Paul recorría el vestíbulo de un lado a otro. Sacó el teléfono móvil del fondo del bolsillo, pero Cybile le dio a entender de inmediato que estaba prohibido utilizarlo en el recinto del hospital.
– ¿Y qué aparato científico podría perturbar, aparte de la máquina de bebidas? -gritó él.
Cybile reiteró la prohibición con un movimiento de cabeza y le señaló el aparcamiento de Urgencias.
– Artículo 2 del nuevo reglamento interior -insistió Paul-: ¡se autoriza el uso de mi teléfono en el vestíbulo!
– Su reglamento sólo funciona con Brisson, así que váyase a telefonear afuera. Si pasa el de seguridad, me echan.
Paul, sin abandonar sus protestas, franqueó las puertas correderas.
Durante largos minutos, continuó dando zancadas por el aparcamiento de las ambulancias, mientras veía desfilar la agenda telefónica en la pantalla de su móvil.
– ¡Mierda -masculló en voz baja-, es un caso de fuerza mayor!
Pulsó una tecla y al instante el móvil marcó un número pregrabado.
– Memorial Hospital, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó la telefonista.
Paul insistió para que le pasaran con Urgencias. Esperó varios minutos Betty cogió el aparato. Una ambulancia, le explicó él, les había llevado a primera hora de la tarde a un hombre joven atropellado por un sidecar en Union Square.
Betty le preguntó a su interlocutor si era un miembro de la familia de la víctima y Paul contestó que era su hermano; apenas mintió. La enfermera se acordaba muy bien del informe de ingreso. El paciente había abandonado el hospital por sus propios medios hacia las veintiuna horas. Estaba en perfecto estado.
– No del todo -replicó Paul-, ¿puede pasarme al médico que se ha ocupado de él? Creo que era una mujer. Es urgente -añadió.
Betty comprendió que había algún problema, o más bien que el hospital podía tener problemas. El diez por ciento de los pacientes que recibía Urgencias regresaba a las veinticuatro horas siguientes, debido a un error o a una subestimación en el diagnóstico. El día en que los juicios costaran más dinero del que se ahorraban con la reducción de personal, los administradores tomarían por fin las medidas que el cuerpo médico no cesaba de reclamar. Rebuscó entre sus fichas, en busca de la copia de la de Arthur.
Betty no descubrió ninguna infracción en el protocolo de exploración; más tranquila, dio unos golpes en el cristal cuando vio acercarse a Lauren por el pasillo. Había una llamada para ella.
– Si es mi madre, le dices que no tengo tiempo. Debería haberme ido hace media hora y todavía me falta pasar visita a dos pacientes.
– Si tu madre llamara a las dos y media de la madrugada, te la pasaría incluso al quirófano. Coge el teléfono, parece importante.
Perpleja, Lauren se llevó el auricular al oído.
– Esta tarde ha examinado usted a un hombre al que se lo había llevado por delante un sidecar, ¿recuerda? -dijo la voz al otro lado del aparato.
– Sí, perfectamente -contestó Lauren-, ¿llama de la policía?
– No, soy su mejor amigo. Su paciente se ha encontrado mal al volver a casa. Está inconsciente.
Lauren sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho.
– ¡Llame ahora mismo al 911 y tráigamelo aquí inmediatamente, le esperaré!
– Ya está hospitalizado. Estamos en el Mission San Pedro Hospital y la cosa no marcha muy bien.
– No puedo hacer nada por su amigo si ya está en otro hospital -contestó Lauren-. Mis colegas sabrán ocuparse de él, estoy segura. Puedo hablar con ellos si lo desea pero, aparte de señalar una leve taquicardia, no tengo nada especial que comentarles, todo era normal cuando se ha marchado de aquí.
Paul describió en qué condiciones se encontraba Arthur; el médico que estaba de guardia pretendía que no era arriesgado esperar hasta la mañana, pero él no compartía su opinión, había que ser un necio para ignorar que su mejor amigo no estaba bien.
