Paul bajó la escalera con su equipaje en la mano. Cogió el de Arthur, que estaba en el pasillo, y le comunicó que lo esperaría fuera. Fue a instalarse en el asiento delantero del Ford, miró alrededor y se puso a silbar. Luego, saltó discretamente por encima del cambio de marchas y se escabulló detrás del volante.
Arthur cerró la puerta de entrada desde el interior. Entró en el despacho de Lili, abrió el armario y miró la maleta de cuero negro que seguía en el estante. Acarició los cierres de cobre con la yema de los dedos y guardó el sobre que tenía en el bolsillo delantero antes de devolver la llave a su lugar.
Salió por la ventana. Cuando encajó el calce que atascaba la persiana, oyó las imprecaciones de su madre cada vez que se marchaban los dos de compras a la ciudad, porque Antoine seguía sin reparar el condenado postigo. Y vio a Lili de nuevo en el jardín, encogiéndose de hombros y diciendo que, después de todo, las casas también tenían derecho a las arrugas. Ese trocito de madera en la piedra atestiguaba un tiempo que nunca desaparecería del todo.
– ¡Córrete! -le dijo a Paul al abrir la puerta.
Entró en el coche y frunció la nariz.
– Qué olor tan extraño, ¿no?
Arthur arrancó. Un poco más adelante, Paul bajó la ventanilla, sacó la mano que sostenía con la punta de los dedos una bolsa de plástico con la marca de una carnicería y la arrojó a una papelera situada a la salida. Faltaba bastante para la hora de comer, así se ahorrarían los atascos del regreso del fin de semana. Pronto, por la tarde, estarían en San Francisco.
Lauren estiró los brazos hacia el techo. Abandonó la cama y el dormitorio a regañadientes. Como tenía por costumbre, primero preparó la comida de la perra en la gran escudilla de terracota y a continuación dispuso la bandeja para ella. Fue a sentarse a la galería del salón, donde el sol de la mañana entraba por la ventana. Desde allí podía admirar el Golden Gate, que se extendía como un guión entre las dos orillas de la bahía, las casitas aferradas a las colinas de Zarzalito y hasta Tiburón y su pequeño puerto pesquero. Sólo las sirenas antiniebla de los grandes cargueros que zarpaban, mezcladas con los gritos de las gaviotas, marcaban el compás de aquella languidez de domingo por la mañana.
Después de devorar gran parte del copioso desayuno, dejó los cacharros en el lavaplatos y fue al cuarto de baño. El poderoso chorro de agua de la ducha, que jamás borraría las cicatrices de su piel, acabó de despertarla.
– Kali, deja de dar vueltas de esa forma, ahora te llevo de paseo.
Lauren se envolvió en una toalla hasta la cintura, dejando libres los pechos desnudos. Renunció al maquillaje, abrió el armario, se puso unos vaqueros y un polo, se lo quitó, se puso una blusa, se quitó la blusa y volvió a ponerse el polo. Consultó el reloj: había quedado con su madre en Marina al cabo de una hora y Kali se había vuelto a dormir sobre la alfombra de color crudo. Así que Lauren se sentó al lado de la perra, cogió un grueso manual de neurocirugía de entre todas las carpetas esparcidas en la mesa de centro y se sumió en la lectura mordisqueando un lápiz.
El Ford aparcó delante del número 27 de Cervantes Boulevard. Paul cogió la bolsa del asiento trasero y bajó del coche.
– ¿Quieres ir al cine esta noche? -dijo, inclinándose hacia la puerta de Arthur.
– Imposible, tengo un compromiso.
– ¿Hombre o mujer? -preguntó Paul, radiante.
– ¡Cena y tele para dos!
– Eso sí que es una buena noticia. ¿Y con quién, si no es indiscreción?
– ¡Lo es!
– ¿El qué?
– ¡Indiscreción!
El coche se alejó por Fillmore Street. En la intersección con Union Street, Arthur se paró para ceder el paso a un camión que había llegado al cruce antes que él. Un Triumph cabriolé oculto detrás del remolque aprovechó para colarse sin detenerse; el coche verde bajaba hacia Marina. Un perro atado al asiento delantero ladraba como un loco. El camión atravesó el cruce y el Ford subió por la colina de Pacific Height.
