Capítulo 13

El bar estaba casi desierto. Al fondo, un pianista tocaba una melodía de Duke. Onega dejó la copa vacía e invitó al barman a servirle otro Dry Martini.

– Aún es temprano para la tercera copa, ¿no? -preguntó el empleado mientras le servía la bebida.

– ¿Es que existe un horario para la infelicidad?

– Mis clientes vienen a ahogar sus penas hacia el final del día.

– Yo soy ucraniana -dijo Onega, levantando la copa-, y nosotros practicamos un culto a la nostalgia con el que ningún occidental podría rivalizar. ¡Hace falta cierto talento anímico del que vosotros carecéis!

Onega abandonó la barra y fue a acodarse en el piano, donde el músico atacaba una canción de Nat King Cole. Levantó la copa y se la terminó de un trago. El pianista le hizo una seña al barman para que le sirviera otra y continuó con el estribillo. El bar se fue llenando con el paso de las horas.

Cuando Paul entró en el establecimiento, ya había caído la noche. Se acercó a Onega, simulando no darse cuenta de que ya estaba ebria.

– El animalito vuelve arrepentido con el rabo entre las piernas -dijo ella.

– Creía que en el Este aguantabais mejor el alcohol.

– No has dejado de reírte a mi costa, así que ya no viene de una burla más.

– Te he buscado por todas partes -replicó él, sosteniéndola por el hombro cuando ella vaciló sobre el taburete.

– Y me has encontrado. ¡Tienes olfato!

– Ven, te acompañaré.

– No has tenido bastantes emociones por hoy y vienes a jugar con tu muñeca rusa; muy práctico, basta con abrir uno de los monigotes y sacas el que hay debajo.

– ¿Pero de qué hablas? He pasado por tu casa, te he llamado al móvil, he estado en todos los restaurantes de los que me habías hablado y me he acordado de este sitio.

Onega se puso en pie, apoyándose en la barra.

– ¿Y para qué, Paul? Hace un rato te he visto en Marina con esa chica. Te lo suplico: no me digas que no es lo que parece, sería terriblemente banal y decepcionante.

– ¡No es lo que parece! Esa mujer es a la que Arthur ama desde hace años.

Onega lo miró fijamente. Sus ojos brillaban de desesperación.

– Y tú, ¿a quién amas? -preguntó, orgullosa, levantando la cabeza.

Paul dejó varios billetes encima de la barra y se la llevó cogida del hombro.

– Me parece que no me encuentro bien -dijo Onega, al tiempo que recorría los pocos metros de acera que los separaban del coche.

A su izquierda, un pequeño callejón se adentraba en la noche. Paul la llevó hacia allí. Los adoquines deteriorados brillaban con un resplandor sombrío; un poco más lejos, varias cajas de madera los pondrían al abrigo de las miradas indiscretas. Sobre la reja de una alcantarilla, Paul sostuvo a Onega mientras ésta se vaciaba de un exceso de disgusto.

Tras la última sacudida, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó los labios. Onega se irguió, orgullosa y distante.

– ¡Llévame a casa!

El cabriolé subió por O'Farrell. Con la melena al viento, Onega empezaba a recuperar el color. Paul circuló largo rato antes de detenerse ante el pequeño edificio donde vivía su amiga. Apagó el motor y la miró.

– No te he mentido -dijo Paul, rompiendo el silencio.

– ¡Lo sé! -murmuró la joven.

– ¿Realmente era necesario todo esto?

– Tal vez algún día aprendas a conocerme. No te invito a subir, no me encuentro en condiciones de recibirte en casa.

Bajó del coche y avanzó hacia la entrada del edificio. En el umbral de la puerta, se volvió blandiendo el pañuelo de Paul.

– ¿Puedo quedármelo?

– ¡No te preocupes por eso, tíralo!

– En mi tierra, nunca nos deshacemos de la primera prenda de amor.