– Me resulta difícil contradecir a un colega sin haber consultado las radiografías. ¿Qué dice el escáner?
– ¡Aquí no hay escáner! -dijo Paul.
– ¿Cómo se llama el interno de guardia? -quiso saber Lauren.
– Es un tal doctor Brisson -dijo Paul.
– ¿Patrick Brisson?
– Llevaba escrito «Pat» en su credencial, debe de ser ése, ¿lo conoce?
– Lo conocí en cuarto curso de medicina; efectivamente, es un necio.
– ¿Qué puedo hacer? -suplicó Paul.
– Yo no tengo ningún derecho a intervenir, pero puedo intentar hablar con él por teléfono. Con el consentimiento de Brisson, podríamos organizar el traslado de su amigo practicarle un escáner esta misma noche: el nuestro está operativo las veinticuatro horas del día. ¿Y por qué no ha venido aquí?
– Es una larga historia y tenemos poco tiempo.
Paul vio que el interno entraba en la garita de Cybile; le rogó a Lauren que no colgara y atravesó el vestíbulo corriendo. Llegó jadeando ante Brisson y le pegó el móvil a la oreja.
– Una llamada para usted -le dijo.
Brisson lo miró, sorprendido, y cogió el aparato.
El intercambio de puntos de vista entre los dos médicos fue breve. Brisson escuchó a Lauren y le dio las gracias por una ayuda que no había solicitado. El estado de su paciente estaba controlado, pero no era el caso de la persona que lo acompañaba. El hombre que tan inútilmente la había importunado mostraba cierta tendencia a la histeria, y hasta había tenido que apelar a la policía para desembarazarse de él.
Lauren, tranquilizada, colgó después de un encantado de tener noticias tuyas después de tantos años y espero volver a verte, para tomar un café o, ¿por qué no?, para salir a cenar.
Cortó la comunicación y se guardó el aparato en el bolsillo.
– ¿Y bien? -quiso saber Paul, cuyos pies rozaban la línea amarilla.
– ¡Le devolveré su teléfono cuando se vaya de aquí! -dijo Brisson con aire altanero-. Su utilización está prohibida en el recinto del hospital, como seguramente ya le habrá notificado Cybile.
Paul se cuadró delante del médico y le impidió el paso.
– Bien, de acuerdo, se lo devuelvo; pero usted tiene que jurarme que saldrá al aparcamiento si tiene que hacer más llamadas -prosiguió Brisson, ya no tan fiero.
– ¿Qué ha dicho su colega? -preguntó Paul, arrancando el móvil de las manos del interno.
– Que tengo toda su confianza, cosa que evidentemente no puede decir todo el mundo.
Brisson señaló con el dedo la inscripción que delimitaba la zona reservada exclusivamente al personal médico.
– Si vuelve a cruzar una sola vez al otro lado de esta línea, aunque sea para recorrer diez centímetros de este pasillo, Cybile llamará a la policía y haré que se lo lleven. Espero haber sido lo bastante claro.
Y Brisson dio media vuelta y se alejó por el pasillo. La enfermera jefe Cybile se encogió de hombros.
Lauren acababa de ordenar el ingreso del último herido de la refriega en el bar.
Una enfermera en prácticas le pidió que examinara a un paciente. Le hubiese bastado mirar el tablón de los horarios, estalló Lauren, para comprobar que su guardia terminaba a las dos de la mañana. Puesto que eran casi las tres, era imposible que la persona a la que se estaba dirigiendo la joven enfermera fuese Lauren. Emily Smith la miró con expresión contrita.
– Está bien, vamos, ¿en qué cabina está el enfermo? -preguntó, siguiéndola con resignación.
El chiquillo se quejaba de dolor de oído y tenía fiebre muy alta. Lauren lo examinó y diagnosticó una otitis aguda.
