La esperó al pie del puente, sentado en un murito de ladrillos. En aquel lugar, las olas del océano chocaban con las de la bahía en un combate que duraba desde la noche de los tiempos.
– ¿Le he hecho esperar mucho? -se disculpó ella.
– ¿Dónde está Kali?
– No tengo ni la menor idea, mi madre no estaba. ¿Sabe cómo se llama?
– Venga, vamos a caminar por el otro lado del puente, tengo ganas de ver el mar -contestó Arthur.
Ascendieron una colina y la volvieron a bajar por la otra vertiente. Abajo, la playa se extendía kilómetros y kilómetros.
Caminaron junto al agua.
– Usted es diferente -dijo Lauren.
– ¿De quién?
– De nadie en particular.
– Eso no es muy difícil.
– No sea idiota.
– ¿Hay algo en mí que la irrite?
– No, nada; siempre parece tan sereno, eso es todo.
– ¿Y es un defecto?
– No, pero resulta muy desconcertante, como si para usted nada fuera un problema.
– Me gusta buscar soluciones; es cosa de familia, mi madre era igual que yo.
– ¿Echa de menos a sus padres?
– A él apenas tuve tiempo de conocerlo. Mi madre tenía una forma especial de ver la vida… diferente, como usted dice.
Arthur se agachó para coger un poco de arena.
– Un día -dijo-, me encontré en el jardín una moneda de un dólar y me pareció que era increíblemente rico. Corrí hacia ella con mi tesoro oculto en la palma de la mano. Se lo enseñé, orgullosísimo de mi descubrimiento. Después de escuchar cómo le dictaba una lista de cosas que iba a comprar con semejante fortuna, ella me volvió a cerrar los dedos sobre la moneda, le dio la vuelta a mi mano con delicadeza y me pidió que la abriera.
– ¿Y?
– El dólar se cayó al suelo. Mamá me dijo: «Esto es lo que pasa cuando morimos, incluso al hombre más rico de la tierra. El dinero y el poder no nos sobreviven. El hombre sólo recrea la eternidad de su existencia en los sentimientos que comparte». Y era cierto; ya han pasado muchos años desde que murió, tantos, que dejé de contar los meses sin perder un solo día. Aparece en ocasiones en el instante de la mirada con la que me enseñó a enfocar las cosas, en un paisaje, en un anciano que atraviesa la calle con su historia a cuestas. Surge en un reguero de lluvia, en un reflejo de luz, en el giro de una palabra durante una conversación; mi madre es mi inmortal.
Arthur dejó que se filtrasen los granos de arena entre sus dedos. Hay penas de amor que el tiempo nunca borra y que dejan en las sonrisas cicatrices imperfectas.
Lauren se aproximó a Arthur, lo cogió del brazo, lo ayudó a levantarse, y luego continuaron caminando por la playa.
– ¿Cómo se consigue esperar a alguien tanto tiempo?
– ¿Por qué vuelve a hablarme de eso?
– Porque me tiene intrigada.
– Vivimos el principio de una historia, y ella fue como una promesa que la vida no mantuvo; pero yo siempre mantengo mis promesas.
Lauren le soltó el brazo y Arthur la observó alejarse sola, hacia la orilla. Esperó unos instantes antes de ir a su lado; ella estaba jugando a rozar las olas con la punta del pie.
– ¿He dicho algo que no debía?
– No -murmuró Lauren-, al contrario. Creo que ya es hora de volver, de verdad que tengo mucho trabajo.
– ¿Y no puede esperar hasta mañana?
– Mañana o esta tarde, ¿qué cambia eso?
– Un deseo puede cambiarlo todo, ¿no le parece?
– ¿Y qué desea?
– Continuar paseando por esta playa en su compañía y acumular meteduras de pata.
– Podríamos cenar juntos esta noche -sugirió Lauren.
Arthur entornó los ojos como si estuviera dudando. Ella le dio una palmada en el hombro.
– Yo elijo el sitio -dijo él, riendo-, sólo para demostrarle que turismo y gastronomía no siempre hacen mala pareja.
– ¿Adonde vamos?
– Al Cliff House, ahí -dijo, señalando un acantilado a lo lejos.
– ¡He vivido siempre en esta ciudad y jamás he puesto los pies!
– He conocido a parisienses que nunca habían subido a la torre Eiffel.
– ¿Ha estado en Francia? -preguntó ella, con expresión maravillada.
– En París, y en Venecia, en Tánger…
Y Arthur se llevó a Lauren alrededor del mundo, mientras el mar, cada vez más alto, borraría sus pasos al terminar el día.
