decisión la sacaría de sus casillas. A pesar de que la había tomado en su interés. La señora Kline lo miró alejarse, solo, por el paseo; atravesó el aparcamiento y subió a su coche.

Los árboles alineados en las aceras de Green Street se doblegaban bajo el peso del follaje. En aquella época del año, la calle era un estallido de colores. Los jardines de las casas victorianas estaban abarrotados de flores. El profesor llamó al interfono del apartamento de Lauren y subió al primer piso.

Sentado en el sofá del salón, adoptó su actitud más grave y le comunicó que estaba suspendida; tenía prohibido acercarse al Memorial Hospital durante dos semanas. Lauren se negó a creerlo: una decisión semejante tenía que ser ratificada por un consejo disciplinario, ante el cual ella podría defender su causa. Fernstein le pidió que escuchase sus argumentos. Sin demasiada dificultad, había obtenido por parte del administrador del Mission San Pedro que se abstuviera de emprender cualquier acción legal, pero para convencer a Brisson de retirar su denuncia, había hecho falta una moneda de cambio. El interno había exigido un castigo ejemplar.

Dos semanas de suspensión sin sueldo eran un mal menor en comparación con la suerte que habría corrido si él no hubiera podido sofocar el asunto. Por más que la invadiera la cólera al pensar en las amargas exigencias de Brisson. Lauren, escandalizada ante tamaña injusticia, que dejaba al bastardo de su colega al abrigo de toda sanción por sus inadmisibles negligencias, sabía que su profesor estaba protegiendo su carrera.

Se resignó y aceptó la sentencia. Fernstein le hizo jurar que la respetaría al pie de la letra: en ningún caso se aventuraría cerca del hospital, como tampoco entraría en contacto con los miembros de su equipo. Hasta el Parisian Coffee le estaba vedado.

Cuando Lauren le preguntó a qué tenía derecho durante esos quince días, Fernstein le dio una respuesta irónica: por fin podría descansar. Lauren miró a su profesor, agradecida y furiosa, pues estaba salvada y vencida. La entrevista no había durado más de un cuarto de hora. Fernstein alabó su apartamento; le parecía mucho más femenino de lo que había imaginado. Lauren le señaló la puerta con gesto autoritario. Ya en el rellano, Fernstein añadió que había dado instrucciones precisas a la centralita para que rechazaran cualquier llamada que hiciera. Tenía prohibido practicar la medicina, incluso por teléfono, mientras durase la sanción. En cambio, podía beneficiarse de aquella temporada para compulsar sus últimas clases de final de internado.

Camino de vuelta a su casa, Fernstein sintió un violento dolor. El «cangrejo» que lo estaba carcomiendo le acababa de morder. Aprovechó un semáforo en rojo para secarse la frente perlada de sudor. Detrás de él, un automovilista impaciente hizo sonar la bocina para invitarlo a avanzar, pero él no encontró fuerzas para pisar el acelerador. El viejo doctor bajó la ventanilla e inspiró a pleno pulmón en un intento de recuperar el aliento que le faltaba. El dolor era espantoso y se le nublaba la vista. Con un último esfuerzo, cambió de carril y logró detenerse en un aparcamiento reservado para la clientela de una tienda de flores.

Cerró la llave de contacto, se aflojó la corbata, se desabrochó el botón del cuello de la camisa y apoyó la cabeza encima del volante. El próximo invierno, le gustaría viajar con Norma a los Alpes y ver una vez más la nieve, y luego la llevaría a Normandía donde su tío médico, que tanto lo había marcado en la infancia, descansaba en un cementerio, rodeado de nueve mil tumbas más. El malestar remitía por fin, puso el coche en marcha y dio gracias al cielo porque la crisis no hubiera tenido lugar durante una operación.


Al atardecer, en medio de una temperatura suave, Paul condujo hacia Marina. A aquella hora, encantadoras criaturas aprovechaban para correr por los paseos que bordeaban el pequeño puerto deportivo. Una joven paseaba en compañía de su perro. Paul aparcó en el área de estacionamiento y la alcanzó a pie.

Lauren, que estaba perdida en sus pensamientos, se sobresaltó cuando él la abordó.

– No quería asustarla -le dijo-, lo siento.

– Gracias por venir tan deprisa ¿Cómo está Arthur?

– Mejor, ya ha salido de reanimación, se ha despertado y no parece sufrir.

– ¿Ha hablado con el interno de guardia?

Paul sólo había podido conversar con una enfermera, y ésta se mostraba optimista. Arthur se estaba recuperando muy bien. Mañana le quitarían el gota a gota y empezarían a alimentarlo por la boca.

– Es una buena señal -dijo Lauren, soltando la correa de Kali.

La perra se marchó a retozar detrás de unas gaviotas que practicaban el vuelo rasante encima del césped.

– ¿Se ha tomado un día de descanso?

Lauren le explicó que el rapto le había costado dos semanas de suspensión. Paul no supo qué decir.

Dieron algunos pasos, el uno junto al otro y en silencio.