Prescribió una receta y le rogó a Betty que ayudase a la joven en prácticas a administrar los cuidados adecuados. Agotada, por fin abandonó Urgencias, sin tomarse tiempo siquiera para quitarse la bata.
Mientras atravesaba el aparcamiento desierto, Lauren soñaba con un baño, un edredón y una gran almohada. Consultó su reloj; su próxima guardia empezaba dentro de dieciséis horas. Habría necesitado dormir el doble para resistir hasta el fin de semana.
Tomó asiento detrás del volante y se abrochó el cinturón.
El coche se alejó por Potrero Avenue y giró en la calle Veintitrés.
Le gustaba conducir por San Francisco en plena noche, cuando la ciudad en calma era toda para ella. El asfalto desfilaba bajo las ruedas del cabriolé. Encendió la radio y metió la tercera. El Triumph avanzaba bajo la bóveda estrellada de un magnífico cielo estival.
El Ayuntamiento estaba reparando unas tuberías en el cruce de McAllister Street y la circulación estaba cortada. El jefe de obra se inclinó hacia la puerta del Triumph; a su equipo le faltaban sólo unos minutos. La calle era de sentido único y Lauren pensó en dar marcha atrás, pero renunció ante la presencia de un coche de policía que estaba señalizando la zona donde trabajaban los obreros.
Vio la silueta del Mission San Pedro Hospital reflejada en el retrovisor, ya que el edificio estaba a dos bloques de casas a su espalda.
El conductor cerró la lona del camión municipal antes de subir a la cabina. En uno de los lados del vehículo, un anuncio sobre prevención en carretera ponía en guardia al ciudadano: «Basta un segundo de negligencia…».
El policía le hizo una seña a Lauren indicándole que ya podía pasar y se coló entre las máquinas de la obra, que estaban abandonando el centro de la calzada para reagruparse junto a la acera. Pero en el semáforo, la joven cambió de dirección. De pronto, recordó que jamás había conocido a un estudiante más pagado de sí mismo que Brisson.
Apoyado en el cristal que daba al aparcamiento, Paul reflexionaba. Una ambulancia con las siglas del centro hospitalario y las luces apagadas se detuvo en una plaza reservada a los vehículos de emergencia. El conductor bajó, cerró la puerta con llave y entró en el vestíbulo del hospital. Después de saludar a la enfermera de guardia, colgó su llavero de un pequeño clavo fijado en la pared de la garita. Cybile le entregó la llave de una sala de exploración, él le dio las gracias y fue a acostarse a una de las cabinas desocupadas.
Paul estaba mirando la ambulancia al otro lado de la cristalera cuando un Triumph verde fue a aparcar a su lado.
Reconoció de inmediato a la joven que, con paso decidido, se dirigía hacia las puertas de Urgencias. La vio dar media vuelta, quitarse la bata y arrojarla dentro del maletero del coche. Instantes después, entraba en el vestíbulo. Paul fue a su encuentro.
– La doctora Kline, supongo…
– ¿Es usted quien me ha llamado?
– Sí, ¿cómo lo sabe?
– No hay nadie más en el vestíbulo. Y usted, ¿cómo ha sabido quién era yo?
Incómodo, Paul clavó la mirada en la punta de sus zapatos.
– Llevo dos horas rogando a todos los dioses de la tierra que alguien venga en mi ayuda, y usted es el primer Mesías que se ha presentado… He visto cómo se quitaba la bata en el aparcamiento.
– ¿Está Brisson por aquí? -quiso saber Lauren.
– No anda muy lejos, está arriba.
– ¿Y su amigo?
Paul señaló la primera cabina detrás de la garita de la enfermera.
– ¡Vamos allá! -dijo Lauren, arrastrándole.
