Capítulo 14

El fin de semana se anunciaba bueno, y ni una sola nube venía a perturbar el horizonte. Todo estaba tranquilo, como si la ciudad despertase de una noche de verano demasiado corta. Con los pies descalzos y el pelo alborotado, vestida con un viejo suéter que llevaba como un vestido de andar por casa, Lauren estaba trabajando en su escritorio, retomando su investigación allí donde la había dejado la víspera.

Continuó hasta media mañana, controlando la hora del correo. Esperaba una obra científica que había encargado hacía dos días, y tal vez la encontrase por fin en el buzón.

Atravesó el salón, abrió la puerta del apartamento y se sobresaltó lanzando un grito.

– Lo lamento, no quería asustarla -dijo Arthur, con las manos cruzada en la espalda-. Conseguí su dirección gracias a Betty.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Lauren, tirando de su suéter.

– Ni siquiera yo mismo lo sé.

– No tendrían que haberle dejado salir, es demasiado pronto -dijo ella, tartamudeando.

– Tengo que admitir que realmente no les he dejado elección… ¿me deja entrar, ya que estoy aquí?

Ella le cedió el paso y le propuso instalarse en el salón.

– ¡Enseguida vuelvo! -soltó, metiéndose en el cuarto de baño.

«¡Parezco un gremlinl», se dijo a sí misma, tratando de poner un poco de orden en su peinado. Se precipitó al ropero y empezó a pelearse con las perchas.

– ¿Va todo bien? -preguntó Arthur, sorprendido por el ruido que surgía del vestidor.

– ¿Quiere un café? -gritó Lauren, que buscaba desesperadamente algo que ponerse.

Miró un jersey y lo tiró al suelo, la camisa blanca tampoco quedaba bien, así que dio una voltereta en el aire y poco después un vestido fue a reunirse con ella. Segundo a segundo, una pila de prendas de ropa se amontonó a su espalda.

Arthur avanzó hasta la mitad del salón y miró alrededor.

¡Dios, qué familiar le resultaba aquel sitio! Las estanterías de una biblioteca de madera clara se doblegaban debajo de los libros, y acabarían por ceder si Lauren completaba su colección de enciclopedias médicas. Arthur sonrió al ver que había instalado el escritorio exactamente donde él había puesto en otros tiempos su mesa de dibujo.

A través de las puertas entornadas, vislumbró el dormitorio y la cama que estaba frente a la bahía.

Oyó a Lauren carraspear a su espalda y se dio la vuelta.

Llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca.

– ¿El café, con leche y azúcar, sin leche y con azúcar o sin azúcar y con leche? -le preguntó.

– ¡Como quiera! -contestó Arthur.

Pasó detrás del mostrador de la cocina, abrió el grifo y brotó un gran chorro de agua.

– Me parece que tengo un problema -dijo, intentando contener la inundación con las manos.

Arthur le mostró enseguida la llave general del agua, situada en el pequeño armario que se encontraba justo al lado de ella. Lauren se abalanzó para cerrarla. Con el rostro lleno de salpicaduras, miró a Arthur fijamente.

– ¿Cómo lo sabía?

– ¡Soy arquitecto!

– ¿Es un oficio que permite ver a través de las paredes?

– La fontanería de una casa no es tan complicada como la del cuerpo humano, pero también nosotros tenemos nuestros truquitos para detener las hemorragias. ¿Tiene herramientas?

Lauren se secó la cara con una servilleta de papel y abrió un cajón. Sacó un viejo destornillador, una llave inglesa y un martillo.

Dejó las herramientas sobre la encimera con un gesto de dramática aflicción.

– Espero que podamos operar -dijo Arthur.

– ¡No creo que esté cualificada para ello!

– Es una intervención más sencilla que las que hace en el quirófano. ¿Tiene un cardán nuevo?

– ¡No!

– Mire en el armario de los fusibles; no sé por qué, pero ahí siempre se encuentran uno o dos debajo del contador de la luz.

– ¿Y dónde está el armario de los fusibles?

Arthur le señaló con el dedo la pequeña caja justo al lado de la puerta de entrada.

– Eso es el disyuntor -dijo Lauren.

– Y ahí es donde se encuentra -dijo Arthur, con tono divertido.

Lauren se cuadró ante él.

– ¡Muy bien, puesto que los armarios de mi casa no tienen ningún secreto para usted, vaya a buscar esa cosa usted mismo, así ganaremos un poco de tiempo!

Arthur se dirigió a la entrada, alargó la mano hacia la caja y se echó atrás.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Lauren.

– Aún tengo las manos torpes -murmuró, visiblemente abochornado.

Lauren avanzó hasta él.

