Las ruedas de la camilla giraban tan deprisa que los cubos temblaban sobre su eje. Lauren y Betty se abrían paso por los pasillos abarrotados de Urgencias. Esquivaron un botiquín por los pelos, y el encuentro en una curva con un grupo de camilleros que venía de frente se reveló de lo más peligroso. En el techo, los neones se extendían en un trazo continuo de color lechoso. A lo lejos, el timbre del ascensor tintineó. Lauren gritó que la esperasen. Aceleró aún más el paso, mientras Betty la ayudaba lo mejor que podía a mantener la camilla en línea recta. Un interno de otorrinolaringología que estaba aguantando las puertas de la cabina las ayudó a colarse entre otras dos camas que subían a los quirófanos.
– ¡Escáner! -jadeó Lauren.
Una enfermera pulsó el botón de la quinta planta. La carrera retomó su velocidad de locura de pasillo en pasillo, donde las puertas batientes volteaban a su paso. La unidad de imagen médica por fin estaba a la vista. Casi sin aliento, Lauren y Betty hicieron acopio de sus últimas fuerzas.
– Soy la doctora Kline, he avisado de nuestra llegada al técnico de radiología, necesito una tomografía craneal ahora mismo.
– La estábamos esperando -contestó Lucie-, ¿tiene el historial del paciente?
El papeleo podía esperar; Lauren colocó la camilla en la sala de exploración y, desde su cabina de control aislada, el doctor Bern se inclinó sobre el micro.
– ¿Qué estamos buscando?
– Una posible hemorragia en el lóbulo occipital. Necesito una serie de imágenes para una punción intracraneal.
– ¿Piensa intervenir esta noche? -preguntó Bern, sorprendido.
– En menos de una hora, si logro reunir un equipo.
– ¿Está avisado Fernstein?
– Todavía no -murmuró Lauren.
– Pero supongo que tendrá su aprobación para estas tomografías de urgencia…
– Evidentemente -mintió Lauren.
Ayudada por Betty, instaló a Arthur sobre la mesa de exploración y le ajustó el soporte de la cabeza. Betty inyectó la solución yodada mientras el operador iniciaba los protocolos de captación desde su Terminal. Con un susurro apenas audible, la mesa avanzó hasta el centro del anillo. El estativo efectuó sus primeras rotaciones mientras la corona de detectores giraba alrededor de la cabeza de Arthur. Los rayos X que se captaban eran transmitidos a una cadena informática que recomponía la imagen de su cerebro en diferentes capas.
Las primeras imágenes aparecían ya en las dos pantallas del operador. Confirmaban el diagnóstico de Lauren y desmentían el de Brisson: Arthur debía ser operado inmediatamente. Había que suturar lo antes posible la disección de la vena dañada y reducir el hematoma en el interior de la cavidad craneal.
– En tu opinión, ¿qué posibilidades hay de recuperación? -le preguntó Lauren a su colega, hablando a través del micro de la sala del escáner.
– ¡Tú eres la interna de neurocirugía! Pero si quieres mi pronóstico, yo diría que, si intervenís en una hora, no hay nada perdido. No veo ninguna lesión importante, respira bien, los centros neurofuncionales parecen intactos… Puede salir indemne.
El radiólogo le hizo una seña a Lauren para que se reuniera con él en la cabina. Señaló con el dedo una zona del cerebro que aparecía en la pantalla.
– Me gustaría que mirases esta capa más de cerca -dijo-: me parece que aquí tenemos una pequeña y rara malformación, voy a completar los exámenes con una resonancia magnética. Enviaré las imágenes por el Dicom y las podrás recuperar directamente en el neuronavegador. Casi podrías dejar que el robot operase por ti.
– Gracias por todo.
– Era una noche tranquila, y tus visitas siempre me complacen.