Pero Paul vaciló. En su altercado con Brisson le había prohibido franquear la línea amarilla a la entrada del pasillo, bajo pena de hacer que le expulsara la policía. Se preguntaba si, en caso de infracción, Cybile ejecutaría la sentencia. Lauren suspiró; aquella actitud de pequeño sargento encajaba muy bien con el interno al que había conocido en el cuarto curso de la facultad. Invitó a Paul a no complicar más la situación; iría a su encuentro ella sola y se presentaría como la novia del paciente.
– Me dejarán pasar -lo tranquilizó.
– Al menos será mejor que procure llamarle por su nombre; lo de «paciente» podría despertar sospechas.
Paul temía que Brisson no se tragara sus argucias.
– Hace muchos años que no nos hemos visto, y teniendo en cuenta el tiempo que pasa contemplándose a sí mismo, dudo que reconociera el rostro de su propia madre.
Laureen fue a presentarse a la garita de Cybile. La enfermera de guardia dejó su libro y salió de su jaula de cristal.
La zona que estaba a sus espaldas sólo era accesible para el personal médico. Pero en veinte años de carrera había adquirido un olfato infalible: que la joven a la que estaba acompañando al box fuese o no la novia del paciente, poco importaba. Ante todo, era una médica. Brisson no podría reprocharle nada.
Lauren entró en la habitación donde estaba descansando Arthur. Estudió los movimientos de la caja torácica. La respiración era lenta y regular, y el color de la piel, normal.
Con el pretexto de cogerle la mano a su novio, Lauren le comprobó el pulso. El corazón latía más lento que en el examen anterior. Si lograba sacarlo de aquel atolladero, le practicaría un electrocardiograma de control, de buen grado o a la fuerza.
Se acercó al panel luminoso donde estaban colgadas las radiografías del cráneo. Le preguntó a Cybile si eran «las fotos» del cerebro de su prometido las que estaban expuestas en la pared.
Cybile la miró, dubitativa, y levantó los ojos al cielo.
– Voy a dejarla con su «prometido»; supongo que necesitarán intimidad.
Lauren le dio las gracias de todo corazón.
En el umbral de la puerta, la enfermera se dio la vuelta y miró a Lauren de nuevo.
– Puede estudiar las placas más cerca, doctora; lo único que le aconsejo es que termine su examen antes de que Brisson vuelva. No quiero tener problemas. Dicho esto, espero que sea usted mejor médica que comediante.
Lauren oyó sus pasos alejándose por el pasillo. Se acercó a la pantalla para estudiar las radios atentamente. Brisson era aún más inútil de lo que había imaginado. Un buen interno habría sospechado un derrame hemorrágico en la parte posterior del cerebro. El hombre que yacía en la cama debía ser operado lo antes posible; incluso dudaba que el cerebro no se hubiese afectado por el tiempo perdido. Para confirmar su diagnóstico, había que practicarle un escáner con la mayor urgencia.
Brisson entró en la garita de Cybile con las manos en los bolsillos de la bata.
– ¿Ese aún está ahí? -se sorprendió, señalando a Paul, que estaba sentado en una silla al otro extremo del pasillo.
– Sí, y su amigo aún está en la cabina, doctor.
– ¿Se ha despertado?
– No, aunque respira con normalidad y sus constantes son estables: acabo de comprobarlo.
– ¿Cree que hay riesgo de hematoma intracraneal? -quiso saber Brisson con voz débil.
Cybile rebuscó entre sus papeles para no cruzar su mirada con la del médico; su fe en el género humano se acercaba al límite de lo tolerable.
– No soy más que una enfermera, y usted ya me lo ha recordado lo suficiente desde que trabaja con nosotros, doctor.
Brisson adoptó de inmediato una actitud más segura.
– ¡No sea insolente! ¡Puedo hacer que la trasladen cuando me dé la gana! Ese tipo sólo está inconsciente y se recuperará. Por la mañana le practicaremos un escáner, por precaución. Relléneme una ficha de traslado y búsqueme un escáner libre en una clínica del barrio o en un centro de radiodiagnóstico. Diga que el doctor Brisson en persona desea que el examen se realice a primera hora.
