El despertador de la mesilla de noche arrancó a Lauren de un sueño tan profundo que le resultó doloroso abrir los ojos. El cansancio acumulado a lo largo de aquel año la sumergía, algunas mañanas, en el humor gris de las primeras horas del día. Todavía no eran las siete cuando dejó el Triumph en el aparcamiento del hospital. Diez minutos más tarde, abandonó la planta baja de Urgencias y se presentó en la habitación 307. Un monito descansaba bajo el cuello protector de una jirafa. Un poco más allá, un osito blanco velaba por ellos. Los animales de Marcia aún estaban durmiendo en la repisa de la ventana. Lauren miró los dibujos colgados en la pared, unos dibujos muy hábiles para ser de una niña que desde hacía meses sólo veía de memoria.
Lauren se sentó en la cama y acarició la frente de Marcia, que se despertó.
– Cu-cu -dijo Lauren-. Hoy es el gran día.
– Aún no -contestó Marcia, levantando los párpados-. De momento aún es de noche.
– No por mucho tiempo, cariño, no por mucho tiempo. Enseguida vendrán a buscarte y te prepararán.
– ¿Te quedas conmigo? -preguntó Marcia, inquieta.
– Yo también tengo que ir a prepararme, nos encontraremos en la entrada del quirófano.
– ¿Eres tú quien va a operarme?
– Yo ayudaré al profesor Fernstein, el de la voz muy grave, como tú dices.
– ¿Tienes miedo? -quiso saber la pequeña.
– Te me has adelantado: iba a hacerte la misma pregunta.
La niña dijo que ella no tenía miedo, pues confiaba.
– Ahora me voy arriba, nos veremos enseguida.
– Esta noche habré ganado mi apuesta.
– ¿Qué has apostado?
– Adiviné el color de tus ojos y lo escribí en un papel; está doblado en el cajón de mi mesilla de noche, lo abriremos las dos juntas después de la operación.
– Te lo prometo -dijo Lauren mientras se iba. Marcia se agachó, ignorando totalmente la presencia de Lauren, que permanecía en el umbral de la puerta mirándola en silencio, y se deslizó debajo de la cama.
– Sé muy bien que estás escondido en alguna parte, pero no hay ningún motivo para tener miedo -dijo la pequeña. Su mano palpaba el suelo, en busca de un peluche. Sus dedos rozaron el pelaje del mochuelo y lo colocó frente a ella.
– Tienes que salir de aquí, no hay ningún motivo para temer la luz -dijo-. Si confías en mí, yo te enseñaré los colores; confías en mí, ¿verdad? A cada uno le llega su turno, ¿crees que a mí no me daba miedo la oscuridad? Es difícil describir la luz del día, ¿sabes? Es bonito y ya está. Yo prefiero el verde, pero el rojo también me gusta mucho, los colores tienen olores, así es como se los reconoce; espera, no te muevas, te lo voy a enseñar.
La pequeña salió de su escondite y se dirigió lo mejor que pudo a la mesita de noche. Cogió un platito y un vaso que tenía escondidos allí. Una vez instalada de nuevo debajo del somier, le mostró orgullosamente una fresa y dijo, con voz resuelta: -Este es el rojo, y éste es el verde -añadió, avanzando el vaso con menta.
– ¿Ves qué bien huelen los colores? Si quieres, puedes probarlos; a mí no me dejan, es por la operación: debo tener el estómago vacío.
Lauren avanzó hacia la cama.
– ¿Con quién estás hablando? -le preguntó a Marcia.
– Ya sabía que estabas ahí. Estoy hablando con un amigo, pero no te lo puedo enseñar: se esconde todo el tiempo porque le da miedo la luz y las personas también.
– ¿Cómo se llama?
– ¡Emilio! Pero tú no puedes oír lo que dice.
– ¿Por qué?
– No lo puedes entender.
Lauren se arrodilló.
– ¿Puedo venir debajo de la cama contigo?
