El día despuntaba sobre la bahía de San Francisco. Fernstein se reunió con Norma en la cocina, se sentó a la barra, cogió la cafetera y llenó dos tazas.
– ¿Llegaste tarde ayer? -dijo Norma.
– Tenía trabajo.
– En cambio, dejaste el hospital antes que yo.
– Tenía que arreglar unos asuntos en la ciudad.
Norma se volvió hacia él con los ojos enrojecidos.
– Yo también tengo miedo, pero tú nunca ves mi temor, sólo piensas en el tuyo. ¿Crees que no me aterroriza la idea de sobrevivirte?
El viejo profesor abandonó su taburete y estrechó a Norma entre sus brazos.
– Lo lamento, nunca pensé que morir iba a ser tan difícil.
– Te has codeado con la muerte toda tu vida.
– Con la de otros, no con la mía.
Norma sostuvo el rostro de su amante entre las palmas de las manos y posó los labios sobre su mejilla.
– Sólo te pido que luches por conseguir una prórroga: dieciocho meses, un año… aún no estoy lista.
– A decir verdad, yo tampoco.
– Entonces, acepta ese tratamiento.
El viejo profesor se aproximó a la ventana. El sol se levantaba detrás de las colinas de Tiburón. Inspiró profundamente.
– En cuanto Lauren obtenga el título, presentaré mi dimisión. Nos iremos a Nueva York, ahí tengo a un viejo amigo que quiere encargarse de mí. Probaremos suerte.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Norma, con lágrimas en los ojos.
– ¡Te he hecho cabrear como nadie, pero nunca te he mentido!
– ¿Por qué no ahora mismo? Vayámonos mañana.
– Te he dicho que cuando Lauren obtenga la titulación. ¡Quiero dimitir de mis funciones, pero al menos no voy a dejarlo todo patas arriba! Y ahora, ¿me preparas esa tostada con mantequilla?
Paul dejó a Onega en su casa. Aparcó en doble fila, bajó y rodeó el coche a toda prisa. Se pegó a la puerta, impidiendo a su pasajera que la abriese. Onega lo miró sin comprender a qué estaba jugando. Él golpeó el vidrio y le hizo una señal para que bajase la ventanilla.
– Te dejo el coche, voy a coger un taxi para ir al hospital. En el llavero está la llave de mi casa. Quédatela, es tuya, yo tengo otra en el bolsillo.
Onega lo miró, intrigada.
– Bueno, admito que es una forma estúpida de decirte que me encantaría que viviésemos juntos -añadió Paul-. En fin, si fuese por mí, incluso todas las noches me parecería muy bien, pero ahora que ya tienes tu llave, eres tú quien decide, haz lo que quieras.
– Sí, la verdad es que tienes razón: es una forma estúpida -contestó ella con voz suave.
– Lo sé, esta última semana he perdido algunas neuronas. Pero la cuestión es que me gustas mucho, incluso cuando haces el tonto.
– Es una buena noticia.
– Vete, o te perderás su despertar.
Paul se asomó al interior.
– Ten cuidado, es muy delicado, sobre todo el embrague.
Besó a Onega con frenesí, corrió al cruce y cogió un taxi.
Le dio la dirección del San Francisco Memorial Hospital.
Cuando le contase a Arthur lo que acababa de hacer, seguro que le prestaría su viejo Ford.
Lauren se despertó al compás de los martillazos que retumbaban en su cabeza. Las punzadas en el pie la obligaron a quitarse el vendaje para comprobar cómo estaba la herida.
– ¡Mierda! -dijo, al comprobar que supuraba-. ¡Sólo me faltaba esto!
Se levantó y fue al cuarto de baño a la pata coja; abrió el botiquín, destapó una botella de antiséptico y roció el talón. El dolor fue tan violento, que soltó el frasco de alcohol y fue a parar al interior de la bañera. Lauren sabía muy bien que así no conseguiría nada. Había que limpiar la herida en profundidad y tomar antibióticos. Una infección de tal naturaleza podía tener consecuencias terribles. Se vistió y llamó a la compañía de taxis. No era aconsejable conducir en ese estado.