La sala, de madera oscura, estaba casi vacía. Lauren entró la primera. Un maitre con librea fue a recibirles. Ella pidió una mesa para dos. El le sugirió que esperase a su acompañante en el bar. Sorprendida, Lauren se volvió. Arthur había desaparecido. Retrocedió y lo buscó en la escalera. Lo encontró en el peldaño más alto, esperando, con una sonrisa en los labios.
– ¿Qué está haciendo ahí?
– La sala de abajo es siniestra, esto de aquí es mucho más alegre.
– ¿Usted cree?
– Este sitio es horrible, ¿verdad?
Lauren asintió con la cabeza, contrariada.
– Exactamente lo que yo decía. Vamonos a otra parte, pues.
– ¡Pero si la mesa está reservada! -exclamó, molesta.
– En ese caso, no diga nada. Esta mesa será la nuestra, intentaremos acordarnos siempre, será el lugar donde compartimos nuestra primera cena.
Arthur se llevó a Lauren al aparcamiento del establecimiento y le pidió que llamara a un taxi. Él no llevaba el teléfono encima. Lauren sacó el suyo y llamó a la compañía.
Un cuarto de hora después, un Pier 39 los dejó en el malecón, decididos a probar todos los lugares turísticos de la ciudad. Si no estaban demasiado cansados, hasta irían a tomar una copa a Chinatown. Arthur conocía un bar inmenso donde se vaciaban autocares de extranjeros hasta últimas horas de la noche.
Estaban caminando sobre las tablas cuando Lauren creyó reconocer a Paul a lo lejos, con los codos apoyados en la balaustrada, en plena conversación con una chica preciosa de piernas larguísimas.
– ¿No es ése su amigo? -preguntó.
– Sí, desde luego que es él -contestó Arthur, dando media vuelta.
Lauren lo alcanzó.
– ¿No quiere que vayamos a saludarlo?
– No, no me gustaría interrumpir la velada. Venga, vayamos mejor por ahí.
– ¿Es que teme que nos vean juntos?
– ¡Qué tontería! ¿Por qué piensa semejante cosa?
– Porque ha puesto cara de tener miedo.
– Le aseguro que no. Pero mi amigo se pondría terriblemente celoso si se enterase de que mi primera salida ha sido con usted. Sígame, la llevaré a Ghirardelli Square, la antigua chocolatería está repleta de japoneses a esta hora de la noche.
En el paseo, la fiesta estaba en su apogeo. Cada año, los pescadores de la ciudad festejaban allí el inicio de la temporada de la pesca del cangrejo.
El día había perdido sus últimos reflejos luminosos y la luna se elevaba en el cielo estrellado de la bahía. Sobre las hogueras, grandes calderos con agua de mar rebosaban de crustáceos que se repartían entre los paseantes. Lauren degustó con gran apetito seis tenazas gigantescas que un afable marinero había abierto para ella. Arthur la contemplaba disfrutar, encantado. Ella regó la cena improvisada con tres vasos llenos a rebosar de un cabernet sauvignon del valle de Nappa. Después de chuparse los dedos, se colgó del brazo de Arthur con aire culpable.
– Creo que acabo de fastidiar nuestra cena -dijo-: ¡una sola pastilla de chocolate y reviento!
– Me parece que está un poco piripi.
– Es posible. ¿Ha subido el mar o soy yo quien se balancea?
– ¡Las dos cosas! Venga, vamos a tomar un poco de aire.
Se apartaron de la multitud y se sentaron en un banco iluminado por una vieja farola solitaria.
Lauren apoyó una mano en la rodilla de Arthur y se llenó los pulmones con el aire fresco de la noche.
– Esta mañana no ha venido a verme sólo para darme las gracias, ¿verdad?
– He venido a verla porque, aunque no sé explicármelo, la echaba de menos.
– No diga estas cosas.
– ¿Por qué? ¿Tiene miedo?
– Mi padre también le decía unas frases muy bonitas a mi madre cuando quería seducirla.
– Pero usted no es ella.
– No, yo tengo un trabajo, una carrera, una meta que alcanzar, y nada puede desviarme. Soy libre.
– Lo sé, por ese motivo yo…
– Usted, ¿qué? -dijo ella, interrumpiéndolo.
– Nada, pero pienso que no es solamente el lugar al que uno va lo que da un sentido a la vida, sino también la manera de llegar allí.
– ¿Es lo que le decía su madre?
– No, es lo que pienso yo.
– Entonces, ¿por qué rompió con aquella mujer a la que tanto echa de menos? ¿Por algunas incompatibilidades?
– Digamos que pasamos muy cerca el uno del otro. Yo fui tan sólo un inquilino de esa felicidad y ella no pudo renovar mi contrato.