– Si no te da miedo la oscuridad…
La pequeña se apartó y dejó que Lauren se metiera debajo del somier.
– ¿Puedo llevármelo ahí arriba?
– No; es un reglamento estúpido, pero no se admiten animales en las salas de operaciones; aunque eso cambiará algún día, no te preocupes.
El día se anunciaba radiante y Arthur prefirió caminar hasta el estudio de arquitectura de Jackson Street. Paul lo esperaba en la calle.
– ¿Y bien? -le preguntó, al tiempo que su rostro risueño aparecía por la puerta entreabierta.
– ¿Y bien, qué? -contestó Arthur, pulsando el botón de la máquina de café.
– ¿Cuánto rato le llevó al perro?
– ¡Veinte minutos!
– ¡Qué envidia me dan tus veladas, colega! Hablé por teléfono con nuestras amigas de Carmel, han vuelto y están dispuestas a cenar con nosotros esta noche. Tráete al chucho si te da miedo aburrirte.
Paul dio unos golpecitos en la esfera de su reloj; era hora de irse. Tenían una cita en el estudio con un cliente importante.
Lauren entró en la cabina de esterilización. Con los brazos extendidos, se puso la bata que le presentaba una enfermera. Una vez pasadas las mangas, se ató los cordones a la espalda y avanzó hacia la pila de acero. Nerviosa, la joven neurocirujana se lavó minuciosamente las manos. Después de secárselas, la enfermera le roció las palmas con talco y abrió unos guantes estériles que Lauren se puso enseguida. Con el casquete azul claro en la cabeza y la mascarilla en la boca, respiró hondo y entró en el quirófano.
Detrás del panel de control, Adam Peterson, especialista en neuroimagen funcional, controlaba el buen funcionamiento del ecógrafo preoperatorio. Las imágenes de IRM del cerebro de Marcia ya estaban en el aparato. Comparándolas con las que se fueran haciendo en tiempo real con el ecógrafo, el ordenador podría establecer con precisión la porción de tumor a extirpar en el curso de la operación.
Durante el proceso, el ecógrafo de Adam entregaría nuevas imágenes, revisadas, del cerebro de la pequeña. El profesor Fernstein entró unos minutos después, acompañado por su colega, el doctor Richard Lalonde, que se había desplazado desde Montreal.
El doctor Lalonde saludó al equipo, se instaló detrás del aparato de neuronavegación y cogió las dos asas. Sabiamente manipulados por el cirujano, los brazos mecánicos conectados al ordenador principal cortarían al milímetro la masa tumoral. A lo largo de toda la intervención, la precisión quirúrgica sería esencial. Una desviación ínfima en la trayectoria podía privar a Marcia del habla o de la capacidad de deambulación. Y, al revés, un exceso de prudencia haría inútil la operación. Silenciosa y concentrada, Lauren recordaba cada detalle del procedimiento que no tardaría en empezar y para el que llevaba varias semanas preparándose.
La camilla con Marcia llegó por fin al quirófano. Las enfermeras la trasladaron con sumo cuidado a la mesa de operaciones y colgaron de una pértiga la bolsa del gotero que llevaba en la vena del brazo.
Norma, la más veterana de las enfermeras del hospital, le explicó a Marcia que acababa de adoptar a un cachorro de panda.
– ¿Y cómo se lo ha traído aquí? ¿Está permitido? -preguntó la niña.
– No -contestó Norma, riéndose-. Se va a quedar en su casa, en China, pero nosotros hacemos donaciones para que lo cuiden hasta que puedan destetarle.