Onega entró en el vestíbulo y subió la escalera. Paul esperó hasta que se iluminó la ventana de su apartamento, y luego se alejó por la calle desierta.


El inspector Pilguez se abrochó los botones de la chaqueta del pijama y se miró en el gran espejo del dormitorio.

– Te queda muy bien -dijo Nathalia-, lo he sabido en cuanto lo he visto en la tienda.

– Gracias -dijo George, dándole un beso en la nariz.

Nathalia abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un pequeño tarro de cristal y una cuchara.

– ¡George! -dijo, con voz resuelta.

– ¡Oh, no! -suplicó él.

– Lo prometiste -replicó ella, forzándolo a meterse la cuchara en la boca.

La mostaza picante invadió sus papilas gustativas y los ojos del inspector enrojecieron de inmediato. Enfadado, dio un pisotón en el suelo e inspiró a fondo por la nariz.

– ¡Dios bendito, cómo pica esta cosa!

– ¡Lo siento, cariño, pero si no, roncas toda la noche! -dijo Nathalia, tumbada ya bajo las sábanas -. ¡Vamos, ven a acostarte!


En el último de los tres pisos de una casa victoriana situada en lo más alto de Pacific Heights, una joven interna leía tumbada en la cama. Su perra Kali dormía sobre la alfombra, acunada por la lluvia que golpeaba los cristales.

Lauren había dejado a un lado los tratados habituales de neurología a favor de una tesis que había sacado de la biblioteca de la facultad. Trataba de los estados de coma.


Pablo fue a acurrucarse a los pies del sillón donde se había dormido la señora Morrison. El dragón de Fu Man Chu había realizado una de sus más bellas cascadas, pero a pesar de ello, aquella noche Morfeo ganó el combate.


Inclinada en el lavabo, Onega recogió agua en el hueco de las manos. Se frotó la cara, levantó otra vez la cabeza y se miró en el espejo. Deslizó las manos sobre las mejillas, realzó los pómulos y subrayó con el dedo una pequeña arruga en el contorno de los ojos. Con la yema del índice, siguió el dibujo de la boca, descendió a lo largo del cuello que pellizcó con una sonrisa. Luego, apagó la luz.

Alguien dio unos golpecitos en la puerta del pequeño estudio y Onega atravesó la estancia única que hacía las veces de dormitorio y de salón, comprobó que la cadenilla de seguridad estuviera echada y abrió. Paul sólo quería asegurarse de que todo iba bien. Mientras uno no esté muerto, le contestó Onega, nada es realmente grave. Lo hizo pasar, y cuando volvió a cerrar la puerta, la sonrisa que se dibujaba en sus labios no se parecía en nada a la que se estaba borrando en el vaho que impregnaba el espejo del cuarto de baño.


Una enfermera entró en la habitación 307 del Memorial Hospital, le tomó la tensión a Arthur y salió de nuevo. Los primeros albores del día entraban por la ventana que daba al jardín.


Lauren se estiró cuan larga era. Con los ojos todavía entumecidos por el sueño, cogió la almohada y la estrechó entre sus brazos. Miró el pequeño despertador, apartó el edredón y rodó a un lado. Kali saltó sobre la cama y fue a acurrucarse a su lado. Robert abrió los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Lauren alargó la mano hacia el hombro de su amigo, contuvo su gesto y se volvió hacia la ventana.

La luz dorada que se filtraba entre las persianas anunciaba un hermoso día.

Se sentó en el borde de la cama y entonces recordó que no tenía guardia.

Salió del dormitorio, fue hasta un rincón de la cocina, pulsó el botón del hervidor eléctrico y esperó a que el agua se pusiera a palpitar.

Su mano se deslizó hacia el teléfono. Miró el reloj del horno y se echó atrás. Aún no eran las ocho, Betty no habría llegado todavía.

Una hora más tarde, estaba corriendo a pequeñas zancadas por la avenida de Marina. Kali trotaba detrás de ella, con la lengua palpitante.