– ¿Cuál de los dos rompió?
– Ella me dejó y yo la dejé partir.
– ¿Por qué no luchó?
– Porque la lucha le habría hecho daño. Se trataba de una pregunta que había que plantearle a la inteligencia del corazón. Anteponer la felicidad del otro en detrimento de la propia es un hermoso motivo, ¿no?
– Pero usted aún no se ha curado.
– ¡No estaba enfermo!
– ¿Me parezco yo a esa mujer?
– Tiene unos meses más que ella.
Al otro lado de la calle, un comerciante cerraba su tenderete para turistas. Estaba sujetando con pinzas las postales.
– Tendríamos que haber comprado una -dijo Arthur-, yo habría escrito algunas palabras y usted la habría echado.
– ¿Cree realmente que se puede amar a una misma persona durante toda la vida? -preguntó Lauren.
– Nunca me ha dado miedo lo cotidiano, la costumbre no es una fatalidad. Uno puede reinventar todos los días el lujo y la banalidad, lo desmesurado y lo común. Creo en la pasión que se va desarrollando, en la memoria del sentimiento. Lo lamento, todo esto es culpa de mi madre, que me atiborró de ideales amorosos. Esto pone el listón muy alto.
– ¿Para el otro?
– No, para uno mismo. Soy muy anticuado, ¿no?
– Lo antiguo tiene su encanto.
– He procurado preservar una parte de mi infancia.
Lauren levantó la cabeza y miró a Arthur a los ojos. Sus rostros se acercaron imperceptiblemente.
– Tengo ganas de besarte -dijo Arthur.
– ¿Por qué me lo pides en lugar de hacerlo? -contestó Lauren.
– Ya te he dicho que soy terriblemente anticuado.
La persiana de la tienda chirrió sobre los raíles metálicos.
Sonó una alarma. Arthur se enderezó, azorado, reteniendo la mano de Lauren en la suya, y se levantó de un salto.
– ¡Tengo que irme!
Los rasgos de Arthur habían cambiado y Lauren adivinó en su rostro las huellas de un dolor repentino.
– ¿Algo va mal?
La alarma de la tienda sonaba cada vez más fuerte, zumbaba en el interior de sus oídos.
– No puedo explicártelo, pero es necesario que me vaya.
– ¡No sé adonde vas, pero te acompaño! -dijo ella mientras se levantaba.
Arthur la cogió entre sus brazos, con los ojos fijos en ella fue incapaz de dilatar el abrazo.
– Escúchame, cada segundo cuenta. Todo lo que te he dicho es cierto. Si puedes, querría que me recordaras. Yo no te voy a olvidar. Otro instante contigo, aunque fuese muy breve, valdría la pena.
Arthur se alejó.
– ¿Por qué dices otro instante? -gritó Lauren, aterrorizada.
– Ahora el mar está lleno de maravillosos cangrejos.
– ¿Por qué dices otro instante, Arthur? -aulló Lauren.
– Cada minuto contigo fue como un momento robado. Nada me lo podrá quitar. Haz girar el mundo, Lauren, tu mundo.
Dio unos pasos más y echó a correr. Lauren gritó su nombre y Arthur se dio la vuelta.
– ¿Por qué has dicho otro instante contigo?
– ¡Sabía que existías! Te amo, pero es algo que no te concierne.
Y Arthur desapareció entre las sombras a la vuelta de una callejuela.
La persiana metálica finalizó lentamente su trayecto hasta el tope de la acera. El comerciante dio vuelta a la llave en el pequeño cajón pegado a la pared y la sirena infernal se calló. En el interior de la tienda, la central de la alarma continuaba emitiendo un bip a intervalos regulares.
Un monitor difundía un halo de luz verde en la penumbra de la habitación. El electroencefalógrafo emitía una serie de pitidos estridentes a intervalos regulares. Betty entró en la estancia, encendió la luz y se precipitó hacia la cama. Consultó el papel que salía de la pequeña impresora y descolgó el teléfono de inmediato.
– Reanimación en la 307, localícenme a Fernstein, esté donde esté, y díganle que venga lo antes posible. Avisen a la cabina de neuro y que suba un anestesista.
La niebla se extendía por los barrios bajos de la ciudad.
Lauren abandonó el banco y atravesó la calle, donde todo parecía en blanco y negro. Cuando entró en Green Street, la noche se estaba cargando de nubes. La lluvia fina fue reemplazada por una tormenta de verano. Lauren levantó la cabeza y miró el cielo. Se sentó en el murete de un cercado y permaneció allí largo rato, bajo el chaparrón, contemplando la casa victoriana que se erigía en lo alto de Pacific Heights.