Diez minutos más tarde llegó al hospital. Un paciente que esperaba su turno desde hacía dos horas le sugirió con vehemencia que se pusiera a la cola como todo el mundo.
Ella le mostró su credencial y franqueó la puerta acristalada que daba a las cabinas de exploración.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Betty-. Si Fernstein te ve…
– Cúrame el pie, me duele horrores.
– Para que tú te quejes, tiene que ser algo serio. Siéntate en esa silla de ruedas.
– Tampoco exageremos, ¿qué cabina está libre?
– La tres. Y date prisa, llevo aquí veintiséis horas, ni siquiera sé cómo me aguanto de pie.
– ¿No has podido descansar un poco esta noche?
– He hecho una pausa de unos minutos al amanecer.
Betty la hizo sentar en la camilla y le deshizo el vendaje paira inspeccionar la herida.
– ¿Cómo te las has apañado para que se infecte tan de prisa?
La enfermera preparó una jeringuilla de lidocaína. En cuanto la anestesia local hubo liberado a Lauren del dolor separó los bordes de la cicatriz y limpió meticulosamente los tejidos infectados. A continuación, preparó un nuevo kit de sutura.
– ¿Quieres coserte tú misma o me lo dejas a mí?
– Mejor tú, pero hazme un drenaje primero, no quiero correr ningún riesgo.
– Te va a quedar una buena cicatriz, lo siento.
– No viene de más una más.
Mientras la enfermera trabajaba, Lauren desgarró la sábana con los dedos. Cuando Betty le dio la espalda, aprovechó para hacerle una pregunta que le ardía en los labios.
– ¿Cómo está él?
– Se ha despertado en plena forma. Ese tipo ha estado, a punto de morir durante la noche y lo único que le interesa saber es cuándo podrá salir de aquí. ¡Te juro que en este servicio vemos de todo!
– No aprietes demasiado la venda.
– Estoy haciendo lo que puedo, ¡y a ti te prohíbo que subas a su planta!
– ¿Y si me pierdo por los pasillos?
– ¡Lauren, no hagas tonterías! Estás jugando con fuego Te faltan pocos meses para acabar el internado, no iras a ponerlo todo en peligro ahora.
– He pensado mucho en él esta noche, y de una forma bastante extraña, además.
– Muy bien, pues sigue pensando esta semana y lo ves el próximo domingo. En principio lo soltaremos el sábado. Contrariamente a tu fantasma de la Ópera, éste tiene una identidad, una dirección y un teléfono. Si quieres volver a verlo, llámalo cuando salga.
– Es mi tipo -replicó Lauren con voz tímida.
Betty le levantó la barbilla y la miró, enternecida.
– Dime una cosa: ¿no estarás sufriendo un pequeño derrame sentimental? Nunca te había oído pronunciar palabras tan dulces.
Lauren apartó la mano de Betty.
– No sé muy bien qué me está pasando, sólo deseo verlo y comprobar por mí misma que está bien. ¡No deja de ser mi paciente!
– Tengo una ligera idea de lo que te pasa, ¿quieres que te lo explique?
– Deja de burlarte de mí. ¡No es tan sencillo!
Betty se echó a reír.
– No me estoy burlando, pero lo encuentro desconcertante; bueno, te dejo, voy a acostarme. No hagas estupideces.
Cogió una tablilla y la puso debajo del pie de Lauren.
– Con esto caminarás mejor. Coge antibióticos de la farmacia central. Hay un par de muletas en ese armario.
Betty desapareció detrás de la cortina y regresó enseguida.
– Y por si acaso ya no sabes orientarte en este hospital, la farmacia central está en el sótano, no te confundas con el servicio de neurología: ¡son los mismos ascensores!