– No dejaré de mencionarlo -rezongó Cybile.
Mientras avanzaba por el pasillo, oyó que la enfermera le gritaba que había autorizado a la compañera del paciente para que lo visitara en la sala de reconocimiento.
– ¿Su mujer está ahí? -preguntó Brisson, dándose la vuelta.
– ¡Su novia!
– ¡No chille de este modo, Cybile, estamos en un hospital!
– Sólo estamos nosotros, doctor -dijo Cybile-. Afortunadamente -murmuró cuando se alejó Brisson.
La enfermera regresó a su garita. Paul se la quedó mirando y ella se encogió de hombros. Oyó que la puerta de la cabina de exploración se cerraba tras los pasos del interno.
Estuvo dudando unos segundos y luego se levantó para franquear con paso resuelto la famosa línea amarilla.
Brisson se presentó a la joven que estaba sentada en el taburete al lado de su prometido.
– Hola, Lauren. Hace mucho tiempo.
– No has cambiado nada -contestó ella.
– Tú tampoco.
– ¿A qué estás jugando con este paciente?
– ¿Y qué puede importarte eso a ti? ¿Andáis escasos de clientes en el Memorial?
– He venido porque este hombre ha sido mi paciente esta tarde; quizá te parezca desconcertante, pero algunos de nosotros estamos en este oficio por amor a la Medicina.
– Querrás decir que os da miedo tener problemas porque quizá hayáis subestimado el estado clínico de un herido antes de permitir que abandonara vuestro servicio.
La voz de Lauren subió un tono y su voz retumbó en el pasillo.
– Te equivocas, pero al parecer no será ese el error de apreciación más grave que hayas cometido esta noche. Estoy aquí porque el compañero de este tipo me ha pedido auxilio, e incluso por teléfono he podido darme cuenta de que habías errado el diagnóstico.
– ¿Acaso tienes algo que pedirme y por eso te muestras tan amable?
– ¡Pedirte no, sino aconsejarte! Voy a llamar al Memorial para que me envíen una ambulancia con la que llevarme a este hombre, que seguramente deberá ser sometido a una punción intracraneal en el plazo más breve. Vas a dejarme intervenir, y en contrapartida, te dejaré modificar el informe de tu examen. Habrás prescrito el traslado tú mismo y tu jefe de servicio te felicitará. Piénsalo: un paciente salvado no puede hacerle ningún daño a tu carrera.
Brisson acusó el golpe, avanzó hacia Lauren y le arrebató de las manos las placas de las radiografías.
– Es lo que habría hecho de haber pensado que su estado de salud justificaba semejante gasto. Pero no es el caso, está bien y se despertará mañana por la mañana con una migraña espantosa. Mientras tanto, te autorizo a salir de mi hospital y a que regreses al tuyo.
– ¡Este sitio es poco más que un dispensario! -replicó Lauren.
Arrancó una radio de manos de Brisson y la colgó de la pantalla luminosa. La imagen estaba tomada de frente. Delimitó la epífisis calcificada. La pequeña glándula debería encontrarse perfectamente a caballo de la línea mediana que delimita los dos hemisferios del cerebro, pero en aquella imagen aparecía desplazada. Esto hacía presumir una compresión anormal en la parte posterior del cerebro.
– ¿No eres capaz de interpretar esta anomalía? -continuó ella, gritando.
– Eso es sólo un defecto de la película: el aparato móvil es de mala calidad -contestó Brisson, con la voz de un niño pequeño al que han sorprendido con la mano dentro del tarro de mermelada.
– La epífisis está desplazada de la línea mediana, y la única explicación posible es la formación de un hematoma parieto-occipital. Tu cabezonería va a matar a este hombre y te juro que me encargaré de que lo lamentes.
Brisson se apaciguó, henchido de orgullo, y avanzó hacia Lauren, obligándola a retroceder hacia la puerta de la cabina.