Cuando cesó el aguacero, penetró en el vestíbulo, subió los peldaños de la escalera y entró en su apartamento.
Tenía el pelo empapado, dejó toda la ropa en el salón, se frotó la cabeza con un trapo que cogió de un colgador de la cocina y se arropó con una manta que le quitó al respaldo de un sillón.
En la cocina, abrió un armario y descorchó una botella de burdeos. Se sirvió un gran vaso, avanzó hasta la alcoba y contempló las torretas de Ghirardelli Square, allá abajo. A lo lejos, retumbó en la bahía la sirena antiniebla de un gran carguero que zarpaba hacia China. Lauren lanzó una mirada de soslayo al sofá que le abría los brazos. Lo ignoró y avanzó con paso decidido hacia la pequeña biblioteca. Cogió un libro, lo dejó caer a sus pies, comenzó con otro y, dominada por una cólera fría, dejó caer todos los manuales al suelo.
Cuando las estanterías estuvieron vacías, empujó la biblioteca y liberó la ventanita que se escondía detrás. Luego la emprendió con el sofá y, echando mano de toda su fuerza, lo hizo girar noventa grados. Titubeante, recuperó el vaso que había dejado en la repisa de la alcoba y se dejó caer en cima de los cojines. Arthur tenía razón: desde allí, la vista de los tejados de las casas era espléndida. Se bebió el vino casi de un trago.
En la calle todavía húmeda, una anciana que paseaba a su perro levantó la vista hacia una casita donde una sola ventana dispensaba aún un rayo de luz en la noche gris. La mano de Lauren, entorpecida por el sueño, se abrió lentamente y el vaso vacío rodó a los pies del sofá.
– Me lo llevo a la cabina -le gritó Betty al interno de anestesia.
– Déjeme que le suba primero la saturación.
– No tenemos tiempo.
– Diablos, Betty, yo soy el interno aquí.
– Doctor Stern, yo era enfermera cuando usted aún llevaba pañales. ¿Y si le subimos la saturación sanguínea al mismo tiempo que lo llevamos arriba?
Betty empujó la camilla hacia el pasillo y el doctor Philipp Stern la siguió arrastrando el carro de reanimación.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Todo era normal.
– ¡Si todo fuese normal estaría en su casa y consciente! Esta mañana estaba soñoliento y he preferido someterlo a observación encefálica, que es el trabajo de la enfermera, pero saber lo que ha pasado es tarea del médico.
Las ruedas de la camilla giraban a toda velocidad; las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse cuando Betty gritó.
– ¡Esperen, es una urgencia!
Un interno retuvo los batientes metálicos, Betty se metió en la cabina y el doctor Stern hizo girar el carro de reanimación para hacerse un hueco.
– ¿Qué clase de urgencia? -interrogó el médico, curioso.
Betty lo miró de arriba abajo y contestó: -De esa clase que uno necesita una cama -y pulsó el botón de la quinta planta.
Mientras la cabina se elevaba, quiso coger el teléfono móvil que llevaba en el fondo del bolsillo de la bata, pero entonces se abrieron las puertas en la planta del Servicio de Neurología. Empujó con todas sus fuerzas la camilla hacia la cabina situada en el otro extremo del pasillo. Granelli la esperaba en la entrada de la sala de preoperatorio. Se inclinó sobre el paciente.
– Nos conocemos, ¿verdad?
Y como Arthur no contestara, Granelli miró a Betty.
– Lo conozco, ¿no?
– Reducción de un hematoma subdural fulgurante el lunes pasado.
– Ah, en ese caso tenemos un problemilla. ¿Está avisado Fernstein?
– ¡Ya vuelve a estar aquí! – dijo el cirujano, entrando a su vez-. Supongo que no vamos a tener que operarle todas las semanas.
– ¡Opérele de una vez por todas! -gruñó Betty, abandonando el lugar.
Corrió al pasillo y bajó a toda prisa a la planta de Urgencias.
El timbre del teléfono arrancó a Lauren del sueño. Buscó el auricular a tientas.
– ¡Por fin! – dijo la voz de Betty-. Es la tercera vez que llamo, ¿dónde estabas?
– ¿Qué hora es?
– Fernstein me va a matar si se entera de que te he avisado.
Lauren se incorporó en el sofá y Betty le explicó que había tenido que subir a cirugía al paciente de la 307, al que ella había operado recientemente. El corazón de Lauren empezó a latir a mil por hora.
– ¿Pero por qué le habéis dejado salir tan pronto? -preguntó, encolerizada.
– ¿De qué estás hablando? -interrogó Betty.