Lauren la oyó alejarse por el pasillo.
Paul estaba delante de la cama de Arthur. Abrió una bolsa llena de cruasanes y de pastelitos de chocolate.
– Ha estado muy feo lo de volver al quirófano en mi ausencia. ¡Espero que hayan sabido manejarse sin mí! ¿Cómo te encuentras esta mañana?
– Muy bien, dejando a un lado que estoy harto. ¿Y tú? No tienes muy buen aspecto.
– Me has hecho pasar una noche de perros.
Lauren cogió el bloc de recetas del mostrador y se prescribió un potente antibiótico. Firmó la hoja y se la entregó al empleado.
– No se anda con chiquitas, ¿está tratando una septicemia?
– ¡Mi caballo tiene mucha fiebre!
– ¡Con esto, estará de pie en un día!
El empleado se retiró detrás de las estanterías y volvió instantes después con un frasco en la mano.
– Tómeselo con calma, de todas formas; me gustan los animales, y con esto puede matarlo.
Lauren no contestó, sino que cogió el medicamento y regresó al ascensor. Dudó antes de pulsar el botón de la tercera planta. En la planta baja, un técnico entró en la cabina empujando un aparato de electroencefalografía. La pantalla estaba rodeada por una cinta de plástico amarilla.
– ¿Qué piso? -preguntó Lauren.
– Neurocirugía.
– ¿Está estropeada?
– Estas máquinas son cada vez más sofisticadas, pero también más caprichosas. Esta escupió ayer toda la bobina de papel con un trazo incomprensible. No registraba hiperactividad cerebral, sino la corriente de una central eléctrica. Los de mantenimiento se han pasado tres horas con ella y dicen que no tiene nada. Interferencias, seguramente.
– ¿Qué hiciste ayer por la noche? -preguntó Arthur.
– Tienes curiosidad, ¿eh? Cené con una chica.
Arthur miró a su amigo con aire inquisitivo.
– Onega -confesó Paul.
– ¿Os seguís viendo?
– Más o menos.
– ¿Qué significa ese extraño tono?
– Temo haber cometido una gilipollez.
– ¿De qué tipo?
– Le he dado las llaves de mi casa.
El rostro de Arthur se iluminó; casi hubiera querido hacer rabiar a Paul, pero éste se levantó y se colocó frente a la ventana con expresión inquieta.
– ¿Es que lo lamentas?
– Me da miedo haberla asustado, quizá he ido demasiado deprisa.
– ¿Te has enamorado?
– No sería imposible.
– Entonces, fíate de tu instinto. Si has hecho eso es porque lo deseabas, y ella lo notará. No hay por qué avergonzarse de compartir los sentimientos, créeme.
– Entonces, ¿crees que no he metido la pata? -preguntó Paul, con el rostro lleno de esperanza.
– Nunca te he visto en este estado. No tienes ninguna razón para preocuparte.
– No me ha telefoneado.
– ¿Desde cuándo?
Paul consultó su reloj.
– Desde hace dos horas.
– ¿Tanto? ¡Estás chiflado! Déjale tiempo para saborear tu gesto, y también para que deje libre su línea telefónica: tiene que llamar a todas sus amigas para decirles que ha hecho caer al soltero más duro de pelar de todo San Francisco.
– Sí. Muy bonito, ahora vas de sobrado, pero ya me gustaría verte en mi pellejo; no sé muy bien lo que me pasa, tengo frío, tengo calor, tengo las manos húmedas, me duele la barriga y tengo la boca seca.
– ¡Estás enamorado!
– Ya sabía yo que no estaba hecho para esto: me pone enfermo.
– Ya verás que los efectos secundarios son magníficos.
Una interna pasó por delante del cristal de la habitación.
Paul abrió los ojos de par en par.
– ¿Molesto? -preguntó Lauren, entrando en la estancia.
– No -dijo Paul.