– Me comporté como un cobarde -acabó admitiendo Paul-. Ni siquiera sé cómo agradecerle lo que ha hecho esta noche. Todo es culpa mía. Mañana iré a presentarme en la comisaría y les diré que usted no tiene nada que ver.

– Llega tarde: Brisson ha retirado la denuncia y la ha cambiado por un castigo. Los lameculos de la primera fila del colegio cuando llegan a adultos siguen levantando el dedo a la primera ocasión.

– Lo lamento -dijo Paul-. ¿Puedo hacer algo?

Lauren se detuvo para mirarle atentamente.

– ¡Pues yo no lo lamento! Creo que jamás me he sentido tan viva como en las últimas horas.

A varios metros de distancia, había un chiringuito donde vendían helados y refrescos. Paul pidió una soda, Lauren un cucurucho de fresa y, mientras Kali le hacía aspavientos a una ardilla que la miraba de reojo desde la rama de un árbol, se sentaron a una de las mesas de madera.

– A ustedes dos los une una bonita amistad.

– No nos hemos separado desde la infancia, excepto cuando Arthur se marchó a vivir a Francia.

– ¿Por amor o en viaje de negocios?

– Los negocios son más bien mi campo, y la evasión el suyo.

– ¿Huía de algo?

Paul la miró directamente a los ojos.

– ¡De usted!

– ¿De mí? -preguntó Lauren, estupefacta.

Paul bebió un largo sorbo de soda y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– ¡De las mujeres! -improvisó Paul, huraño.

– ¿De todas las mujeres? -replicó Lauren, con una sonrisa.

– De una en particular.

– ¿Una ruptura?

– Es un secreto, me mataría si me oyera hablar así.

– Entonces, cambiemos de tema.

– ¿Y usted? – preguntó Paul-. ¿Hay alguien en su vida?

– No estará ligando conmigo… -contestó Lauren, divertida.

– ¡Desde luego que no! Soy alérgico al pelo de los perros.

– Hay alguien, sí; se trata de una historia que no ocupa un gran lugar en mi vida -contestó Lauren-, pero me imagino que encuentro cierta forma de equilibrio en esta situación renqueante. Mis horarios de trabajo no dejan mucho espacio para otra cosa que no sea la medicina. Tener pareja exige muchísimo tiempo.

– ¿Sabe una cosa? ¡Cuanto más tiempo pasa, me parece que la soledad, aunque disfrazada, hace que pierdas más! Vivir para el trabajo no debería ser una finalidad en sí misma.

Lauren llamó a Kali, que se estaba alejando demasiado.

Luego se volvió hacia Paul.

– Teniendo en cuenta la noche que acabo de pasar, no estoy seguro de que su amigo comparta esta opinión. Y además, no hemos intimado lo bastante como para continuar esta conversación.

– Lo lamento, no quería ir de moralista, es sólo que…

– ¿Qué? -lo interrumpió Lauren.

– ¡Nada!

Lauren se levantó y le dio las gracias por su invitación.

– ¿Puedo pedirle algo? -dijo la joven.

– Todo lo que quiera.

– Sé que esto podrá parecerle impertinente, pero si pudiera llamarle de vez en cuando para tener noticias de mi paciente… Es que no me permiten llamar al hospital.

El rostro de Paul se iluminó.

– ¿Por qué sonríe de este modo? -preguntó Lauren.

– Por nada, me temo que no hemos intimado lo bastante como para que este tema sea objeto de conversación entre nosotros.

Permanecieron unos minutos en silencio.

– Llámeme cuando quiera… ya tiene mi número.

– Lo siento, me lo dio Betty, pero estaba en la ficha de ingreso de su amigo, «Persona de contacto en caso de urgencia».

Paul garabateó el de su domicilio en el reverso de un recibo de la tarjeta de crédito y se lo entregó a Lauren; podía llamar cuando le pareciera. Ella se metió el papel en el bolsillo de los vaqueros, le dio las gracias y se alejó por el paseo.

– Su paciente se llama Arthur Ashby -dijo Paul, casi burlón.

Lauren sacudió la cabeza; lo saludó con un gesto amistoso y se marchó a buscar a Kali. Cuando estuvo lo bastante lejos, Paul llamó al Memorial Hospital y pidió que le pasaran con el departamento de enfermería del servicio de neurología. Tenía que comunicar un mensaje muy importante al paciente de la habitación 307. Había que dárselo lo antes posible, incluso por la noche si se llegaba a despertar.

– ¿Cuál es el mensaje? -quiso saber la enfermera.

– ¡Dígale que la tiene en el bote!

Y Paul volvió a colgar, muy satisfecho. No lejos de él, una mujer lo estaba observando con expresión triste e indignada. Paul reconoció la silueta que se levantaba de un banco y se iba hacia la calle. A pocos metros de él, Onega paró un taxi. Corrió a su encuentro, pero no pudo alcanzarla y el vehículo se alejó.

– ¡Mierda! -exclamó, a solas, en el aparcamiento de Marina.


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