– ¡No tendríais que haberle autorizado a salir del hospital esta mañana, y sabes muy bien de qué estoy hablando, tú le has dado mi dirección!
– ¿Has bebido?
– Un poquito de nada, ¿por qué?
– ¿Qué me estás contando? No he dejado de ocuparme de tu paciente, ni siquiera se ha levantado de la cama. ¡Además, yo no le he dicho nada en absoluto!
– ¡Pero si he almorzado con él!
Hubo un momento de silencio y Betty carraspeó.
– ¡Lo sabía, no tendría que haberte avisado!
– Por supuesto que sí, ¿por qué dices eso?
– Porque, conociéndote como te conozco, te presentarás aquí en media hora y borracha perdida no vas a servir de nada.
Lauren miró la botella que había dejado sobre la encimera de la cocina; sólo faltaba el contenido de un vaso grande de vino, nada más.
– Betty el paciente del que me estás hablando, ¿es…?
– ¡Sí! ¡Y si me dices que has desayunado con él cuando se encuentra bajo observación desde esta mañana, te hospitalizo en cuanto llegues aquí, y no en su habitación!
Betty colgó. Lauren miró alrededor. El sofá no estaba en el mismo sitio y cuando vio los libros amontonados al pie de la biblioteca, creyó que alguien había entrado a robar en su apartamento. Se negó a abandonarse a la absurda sensación que la invadía. Había una explicación racional para lo que estaba viviendo, sólo había que encontrarla. Siempre había una. Al levantarse, pisó el vaso vacío y se hizo un profundo corte en el talón. Su sangre roja manchó la alfombra de coco.
– Sólo me faltaba esto.
Fue brincando sobre una sola pierna hasta el cuarto de baño, pero no salía agua del grifo. Metió el pie en la bañera, tendió el brazo hacia el botiquín, cogió el frasco de alcohol y lo vació sobre la herida. Sintió un dolor enorme, respiró hondo para ahuyentar el vértigo y retiró uno por uno los pedazos de vidrio que tenía incrustados en la carne. Curar a otros era una cosa, pero intervenir en el propio cuerpo era otra. Transcurrieron diez minutos sin que lograse contener la hemorragia. Miró el corte de nuevo; una simple compresión no bastaría para volver a cerrar los bordes: habría que suturar. Se levantó y desplazó todos los frascos de una estantería en busca de un paquete de gasas esterilizadas, pero no había. Se enrolló el tobillo con una toalla de baño, hizo un nudo que apretó lo mejor que pudo y salió a la pata coja en dirección al ropero.
– ¡Duerme como un angelito! -dijo Granelli.
Fernstein consultó las imágenes de la resonancia magnética.
– Temía que se tratase de esa pequeña anomalía que no operé, pero no es el caso; el cerebro ha supurado, le retiramos el drenaje demasiado pronto. Es una pequeña superpresión intracraneal, le aplico una nueva vía de extracción y todo debería volver a su sitio. Póngale una hora de anestesia.
– Con mucho gusto, estimado colega -replicó Granelli, de un humor excelente.
– Esperaba darle el alta el lunes, pero tendremos que prolongar su estancia al menos una semana y eso no me acaba de gustar -protestó Fernstein, practicando una incisión.
– ¿Y por qué? -preguntó Granelli, mientras comprobaba las constantes vitales en los monitores.
– Tengo mis motivos -dijo el viejo profesor.
Ponerse los vaqueros no fue una tarea sencilla. Con un jersey, un pie calzado y el otro desnudo, Lauren cerró la puerta del apartamento. De pronto, la escalera le pareció de lo más hostil. En el segundo piso, el dolor se hizo demasiado vivo como para mantenerse erguida. Se sentó en los escalones y se dejó caer como por la pendiente de una jornada caótica. Cojeó hasta el coche y accionó el mando a distancia del garaje. Bajo un cielo tormentoso, el viejo Triumph circuló en dirección al San Francisco Memorial Hospital. Cada vez que necesitaba cambiar de marcha, el dolor era tan punzante que casi le hacía perder la conciencia. Bajó la ventanilla en busca de un poco de aire fresco.
El Saab de Paul descendía por California Street a toda velocidad. Desde que salieron del restaurante, no había pronunciado ni una palabra. Onega apoyó la mano en su pierna y le acarició suavemente el muslo.
– No te preocupes, no puede ser tan grave.
Paul no contestó, giró en Market Street y subió hacia la calle Veinte. Estaban cenando en lo alto de la torre del Bank of America cuando sonó el móvil de Paul. Una enfermera le advirtió que el estado de salud de Arthur Ashby había empeorado; el paciente no se encontraba en condiciones de soportar la intervención a la que debían someterlo. Como Paul figuraba en su ficha de admisión, debía presentarse allí lo antes posible y firmar la autorización para la intervención quirúrgica. Dio su conformidad por teléfono y, después de abandonar precipitadamente el restaurante, corrió a través de la noche en compañía de Onega.