Norma añadió que aún no había encontrado un nombre para el animal; ¿qué nombre había que ponerle a un panda? Mientras la pequeña reflexionaba sobre la pregunta, Norma conectó al electrocardiógrafo los parches que llevaba adheridos al tórax, y el anestesista le pinchó el índice con una aguja minúscula. Esta sonda le permitiría controlar en tiempo real la saturación de los gases sanguíneos. Aplicó una inyección a la bolsa del gotero y le aseguró a Marcia que podría pensar en el nombre del panda después de la operación: ahora tenía que contar hasta diez. El anestésico descendió a lo largo del catéter y penetró en la vena. Marcia se durmió entre el dos y el tres. El anestesista comprobó de inmediato las constantes vitales en los diferentes monitores. Norma ajustó un aro a la frente de Marcia con el fin de evitar cualquier movimiento de la cabeza.
Como si fuera un experimentado director de orquesta, el profesor Fernstein echó un rápido vistazo a todo su equipo. Desde su puesto, cada uno de los miembros contestó que estaba listo. Fernstein dio la señal al doctor Lalonde y éste empezó a manipular las asas del aparato de neuronavegación, bajo la mirada atenta de Lauren.
La incisión inicial se practicó a las 9 h. y 27 minutos. Acababa de empezar un viaje de doce horas a las regiones más profundas del cerebro de una niña.
El proyecto de Arthur y Paul complació, al parecer, a sus clientes. Los directores del consorcio por el que concursaban para la creación de una nueva sede social se habían reunido alrededor de la gran mesa de caoba de la sala de juntas. Después de que Arthur se pasara la mañana detallando las perspectivas del futuro vestíbulo, de los espacios de reunión y de las zonas comunes, Paul tomó el relevo a mediodía para comentar los dibujos y los cuadros que se proyectaban en una pantalla a su espalda. Cuando el reloj de pared de la sala marcó las cuatro de la tarde, el presidente de la sesión agradeció a los dos arquitectos el trabajo que habían realizado. Los miembros del directorio se reunirían antes del fin de semana para decidir cuál de los dos proyectos finalistas obtendría el contrato.
Arthur y Paul se levantaron y saludaron a sus anfitriones antes de marcharse. En el ascensor, Paul bostezó largo rato.
– Creo que nos ha salido bien, ¿no?
– Seguramente -contestó Arthur en voz baja.
– ¿Te preocupa algo? -le preguntó su amigo.
– ¿Crees que en Macy's venderán correas extensibles?
Paul levantó los ojos y los brazos al cielo. La campanilla sonó y las puertas de la cabina se abrieron en el sótano tercero del aparcamiento.
Antes de sentarse al volante, Paul hizo algunas flexiones.
– Estoy hecho polvo -dijo-. Los días como éste son demasiado agotadores.
Arthur entró en el coche sin hacer ningún comentario.
El ritmo cardiaco de Marcia era estable. Fernstein pidió un incremento progresivo de anestesia. Una segunda serie de ecografías confirmó que la extirpación seguía su curso normal. Milímetro a milímetro, los brazos electrónicos, manipulados por el doctor Lalonde, cortaban el tumor situado en el lóbulo occipital del cerebro de la niña e iban remontando capas hacia la superficie. Transcurridas cuatro horas, el médico levantó la cabeza.
– ¡Relevo! -pidió el cirujano, cuyos ojos habían alcanzado el umbral límite de la fatiga.
Fernstein le hizo una seña a Lauren para que se sentara ante el aparato. La joven tuvo un instante de vacilación, pero halló las fuerzas que le faltaban en la mirada tranquilizadora de su profesor. Había repetido esos gestos mil veces en simulaciones, pero hoy una vida dependía de su actuación.
En cuanto se puso al mando, los nervios desaparecieron. Estaba radiante porque con el extremo de aquellas pinzas la joven acariciaba un sueño.
Las manejaba a la perfección y con una habilidad absoluta. El equipo observaba su actuación y Norma leyó en la mirada del profesor lo orgulloso que se sentía de su alumna.
Lauren operó sin descanso durante tres horas. Cuando ya deseaba que la reemplazaran, el ordenador indicó que la extirpación estaba realizada en un setenta y seis por ciento. Lalonde volvió a su sitio y, con un guiño, felicitó a su joven colega.