Los movimientos sincopados del rabo indicaban que Kali era feliz. Olisqueaba la hierba con gran seriedad en busca de algún animal que hubiera pisado el terreno antes que ella. De vez en cuando, levantaba la cabeza y corría a reunirse con su familia. Después de corretear entre las piernas de Lauren y de la señora Kline, se puso otra vez en marcha para inspeccionar otra parcela de tierra. Cuando demostraba un cariño excesivo a las parejas que paseaban o a sus hijos, la madre de Lauren la llamaba al orden.
– ¿Has visto que le duelen las ancas? -dijo Lauren, viendo a Kali alejarse.
– ¡Se está haciendo vieja! Igual que nosotras, por otra parte, por si no te has dado cuenta.
– Estás de un humor estupendo. ¿Perdiste en la partida de bridge?
– ¿Bromeas? ¡Gané a todas esas abuelas! Sólo me preocupo por ti.
– Pues ya ves que es inútil: estoy bien, hago un trabajo que me encanta, ya casi no tengo migrañas y soy feliz.
– Sí, tienes razón, debería ver las cosas por el lado bueno. Esta semana, has conseguido dos horas libres para ocuparte de ti misma, ¡eso está bien!
Lauren señaló a una pareja que caminaba delante de ellas por el muelle del puerto.
– ¿Se parecía? -le preguntó a su madre.
– ¿Quién?
– No sé por qué, pero ayer volví a pensar en él. Y deja de eludir esta conversación cada vez que toco el tema.
La señora Kline suspiró.
– No tengo nada que decirte, cariño. No sé quién era ese individuo que venía a verte al hospital. Era amable, muy educado, sin duda un paciente que se aburría y le gustaba estar allí.
– Los pacientes no se pasean por los pasillos del hospital vestidos con una chaqueta de tweed. Además, revisé la lista de todas las personas hospitalizadas en el ala del edificio durante ese período, y nadie concuerda.
– ¿Comprobaste semejante cosa? ¡Mira que eres cabezona! ¿Qué estás buscando exactamente?
– Lo que tú me ocultas tomándome por idiota. Quiero saber quién era, por qué estaba ahí todos los días.
– ¿Y para qué? Todo eso forma parte del pasado.
Lauren llamó a Kali que se estaba alejando demasiado.
La perra dio media vuelta y miró a su dueña antes de volver corriendo.
– Cuando salí del coma, él estaba allí; la primera vez que conseguí mover la mano, él la cogió entre las suyas para tranquilizarme. Al menor sobresalto, en plena noche, él seguía estando allí… Una mañana me prometió que me contaría una historia increíble y luego desapareció.
– Ese hombre es un pretexto para ignorar tu vida como mujer y pensar sólo en tu trabajo. Lo has convertido en una especie de príncipe azul. Es fácil amar a alguien cuando no se le puede alcanzar: así no se corre ningún riesgo.
– Pues mira, eso es lo que tú conseguiste durante los veinte años de tu vida al lado de papá.
– Si no fueras mi hija, te daría una bofetada bien merecida.
– Eres extraña, mamá. Nunca dudaste que encontraría fuerzas para salir por mí misma del coma; entonces, ¿por qué confías tan poco en mí, ahora que estoy despierta? ¿Y si por una vez dejara de atender a mi sentido común y a mi lógica, para escuchar esa vocecilla que habla en mi interior? ¿Por qué mi corazón se desboca cada vez que creo reconocerle? ¿No vale la pena preguntárselo? Lamento que papá desapareciera, lamento que te engañara, pero eso no es una enfermedad hereditaria. ¡No todos los hombres son mi padre!
La señora Kline estalló en una carcajada. Puso la mano sobre el hombro de su hija y la miró de arriba abajo.
– ¿Quieres darme lecciones, tú que sólo has salido con chicos que te miran como a la Virgen María, como al milagro de sus vidas? Debe de ser tranquilizador saber que el otro es incapaz de dejarte hagas lo que hagas. ¡Yo, al menos, he amado!
– Si no fueras mi madre, soy yo quien te daría una bofetada.
La señora Kline prosiguió su marcha. Abrió el bolso, sacó un paquete de caramelos y le ofreció uno a su hija, que lo rechazó.
– Lo único que me emociona de todo lo que dices es comprobar que, a pesar de la vida que llevas, todavía brilla en ti una chispita de romanticismo, aunque lamento que la malgastes con semejante frivolidad. ¿Qué esperas? ¡Si ese tipo fuese realmente el hombre de tu vida, habría venido a buscarte, pobre hija mía! Nadie lo echó, desapareció sin más. Así que deja de reprochárselo al planeta entero, y especialmente a tu madre, como si la culpable fuese yo.