Lauren siguió con la mirada dos ambulancias que pasaron con las sirenas encendidas. Cogió el móvil que llevaba colgando del cuello. Betty descolgó.

El personal de Urgencias había sido informado de la sanción que le habían impuesto. El servicio al completo había querido presentar una petición exigiendo su reincorporación inmediata, pero la enfermera jefe, que conocía bien a Fernstein, los había disuadido. Mientras continuaba la carrera, Lauren no pudo evitar sonreír, emocionada por el hecho de que su presencia en el equipo no fuese tan anónima como ella imaginaba. Cuando la enfermera jefe empezó a contarle anécdotas, aprovechó para pedirle noticias discretas del paciente de la 307. Betty se interrumpió.

– ¿Es que no te ha causado suficientes problemas?

– ¡Betty!

– Como quieras. Aún no he subido a las plantas, pero te llamaré en cuanto haya algo nuevo. Es una mañana bastante tranquila; y tú, ¿cómo estás?

– Aprendiendo otra vez a hacer cosas totalmente inútiles.

– ¿Como qué?

– Esta mañana me he pasado diez minutos largos maquillándome.

– ¿Y luego? -preguntó Betty, llena de curiosidad.

– ¡Me he desmaquillado!

Betty estaba guardando una pila de carpetas en la casilla de los internos, con el auricular sujeto entre el hombro y la mejilla.

– Ya verás: quince días de descanso te harán recuperar el gusto por los pequeños placeres de la vida.

Lauren se detuvo a la altura del chiringuito para comprar una botella de agua mineral, que vació casi de un trago.

– Espero que sea así: una mañana sin hacer nada y ya me estoy volviendo loca; me he mezclado con los que hacen jogging rogándole al cielo que alguno se hiciera, al menos, un esguince.

Betty le prometió que la llamaría en cuanto tuviera alguna información, porque acababan de llegar dos ambulancias a la puerta de Urgencias. Lauren colgó. Con el pie apoyado en un banco y anudándose los cordones de la zapatilla, se preguntó si era realmente celo profesional lo que le hacía preocuparse por la salud de un hombre al que ayer aún no conocía.


Paul cogió las llaves del coche y abandonó su despacho.

Informó a Maureen de que estaría ocupado toda la tarde y haría todo lo posible por pasar a última hora del día. Media hora más tarde, entraba en el vestíbulo del San Francisco Memorial Hospital y subía los peldaños de cuatro en cuatro hasta llegar al primer piso, de tres en tres hasta el segundo y de uno en uno hasta el tercero, jurándose, mientras avanzaba por el pasillo, que volvería a frecuentar el gimnasio a partir del próximo fin de semana. Se cruzó con Nancy, que salía de una habitación, le besó la mano y prosiguió su camino, dejándola estupefacta en medio del pasillo. Entró en la habitación y se aproximó a la cama.

Hizo ademán de ajustar el flujo del gota a gota, cogió la muñeca de Arthur y miró el reloj simulando que le tomaba el pulso.

– Saca la lengua, que yo pueda verla -dijo, irónico.

– ¿Se puede saber a qué juegas? -preguntó Arthur.

– Robar ambulancias, secuestrar a personas en coma… Ahora sí que ya lo tengo por la mano. Pero te perdiste lo mejor. Tendrías que haberme visto con una bata verde, con la mascarilla y un casquete en la cabeza. ¡La elegancia personificada!

Arthur se incorporó.

– ¿De veras estuviste en la intervención?

– Francamente, se hace mucho bombo con la medicina, pero cirujano o arquitecto, todo es más o menos lo mismo, la cuestión es trabajar en equipo. Andaban cortos de personal, yo estaba ahí y no iba a quedarme sin hacer nada, así que eché una mano.

– ¿Y Lauren?

– Impresionante. Pone anestesia, corta, cose, reanima… ¡Y con qué temperamento! Es un placer currar con ella.