– No es nada grave -dijo, con voz tranquilizadora-. Tenga paciencia, no le quedarán secuelas, pero hace falta un poco de tiempo para recuperarse; la naturaleza lo quiere así.

– Si lo desea, puedo guiarla y usted hace la reparación -dijo Arthur.

– Tenía otros planes para esta mañana aparte de arreglar un grifo. Mi vecino es un manitas de primera, él me instaló casi todo lo que hay aquí, estará encantado de ocuparse de todas estas cosas.

– ¿Fue él quien tuvo la idea de colocar la biblioteca contra la ventana?

– ¿Por qué, no había que hacerlo?

– Sí, sí -dijo Arthur, regresando al salón.

– ¡Ese «sí, sí» significa exactamente lo contrario!

– ¡No, en absoluto! -insistió Arthur.

– ¡Miente usted muy mal!

Invitó a Lauren a sentarse en el sofá.

– Dése la vuelta -dijo Arthur.

Lauren obedeció, sin entender muy bien adonde quería ir a parar.

– ¿Lo ve? Si esas estanterías no ocultasen la ventana, tendría una vista estupenda desde aquí.

– ¡Tendría una vista estupenda, pero a mi espalda! En general, suelo sentarme en el sofá.

– Por eso sería mucho más sensato darle la vuelta; sinceramente, la puerta de entrada no es lo más bonito del mundo, ¿no?

Lauren se levantó, se llevó las manos a las caderas y le miró fijamente.

– Nunca me había fijado en ello. ¿Ha venido a mi casa espontáneamente desde el hospital para arreglarme la decoración?

– Lo siento -dijo Arthur, agachando la cabeza.

– No, soy yo quien lo siente -replicó Lauren con voz tranquila-. Últimamente me exalto con mucha facilidad. ¿Le preparo el café?

– ¡Ya no tiene agua!

Lauren abrió el frigorífico.

– Ni siquiera tengo un zumo de fruta que ofrecerle.

– En ese caso, la invito a desayunar.

Ella le pidió que esperase un segundo, pues quería bajar a buscar el correo. En cuanto la oyó alejarse por el pasillo, Arthur sintió la irresistible tentación de reconciliarse con el sitio en el que había vivido. El recuerdo de una mañana de verano resurgió como salido de las páginas de un libro que se hubiera caído de una biblioteca. Habría querido que el tiempo regresara al día en que contemplara su sueño.

Acarició el cubrecama con la yema de los dedos y el tejido de lana se esponjó lentamente bajo su mano. Entró en el cuarto de baño y miró los frascos colocados junto al lavabo.

Una crema, un perfume y unos pocos artículos de maquillaje. Una idea le pasó por la mente, echó un vistazo afuera y se decidió a satisfacer un antiguo sueño. Entró en el vestidor contiguo y cerró la puerta.

Escondido entre las perchas, observó las prendas de vestir en el suelo y las que aún estaban colgadas e intentó imaginarse a Lauren con algunas de aquellas piezas. Hubiera deseado quedarse allí, esperar a que ella lo encontrase. Tal vez así recuperase la memoria, tal vez dudase, sólo un instante, y recordase las palabras que se decían. Entonces, la tomaría entre sus brazos y la besaría como antes, o mejor con un beso diferente. Ya nada ni nadie se la podría arrebatar. Aquello era de idiotas: si se quedaba ahí, a ella empezaría a entrarle el miedo. ¿Quién no lo tendría si alguien se escondiera en su vestidor?

Tenía que salir de allí antes de que volviera; sólo un poco más; ¿quién podía reprochárselo? Que suba la escalera despacio, sólo unos segundos robados. La felicidad de estar en su intimidad.

– ¿Arthur?

– Ya voy.

Se disculpó por entrar en el cuarto de baño sin permiso, pero quería lavarse las manos.

– ¡Si no hay agua!

– ¡Me he acordado al abrir el grifo! -dijo, confuso-. ¿Ha llegado su libro?

– Sí, guardo el tocho en la biblioteca y nos vamos, ¿vale? Me muero de hambre.

Al pasar por delante de la cocina, Arthur miró la escudilla de Kali.

– Es de mi perra, que está en casa de mi madre.

Lauren cogió las llaves de encima de la encimera y salieron del apartamento.

El sol inundaba la calle. Arthur sintió el impulso de coger a Lauren del brazo.

– ¿Adonde quiere ir? -preguntó él, cruzando las manos a la espalda.

Ella estaba hambrienta y, por pura feminidad, le costó confesar que le apetecía una hamburguesa. Arthur la tranquilizó: estaba muy bien que una mujer tuviera apetito.

– ¡Además, en Nueva York ya es la hora de comer, y en Sydney, la de cenar! -añadió ella, radiante.