– Te dejo en el despacho y me voy a casa volando.
– Déjame en Union Square, que tengo que comprar una cosa.
– ¿Se puede saber por qué quieres comprar una correa si no tienes perro?
– ¡Es para una amiga!
– Dime una cosa: ¿tiene perro, al menos?
– Tiene setenta y nueve años, por si eso te tranquiliza.
– La verdad es que no mucho -suspiró Paul mientras paraba junto a la acera delante de los grandes almacenes Macy's.
– ¿Dónde quedamos para cenar? -preguntó Arthur, al bajar del coche.
– En Cliff House a las ocho. Haz un esfuerzo, porque la última vez no te significaste por tu buena educación. Tienes una segunda oportunidad para dar buena impresión. Procura no meter la pata.
Arthur miró cómo se alejaba el cabriolé, echó un vistazo al escaparate y entró por la puerta giratoria de los grandes almacenes.
El anestesista señaló la inflexión del trazo en el monitor. Comprobó de inmediato la saturación sanguínea. El equipo observó el cambio que acababa de operarse en los rasgos del médico. Su instinto le había puesto en guardia.
– ¿Hemorragia? -preguntó.
– De momento no aparece en la imagen -dijo Fernstein, inclinándose hacia el monitor del doctor Peterson.
– ¡Algo no marcha bien! -afirmó el anestesista.
– Haré otra eco -replicó el especialista encargado de la imagen.
La atmósfera serena que reinaba en el quirófano desapareció repentinamente.
– ¡Se viene abajo! -replicó con sequedad el doctor Cobbler, aumentando el flujo de oxígeno.
Lauren se sintió impotente. Miró a Fernstein y comprendió por la expresión del profesor que el momento era crítico.
– Cójale la mano -le murmuró el médico.
– ¿Qué hacemos? -le preguntó Lalonde a Fernstein.
– ¡Continuamos! Adam, ¿qué dice la ecografía?
– Poca cosa por ahora -contestó el médico.
– Tengo un principio de arritmia -indicó Norma, al ver el parpadeo en el electrocardiógrafo.
Richard Lalonde golpeó rabiosamente el aparato con la palma de la mano.
– ¡Disección de la arteria cerebral posterior! -ordenó secamente.
Todos los miembros del equipo se miraron. Lauren contuvo el aliento y cerró los ojos. Eran casi las cinco y media. Al cabo de un minuto, el tabique dañado de la arteria que irrigaba la parte posterior del cerebro de Marcia se desgarró dos centímetros. Bajo la presión de la sangre que brotaba a chorros, el desgarro se amplió aún más. La ola desencadenada por la herida abierta invadió la cavidad craneal. A pesar del drenaje que Fernstein implantó de inmediato, el nivel no dejó de aumentar en el interior del cráneo, ahogando al cerebro a gran velocidad.
Cinco minutos después, bajo la mirada impotente de cuatro médicos y varias enfermeras, Marcia dejó de respirar para siempre. La mano de la pequeña, que Lauren retenía en la suya, se abrió como para liberar un último aliento de vida oculto en la palma.
En silencio, el equipo salió del quirófano y se dispersó por el pasillo. Nadie pudo hacer nada. El tumor, en su malignidad, había escondido a los más sofisticados aparatos de la medicina moderna el aneurisma de una pequeña arteria en el cerebro de la niña.
Lauren se quedó sola, reteniendo aún aquellos deditos inertes. Norma se acercó y los separó de la mano de la joven neurocirujana.
– Vamonos.
– Se lo había prometido -murmuró Lauren.
– Pues es el único error que ha cometido hoy.
– ¿Dónde está Fernstein? -preguntó.
– Debe de haber ido a hablar con los padres de la niña.
– Hubiera querido hacerlo yo.
– Creo que ya ha tenido suficientes emociones por hoy. Y si me permite un consejo, antes de volver a su casa, dé un paseo por unos grandes almacenes.
– ¿Para qué?