Precisamente se disponía a ir a buscar un café a la máquina. Le ofreció uno a Arthur, y Lauren contestó en su lugar que no era muy recomendable. Paul se eclipsó.
– ¿Se ha herido? -se inquietó Arthur.
– Un accidente absurdo -confesó Lauren, descolgando la hoja del historial del pie de la cama.
Arthur miró la tablilla.
– ¿Qué le ha pasado?
– ¡Una indigestión en la fiesta del cangrejo!
– ¿Y uno puede destrozarse el pie con eso?
– No es más que un corte traicionero.
– ¿Es que la pellizcaron con unas tenazas?
– No tiene ni la más remota idea de lo que le estoy contando, ¿no es así?
– No mucha, la verdad, pero si tiene a bien explicarse un poco más…
– Y usted, ¿cómo ha pasado la noche?
– Ha sido bastante movida.
– ¿Salió de su cama? -preguntó Lauren, llena de esperanza.
– Más bien me he hundido en ella; mi cerebro se ha recalentado, por lo que parece, y han tenido que subirme de urgencia al quirófano.
Lauren lo miró atentamente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Arthur.
– Nada, una estupidez.
– ¿Hay algún problema con mis resultados?
– No, no se preocupe, no tiene nada que ver con eso -dijo ella con voz suave.
– Entonces, ¿de qué se trata?
Lauren se apoyó en la barandilla de la cama.
– ¿No recuerda nada de…?
– ¿De qué? -la interrumpió Arthur, febril.
– Déjelo, es completamente ridículo, no tiene ningún sentido.
– ¡Dígamelo de todas formas!
Lauren se dirigió a la ventana.
– Yo nunca bebo alcohol, y ya ve, creo que agarré la mayor borrachera de mi vida.
Arthur permaneció en silencio; ella se dio la vuelta y las palabras surgieron de su boca sin que pudiese siquiera retenerlas.
– No es muy sencillo de…
Una mujer entró en la estancia oculta detrás de un inmenso ramo de flores. Lo dejó encima de la mesa con ruedas y avanzó hasta la cama.
– ¡Dios mío, cuánto miedo he pasado! -exclamó CarolAnn, al tiempo que abrazaba a Arthur.
Lauren observó la sortija cargada de diamantes que adornaba el dedo anular de la mano izquierda de la mujer.
– Era una tontería -murmuró Lauren-, sólo quería saber cómo estaba, lo dejo con su prometida.
Carol-Ann abrazó a Arthur más fuerte todavía y le acarició las mejillas.
– ¿Sabías que en algunos países, perteneces para siempre a la persona que te ha salvado la vida?
– Carol-Ann, me estás ahogando.
La joven, algo confusa, aflojó su lazo, se enderezó y se atusó la falda. Arthur buscó la mirada de Lauren, pero ya no estaba allí.
Paul, que venía por el pasillo, vio a Lauren a lo lejos avanzando hacia él. Al cruzarse con ella, le dedicó una sonrisa cómplice que ella no le devolvió. Él se encogió de hombros, prosiguió su camino hacia la habitación de Arthur y no dio crédito a sus ojos cuando descubrió a Carol-Ann sentada en la silla que había junto a la ventana.
– Buenos días, Paul -dijo Carol-Ann.
– ¡Dios mío! -gritó éste, dejando caer el café.
Se agachó para recoger el vaso de plástico.
– Las catástrofes nunca llegan solas -dijo, mientras se enderezaba.
– ¿Debo tomármelo como un cumplido? -preguntó Carol-Ann en un tono tirante.
– Si estuviera bien educado te diría que sí, pero ya me conoces: ¡soy de naturaleza grosera!
Carol-Ann se levantó de la silla, ofendida, y miró fijamente a Arthur.
– ¿Y tú no dices nada?
– Carol-Ann, realmente me pregunto si no me traerás mala suerte.
Ella recuperó el ramo de flores y abandonó la habitación dando un portazo.
– Y ahora, ¿qué piensas hacer? -continuó Paul.