Un cuarto de hora después, Lauren abandonaba el departamento de radiología, conduciendo a Arthur a la última planta del hospital. Betty la dejó delante de los ascensores: tenía que volver a Urgencias. Desde allí haría todo lo posible por reunir un equipo quirúrgico en el más breve plazo.
El quirófano estaba sumido en la oscuridad; en la pared, el reloj fluorescente marcaba las tres y cuarenta minutos.
Lauren trató de instalar a Arthur en la mesa de operaciones pero, sin ayuda, se reveló una maniobra compleja. Ya estaba harta de aquella vida, de aquellos horarios, de estar siempre a disposición de todo el mundo, mientras que nunca nadie estaba ahí para ella. El busca la llamó de nuevo y se precipitó hacia el auricular del teléfono de pared. Betty descolgó de inmediato.
– He conseguido a Norma, aunque le ha costado creerme. Ella se encarga de traer a Fernstein.
– ¿Crees que le llevará tiempo encontrarlo?
– El que hace falta para ir de la cocina al dormitorio; ¡si el apartamento de Fernstein es tan grande como dicen, tardará cinco minutos de nada!
– ¿Quieres decir que Norma y Fernstein…?
– ¡Tú me has pedido que lo encontrase en plena noche y está hecho! Y he pedido que te llame a ti directamente: tengo los tímpanos delicados. Te dejo, estoy buscando un anestesista.
– ¿Crees que vendrá?
– Yo diría que ya está en camino. ¡Eres su protegida, se diría que eres la única que no quiere darse cuenta!
Betty cortó la comunicación y buscó en su agenda personal a un médico anestesista que vivía no muy lejos del hospital y cuya noche se disponía a sacrificar. Lauren colgó lentamente el auricular. Miró a Arthur, que dormía un sueño engañoso encima de la camilla.
Oyó unos pasos detrás de ella. Paul se aproximó a la cama y cogió la mano de su amigo.
– ¿Cree que saldrá de ésta? -preguntó con voz angustiada.
– Hago cuanto está en mis manos, pero yo sola no puedo hacer gran cosa. Estoy esperando a la caballería y me siento muy cansada.
– No sé cómo darle las gracias -murmuró Paul-. El es la única cosa por encima de mis posibilidades que me he permitido jamás.
Ante el silencio de Lauren, Paul añadió que no podía permitirse perderlo.
Lauren lo miró fijamente.
– Venga a ayudarme: ¡cada minuto cuenta!
Arrastró a Paul hacia la sala de preparación, abrió el armario central y sacó dos batas verdes.
– Extienda los brazos -le dijo.
Le anudó los cordones a la espalda y le puso un casquete en la cabeza. Mientras lo arrastraba hacia la pila, le mostró cómo lavarse las manos y lo ayudó a ponerse los guantes esterilizados. Mientras Lauren se vestía, Paul se contempló en el espejo. Se veía muy elegante con aquel atuendo de cirujano. Si no le hubiera tenido un horror tremendo a la sangre, la medicina le habría sentado de maravilla.
– Cuando haya terminado de mirarse al espejo, ¿vendrá a echarme una manita? -preguntó Lauren, con los brazos extendidos.
Paul la ayudó a prepararse y, cuando estuvieron los dos vestidos con sus trajes, la siguió al interior del quirófano. Él, que se enorgullecía de la alta tecnología de los equipos de su estudio de arquitectura, quedó maravillado ante la multitud de aparatos electrónicos. Se aproximó al neuronavegador para acariciar el teclado.
– ¡No toque eso! -gritó Lauren.
– Sólo estaba mirando…
– ¡Mire con los ojos, y no con los dedos! No tiene derecho a estar aquí, y si Fernstein me ve en esta sala con usted me gano…
– … dos horas de rapapolvo -prosiguió la voz del viejo profesor, surgida de un altavoz-. ¿Ha decidido sabotear su carrera para fastidiarme la jubilación, o bien actúa por pura inconsciencia?