El rostro de Arthur se ensombreció.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Paul.

– ¡Pues que va a tener problemas por mi culpa!

– ¡Sí, y así estáis en paz! No deja de ser curioso que el único en quien nunca penséis cuando organizáis una de vuestras veladas delirantes, sea yo.

– ¿Tú? No habrás tenido problemas…

Paul carraspeó y levantó uno de los párpados de Arthur

– ¡Tienes buena cara! -dijo, en un tono que imitaba al de un médico.

– ¿Cómo saliste de ésta?

– Me comporté como un miserable, si quieres saberlo. Cuando la policía llegó a las puertas del quirófano, me escondí debajo de la mesa de operaciones, por eso tuve que asistir a toda la intervención. Dicho esto, y descontando los períodos en que estuve grogui, al menos debí de participar unos cinco minutos largos. Es a ella a quien debes que te salvaran la vida, yo no tuve mucho que ver.

Nancy entró en la habitación. Comprobó la tensión de Arthur y le preguntó si quería levantarse y caminar. Paul se ofreció a ayudarlo.

Dieron unos pasos hasta el final del pasillo. Arthur se encontraba bien, había recuperado el equilibrio y hasta tuvo ganas de prolongar el paseo. En la vereda del jardín del hospital, le rogó a Paul que le hiciera dos favores…

Paul se marchó después de que Arthur se acostase. Por el camino se detuvo en una floristería de Union Street. Encargó un ramo de peonías blancas y metió en un sobre la carta que Arthur le había confiado. Las flores serían entregadas a última hora de la tarde. Luego volvió a bajar a Marina y aparcó delante de un videoclub. Hacia las siete llamó al interfono de la señora Morrison, le dio noticias de Arthur y el último episodio de las aventuras de Fu Man Chú.


Lauren estaba tumbada en la alfombra, sumergida en la lectura de la tesis. Su madre, instalada en el sofá del salón, hojeaba las páginas de una revista. De vez en cuando levantaba los ojos para mirar a su hija.

– ¿Cómo se te ocurrió hacer semejante cosa? -preguntó, arrojando la publicación sobre una mesa baja.

Lauren tomaba apuntes en una libreta con espiral, y no contestó.

– Podrías haber arruinado tu carrera, todos estos años de trabajo echados a perder, ¿y en nombre de qué? -argumentó su madre.

– Bien que perdiste tú muchos años con tu matrimonio. Y no salvaste la vida de papá, que yo sepa.

La madre de Lauren se puso en pie.

– Sacaré a Kali a pasear -dijo con sequedad, descolgando su gabardina del perchero.

Abandonó el apartamento dando un portazo.

– Hasta luego -murmuró Lauren, mientras oía los pasos que se alejaban.

La señora Kline se cruzó con un repartidor en la portería.

Llevaba un enorme ramo de peonías blancas y estaba buscando el apartamento de Lauren Kline.

– Yo soy la señora Kline -dijo, cogiendo el sobrecito prendido de la hoja de celofán.

Sólo tenía que dejar las flores allí mismo, ella las cogería a la vuelta. Le dio una propina y el joven se marchó.

Cuando estuvo en la calle, levantó la solapa del sobrecito.

Había dos palabras escritas en un papel: «Volver a verte», y las firmaba «Arthur».

La señora Kline arrugó la carta y se la metió en el fondo del bolsillo del impermeable.

En el barrio solamente había una plaza que admitiera animales. Si el destino tenía sus motivos, a un hombre sin imaginación le parecerían siempre imperfectos. La señora Kline se sentó en un banco; a su lado, la anciana que estaba leyendo el periódico tenía ganas de entablar conversación.

En el cercado reservado a los perros, Kali estaba montando a un jack russell que descansaba a la sombra agradable de un tilo.

– No parece encontrarse muy bien -dijo la anciana.

La señora Kline se sobresaltó.

