Arthur pagó la cuenta en la recepción del hotel. Aún le quedaba tiempo para darse una vuelta por el barrio. El botones le entregó el ticket de la consigna y él se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Atravesó el patio y subió por Beaux A118. Los adoquines recién regados con grandes chorros de agua se secaban bajo los primeros rayos de sol. En la calle Bonaparte, los escaparates empezaban a animarse. Arthur vaciló ante la vitrina de una pastelería y prosiguió su camino Un poco más arriba, el campanario blanco de la iglesia Saint-Germain-des-Prés se recortaba contra los colores de la jornada que nacía. Caminó hasta la plaza de Fürstenberg, todavía desierta. Saludó a la joven florista, que acababa de subir la persiana metálica, ataviada con un delantal blanco que le daba el aire encantador de una química en su laboratorio. Los ramos desordenados que a menudo componía con su ayuda adornaban las tres habitaciones del pequeño apartamento que Arthur aún ocupaba hacía tan sólo dos días.
La florista le devolvió el saludo, sin saber que no volvería a verlo.
Cuando entregó las llaves a la portera la víspera del fin de semana, cerró la puerta a varios meses de vida en el extranjero, y al proyecto arquitectónico más audaz que había realizado: un centro cultural franco-americano.
Tal vez regresaría un día en compañía de la mujer que ocupaba sus pensamientos. Le haría descubrir las calles estrechas de aquel barrio que tanto le gustaba, y caminarían juntos por la orilla del Sena, por donde le agradaba pasear, incluso los días de lluvia, tan frecuentes en la capital.
Se instaló en un banco para redactar la carta que guardaba junto al corazón. Cuando estuvo casi terminada, volvió a cerrar el sobre de papel de Rives sin pegar la solapa y se lo metió en el bolsillo. Consultó la hora y volvió al hotel.
El taxi no iba a tardar, su avión despegaba dentro de tres horas.
Aquella noche, al término de la larga ausencia que él mismo se había impuesto, estaría de vuelta en su ciudad.