Lauren se dio la vuelta. Fersntein la estaba mirando desde la sala de preoperatorio, al otro lado del cristal.
– ¡Fue usted quien me hizo prestar el juramento hipocrático! ¡Yo sólo respeto mis compromisos, eso es todo! -contestó Lauren. En el intercomunicador Fernstein se inclinó sobre la consola y pulsó el botón del micro para dirigirse a ese «médico» al que no conocía.
– Le hice jurar que donaría su cuerpo a la medicina; pienso que, cuando las futuras generaciones estudien su cerebro, la ciencia hará grandes progresos en la comprensión del fenómeno de la cabezonería.
– No se preocupe: ¡desde que me salvó en la mesa de operaciones, me toma por su criatura! -replicó Lauren, dirigiéndose a Paul e ignorando totalmente a Fernstein.
Sacó una cuchilla de afeitar estéril de un cajón y un par de tijeras, recortó la camisa de Arthur y arrojó los jirones a una papelera. Paul no pudo reprimir una sonrisa al verla rasurar el torso de Arthur.
– ¡Cuando despierte, este corte le va a encantar! -dijo.
Lauren colocó los electrodos en las muñecas, en los tobillos y en siete puntos alrededor del corazón de Arthur. Conectó los cables eléctricos al electrocardiógrafo y comprobó el buen funcionamiento de la máquina. Un trazo regular apareció en la pantalla verde fluorescente.
– ¡Me he convertido en su juguete! Me echa una bronca si hago demasiadas horas, me echa una bronca si no estoy en la planta indicada en el momento preciso, me echa una bronca si no tratamos a suficientes enfermos en Urgencias, me echa la bronca porque entro demasiado deprisa en el aparcamiento… ¡Hasta me echa la bronca porque tengo mala cara! ¡El día que estudie su cerebro, la medicina dará un gran paso en la comprensión del machismo en los curanderos!
Paul carraspeó, incómodo. Fernstein invitó a Lauren a reunirse con él.
– Estoy en un medio esterilizado -protestó ella-; ¡y ya sé lo que me quiere decir!
– ¿Cree que me he levantado en plena noche por el solo placer de echarle una reprimenda? Me gustaría hablar con usted del protocolo operatorio; ¡Dése prisa, es una orden!
Lauren hizo chasquear sus guantes y salió del quirófano, dejando a Paul a solas con Arthur.
– ¿Quién es el anestesista? -preguntó ella mientras la puerta de la sala se deslizaba sobre sus rieles.
– ¡Creí que era ese médico que estaba con usted!
– No, no es él -murmuró Lauren, mirándose la punta de los zapatos.
– Norma se ocupa de eso, llegará en unos minutos. En fin, ha conseguido reunir a un equipo de primera en plena noche; dígame que no se trata de una apendicitis.
Los rasgos de Lauren se relajaron y apoyó una mano en el hombro de su viejo profesor.
– Punción intracraneal y reducción de un hematoma subdural.
– ¿A cuándo se remonta la primera hemorragia?
– A las siete de la tarde, con un probable aumento de intensidad hacia las nueve, consecuencia de la absorción de una fuerte dosis de aspirina.
Fernstein consultó el reloj; eran las cuatro de la madrugada.
– ¿Cuál es su pronóstico de recuperación?
– El radiólogo es optimista.
– ¡No le he pedido su opinión, sino la de usted!
– No lo sé, pero mi instinto me dice que valía la pena despertarle.
– Pues si no lo sacamos de ésta, maldeciré su instinto. ¿Dónde están las imágenes?
– En el neuronavegador, los perímetros de los campos operatorios están establecidos y los hemos enviado por el Dicom. He encendido el ecógrafo e inicializado los protocolos operativos.
– Bien, deberíamos poder operar en un cuarto de hora. ¿Podrá resistir? -le preguntó el profesor mientras se ponía la blusa.
– ¡Concrete la pregunta! -lo desafió Lauren, anudándole los cordones a la espalda.