El Triumph aparcó bajo la marquesina de Urgencias. Un agente de seguridad se acercó a la puerta para indicar a la conductora que no podía estacionar en aquel sitio. Lauren apenas tuvo tiempo de responder que era interna del hospital y estaba herida. El agente pidió ayuda a través del walkie-talkie: Lauren acababa de desmayarse.
Granelli se inclinó sobre el monitor de control y Fernstein detectó de inmediato la inquietud que endurecía los rasgos del anestesista.
– ¿Algún problema? -interrogó el cirujano.
– Una ligera arritmia ventricular. Cuanto antes terminemos, mejor, desearía despertarle lo más pronto posible.
– Hago todo lo que puedo, estimado colega.
Detrás del cristal, Betty, que había conseguido que la sustituyeran unos minutos, no se perdía un detalle de lo que estaba ocurriendo en el quirófano. Consultó el reloj: Lauren no tardaría en llegar.
Paul entró en el vestíbulo de Urgencias y se presentó en recepción. La auxiliar le pidió que aguardara en la sala de espera. La enfermera jefe estaba en otra planta y no tardaría en volver. Onega le rodeó la cintura con un brazo y se lo llevó a una silla. Lo dejó solo unos instantes e insertó una moneda en la rendija de la máquina de bebidas calientes. Eligió un café corto sin azúcar y fue al lado de Paul con el vaso en la mano.
– Toma -le dijo con su hermosa voz grave-, no has tenido tiempo de tomártelo en el restaurante.
– Lamento lo de nuestra velada -dijo Paul con tristeza, levantando la cabeza.
– No tienes por qué lamentarlo, y además, ese pescado no estaba muy bueno.
– ¿De veras? -preguntó Paul, con aspecto preocupado.
– No. Pero al menos pasaremos la noche juntos. Bebe, que se te va a enfriar.
– ¡Ha tenido que pasar el único día en que no he podido venir a verlo!
Onega acarició con infinita ternura la cabellera revuelta de Paul, mientras él la miraba con el aire de niño abandonado en medio de un universo de adultos.
– No puedo perderlo, sólo le tengo a él.
Onega encajó el golpe sin decir nada; se sentó al lado de Paul y lo estrechó entre sus brazos.
– En nuestra tierra tenemos una canción que dice que mientras pensemos en una persona, esa persona no muere nunca. Así que piensa en él, no en tu dolor.
El doctor Stern entró en la cabina número 2, avanzó hasta la camilla y cogió la ficha de admisión del paciente.
– Su cara me suena -dijo.
– Trabajo aquí -contestó Lauren.
– Sí, pero yo acabo de llegar: el viernes pasado todavía era residente en Boston.
– Entonces no nos hemos visto nunca, yo llevo ocho días de baja forzada y jamás he puesto los pies en Boston.
– Hablando de pies, el suyo está en pésimo estado, ¿cómo se ha hecho esta herida?
– De la forma más tonta.
– ¿Lo que significa…?
– Pisando un vaso de cristal… ¡descalza!
– ¿Y el contenido de ese vaso se halla dentro de su estómago?
– Más o menos.
– Sus análisis hablan por sí mismos: tiene un poco de alcohol en la sangre.
– Tampoco hay que exagerar -dijo Lauren, intentando enderezarse-, sólo he bebido unos sorbos de burdeos.
La cabeza le dio vueltas, sintió que le venían náuseas y el interno tuvo el tiempo justo de ponerle una palangana delante. Le tendió un pañuelo de papel y sonrió.
– Deje que lo ponga en duda, estimada colega. Según los resultados del laboratorio que tengo aquí delante, yo diría que también ha ingerido la mitad de los cangrejos de la bahía y una botella de cabernet sauvignon usted sólita. Muy mala idea, la de mezclar esos dos colores en una misma noche. ¡El rojo y el blanco no hacen buenas migas!
– ¿Qué está diciendo…? -contestó Lauren.
– Yo, nada; su estómago, en cambio…
Lauren se tumbó y se sostuvo la cabeza con las manos, sin comprender nada de lo que le pasaba.
– Tengo que salir de aquí lo antes posible.
– Haré lo que pueda -replicó Stern, pero primero tengo que coserla y ponerle una vacuna antitetánica ¿Prefiere anestesia local o…?