– ¡Para ver vida, vida a montones!
Lauren acarició la frente de Marcia y cubrió los ojos de la niña con la sábana verde. Luego, abandonó la sala.
Norma la vio alejarse por el pasillo. Sacudió la cabeza y apagó los focos del quirófano. La estancia se sumió en la penumbra.
Arthur encontró lo que buscaba en la tercera planta de los grandes almacenes: una correa extensible que haría las delicias de la señora Morrison. En los días grises, podría quedarse bajo la marquesina del edificio al abrigo de la lluvia, mientras Pablo iría a su aire.
Se alejó de la caja central, donde acababa de pagar su compra. Por el camino, una mujer que estaba eligiendo un pijama para hombre le dirigió una sonrisa. Arthur se la devolvió y fue hacia la escalera mecánica.
Ya en los peldaños, una mano delicada se posó sobre su hombro. Arthur se dio la vuelta y la mujer descendió un escalón para acercarse.
De todos sus líos amorosos, sólo había uno que lamentaba haber vivido…
– ¡No me digas que no me has reconocido! -exclamó Carol-Ann.
– Perdóname, estaba en otra parte.
– Lo sé, me enteré de que vivías en Francia. ¿Estás mejor? -preguntó su ex con aire compasivo.
– Sí, ¿por qué?
– También me enteré de que esa chica por la que me dejaste… en fin, supe que te habías quedado viudo, qué cosa más triste…
– ¿De qué estás hablando? -replicó Arthur, perplejo.
– Me encontré con Paul en un cóctel el mes pasado. Lo siento muchísimo, de veras.
– Me ha encantado verte, pero tengo prisa -contestó Arthur.
Quiso bajar unos peldaños más, pero Carol-Ann se aferró a su brazo y le mostró orgullosamente la sortija que brillaba en su dedo.
– La semana que viene celebramos nuestro primer año de casados. ¿Te acuerdas de Martin?
– No mucho -contestó Arthur, rodeando la baranda para coger la escalera que bajaba a la primera planta.
– ¡No puede ser que te hayas olvidado de Martin! ¡Era el capitán del equipo de hockey! -lo regañó Carol-Ann, orgullosa.
– ¡Ah, sí, un tipo alto y rubio!
– Muy moreno.
– Moreno, pero alto.
– Muy alto.
– ¿Lo ves? -dijo Arthur, mirándose la punta de los zapatos.
– Así que ¿sigues sin rehacer tu vida? -preguntó Carol-Ann con el mismo aire compasivo.
– ¡Pues sí! ¡Visto y no visto, así es la vida! -exclamó Arthur, cada vez más exasperado.
– No me digas que un chico como tú sigue soltero.
– No, no te lo digo porque seguramente lo habrás olvidado dentro de diez minutos y tampoco tiene gran importancia -masculló Arthur.
Nueva baranda y nuevas esperanzas de que Carol-Ann tuviera otras compras que hacer en aquella planta, pero le siguió hasta la baja.
– Tengo un montón de amigas solteras. Si vienes a nuestra fiesta de aniversario, te presentaré a la próxima mujer de tu vida. Soy una celestina extraordinaria, tengo un don especial para saber quién pega con quién. ¿Te siguen gustando las mujeres?
– ¡Me gusta una! Te lo agradezco, ha sido un placer volver a verte, dale recuerdos a Martin.
Arthur saludó a Carol-Ann y huyó a toda velocidad. Sin embargo, cuando pasaba por delante del puesto de una marca de cosméticos francesa, resurgió un recuerdo, tan dulce como aquel perfume del frasco que manipulaba una vendedora ante su dienta. Cerró los ojos y recordó el día en que paseaba fortalecido por un amor invisible y certero. Entonces era feliz, como no lo había sido nunca.
La puerta giratoria lo dejó en la acera de Union Square.