– Me refiero a su cansancio.
– ¡Está obsesionado con eso! -protestó ella, cogiendo del armario otro par de guantes esterilizados.
– Si dirigiera una compañía aérea, me importaría la capacidad de alerta de mis pilotos.
– No se preocupe, tengo los pies en el suelo.
– ¿Y quién es ese cirujano de la sala de operaciones? No lo reconozco debajo del casquete -dijo Fernstein mientras se lavaba las manos.
– Es una larga historia -dijo ella, incómoda-; se va, sólo ha venido a ayudarme.
– ¿Cuál es su especialidad? No sobrará nadie esta noche, toda ayuda será bienvenida.
– ¡Es psiquiatra!
Fernstein se quedó desconcertado. Norma entró en la sala de preoperatorio. Ayudó al profesor a ponerse los guantes y le ajustó la bata. La enfermera contempló al viejo profesor, orgullosa de su elegancia. Fernstein se acercó al oído de su alumna y murmuró:
– Cree que, a medida que me hago mayor, me voy pareciendo a Sean Connery.
Y Lauren pudo ver la sonrisa que se dibujaba debajo de la mascarilla del cirujano.
El doctor Lorenzo Granelli, anestesista reputado, hizo una entrada estrepitosa. Instalado en California desde hacía veinte años, titular de una cátedra en el centro hospitalario universitario, jamás se había desembarazado del acento elegante y soleado que subrayaba sus orígenes venecianos.
– ¿Y bien? -exclamó, con los brazos muy abiertos-. ¿Cuál es la urgencia que no puede esperar?
El equipo entró en el quirófano. Para gran sorpresa de Paul, lo saludaron llamándole doctor. Lauren le sugirió firmemente con la mirada que saliera de allí, pero cuando se dirigía hacia la puerta de la sala, el anestesista le pidió que lo ayudara a instalar la bolsa de la perfusión. Granelli miró, perplejo, las gotas que perlaban la frente de Paul.
– Un pajarito me dice que ya ha entrado en calor, estimado colega.
Paul contestó con un movimiento de cabeza y colgó, tembloroso, la bolsa de plasma en la percha. Lauren, por su parte, puso rápidamente en situación al resto del equipo mientras iba comentando las imágenes en la pantalla del ordenador.
– Pediré una nueva ecografía cuando hayamos reducido la presión intracraneal.
Fernstein se apartó de la pantalla para acercarse al paciente. Al descubrir el rostro de Arthur, retrocedió un paso y dio gracias al cielo por llevar la mascarilla quirúrgica que disimulaba su expresión.
– ¿Va todo bien? -le preguntó Norma, que notó la turbación del profesor.
Fersntein se alejó de la mesa de operaciones.
– ¿Cómo ha llegado este joven aquí?
– Es una historia que le parecerá difícil de creer -contestó Lauren con una voz apenas audible.
– Tengo todo el tiempo del mundo -insistió él, ocupando su puesto detrás del neuronavegador.
Lauren explicó el caótico proceso que había conducido a Arthur por segunda vez a las Urgencias del Memorial Hospital y lo había sustraído de las desventuradas mano de Brisson.
– ¿Por qué no le hizo un control neurológico exhaustivo cuando lo examinó por primera vez? -Preguntó Fernstein, comprobando el buen funcionamiento de su aparato.
– No había traumatismo craneal, ni pérdida de conocimiento, y el equilibrio neuromotor era satisfactorio. La consigna es que limitemos los exámenes inútilmente costosos…
– Usted nunca ha respetado las consignas, no me diga que de repente ha decidido acatarlas hoy. ¡Para ser la primera vez, no ha tenido mucha suerte!
– No había ningún motivo para preocuparse.
– Y Brisson…
– Fiel a sí mismo -replicó Lauren.
– ¿Le ha permitido llevarse a su paciente?