– Sólo estaba pensativa -contestó la madre de Lauren-. Nuestros perros parecen entenderse muy bien…

– A Pablo siempre le han atraído del tipo alto. Creo que tendré que volver a leerle las instrucciones, me da la impresión de que están al revés. ¿Qué la preocupa?

– ¡Nada!

– Si tiene la necesidad de confesar algo, yo soy la persona ideal: ¡estoy sorda como una tapia!

La señora Kline miró a Rose, que no había abandonado su lectura.

– ¿Tiene usted hijos? -dijo, arrastrando la voz.

La señora Morrison negó con la cabeza.

– Entonces no lo podrá entender.

– ¡Pero he amado a hombres que sí tenían!

– No tiene nada que ver.

– ¡Eso sí que me molesta! -protestó Rose-. Las personas que tienen hijos miran a las que no los tienen como si vinieran de otro planeta. ¡Amar a un hombre es tan complicado como educar a unos crios!

– No comparto su punto de vista.

– ¿Y sigue usted casada?

La señora Kline se miró la mano; el tiempo había borrado la marca de su alianza.

– Así pues, ¿qué dolores de cabeza le causa su hija?

– ¿Cómo sabe que no se trata de un chico?

– ¡Una posibilidad de dos!

– Creo que he hecho algo mal -murmuró la madre de Lauren.

La anciana se inclinó sobre su periódico y escuchó atentamente lo que la señora Kline tanto necesitaba confesar.

– ¡Está muy feo lo de las flores! ¿Y por qué se niega a que vea a ese joven?

– Porque se arriesga a despertar un pasado que puede hacernos daño a las dos.

La anciana volvió a sumergirse en su periódico, el tiempo necesario para reflexionar, y lo volvió a dejar sobre el banco.

– No sé de qué está hablando, pero no se protege a una persona con una mentira.

– Lo lamento -dijo la señora Kline-, le estoy hablando de cosas que no puede comprender.

Rose Morrison tenía todo el tiempo del mundo para comprender. La madre de Lauren dudó, pero después de todo, ¿qué riesgo corría confiándose a aquella desconocida?

Las ganas de ahuyentar la soledad fueron más fuertes, se tranquilizó y le contó la historia de un hombre que había raptado a una joven para salvarla, mientras que su propia madre había renunciado.

– Este joven, ¿no tendría un abuelo soltero, por casualidad?

– Cuando me devolvió las llaves del apartamento, no volví a tener noticias de él.

– ¿Desapareció, sin más?

– Digamos que nosotros lo empujamos un poco.

– ¿Nosotros?

– Un neurocirujano reputado se encargó de explicarle hasta qué punto la salud de mi hija era frágil. Supo encontrar mil razones para convencerlo de que se alejara de ella.

– Así que, ante tantas pruebas, ese hombre se esfumó.

La madre de Lauren lanzó un suspiro.

– Sí.

– ¡Yo creía que los tenía mejor puestos! – replicó la anciana-. Ya ve que, cuando están locos de amor, los hombres pierden gran parte de su capacidad. ¿Y lo que decía ese profesor era sincero?

– A decir verdad, no tengo la menor idea. Lauren se recuperó muy deprisa, en cuestión de meses volvió a ser la de siempre.

– ¿Cree que es demasiado tarde para hablar con su hija?

– Me hago esta pregunta todos los días, y no logro imaginarme su reacción.

– He visto muchas vidas arruinadas por secretos de familia. Yo no he tenido hijos, y a pesar de lo que ha dicho antes para darme una lección, no sabe hasta qué punto lo he echado de menos. Pero me enamoraba demasiado a menudo para ser capaz de tenerlos; en fin, ésta era mi excusa para no enfrentarme a mi egoísmo. Comprendo sus reticencias, aunque estoy convencida de que se equivoca. El amor está hecho de tolerancia, es lo que le da su fuerza.