– Primero, tendrás que justificar tu intrusión en este lugar, y tu presencia en una cabina en la que no tienes autoridad ni legitimidad. Dentro de cinco minutos llamo a los polis para que te echen de aquí, a menos que prefieras ir a algún sitio a tomar un café conmigo. Es una noche muy tranquila, puedo ausentarme un ratito.
Lauren miró al residente de arriba abajo, con los labios temblorosos de cólera. Apoyado en la pared, con el brazo negligentemente posado sobre el hombro de ella, Brisson aproximó su rostro. Ella lo empujó sin miramientos.
– En la facultad, Patrick, ya transpirabas concupiscencia y celos. La persona a la que más has decepcionado en tu vida es a ti mismo, y has decidido hacérselo pagar a los demás. Si continúas así, este hombre se irá en silla de ruedas en el mejor de los casos.
Con un gesto brutal, Brisson la arrojó hacia la puerta.
– Lárgate de aquí antes de que te haga detener. Vete, y dale recuerdos míos a Fernstein; dile que, a pesar de sus severos juicios, me está yendo muy bien. En cuanto a él -dijo, señalando a Arthur- se queda aquí: ¡es mi paciente!
Las venas de Brisson sobresalían de rabia. Lauren había recobrado la calma. Puso una mano compasiva sobre el hombro del interno.
– Dios, cómo compadezco a los que te rodean; te lo suplico, Patrick: ¡si todavía hay en ti una pizca de humanidad, quédate soltero!
Paul entró bruscamente en la estancia, con los ojos ebrios de emoción. Brisson se sobresaltó.
– ¿Acabo de oírles decir que Arhur va a quedarse paralítico?
Miraba a Brisson con un irresistible deseo de estrangularlo, cuando apareció la enfermera Cybile. Se disculpó ante el residente: había hecho todo lo posible por retener a Paul, pero no había tenido la fuerza física necesaria para prohibirle el acceso al pasillo.
– Esta vez han ido los dos demasiado lejos. ¡Cybile, llame a la policía ahora mismo! Voy a poner una denuncia.
Brisson se regocijaba y la enfermera se aproximó, sacó la mano del bolsillo y deslizó algo en la de Lauren. La joven interna identificó el objeto de inmediato y comprendió las intenciones de la enfermera. Le dio las gracias guiñándole el ojo y, sin vacilar, clavó la jeringuilla en el cuello de Brisson y apretó el émbolo.
El residente la miró, estupefacto, y retrocedió intentando quitarse la aguja de la nuca, pero era demasiado tarde y el suelo ya estaba rodando bajo sus pies. Lauren dio un paso adelante para retenerlo en su caída.
– ¡Valium e Hypnovel! Le espera un largo viaje -notificó Cybile, humildemente.
Ayudada por Paul, Lauren tumbó a Brisson en el suelo.
«Ya no era un neón lo que colgaba del techo, sino un pequeño avión sujeto a un tiovivo. ¿Por qué su padre no quería que montase en los caballitos? En su cabina el feriante y los niños se divierten y él tiene que quedarse ahí, jugando con la arena. Porque una pila de arena no cuesta nada.
Treinta centavos la vuelta es mucho dinero. ¿Qué precio hay que pagar para subir hasta las estrellas?»
Lauren deslizó bajo la cabeza de Brisson el cubrecamas doblado que le entregaba Cybile.
«Qué bonita es la mujer que tengo delante, con su cola de caballo, sus pómulos y sus ojos chispeantes. Apenas me mira.
Desear no es ningún crimen. Quisiera que se subiera al avión conmigo. Dejaría a mis padres en esta mediocridad que los tranquiliza mutuamente. Odio a toda esta gente que merodea, riéndose por nada y divirtiéndose con todo. Es de noche.»
– ¿Está durmiendo? -susurró Paul.