– ¡Salir de aquí lo antes posible!
Paul dio una vuelta a la habitación.
– ¿Qué te pasa?
– No me lo perdono.
– ¿Qué?
– Haber tardado tanto en comprender…
Y Paul empezó a recorrer la habitación de Arthur de un lado a otro.
– Comprenderás, para mi disculpa, que nunca os había visto juntos, en fin, quiero decir conscientes a los dos al mismo tiempo. No deja de ser algo bastante complicado para vosotros.
Pero al verles a los dos a través del cristal, Paul lo había comprendido: tal vez ni siquiera ellos mismos lo sabían, pero era evidente que Lauren y Arthur formaban una pareja única.
– Así que no sé lo que debes hacer, pero no pases de largo, Arthur.
– ¿Y qué quieres que le diga? ¿Que nos quisimos el uno al otro hasta el punto de planear juntos todos los proyectos del mundo, pero que ella ya no se acuerda?
– Dile mejor que para protegerla te marchaste a construir un museo al otro lado del océano y que no podías dejar de pensar en ella; dile que al volver de ese viaje seguías tan loco por ella como antes.
Arthur tenía un nudo en la garganta y no podía responder a las palabras de su amigo. Entonces, la voz de Paul se elevó un poco más en aquella habitación de hospital.
– Has soñado de tal forma con esa mujer, que me has convencido de entrar en tu sueño. Un día me dijiste: «Mientras uno hace cálculos y analiza los pros y los contras, la vida pasa sin que pase nada». Así que piensa deprisa. Fue gracias a ti que le di mis llaves a Onega. Sigue sin telefonearme y, sin embargo, no me he sentido tan ligero en toda mi vida. Ahora deja que te devuelva el favor, amigo. No renuncies a Lauren antes de haber tenido tiempo siquiera de amarla en la vida real.
– Estoy en un callejón sin salida, Paul. Jamás podría vivir a su lado en la mentira, pero tampoco puedo explicarle todo lo que ocurrió realmente… ¡y la lista es larga! Curiosamente, a menudo nos enfadamos con la persona que nos cuenta una verdad difícil de escuchar, o imposible de creer.
Paul se acercó a la cama.
– Lo que te asusta es decirle la verdad respecto a su madre, amigo mío. Acuérdate de lo que nos decía Lili: es mejor luchar por hacer realidad un sueño que un proyecto.
Paul se levantó y avanzó hacia la puerta, apoyó una rodilla en el suelo y, con una picara sonrisa en los labios, declamó: – ¡Si el amor vive de esperanza, también perece con ella! ¡Buenas noches, Don Rodrigo!
Y salió de la habitación de Arthur.
Paul estaba buscando las llaves del coche en el fondo del bolsillo y sólo encontró su teléfono móvil. Un pequeño sobrecito parpadeaba en la pantalla. El mensaje de Onega decía: «¡Hasta ahora, date prisa!» Paul miró el cielo y lanzó un grito de alegría.
– ¿Por qué está tan contento? -preguntó Lauren, que estaba esperando un taxi.
– ¡Porque he prestado mi coche! -contestó Paul.
– ¿Qué cereales se ha tomado esta mañana para desayunar? -dijo ella, imitándole en la sonrisa.
Un vehículo de la Yellow Cab Company se paró delante de ellos. Lauren abrió la puerta y le hizo una seña a Paul para que subiera.
– ¡Le llevo!
Paul se instaló a su lado.
– ¡Green Street! -le dijo al chofer.
– ¿Vive en esa calle? -preguntó Lauren.
– ¡Yo no, pero usted sí!
Lauren lo miró, desconcertada. Paul tenía una expresión pensativa y susurraba con voz apenas audible: «¡Me va a matar; si hago esto, me va a matar!»
– ¿Si hace qué? -replicó Lauren.
– Abróchese primero el cinturón -le aconsejó Paul.