– Me gustaría tanto que tuviera usted razón…

– Una deja a un hombre y cree haberlo olvidado… hasta que un recuerdo nos hace pensar en él otra vez. ¿Cómo imaginar entonces que podamos deshacernos del amor que nos une a nuestros padres? Perdemos un tiempo absurdo sin decirles que los queremos, para acabar dándonos cuenta, después de su muerte, de cuánto los echamos de menos.

La anciana se inclinó hacia la señora Kline.

– Si ese joven salvó a su hija, usted está en deuda con él. Así que vaya a su encuentro.

Y Rose volvió a sumergirse en la lectura. La señora Kline esperó unos instantes, saludó a su vecina de banco, llamó a Kali y se alejó por la avenida del parque.

Al regresar, recuperó el ramo de flores al pie de la escalera. El apartamento estaba desierto. Dispuso las peonías en un jarrón que dejó sobre la mesa baja y cerró la puerta tras de sí.


Los días de la semana transcurrían con la regularidad de un metrónomo. Cada mañana, Lauren iba a dar un largo paseo bajo los árboles del parque del Presidio. Solía caminar hasta la playa que bordeaba la orilla del Pacífico. Entonces se instalaba en la arena y se sumergía en la tesis, a la que volvía todas las noches.


El inspector Pilguez había acabado adaptándose a los horarios de Nathalia. Todos los mediodías compartían una comida en la que conjugaban el almuerzo para uno y el desayuno para el otro.


En medio de una jornada interrumpida por reuniones con el departamento de estudios y visitas a la obra, Paul se reunió con Onega, que lo esperaba en un banco al final de un malecón, frente a la bahía.


La señora Morrison llevaba a Pablo a aprovechar las hermosas tardes de verano en el parquecito próximo a su casa.

A veces se cruzaba con la señora Kline y un día reconoció a Lauren por el perro que la seguía. Aquel jueves tan soleado estuvo tentada de abordarla, pero finalmente renunció a distraer a la joven de su lectura. Cuando Lauren abandonó la avenida central, la siguió con mirada curiosa.


A primera hora de la tarde, Pilguez siempre dejaba a Nathalia delante de la comisaría.


Justo antes de encontrarse con Onega para cenar, Paul le hacía una visita a su amigo; le presentaba esbozos de proyectos que Arthur corregía con un par de líneas a lápiz o enmendaba con algunas anotaciones sobre la elección de materiales y tonalidades.


Aquel viernes, Fernstein se felicitó por el estado de salud de su paciente. Le haría otro escáner de control en cuanto tuviera un hueco libre y si, tal como pensaba que ocurriría, todo era normal, firmaría el alta. Ya nada justificaba que estuviera ocupando una cama de hospital. Después, tendría que ser sensato durante un tiempo, pero la vida no tardaría en recuperar su curso normal. Arthur le agradeció todos los cuidados que le había dispensado.

Hacía rato que Paul se había marchado. En los pasillos ya no retumbaban los pasos tumultuosos del día y el hospital había recuperado su atuendo nocturno. Arthur encendió el televisor, colocado sobre una mesita delante de la cama.

Abrió el cajón de la mesilla de noche y saco el teléfono móvil. Con la mirada perdida en sus propios pensamientos, hizo desfilar los nombres de su agenda y renunció a molestar a su mejor amigo. El teléfono se le escapó lentamente de la mano y cayó sobre las sábanas, mientras su cabeza se deslizaba sobre la almohada.

La puerta se entreabrió y una interna entró en la habitación. Se dirigió enseguida a los pies de la cama y consultó su historial. Arthur abrió los ojos y la miró, silencioso; parecía muy concentrada.

– ¿Algún problema? -dijo.

– No -contestó Lauren, levantando la cabeza.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó, estupefacto.

– No hable tan alto -susurró Lauren.

– ¿Por qué habla en voz baja?

– Tengo mis motivos.

– ¿Secretos?

– ¡Sí!

– Pues tengo que confesarle, aunque sea en voz baja, que me alegro de verla.