– Tiene toda la pinta -contestó Lauren, que estaba tomando el pulso a Arthur.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Tiene para una media hora, preferiría haberlo despejado todo cuando despierte: estará de muy mal humor. Vayanse de aquí los tres. Yo iré a buscar mi coche, instalaremos a su amigo en la parte de atrás e iremos volando al Memorial, no hay un minuto que perder.
Salió de la habitación. La enfermera desatascó los frenos de la cama donde reposaba Arthur y Paul la ayudó a empujarla fuera de la cabina, vigilando para no pisar los dedos de Brisson, que dormitaba en el suelo. Las ruedas chirriaron sobre el linóleo del vestíbulo. Paul lo abandonó rápidamente.
Lauren volvió a cerrar el maletero del Triumph y se sorprendió al ver a Paul atravesando el aparcamiento a toda prisa. Pasó por delante de ella gritando: «¡Ya voy!» y continuó su carrera. Ella se puso la bata mientras le miraba alejarse, perpleja.
– Paul, de verdad que no es momento de…
Unos minutos más tarde, una ambulancia se detuvo ante ella. La puerta del copiloto se abrió y Paul, sentado en el puesto del conductor, la recibió con una gran sonrisa.
– ¿La llevo?
– ¿Sabe conducir estas máquinas? -preguntó ella, subiéndose a bordo.
– ¡Soy un especialista!
Se detuvieron frente a la entrada. Cybile y Paul trasladaron a Arthur a la camilla, en la parte de atrás de la ambulancia.
– Me hubiera encantado acompañarlos -suspiró Cybile, asomada a la ventanilla de Paul.
– Gracias por todo -dijo éste.
– De nada. Me quedaré sin trabajo, pero pocas veces me he divertido tanto. Si todas sus veladas son así de entretenidas, llámenme: voy a tener mucho tiempo libre.
Paul se sacó un llavero del bolsillo y se lo entregó a la enfermera.
– He cerrado la puerta de la cabina, sólo por si acaso se despierta antes de hora.
Cybile recuperó las llaves, con una sonrisa en los labios.
Dio un golpecito en la puerta, como quien palmea la grupa de un caballo para ordenarle que se ponga en marcha.
Sola en el aparcamiento desierto, delante de la camilla, Cybile vio cómo la ambulancia doblaba la esquina de la calle. Se detuvo delante de las puertas automáticas. Bajo sus pies, una reja metálica permitía el drenaje del agua de lluvia.
Cogió las llaves que Paul le había devuelto y dejó que se le cayeran de las manos.
– Con mi coche -dijo Lauren- habríamos ganado en discreción.
– ¡Pero si ha dicho que no había un minuto que perder!-objetó Paul, encendiendo las luces giratorias de la ambulancia.
Circulaban a toda velocidad; si todo iba bien, llegarían al Memorial Hospital en un cuarto de hora.
– ¡Vaya noche! -exclamó Lauren.
– ¿Cree que Arthur se acordará de algo?
– Varios fragmentos de conciencia se solaparán unos con otros. No puedo garantizarle que el conjunto forme una serie coherente.
– ¿Es peligroso despertar los recuerdos de alguien que ha permanecido largo tiempo en coma?
– ¿Por qué iba a ser peligroso? -Preguntó Lauren-. El estado de coma es consecuencia de traumatismos craneales, esté dañado el cerebro o no lo esté. También sucede que algunos pacientes se quedan en coma sin que sepamos por qué. La medicina todavía ignora muchas cosas en lo que con cierne al cerebro.
– Habla de ello como de un carburador de coche.
Divertida, Lauren pensó en su Triumph, que había abandonado en el aparcamiento, y rezó para no cruzarse con Brisson cuando fuese a recuperarlo. Ese tipo era capaz de dormir dentro de su cabriolé hasta que ella volviera.
– Así que, si uno intenta estimular la memoria de un antiguo comatoso, ¿le hace correr algún riesgo?