Ella lo miró fijamente, cada vez más intrigada. Paul vaciló unos segundos, luego respiró hondo y se acercó a ella.
– Ante todo, una aclaración: la loca furiosa de la habitación de Arthur con ese ramo de flores inmundas era una de sus ex, una ex que data de la prehistoria, en resumen, un error.
– ¿Qué más?
– No puedo. Realmente me va a asesinar si continúo.
– ¿Hasta tal punto es peligroso su compañero? -se inquietó el conductor del taxi.
– Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Si Arthur no pisa ni a una mosca! -replicó Paul, con tono irritado.
– ¿De veras que hace eso? -preguntó Lauren.
– ¡Está convencido de que su madre se reencarnó en mosca!
– ¡Ah! -dijo Lauren, mirando a lo lejos.
– Es absolutamente estúpido que le haya dicho eso, le va a parecer de lo más extraño, ¿no es así? -prosiguió Paul con voz incómoda.
– Ahora que lo dice -interrumpió el chofer del taxi-, la semana pasada llevé a mis hijos al zoo y el niño me dijo que uno de los hipopótamos era clavadito a su abuela. ¡Tal vez vuelva para verlo bien!
Paul lo fustigó con una mirada a través del retrovisor.
– En fin, qué más da, yo me lanzo -dijo, cogiéndole la mano a Lauren-. En la ambulancia que nos llevaba al San Pedro, usted me preguntó si alguien cercano a mí había estado en coma, ¿lo recuerda?
– Sí, perfectamente.
– ¡Pues bien, en este preciso instante, esa persona está sentada a mi lado! Ya es hora de que le explique dos o tres cosillas.
El coche abandonó el San Francisco Memorial Hospital y subió hacia Pacific Heights. En ocasiones, el destino necesita que le den un empujoncito; aquel día, era una cuestión de amistad tenderle la mano.
Paul le contó cómo, una noche de verano, se había disfrazado de enfermero y Arthur de médico para llevarse a bordo de una vieja ambulancia el cuerpo de una joven que estaba en coma, y a la que querían desenchufar de los aparatos que la mantenían con vida.
Las calles de la ciudad desfilaban al otro lado del cristal.
De vez en cuando, el chofer lanzaba una mirada perpleja a través del retrovisor. Lauren escuchó el relato, sin interrumpir en ningún momento. En realidad, Paul no había traicionado el secreto de su amigo. Si bien Lauren conocía desde ahora la identidad del hombre que la estaba velando cuando despertó, lo continuaba ignorando todo respecto a lo que había vivido con él mientras ella estaba en coma.
– ¡Deténgase! -suplicó Lauren con voz temblorosa.
– ¿Ahora? -preguntó el chofer.
– No me encuentro bien.
El vehículo dio un volantazo antes de aparcar en el arcén con un estridente chirrido de neumáticos. Lauren abrió la puerta y fue cojeando hacia una parcela de césped que bordeaba la acera.
Se inclinó para resistir mejor las náuseas que la acuciaban. Sentía un escozor en el rostro, una sensación de calor, aunque estaba temblando. Las arcadas no la dejaban respirar.
Los párpados le pesaban y los sonidos le llegaban amortiguados. Le temblaban las piernas, vaciló y el chofer y Paul se precipitaron hacia ella con apenas tiempo de sostenerla.
Cayó de rodillas sobre la hierba y se apretó la cabeza con las manos, justo antes de perder el conocimiento.
– ¡Hay que pedir ayuda! -exclamó Paul, presa del pánico.
– ¡Deje que me ocupe yo, tengo el diploma de socorrista, le haré el boca a boca! -contestó el chofer más sereno.
– Vamos a ser claros: ¡si acercas tus labios grasientos a esa chica, te doy de hostias!
– Yo lo decía por ayudar -replicó el chofer, con cara de enfado.
Paul se arrodilló junto a Lauren y le golpeó las mejillas suavemente.
– ¿Señorita? -susurró Paul con voz delicada.