– Yo también, bueno, quiero decir que me alegro de que se encuentre mejor. Lamento muchísimo no haber diagnosticado la hemorragia en el primer reconocimiento.

– No tiene nada que reprocharse. Creo que yo facilité mucho la tarea -dijo Arthur.

– ¡Tenía tanta prisa por marcharse!

– ¡Esta obsesión por el trabajo me acabará matando!

– Es arquitecto, ¿verdad?

– ¡Así es!

– Es un oficio complicado: ¡muchas matemáticas!

– Sí; en fin, como en Medicina, y luego uno deja que otros hagan las mates por él.

– ¿Otros?

– Los cálculos de portantes, de resistencias… ¡todo eso es tarea de los ingenieros!

– ¿Y qué hacen los arquitectos mientras los ingenieros curran?

– ¡Piensan!

– Y usted ¿en qué piensa?

Arthur miró a Lauren largo rato, sonrió y señaló con el dedo el rincón de la habitación.

– Acérquese a la ventana.

– ¿Para qué? -se sorprendió Lauren.

– Para hacer un pequeño viaje.

– ¿Un pequeño viaje a la ventana?

– ¡No, un pequeño viaje desde la ventana!

Ella obedeció, con una sonrisa casi burlona en los labios.

– ¿Y ahora?

– Ábrala.

– ¿El qué?

– ¡La ventana!

Lauren hizo exactamente lo que Arthur le había pedido.

– ¿Qué ve? -preguntó, todavía susurrando.

– ¡Un árbol! -contestó ella.

– Descríbamelo.

– ¿Cómo?

– ¿Es grande?

– Dos pisos de altura y grandes hojas verdes.

– Ahora, cierre los ojos.

Lauren se dejó llevar por el juego, y la voz de Arthur la condujo a una oscuridad improvisada.

– Las ramas están inmóviles: a esta hora del día, los vientos del mar aún no se han levantado. Acérquese al tronco, las cigarras se esconden a menudo en los recovecos de la corteza. A los pies del árbol se extiende una alfombra de hojas de pino. Están quemadas por el sol. Ahora, mire a su alrededor. Se encuentra en un gran jardín con largas franjas de tierra ocre donde han plantado pinos piñoneros. A la izquierda verá algunos plátanos, a la derecha secuoyas, delante granados, y un poco más lejos, algarrobos que parecen extenderse hasta el océano. Suba por la escalera de piedra que bordea el camino. Los peldaños son irregulares, pero no tenga miedo: la pendiente es suave. Si mira a su derecha adivinará los restos de una rosaleda, ¿lo ve? Deténgase abajo y mire ante sí.

Y Arthur se inventó un universo, hecho solamente de palabras. Lauren vio la casa con los postigos cerrados que él le describía. Avanzó hacia la entrada, subió los escalones y se detuvo en el porche. Abajo, el océano parecía querer destrozar las rocas y las olas acarreaban montones de algas entrelazadas con espinos. El viento soplaba en sus cabellos, estuvo a punto de echárselos hacia atrás.

Rodeó la casa y siguió al pie de la letra las instrucciones de Arthur, que la guiaba paso a paso en su país imaginario.

Su mano rozó la fachada en busca de un pequeño calce, debajo de un postigo. Hizo como él decía y lo retiró con la yema de los dedos. El panel de madera se abrió y hasta le pareció oír el chirrido de sus goznes. Levantó la ventana de guillotina desencajando ligeramente el armazón, que cedió deslizándose sobre sus rieles.

– No se detenga en esta habitación, está demasiado oscura, atraviésela y llegará al pasillo.

Avanzó a paso lento; cada estancia parecía ocultar un secreto detrás de las paredes. Entró en la cocina. Encima de la mesa había una vieja cafetera italiana, con la que hacer un excelente café, y delante de ella unos fogones como los que podían encontrarse en otros tiempos en las viviendas antiguas.

– ¿Funciona con leña? -preguntó Lauren.