– No hay que confundir la amnesia con el coma: no tienen nada que ver. Es frecuente que un individuo no logre acordarse de los acontecimientos anteriores al impacto que lo sumió en la inconsciencia. Pero si la pérdida de memoria se extiende a un período más largo, indica otro trastorno, al que llamamos amnesia y que tiene sus propias causas.
Mientras Paul reflexionaba, Lauren se dio la vuelta y miró a Arthur.
– Su amigo aún no está en coma, sólo inconsciente.
– ¿Usted cree que una persona puede acordarse de lo que ha sucedido mientras estaba en coma?
– ¿Como ruidos ambientales, por ejemplo? Es parecido a cuando uno está dormido, salvo que el sueño es más profundo.
Paul reflexionó mil veces antes de decidirse a hacer la pregunta que le ardía en los labios.
– ¿Y si eres sonámbulo?
Intrigada, Lauren lo miró. Paul era supersticioso y una vocecita le recordó que había jurado guardar un secreto. Su mejor amigo estaba tumbado en una camilla, inconsciente, así que, a regañadientes, puso fin a sus preguntas.
Lauren se volvió otra vez. La respiración de Arthur era generosa y regular. Si las radiografías del cráneo no hubieran sido de tan mal augurio, se habría podido creer que dormía plácidamente.
– Parece que está bastante bien -dijo ella, arrellanándose en su sitio.
– ¡Ah, es un gran tipo! ¡Aunque a veces no deja de jorobarme de la mañana a la noche!
– ¡Yo me refería a su estado de salud! Viéndoles juntos, parecen una pareja muy antigua.
– Somos como hermanos -refunfuñó Paul.
– ¿No ha querido avisar a su novia? En fin, me refiero a la verdadera…
– ¡Está soltero, y sobre todo, no me pregunte por qué.
– ¿Por qué?
– Tiene un don para meterse en situaciones complicadas.
– ¿Por ejemplo?
Paul miró largamente a Lauren. Era cierto que la sonrisa de sus ojos era única.
– ¡Déjelo correr! -dijo él, sacudiendo la cabeza.
– Gire a la derecha, por ahí están haciendo obras -continuó Lauren-. ¿Por qué me ha hecho todas esas preguntas sobre el coma?
– Por saber.
– ¿A qué se dedica usted?
– Soy arquitecto.
– ¿Igual que él?
– ¿Cómo lo sabe?
– Me lo ha dicho esta tarde.
– Fundamos juntos nuestro estudio. Debe de tener usted muy buena memoria para acordarse del oficio de todos sus pacientes.
– La arquitectura es un bonito trabajo -dijo Lauren.
– Eso depende de los clientes.
– Para nosotros es un poco lo mismo -dijo ella, riéndose.
La ambulancia se estaba acercando al hospital. Paul hizo sonar la sirena un momento y se presentó ante la rampa reservada a los vehículos de emergencia. El agente de seguridad accionó la barrera.
– Adoro los tratos preferentes -se regocijó.
– Pare debajo de la marquesina, vuelva a darle a la bocina y los camilleros vendrán a buscar a su amigo.
– ¡Vaya lujo!
– No es más que un hospital.
Detuvo el furgón en el lugar designado por Lauren. Dos camilleros venían ya a su encuentro.
– Yo me voy con ellos -dijo Lauren-. Usted vaya a aparcar, nos encontraremos más tarde en la sala de espera.
– Gracias por todo lo que está haciendo -dijo Paul.
Ella abrió la puerta y descendió del vehículo.
– ¿Alguien cercano a usted ha estado en coma?
Paul la miró fijamente.
– ¡Realmente cercano! -contestó.
Lauren entró en Urgencias escoltando la camilla.
– La verdad es que tenéis una curiosa manera de frecuentaros, vosotros dos. ¡Estabais destinados a entenderos!-murmuró, mientras ella se alejaba por el vestíbulo.