– ¡Estupendo! ¡Así seguro que no se despierta! -refunfuñó el conductor.
– ¡Oye, tú vete a hacerle el boca a boca al hipopótamo de tu madre y olvídame!
Paul colocó las manos debajo del mentón y presionó con todas sus fuerzas sobre la articulación de las mandíbulas de Lauren.
– Pero ¿qué está haciendo? ¡Le va a dislocar la mandíbula!
– ¡Sé perfectamente lo que hago! – Chilló Paul-. ¡Soy cirujano interino!
Lauren abrió los ojos y Paul miró al chofer de arriba abajo con expresión más que satisfecha.
Los dos hombres la ayudaron a subir al coche de nuevo.
Había recuperado el color. Bajó la ventanilla y aspiró una gran bocanada de oxígeno.
– Lo siento mucho, ya me encuentro mejor.
– No debería haberle contado todo esto, ¿verdad? -prosiguió Paul con voz excitada.
– Si tiene otras cosas que contarme, y ya que hemos llegado hasta aquí… ¡adelante, ahora es el momento!
– Creo que eso es todo.
Cuando el taxi entraba en Green Street, Lauren interrogó a Paul sobre las motivaciones de su amigo. ¿Por qué había corrido tantos riegos?
– Es un secreto que no puedo traicionar. Ahora me estoy preguntando si Arthur me ahogará o me inmolará con fuego cuando sepa que he hablado con usted… ¡no querrá que compre también la urna para mis cenizas!
– Creo que lo hizo porque estaba pirrado por usted -afirmó el chofer, cada vez más apasionado por la conversación.
El vehículo se detuvo delante de la casa de Lauren y el conductor se volvió hacia sus clientes.
– Si quieren, paro el contador y podemos dar unas vueltas a la manzana. Así seguimos un poco, sólo en el caso de que tengan más cosas que contarse.
Lauren se inclinó por encima de Paul para abrirle la puerta. El la miró, sorprendido.
– Es usted quien vive aquí, no yo -le dijo.
– Lo sé -contestó ella-, pero el que se baja es usted, yo he cambiado de destino.
– ¿Adonde va? -quiso saber Paul, inquieto, mientras salía del taxi.
La puerta se volvió a cerrar y el taxi desapareció por Green Street.
– Y yo, ¿puedo saber adonde vamos, señorita? -preguntó el chofer.
– Al mismo sitio del que venimos -contestó Lauren.
La señora Morrison había escondido a Pablo en su bolso para atravesar el vestíbulo del hospital. El perrito se instaló en las rodillas de Arthur. En la pantalla del televisor que estaba colgado de la pared, Scarlett O'Hara descendía los peldaños de una gran escalinata y Pablo, encima de la cama, meneó el rabo. En cuanto Rhett Butler entró en la casa y se aproximó a la señorita Scarlett, el perrito se irguió sobre sus patas traseras y se puso a gruñir.
– Nunca lo había visto en este estado -comentó Arthur.
– Sí, a mí también me sorprende: el libro no le gustó nada -replicó Rose.
Scarlett miraba a Rhett, desafiante, cuando sonó el teléfono. Arthur descolgó sin apartar la vista de la película.
– ¿Te molesto? -preguntó Paul con voz temblorosa.
– Lo siento, no puedo hablar ahora, estoy con los médicos, ya te llamaré.
Y Arthur volvió a colgar, dejando a Paul, solo, en mitad de Green Street.
– ¡Mierda! -exclamó este último mientras bajaba caminando por Green Street con las manos en los bolsillos.
La película de los diez Óscars acababa de terminar. La señora Morrison hizo entrar a Pablo en el bolso y le prometió a Arthur que volvería a visitarle muy pronto.
– No se moleste, saldré dentro de unos días.
Al salir, Rose se cruzó por el pasillo con una interna que avanzaba en sentido inverso con paso apresurado. ¿Dónde la había visto antes?