El maniquí del escaparate vestía un traje de noche, elegante y ceñido a la cintura. La fina mano de madera señalaba a los transeúntes con un dedo distraído. Bajo los reflejos anaranjados del sol, la calzada parecía ligera. Arthur permanece inmóvil, ausente. No oye la moto con sidecar que se le acerca por la espalda. El piloto ha perdido el control en la curva de Polo Street, una de las cuatro calles que bordean la gran plaza. La moto trata de evitar a la mujer que está cruzando, inclina, zigzaguea, el motor ruge, los transeúntes se asustan. Un hombre trajeado se arroja al suelo para esquivar el aparato, otro retrocede y tropieza hacia atrás, una mujer grita y se protege tras una cabina telefónica. La máquina prosigue su loca carrera, el asiento adosado franquea el parapeto, arranca un letrero, pero el parquímetro contra el que choca está sólidamente anclado al suelo y lo separa, con un corte limpio, de la moto. Ya nada lo detiene, su forma es la de un obús y casi va a la misma velocidad. Cuando alcanza las piernas de Arthur, lo levanta y lo proyecta al vacío. El tiempo transcurre despacio y, de pronto, se prolonga como si fuera un largo silencio. El morro fuselado de la máquina impacta contra el cristal. El inmenso escaparate estalla en una miríada de añicos. Arthur rueda por el suelo hasta el brazo de un maniquí que ahora está tumbado sobre la alfombra de cristales. Un velo le cubre los ojos, la luz es opaca, su boca tiene el sabor a óxido de la sangre. Sumergido en el sopor, querría decirle a la gente que no ha sido más que un estúpido accidente, pero las palabras se le atascan en la garganta.
Quiere levantarse pero aún es demasiado pronto. Sus rodillas tiemblan un poco, y una voz poderosa le grita que se quede tumbado, que vendrá una ambulancia. Paul se enfurecerá si llega tarde. Hay que sacar a pasear al perro de la señora Morrison, ¿hoy es domingo? No, quizá sea lunes. Tiene que pasar por el estudio para firmar los planos. ¿Dónde está el tique del aparcamiento? Seguro que se le ha desgarrado el bolsillo, porque tenía la mano dentro y ahora la tiene bajo la espalda y le duele un poco, no te frotes la cabeza, esos cristales cortan mucho. La luz es cegadora, pero los sonidos regresan poco a poco. El deslumbramiento se disipa. Abre los ojos. Ahí está el rostro de Carol-Ann. ¡Así que no piensa soltarle, pero él no quiere que le presente a la mujer de su vida, ya la conoce, maldita sea! Debería ponerse una alianza para que lo dejaran en paz. Ahora mismo volverá para comprarse una. Paul lo detestará, pero eso le divertirá mucho.
A lo lejos, una sirena. Es absolutamente necesario ponerse en pie antes de que llegue la ambulancia, es absurdo que se preocupen, no le duele nada, tal vez un poco la boca, se ha mordido la mejilla. Pero lo de la mejilla no es grave, es desagradable por las llagas, pero no es realmente grave. Qué estupidez, su chaqueta estará destrozada, y Arthur adora esa chaqueta de tweed. Sarah opinaba que el tweed hacía parecer mayor, pero él se reía de Sarah, que llevaba los zapatos más vulgares de la tierra, con esas puntas demasiado afiladas. Estuvo bien decirle a Sarah que la noche que pasaron juntos había sido un accidente, no estaban hechos el uno para el otro, no era culpa de nadie. ¿Cómo estará el motorista? Seguramente es el hombre del casco. Parece estar bien, con ese aire contrito.
Voy a tenderle la mano a Carol-Ann, y les contará a todas sus amigas que me salvó la vida, puesto que será ella quien me ha ayudado a levantarme.
– ¿Arthur?
– ¿Carol-Ann?
– Estaba segura de que te encontrabas en medio de esta catástrofe espantosa -dijo la joven, histérica.
El se desempolvó tranquilamente los hombros de la chaqueta, arrancó el trozo de bolsillo que colgaba tristemente y sacudió la cabeza para desembarazarse de los cristales.