– No del todo…
Paul simuló un increíble acceso de tos. Todo el equipo quirúrgico se lo quedó mirando. Granelli abandonó su puesto y fue a darle unas palmadas en la espalda.
– ¿Está seguro de que se encuentra bien, estimado colega?
Paul tranquilizó al anestesista con un movimiento de cabeza y se alejó de él.
– ¡Eso es una excelente noticia! -Exclamó Granelli-. Ahora, y se lo digo confidencialmente, si pudiera evitar esparcir sus bacilos por toda la sala, el cuerpo médico del que formo parte le estaría infinitamente agradecido. Hablo en nombre de este estimado paciente, que sufre ya ante la idea de que se le acerque usted.
Paul, que tenía la sensación de que una colonia de hormigas había decidido alojarse en sus piernas, se aproximó a Lauren y le murmuró al oído, suplicante:
– Sáqueme de aquí antes de que esto empiece. ¡No soporto la visión de la sangre!
– Hago lo que puedo -susurró la joven interna.
– Mi vida se transforma en un calvario cada vez que ustedes dos se juntan. Si un día pudieran verse como hace todo el mundo, estaría la mar de bien.
– ¿De qué está hablando? -preguntó Lauren, desconcertada.
– ¡Yo ya me entiendo! Encuéntreme el modo de salir de este sitio antes de que me desmaye.
Lauren se apartó de Paul.
– ¿Está listo? -le preguntó a Granelli.
– Más listo sería casi imposible, querida, sólo espero la señal -contestó el anestesista.
– Unos minutos más -anunció Fernstein.
Lauren colocó la sábana operatoria sobre la cabeza de Arthur, cuyo rostro desapareció bajo la tela verde.
Fernstein quiso comprobar las placas por última vez y se volvió hacia el panel luminoso, pero estaba limpio de toda imagen. Fustigó a Lauren con la mirada.
– Se han quedado al otro lado, lo siento.
Lauren salió de la estancia para ir a buscar las placas de la resonancia magnética. La puerta del quirófano se cerró mientras Norma aplacaba a Fernstein con una sonrisa cómplice.
– Todo esto es inadmisible -dijo, cogiendo las asas del neuronavegador-. Nos despierta en plena noche, nadie está avisado de esta intervención, apenas tenemos tiempo de prepararnos… ¡El hospital debe tener, por lo menos, ciertos protocolos que hay que respetar!
– Pero, estimado colega -exclamó Granelli-, el talento se expresa a menudo en la espontaneidad de lo imprevisto.
Todos los rostros se volvieron hacia el anestesista. Granelli carraspeó.
– En fin, o algo por el estilo, ¿no?
Las puertas de la sala de preoperatorio donde Lauren estaba recogiendo los últimos informes de los análisis se abrieron bruscamente. Un agente uniformado precedía aun inspector de policía. Lauren reconoció de inmediato al médico con bata que la señalaba con el dedo.
– ¡Es ella, deténganla ahora mismo!
– ¿Cómo han llegado hasta aquí? -le preguntó Lauren, estupefacta, al policía.
– Al parecer, había una urgencia, y lo hemos traído con nosotros -contestó el inspector, refiriéndose a Brisson.
– ¡He venido para acusarla de intento de asesinato, secuestro de un médico en el ejercicio de sus funciones, rapto de uno de sus pacientes y robo de una ambulancia!
– Si me lo permite, doctor, yo mismo haré mi trabajo -replicó el inspector Erik Brame, dirigiéndose a Brisson.
Le preguntó a Lauren si reconocía los hechos. Ella aspiró hondo y juró que sólo había actuado en interés del herido.
Se trataba de un caso de legítima defensa…
El inspector Brame lo sentía mucho, no le correspondía a él juzgar tal cosa y no le quedaba otro remedio que ponerle las esposas.
– ¿Es realmente necesario? -suplicó Lauren.
– ¡Es la ley! -se regocijó Brisson.