– Es un modo de ver las cosas -dijo Arthur, caminando a su lado.

– Cuando se es interno, uno acaba comiendo cualquier cosa a cualquier hora.

Lo condujo hasta Ghirardelli Square, anduvieron a lo largo de los muelles y se metieron por un malecón; elevada sobre los pilotes, la sala del restaurante Simbad estaba abierta día y noche. La camarera de recepción los instaló en una mesa, le entregó un menú a Lauren y desapareció. Arthur no tenía hambre, así que renunció a leer la carta que Lauren le tendía.

Un camarero se presentó unos instantes más tarde, anotó el encargo de Lauren y regresó a la cocina.

– ¿De verdad que no quiere comer nada?

– Me he alimentado toda la semana a base de gota a gota, y creo que mi estómago ha menguado. Pero me encantará mirar cómo come usted.

– ¡Pero tendrá que volver a alimentarse!

El camarero puso una bandeja enorme con tortitas encima de la mesa.

– ¿Por qué ha venido a mi casa esta mañana?

– Para arreglar un escape de agua.

– ¡En serio!

– Para darle las gracias por salvarme la vida, creo.

Lauren dejó el tenedor.

– Porque me apetecía -confesó Arthur.

Ella lo miró, atenta, y regó su plato con sirope de arce.

– Sólo hacía mi trabajo -dijo en voz baja.

– Me cuesta creer que anestesiar a uno de sus colegas y robar una ambulancia sea su pan de cada día.

– Lo de la ambulancia fue idea de su mejor amigo.

– Ya me extrañaba a mí.

El camarero volvió a la mesa y le preguntó a Lauren si necesitaba algo.

– No, ¿por qué? -dijo Lauren.

– Me ha parecido que me llamaba -contestó el chico con un tono soberbio.

Lauren lo miró alejarse, se encogió de hombros y volvió a la conversación.

– Su amigo me explicó que se conocieron en el internado.

– Mi madre murió cuando yo tenía diez años, estábamos muy unidos.

– Es muy valiente. La mayoría de gente nunca pronuncia esa palabra, sino que dicen «se fue» o incluso «nos dejó».

– Irse o dejar son dos acciones voluntarias.

– ¿Creció usted solo?

– La soledad puede ser una forma de compañía. ¿Y usted? ¿Todavía tiene a sus padres?

– A mi madre solamente, y desde mi accidente nuestra relación se ha vuelto tensa, está demasiado presente.

– ¿Su accidente?

– Una vuelta de campana con el coche, salí proyectada y me dieron por muerta, pero el empecinamiento de uno de mis profesores me devolvió a la vida después de varios meses en coma.

– ¿No conserva ningún recuerdo de aquel período?

– Recuerdo los últimos minutos antes del impacto, pero hay un agujero de once meses en mi vida.

– ¿Nadie ha logrado acordarse nunca de lo que ocurre durante esos momentos? -preguntó Arthur, con la voz llena de esperanza.

Lauren sonrió y miró el carrito con los postres situado no muy lejos de ella.

– ¿Mientras se está en coma? ¡Es imposible! -contestó-. Es el mundo del inconsciente, no ocurre nada.

– Sin embargo, la vida continúa alrededor, ¿no?

– ¿Realmente le interesa? No tiene ninguna obligación de mostrarse cortés, ¿sabe?

Arthur le aseguró que su curiosidad era sincera. Lauren le explicó que había bastantes teorías al respecto, y muy pocas certidumbres. ¿Tenían los pacientes alguna percepción de lo que les rodeaba? Desde el punto de vista médico, ella no lo creía.

– ¿Ha dicho desde un punto de vista médico? ¿Por qué semejante distinción?

– Porque yo lo he vivido desde el interior.

– ¿Y ha sacado otras conclusiones?

Lauren vaciló, y le señaló el carrito de postres al camarero, que se apresuró hacia su mesa. Eligió una mousse de chocolate para ella y, como Arthur no pidió nada, un relámpago de chocolate para él.

– Dos postres deliciosos para la señorita -dijo el chico, al tiempo que servía los platos.

– En ocasiones tengo sueños extraños que parecen fragmentos de recuerdos, como sensaciones que me vienen una y otra vez, pero también sé que el cerebro es capaz de transformar en recuerdos algo que le han contado.

– ¿Y qué le han dicho?

– Nada en especial: la presencia de mi madre todos los días, la de Betty, una enfermera que trabaja conmigo, y otras cosas sin importancia.

– ¿Por ejemplo?

– Mi despertar, pero ya hemos hablado suficiente de todo esto, ahora tiene que probar los dos postres.

– No lo tome a mal, pero soy alérgico al chocolate.

– ¿Y no quiere otra cosa? No ha comido ni bebido nada.