– ¡Qué miedo! Has tenido mucha suerte -continuó Carol-Ann con su voz aguda.
Arthur se la quedó mirando, muy serio.
– Todo es relativo, Carol-Ann. Se me ha jodido la chaqueta, tengo cortes por todas partes y salto de un desastroso encontronazo a otro, cuando sólo iba a comprarle una correa a mi vecina.
– Una correa a tu vecina… ¡Has tenido mucha suerte de salir casi indemne de este accidente! -se indignó Carol-Ann.
Arthur la miró, adoptó un aire pensativo, y se esforzó por parecer civilizado. No era solamente la voz de Carol-Ann lo que le irritaba; todo en ella se le hacía insoportable.
Intento recobrar algo parecido al equilibrio y habló en un tono resuelto y tranquilo.
– Tienes razón, no soy justo. Tuve la suerte de dejarte y de conocer luego a la mujer de mi vida, ¡aunque estaba en coma! Su propia madre quería aplicarle la eutanasia, pero y tuve la suerte de que mi mejor amigo accediera a echarme una mano para ir a secuestrarla al hospital.
Inquieta, Carol-Ann dio un paso atrás y Arthur otro hacia delante.
– ¿Qué quieres decir con «secuestrar»? -preguntó ella con voz tímida mientras apretaba el bolso contra su pecho.
– Que robamos su cuerpo. Fue Paul quien cogió la ambulancia, por eso se siente obligado a contarle a todo el mundo que estoy viudo; ¡pero de hecho, Carol-Ann, sólo soy medio viudo! Es un estado muy particular.
Las piernas de Arthur flaquearon y vaciló ligeramente.
Carol-Ann quiso sostenerlo, pero Arthur se enderezó solo.
– No, la auténtica suerte fue que la propia Lauren me ayudara a mantenerla con vida. No deja de ser una ventaja ser médico cuando tu cuerpo y tu mente se disocian. Puedes ocuparte de ti mismo.
Carol-Ann boqueó en busca de un poco de aire. Arthur no tenía necesidad de recobrar el aliento, solamente el equilibrio. Se agarró a la manga de Carol-Ann, que se sobresaltó y lanzó un grito instantáneo.
– Y luego se despertó, y finalmente también eso fue una suerte. Así que ya lo ves, Carol-Ann, ya lo ves: la verdadera suerte no es que tú y yo rompiéramos, no es aquel museo de París, no es el sidecar, sino ella: ella es la auténtica suerte de mi vida -dijo extenuado sentándose en el armazón de la máquina.
El flamante furgón del centro hospitalario acababa de aparcar junto a la acera. El jefe del equipo se precipitó hacia Arthur al que Carol-Ann seguía mirando embelesada.
– ¿Esta bien, señor? – preguntó el socorrista.
– ¡En absoluto! -afirmó Carol-Ann. El socorrista lo cogió del brazo para llevárselo hacia la ambulancia.
– Todo va bien, se lo aseguro -dijo Arthur, zafándose.
– Hay que suturar esa herida que se ha hecho en la frente -insistió el camillero, a quien Carol-Ann dirigía grande gestos para que embarcara a Arthur lo antes posible.
– No me duele ninguna parte del cuerpo, me encuentro muy bien, tenga la amabilidad de dejarme volver a casa.
– Con todos esos pedazos esparcidos es bastante probable que tenga microcristales en los ojos. Voy a llevármelo.
Fatigado, Arthur se abandonó. El socorrista lo tumbó en la camilla y le cubrió los ojos con dos gasas estériles; mientras no se los limpiaran, había que evitarles cualquier movimiento susceptible de desgarrar la córnea. El vendaje que envolvía ahora el rostro de Arthur lo, sumía en una oscuridad incómoda.
La ambulancia subió por Sutter Street con las sirenas aullando, giró en Van Ness Avenue puso rumbo al San Francisco Memorial Hospital.