– Si lo desea, la encontrará al abrigo de un cobertizo.

– Quiero quedarme en la casa y seguir visitándola -murmuró.

– Entonces, vuelva a salir de la cocina. Abra la puerta, justo enfrente.

Entró en el salón. Un largo piano dormía en la oscuridad.

Encendió la luz, se aproximó y se sentó en el taburete.

– No sé tocar.

– Es un instrumento especial, traído de un lejano país; si piensa con mucha intensidad en una melodía que le guste, él la tocará, pero únicamente si pone las manos encima del teclado.

Lauren se concentró con todas sus fuerzas, y la partitura del «Claro de luna» de Werther invadió su mente.

Tenía la sensación de que alguien estaba tocando a su lado, y cuanto más se dejaba llevar por aquel sueño, más profunda y presente se hacía la música. Visitó así cada rincón, subiendo hasta el piso de arriba, pasando de habitación en habitación y, poco a poco, las palabras que describían la casa se transformaron en una multitud de detalles que inventaban una vida a su alrededor. Regresó a la pieza que aún no había visitado. Entró en el despachito, miró la cama y se estremeció. Entonces abrió los ojos y la casa se desvaneció.

– Creo que la he perdido -dijo.

– No es tan grave, ahora ya es suya, puede volver allí cuando le apetezca, sólo tiene que pensarlo.

– No podría volver a empezar yo sola, no estoy muy dotada para los mundos imaginarios.

– Se equivoca al no confiar en sí misma. Yo creo que para ser la primera vez, se ha desenvuelto bastante bien.

– Así que en eso consiste su oficio: cierra los ojos y se imagina un lugar.

– No, me imagino la vida que habrá en su interior, y ella es quien me sugiere el resto.

– Es una manera extraña de trabajar.

– Más bien una extraña manera de trabajar.

– Tengo que dejarle, las enfermeras no tardarán en hacer su ronda.

– ¿Volverá?

– Si puedo.

Se dirigió a la puerta de la habitación y se volvió justo antes de salir.

– Gracias por la visita, ha sido un rato agradable, me lo he pasado bien.

– Yo también.

– ¿Existe esa casa?

– ¿No la acaba de ver hace un momento?

– ¡Como si estuviera dentro!

– Entonces, si existe en su imaginación, es que es auténtica.

– Tiene una curiosa forma de pensar.

– A fuerza de cerrar los ojos ante lo que les rodea, algunos se vuelven ciegos sin darse cuenta siquiera. Yo me conformé con aprender a ver, incluso en la oscuridad.

– Conozco un mochuelo al que le irían bien sus consejos.

– ¿Aquel que estaba en su bata la otra noche?

– ¿Se acuerda?

– No he tenido ocasión de frecuentar a muchos médicos, pero resulta difícil olvidar a uno que te examina con un peluche en el bolsillo.

– Le da miedo la luz y su abuelo me ha pedido que lo cure.

– Habría que encontrarle un par de gafas de sol para niño, yo tenía unas cuando era pequeño, es increíble lo que se puede ver a través de ellas.

– ¿Por ejemplo?

– Sueños hechos de países imaginarios.

– Gracias por el consejo.

– Pero cuidado: cuando ya haya curado a su mochuelo, dígale que basta con dejar de creer un solo segundo para que el sueño se rompa en mil pedazos.

– Se lo diré, cuente con ello. Y ahora, descanse.

Y Lauren salió de la habitación.

El claro de luna entraba por entre las persianas. Arthur apartó las sábanas y fue hasta la ventana. Se quedó allí, apoyado en la repisa, mirando los árboles del jardín, inmóviles.

No sentía ningún deseo de seguir el consejo de su amigo.

Ya llevaba demasiado tiempo alimentándose de paciencia, y nada había podido apartarle del recuerdo de aquella mujer; ni el tiempo, ni los viajes poblados de otras miradas. Pronto saldría de allí.


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