– Comprendo a su madre, exagera un poco, pero eso no es más que amor.

– Lo adoraría si le oyese.

– Lo sé, es uno de mis grandes defectos.

– ¿Cuál?

– Soy de esa clase de hombres de los que las suegras siempre se acuerdan, en cambio, la cosa varía en el caso de las hijas.

– Y esas suegras, como dice usted, ¿son muchas? -preguntó Lauren, cogiendo una gran cucharada de mousse de chocolate.

Arthur la miró, divertido: tenía restos de chocolate en los labios. Extendió la mano, como para borrar la flecha del arco de Cupido, pero no se atrevió.

Detrás de la barra, un camarero observaba su mesa, intrigado.

– Soy soltero.

– Me cuesta creerlo.

– ¿Y usted? -replicó Arthur.

Lauren eligió las palabras antes de responder.

– Existe alguien en mi vida, no vivimos juntos, pero en fin, está ahí. A veces es así, los sentimientos se apagan. ¿Usted lleva mucho tiempo soltero?

– Bastante, sí.

– Eso no me lo creo.

– ¿Por qué le parece tan raro?

– Porque un tipo como usted no se queda solo.

– No estoy solo.

– ¡Aja! ¿Lo ve?

– ¡Se puede querer a alguien y seguir siendo soltero!

Basta con que el sentimiento no sea recíproco, o que la otra persona no esté libre.

– ¿Y puede uno mantenerse fiel a alguien durante todo ese tiempo?

– Si ese alguien es la mujer de tu vida, vale la pena, ¿no?

– ¡Así que no está soltero!

– En mi corazón, no.

Lauren tomó un sorbo de café e hizo una mueca. El líquido estaba frío. Arthur iba a pedirle otro, pero ella se le adelantó y le señaló al camarero la cafetera depositada sobre un calientaplatos.

– ¿La señorita querrá una o dos tazas? -preguntó el camarero, con una sonrisa irónica en los labios.

– ¿Tiene algún problema? -replicó Lauren.

– ¿Yo? En absoluto -contestó el chico, regresando a la cocina.

– ¿Cree que se ha enfadado porque usted no ha tomado nada? -le preguntó a Arthur.

– ¿Estaba bueno? -contestó él.

– Espantoso -dijo Lauren, riéndose.

– Entonces, ¿por qué ha elegido este sitio? -contestó Arthur, riéndose como ella.

– Me gusta sentir el soplo del mar, medir su tensión y su humor.

La risa de Arthur se enmudeció en una sonrisa preñada de melancolía; había tristeza en su mirada, estrellas de dolor con cierto sabor a sal.

– ¿Qué le pasa? -quiso saber Lauren.

– Nada, sólo un recuerdo.

Lauren le hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.

– Es una mujer con suerte -dijo, tomando otro sorbo de café.

– ¿Quién?

– La que espera desde hace tanto tiempo.

– ¿De veras? -preguntó Arthur.

– ¡Sí, de veras! ¿Qué les separó?

– ¡Un problema de compatibilidad!

– ¿No se entendían?

– Sí, y muy bien. Compartíamos carcajadas y deseos. Hasta prometimos redactar algún día una lista con las cosas agradables que nos gustaría hacer, ella la llamaba la lista happy to do.

– ¿Qué les impidió escribirla?

– El tiempo nos separó.

– ¿Ya no se volvieron a ver?

El camarero dejó la cuenta encima de la mesa; Arthur quiso cogerla pero Lauren se la llevó con un gesto más veloz que el suyo.

– Aprecio su caballerosidad -dijo-, pero ni se le ocurra; lo único que ha consumido usted aquí son mis palabras. No soy feminista, pero pienso que existen ciertos límites.

Arthur no tuvo tiempo de discutir, pues Lauren ya le había entregado su tarjeta de crédito al empleado del restaurante.

– Debería volver a trabajar -dijo Lauren-, y al mismo tiempo no me apetece para nada.

– Entonces, vamos de paseo, hace un día magnífico y a mí no me apetece para nada que trabaje.

Ella apartó la silla y se levantó.

– Acepto la proposición.

El camarero sacudió la cabeza cuando salieron del establecimiento.

Ella quería ir al parque del Presidio, le encantaba vagar bajo las grandes secuoyas. A menudo, bajaba hasta el saliente de tierra donde se anclaba uno de los pilotes del Golden Gate. Arthur conocía bien el lugar. Desde allí, el puente suspendido se extendía entre la bahía y el océano como una línea trazada en el cielo.

Lauren tenía que ir a buscar a su perra. Arthur le prometió que la esperaría allí y ella lo dejó al final del malecón; la vio alejarse sin decir nada. Hay momentos que tienen cierto sabor a eternidad.

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