– Quizá tuviera sus motivos.
– ¿Otra mujer, o hijos, por ejemplo? -replicó la señora Kline en un tono sarcástico.
Se diría que Kali estaba harta de la tensión que reinaba entre madre e hija, porque cogió un palo, lo dejó a los pies de Lauren y ladró con insistencia. Lauren cogió el juguete improvisado y lo lanzó.
– No has perdido tu habilidad para devolver los golpes. No quiero entretenerme, tengo que leer un informe para mañana -dijo Lauren.
– ¿Deberes en domingo, a tu edad? ¡Me pregunto cuándo te cansarás de tu carrera hacia el éxito! Tal vez te aburras hasta la muerte con tu novio. Pero no, qué tonta soy: ¡tú no te aburres nunca porque precisamente los domingos estás durmiendo o haciendo los deberes!
Lauren se cuadró delante de su madre con un deseo irresistible de estrangularla.
– ¡El hombre de mi vida estará orgulloso de que me guste mi trabajo y no contará las horas que hago!
La fría cólera resaltaba las pequeñas venas en sus sienes.
– Mañana por la mañana intentaremos extirpar un tumor del cerebro de una niña -continuó Lauren-. Dicho así puede carecer una cosita de nada, pero supón que ese tumor la está volviendo ciega. ¡Imagina que, la víspera de la intervención, dudo entre ir a ver una buena película y morrearme con Robert mientras nos zampamos unas palomitas, o bien revisar a fondo el procedimiento para mañana!
Lauren silbó a la perra, abandonó el paseo que transcurría junto al puerto deportivo y se dirigió al aparcamiento.
Cuando el animal ocupó su puesto en el asiento delantero, Lauren le ató el cinturón de seguridad al arnés y el Triumph salió de Marina Boulevard con un concierto de ladridos. Giró en Cervantes y subió por Fillmore. En el cruce con Greenwich, aminoró la marcha y dudó si detenerse para alquilar una película. Le apetecía repetir con Cary Grant y Deborah Kerr en Tú y yo. Entonces recordó lo que le esperaba a la mañana siguiente, metió la segunda, aceleró y pasó al lado de un viejo Ford de 1961 que estaba aparcado delante del videoclub.
Arthur examinó uno a uno los títulos de la sección de «Artes marciales».
– Me gustaría darle una sorpresa a una amiga esta noche, ¿qué me aconsejaría? -le preguntó al empleado.
El vendedor desapareció detrás del mostrador y resurgió triunfante con una cajita en la mano, la abrió con un cúter y le entregó la película a Arthur.
– La furia del dragón en edición de coleccionista. Incluye tres escenas de lucha inéditas. Llegó ayer. ¡Con esto la va a volver loca!
– ¿Usted cree?
– Bruce Lee es un valor seguro.
– El rostro de Arthur se iluminó.
– ¡Me lo llevo!
– ¿Su amiga no tendría una hermana, por casualidad?
Satisfecho, salió del videoclub. La velada se presentaba bien. De camino, hizo una breve parada en una tienda de comida preparada, eligió entrantes y segundos platos, a cuál más apetitoso, y volvió a su casa con el corazón alegre tras aparcar el Ford delante del pequeño edificio en el cruce de Pacific con Fillmore.
En cuanto cerró la puerta del apartamento, dejó la bolsa de la compra en la barra de la cocina, encendió la cadena estéreo, insertó un disco de Frank Sinatra y se frotó las manos.
La estancia estaba bañada por la luz anaranjada de aquella tarde de verano y Arthur, mientras cantaba a pleno pulmón la melodía de Strangers in the night, preparó un elegante servicio para dos en la mesa baja del salón. Descorchó una botella de merlot de 1999, calentó la lasaña y dispuso el surtido de entrantes italianos en dos platos de porcelana blanca. Acabado el trabajo, atravesó la sala de estar, salió al rellano y, sin cerrar la puerta de su apartamento, repiqueteó en la puerta de su vecina. Oyó sus pasos ligeros al otro lado del paño.
– ¡Estoy sorda, pero no hasta ese punto! -dijo la anciana, recibiéndole con una gran sonrisa.
– No se habrá olvidado de nuestra cita… -dijo Arthur.