Lauren le interrumpió para emplazarlo a cerrar esa herida rápidamente. El joven residente se procuró un kit de sutura y tomó asiento a su lado, en un taburete. Estaba cerrando el tercer punto cuando Betty entró en la cabina.
– ¿Pero qué te ha pasado? -preguntó la enfermera jefe.
– ¡Creo que una buena turca! -contestó el doctor Stern en su lugar.
– Qué herida más fea -comentó Betty, mirando el pie que estaba curando Stern.
– ¿Cómo está? -le preguntó Lauren, ignorando al interno.
– Acabo de bajar del quirófano. Aún no está todo ganado pero creo que saldrá adelante.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Transpiración encefálica postoperatoria, le retiraron el drenaje demasiado pronto.
– Betty, ¿puedo hacerte una pregunta?
– ¿Acaso tengo alternativa?
Lauren le agarró la muñeca al doctor Stern y le pidió que las dejara a solas un momento. El residente pretendía terminar primero su trabajo. Betty le quitó la aguja de los dedos, ella misma concluiría la sutura. En el vestíbulo de Urgencias había una multitud de pacientes que le necesitaban más que Lauren.
Stern miró a Betty. Abandonó el taburete. Después de todo, ella sólo tendría que encargarse del vendaje y de la vacuna del tétanos. Las enfermeras jefe de los servicios hospitalarios tenían cierta autoridad sobre los jóvenes residentes.
Betty se sentó junto a Lauren.
– Te escucho -le dijo.
– Sé que te parecerá raro lo que te voy a preguntar, pero ¿es posible que el paciente de la 307 haya esquivado tu atención durante el día de hoy? Te juro que esto quedará entre nosotras.
– ¡Sé más concreta! -replicó Betty, con un tono casi indignado.
– No lo sé, tal vez podría haber metido una almohada en su cama para hacerte creer que seguía allí y desaparecer algunas horas sin que tú te dieras cuenta. Parece muy capaz de algo así.
Betty echó una mirada a la palangana que había junto a la pila y levantó los ojos al cielo.
– ¡Lo siento mucho por ti, querida!
Stern reapareció en la cabina.
– ¿Está segura de que no nos hemos visto en alguna parte? Yo hice unas prácticas aquí hace cinco años y…
– ¡Fuera! -ordenó Betty.
El profesor Fernstein consultó su reloj.
– ¡Cincuenta y cuatro minutos! Ya puede despertarlo -dijo Frenstein mientras se alejaba de la mesa.
El profesor saludó al anestesista y salió del quirófano de mal humor.
– ¿Qué pasa? -preguntó Granelli.
– Está cansado -contestó Norma con voz triste.
La enfermera se encargó del vendaje mientras Granelli devolvía a Arthur a la vida.
Las puertas de la cabina del ascensor se abrieron en la planta de Urgencias. Fernstein atravesó el pasillo con paso rápido. Entonces oyó una voz que le llamó la atención. Receloso, asomó la cabeza por la cortina de la cabina y descubrió a Lauren sentada en la camilla, conversando con Betty.
– ¿Es que no lo ha entendido? ¡Tiene prohibido el acceso a este hospital! ¡Todavía no se ha reincorporado a sus funciones!
– Me he reintegrado yo misma como paciente.
Fernstein la miró, dubitativo. Lauren alzó orgullosamente la pierna en el aire, y Betty le confirmó al profesor que acababa de aplicarle siete puntos de sutura en el talón.
Fernstein refunfuñó.
– Realmente, es usted capaz de hacer cualquier cosa por el solo placer de llevarme la contraria.
Lauren sintió deseos de replicar, pero Betty, que le daba la espalda al profesor, le hizo un gesto con los ojos para que callara. Fernstein ya había desaparecido y sus pasos sonaban en el pasillo. Atravesó el vestíbulo y avisó con tono autoritario a la recepcionista de que se iba a casa; no quería que lo molestasen, ni aunque el gobernador de California se partiera el cráneo durante su sesión de gimnasia.
– ¿Qué le he hecho yo? -se preguntó Lauren, afectada.
– ¡Te echa de menos! Desde que te suspendió, se las tiene con todo el mundo. Aquí todos le molestan, excepto tú.
– Vaya, pues preferiría que no me echase tanto de menos, ¿has oído cómo me ha hablado?
Betty recogió las vendas sobrantes y las guardó en los cajones del armario.
– ¡Pues tú, querida, tampoco puede decirse que andes corta de vocabulario! El vendaje ya está listo, puedes ir a corretear por donde te plazca, excepto en las plantas superiores de este hospital.
– ¿Crees que lo habrán bajado a su habitación?
– ¿A quién? -inquirió Betty con voz hipócrita mientras volvía a cerrar la puerta del botiquín.