– Me he traído otro par; ¡si vuelve a hablar por mí una sola vez -dijo el inspector-, le detengo por usurpación de la función de agente de la fuerza pública!
– ¿Existe ese delito? -preguntó el interno.
– ¿Quiere comprobarlo? -contestó el inspector Brame en tono firme.
Brisson retrocedió un paso, dejando al policía proseguir el interrogatorio.
– ¿Qué ha hecho con la ambulancia?
– Está en el aparcamiento. Pensaba devolverla por la mañana.
El altavoz crepitó. Lauren y el policía se dieron la vuelta y vieron a Fernstein, que se dirigía a ellos desde el quirófano.
– ¿Pueden decirme qué está pasando?
Las mejillas de la joven neuróloga se tiñeron de púrpura; se inclinó sobre el pupitre, con un gran peso sobre los hombros, y pulsó la tecla del interfono.
– Perdón -murmuró-, lo siento muchísimo.
– ¿Acaso esta intrusión policial tiene algo que ver con el paciente que se encuentra sobre esta mesa?
– En cierto modo -admitió Lauren.
Granelli se aproximó al cristal.
– ¿Se trata de un bandido? – preguntó casi estático.
– No -contestó Lauren-. Todo es culpa mía, estoy muy confusa.
– No esté confusa -replicó el anestesista-; yo mismo, cuando tenía su edad, hice dos o tres gamberradas que me valieron varias noches en compañía de los carabinieri, que, dicho sea de paso, llevan unos trajes mucho más elegantes que los de sus policías.
El inspector Brame se acercó al micro e interrumpió al anestesista.
– Ha robado una ambulancia y se ha llevado a ese paciente de otro hospital.
– ¿Ella sola? -Exclamó el anestesista, en el colmo de la excitación-. ¡Pero esta chica es el no va más!
– Tenía un cómplice -resopló Brisson-, estoy seguro de que estará en el vestíbulo, hay que detenerlo también.
Fernstein y Norma se volvieron hacia el único médico que aún no se había presentado, pero, para su gran sorpresa, había desaparecido. Acurrucado en el compartimento que se encontraba bajo la mesa de operaciones, Paul no lograba comprender cómo su velada se había convertido en semejante pesadilla. Hacía unas horas, era un hombre feliz y sereno que cenaba en compañía de una joven adorable.
Fernstein se acercó al cristal y le preguntó a Lauren porqué había cometido un acto tan estúpido. Su alumna levantó la cabeza y lo miró con los ojos llenos de tristeza.
– Brisson iba a matarlo.
– Buenas noches, profesor -dijo el joven interno, encantado-. ¡Quiero recuperar a mi paciente ahora mismo! Le prohíbo que comience esta intervención: me lo llevo conmigo.
– Lo dudo -objetó Fernstein, furioso.
– Señor profesor, lo invito a que deje hacer al doctor Brisson -dijo el inspector de policía, avergonzado.
Granelli retrocedió con paso furtivo hasta la mesa de operaciones Comprobó el estado de Arthur v desenchufó el electrodo de su muñeca. Al instante, la señal de alarma del electrocardiógrafo empezó a sonar. Granelli levantó los brazos al cielo.
– ¡Miren! Venga hablar y hablar y este joven va de mal en peor. A menos que este señor que nos está molestando asuma la responsabilidad del agravamiento inevitable del estado de nuestro enfermo, pienso que ya es hora de operar. De todos modos, la anestesia ya ha surtido efecto y no se le puede trasladar! -concluyó, triunfante.
La mascarilla de Norma no pudo ocultar su sonrisa. Brisson, loco de rabia, señaló a Fernstein con un dedo iracundo.
– ¡Me las pagarán todos!
– Creo que no hemos acabado de saldar nuestras cuentas, joven. ¡Y ahora váyase de aquí y déjenos trabajar! -ordenó el profesor, y se dio la vuelta sin dirigirle una mirada a Lauren.