– ¿Estás de broma?
– ¿No se trae al perro?
– Pablo está durmiendo a pierna suelta; es tan viejo como yo, ¿sabes?
– Usted no es tan vieja, señora Morrison.
– ¡Ya lo creo que sí! -contestó ella, llevándoselo del brazo por el pasillo.
Arthur instaló cómodamente a la señora Morrison y le sirvió una copa de vino.
– ¡Tengo una sorpresa para usted! -dijo, presentándole la carátula de la película. El delicioso rostro de la señora Morrison se iluminó.
– ¡La escena de lucha en el puente es un fragmento antológico!
– ¿Ya la ha visto?
– ¡Y más de una vez!
– ¿Es que no se cansa?
– ¿Tú has visto el torso desnudo de Bruce Lee?
Kali se levantó de un brinco, cogió su correa con la boca y empezó a dar vueltas por el salón meneando el robo.
Lauren estaba hecha un ovillo en el sofá, en albornoz y con gruesos calcetines de lana. Abandonó la lectura para seguir con una mirada divertida a Kali, que seguía revoloteando; cerró el tratado de neurocirugía y besó con ternura la cabeza de su perra. «Me visto y nos vamos.»
Unos minutos más tarde, Kali correteaba por Green Street hasta que, en la acera de Fillmore, el maravilloso aroma de un álamo joven provocó que arrastrara a su dueña hasta él. Lauren, pensativa, sintió un escalofrío cuando se levantó el viento de la tarde.
La operación del día siguiente la tenía inquieta, pues presentía que Fernstein la pondría al mando. Desde que había decidido retirarse a finales de año, el viejo profesor la solicitaba cada vez más, como si quisiera acelerar su formación. Cuando volvió a casa, Lauren releyó sus notas una y otra vez a la luz de la lámpara de cabecera.
La señora Morrison disfrutaba de la velada. En la cocina, secaba los platos que Arthur iba lavando.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Todas las que quiera.
– A ti no te gusta el karate, y no me digas que un joven como tú sólo ha encontrado a una anciana de ochenta años para compartir el domingo por la noche.
– Eso no es una pregunta, es una afirmación, señora Morrison.
La anciana puso una mano sobre la de Arthur e hizo una mueca.
– ¡Claro que es una pregunta! Está implícita y tú la has entendido muy bien. Y basta ya de señora Morrison: ¡llámame Rose!
– Me ha gustado pasar esta velada del domingo en su compañía, ¿responde eso a su pregunta implícita?
– ¡Hijo mío, tienes la mirada de alguien que se esconde al abrigo de la soledad!
Arthur se quedó mirando a la señora Morrison.
– ¿Quiere que saque a pasear al perro?
– ¿Es una amenaza o una proposición? -replicó Rose.
– ¡Ambas cosas!
La señora Morrison fue a despertar a Pablo y le puso el collar.
– ¿Por qué le puso ese nombre? -preguntó Arthur en el umbral de la puerta.
La anciana le confesó al oído que era el nombre de pila de su mejor amante.
– Yo tenía treinta y ocho años y él cinco menos, o quizá diez. A mi edad, empieza a fallar la memoria cuando conviene. Era un cubano sublime. Bailaba como un dios y era bastante más despierto que este Jack Russell, puedes creerme.
– La creo de todo corazón -dijo Arthur, tirando de la correa del perrito, que frenaba con las cuatro patas su avance por el pasillo.
– ¡Ay, La Habana! -suspiró la señora Morrison, volviendo a cerrar su puerta.
Arthur y Pablo bajaron por Fillmore Street. El perro se detuvo al pie de un álamo. Por algún motivo que se le escapaba, el árbol despertó de pronto un vivo interés en el animal. Arthur se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en un muro, dejando que Pablo disfrutara de uno de sus raros momentos de vigilia. Entonces el teléfono móvil vibró en el bolsillo y descolgó.
– ¿Qué tal la velada? -preguntó Paul.
– Excelente.
– ¿Qué estás haciendo?
– Oye, Paul, ¿cuánto tiempo puede quedarse un perro olisqueando la base de un árbol?
– Voy a colgar -contestó Paul, perplejo-, y me voy a la cama rápidamente antes de que me hagas otra pregunta.
A dos edificios de distancia, en el último piso de una casita victoriana que daba a Green Street, se apagó la luz del dormitorio de una joven neurocirujana.