– ¡Betty!
– Iré a comprobarlo, si tú me juras que te irás de aquí en cuanto tenga la información.
Lauren lo prometió haciendo un gesto con la cabeza y Betty salió de la cabina de exploración.
Fernstein atravesó el aparcamiento. El dolor lo embargó de nuevo cuando estaba a unos metros de su coche. Era la primera vez que se había manifestado en el transcurso de una operación. Sabía que Norma había adivinado en sus rasgos la punzada que le mordía la parte baja del vientre. Los seis minutos que había ganado a la intervención sólo fueron para su paciente. Gruesas gotas perlaban su frente y la vista se le nublaba un poco más a cada paso. Un sabor metálico le invadió el paladar. Doblado, se llevó la mano a la boca, tuvo un acceso de tos y la sangre se filtró entre sus dedos. Sólo unos metros más, rezaba Fernstein para que el vigilante no lo viera. Se apoyó en la puerta y buscó el mando a distancia en el bolsillo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, se sentó detrás del volante y esperó a que pasara la crisis. El paisaje desapareció detrás de un velo opaco.
Betty no estaba. Lauren se deslizó al pasillo y renqueó hacia el vestuario. Abrió una taquilla y se llevó la primera bata que encontró, antes de volver a salir tan discretamente como había entrado. Abrió una puerta de servicio, atravesó un largo corredor donde multitud de conductos desfilaban por encima de su cabeza y apareció en el servicio de pediatría, en otra ala del edificio. Cogió los ascensores de la parte oeste hasta la tercera planta, tomó un pasadizo, sólo para el personal médico en sentido inverso y, por fin, salió al servicio de neurología. Se detuvo ante la puerta de la habitación número 307.
Paul se puso de pie de un salto con el rostro aturdido por la inquietud. Pero la sonrisa de Betty, que se dirigía hacia él, era apaciguadora.
– Lo peor ya ha pasado -dijo.
La intervención se había desarrollado bien y Arthur ya descansaba en su habitación. Ni siquiera tuvo que quedarse en reanimación. El incidente de esa noche no era más que una pequeña complicación postoperatoria sin consecuencias.
Podría hacerle una visita al día siguiente. Paul habría querido quedarse toda la noche a su lado, pero Betty lo tranquilizó de nuevo: no había ningún motivo para preocuparse. Ella tenía su número y lo llamaría si sucedía cualquier cosa.
– Pero ¿me promete que no le ocurrirá nada grave? -presunto Paul con voy, febril.
– Venga -dijo Onega, cogiéndolo del brazo-, vamonos a casa.
– Todo está bajo control -afirmó Betty-, vaya a descansar, está usted blanco como el papel. Una noche de sueño le sentará de maravilla. Yo me ocuparé de él.
Paul cogió la mano de la enfermera y la sacudió enérgicamente, deshaciéndose en agradecimientos y disculpas, mientras Onega casi tenía que empujarle a la fuerza hasta la salida.
– ¡Si lo llego a saber me quedo con el papel de mejor amigo! ¡Eres mucho más expresivo en este terreno! -dijo ella, mientras atravesaban el aparcamiento.
– Nunca he tenido ocasión de cuidarte estando enferma -contestó él con una espantosa mala fe al tiempo que le abría la puerta.
Paul se instaló detrás del volante y miró con perplejidad el coche que estaba aparcado al lado del suyo.
– ¿No arrancas? -preguntó Onega.
– Mira a ese tipo de la derecha: no tiene muy buen aspecto.
– ¡Estamos en el aparcamiento del hospital y tú no eres médico! Tu tonelito de San Bernardo ya está vacío por hoy, vámonos.
El Saab abandonó su plaza y dobló la esquina de la calle.
Lauren empujó la puerta y entró en la estancia. La habitación silenciosa estaba sumida en la penumbra. Arthur entreabrió los ojos, pareció sonreírle y se volvió a dormir al instante. Ella avanzó hasta el pie de la cama y lo miró, atenta. Algunas palabras de Santiago surgieron de su recuerdo: al abandonar la habitación de su hija, el hombre de pelo cano se había dado la vuelta una última vez para decir en español: «Si la vida fuese como un largo sueño, los sentimientos serían su orilla». Lauren avanzó en la penumbra, se inclinó sobre el oído de Arthur y murmuró: -Hoy he tenido un ensueño muy extraño. Y desde que me he despertado, sueño con volver a él, sin saber por qué ni cómo hacerlo. Me gustaría volver a verte, allá donde duermes.
Depositó un beso en su frente y la puerta de la habitación se cerró lentamente tras sus pasos.