El inspector Brame se guardó las esposas y cogió a la joven neuróloga del brazo. Brisson les pisaba los talones.
– Lo menos que puede decirse -replicó Granelli, colocando de nuevo el electrodo en la muñeca de Arthur- es que ha sido una noche muy original.
El ronroneo de los aparatos cubrió el silencio que se instaló en la sala de operaciones. El líquido de la anestesia descendió a lo largo del tubo de perfusión y entró en las venas de Arthur. Granelli comprobó la saturación de los gases sanguíneos y le indicó a Fernstein con un gesto que la intervención podía empezar.
Lauren se sentó en el vehículo camuflado del inspector Erik Brame, y Brisson lo hizo en el del agente uniformado.
En el cruce de California Street, los dos coches se separaron.
Brisson volvía para acabar su guardia en el San Pedro. Firmaría la denuncia por la mañana.
– ¿Estaba realmente en peligro? -preguntó el inspector.
– Todavía lo está -contestó Lauren desde el asiento de atrás.
– Y ese Brisson ¿tiene algo que ver?
– No ha sido él quien lo ha proyectado contra un escaparate, pero digamos que su incompetencia ha empeorado la situación.
– Entonces, ¿usted le ha salvado la vida?
– Iba a operarlo cuando usted me ha detenido.
– ¿Y hace estas cosas por todos sus pacientes?
– Sí y no; es decir, sí, intento salvarlos, pero no me los llevo de otro hospital.
– ¿Ha corrido ese riesgo por un desconocido? -Continuó el inspector-. Es usted sorprendente.
– ¿No es lo mismo que hace usted cada día en su trabajo, asumir riesgos por desconocidos?
– Sí, pero yo soy policía.
– Y yo, médica…
El coche entró en Chinatown. Lauren le pidió al agente que le dejase bajar la ventanilla; no era muy reglamentario, pero él aceptó: ya había tenido bastantes reglamentos por esa noche.
– Ese tipo me caía muy antipático, pero no tenía elección, ¿lo comprende?
Lauren no contestó; con la cabeza asomada a la ventanilla, respiró el aire de mar que invadía los barrios del este de la ciudad.
– Este sitio me gusta más que ningún otro -dijo.
– En otras circunstancias, la habría llevado a comer el mejor pato lacado del mundo.
– ¿En lo de los hermanos Tang?
– ¿Conoce ese lugar?
– Era mi preferido; en fin, lo era. Desde hace dos años no tengo tiempo de poner los pies allí.
– ¿Está preocupada?
– Preferiría estar en el quirófano, pero Fernstein es el mejor neurocirujano de la ciudad, así que no debería inquietarme.
– ¿Alguna vez ha logrado responder una pregunta solamente con un sí o con un no?
Lauren sonrió.
– ¿De veras ha dado ese golpe usted sola? -continuó el inspector.
– ¡Sí!
El coche se detuvo en el aparcamiento del distrito séptimo. El inspector Brame ayudó a Lauren a bajar del vehículo.
Cuando entraron en la comisaría, confió a su pasajera al agente de servicio.
A Nathalia no le gustaba pasar la noche lejos de su compañero, pero las horas entre la medianoche y las seis de la mañana contaban el doble. Sólo tres meses más y también ella se retiraría. Su viejo poli cascarrabias le había prometido que la llevaría a hacer ese gran viaje con el que llevaba tantos años soñando. A finales de otoño volarían hacia Europa. Se besarían bajo la torre Eiffel, visitarían París y pondrían rumbo a Venecia para unirse por fin ante Dios. En el amor, la paciencia es una virtud. No habría ninguna ceremonia: simplemente, entrarían los dos en una pequeña iglesia; había docenas de ellas en la ciudad.
Nathalia entró en la sala de interrogatorios para acreditar la identidad de Lauren Kline, una interna de neurocirugía que había sustraído una ambulancia y se había llevado a un paciente de un hospital.