XIII.

Quiero acordarme de la textura peculiar del miedo, de su cualidad del todo física, a la vez una punzada como de vértigo o de náusea y un peso sobre la respiración, una suma instantánea de todas las formas del miedo a la autoridad que uno había conocido en su vida, en su infancia escolar y franquista, el estremecimiento en la nuca una décima de segundo antes de que un cura me golpeara en ella con los nudillos secos y cerrados como un garfio, el sobresalto de oír pasos y cerrojos viniendo por el corredor de un sótano de la Dirección General de Seguridad, el terror ante la posible irrupción nocturna de la policía en un piso que compartí con militantes comunistas en el siniestro invierno entre 1976 y 1977, cuando había empezado a llegar la libertad sin que se retirase todavía la dictadura y vivíamos en una confusión turbia y asustada, en oscilaciones de alegría en el fondo cobarde y aluviones de pavor, de oscuridad y de sangre.

De nuevo habitaba yo en aquella clase especialmente afilada del miedo, lo respiraba como un aire muy enrarecido, el aire rancio de las dependencias militares que la Constitución de 1978 ni siquiera había empezado a ventilar, igual que nadie había cambiado aún los escudos en las banderas, que seguían luciendo el águila negra del franquismo, ni descolgado los retratos de Franco ni los carteles con su testamento, ni modificado la leyenda escrita con letras doradas en el monolito, Caídos por Dios y por España en la Cruzada de Liberación Nacional.

Faltaban unos días para que empezara la década de los ochenta, tan trepidante y celebrada luego, pero en alguna oficina militar de Burgos con muebles viejos de madera, tampones de almohadilla y retratos sepia del general Franco alguien había recibido y enviado luego una información secreta que concernía a un estudiante detenido en marzo de 1974 en la Ciudad Universitaria y encerrado durante algo más de cuarenta y ocho horas en una celda de la DGS. Pero la militancia antifranquista que seis años después me deparaba aquella notoriedad confidencial en el ejército había durado aproximadamente unos veinte minutos, los que transcurrieron entre el comienzo de la primera manifestación ilegal en la que participaba en mi vida y el momento en que fui tundido a golpes y amontonado junto a otros estudiantes en el interior de un autocar gris que tenía las ventanillas cubiertas por una celosía de alambre.

Me tomaron las huellas digitales, me hicieron fotos de perfil y de frente en un sótano con azulejos, me quitaron los cordones de los zapatos, el cinturón y el reloj antes de encerrarme en una celda casi a oscuras, hasta la que llegaban, por una tronera enrejada, los gritos de los vendedores de lotería y los pasos de las mujeres que taconeaban en la acera de la Puerta del Sol. Me interrogaron con más desgana que sadismo policías con gafas oscuras y trajes marrón claro, me soltaron dos días más tarde tan sin preámbulo como me habían detenido, después de inocularme un pavor que me duró mucho más que la dictadura, y que me inhabilitó para conspirar seriamente contra ella; la primera manifestación ilegal a la que asistí fue también la última, y mis raptos más febriles de antifranquismo se ciñeron desde entonces al ámbito inocuo y no muy arriesgado de la imaginación, de las conversaciones con amigos y de las asambleas tumultuosas y disparatadas de la Facultad: que el servicio secreto del ejército, a finales de 1979, me considerara un elemento potencialmente peligroso no sé si atestiguaba su aterradora omnisciencia o su desatada estupidez.

Pero no era posible entonces una ironía que me entibiara el miedo, la sensación súbita de que me vigilaban, de que todo se me hacía hostil de nuevo, la dificultad de respirar, viendo aquella hoja mecanografiada sobre la mesa del capitán, con el sello melodramático y rojo de alto secreto, sello que al capitán, por cierto, no debía de impresionarle mucho, pues no se había molestado en guardar bajo llave el informe, como si se hubiera olvidado de él nada más leerlo: el sobre que lo contenía, con el lacre abierto, también estaba encima de la mesa, todo lo cual le mereció a Salcedo un comentario terminante sobre la eficacia del espionaje militar español:

– Te cagas.

Sin tocar nada salimos de la oficina del capitán y la cerramos con llave. Era mejor no contarle nada a Matías, me dijo Salcedo, ni a nadie, seguro que aquello no tenía importancia, que el capitán no haría ni caso, bastaba ver el descuido con que había dejado el informe encima de la mesa y se había marchado sin echar siquiera la llave. El capitán era un hombre alto, delgado, con barba, con una expresión nada agresiva o soberbia, con largos apellidos que lo vinculaban a las castas más privilegiadas de la oficialidad y de la diplomacia. Yo había observado que pedía las cosas por favor y que daba las gracias, sin duda en virtud de esa buena educación cuyas maneras de respeto hacia los subordinados proceden de una conciencia indisputada y absoluta de superioridad.

Los que me daban más miedo eran los otros, el teniente Postigo o Castigo y los sargentos, Martelo y Valdés, que entraban siempre tan bruscamente en la oficina, como queriendo sorprenderme en algo, que registraban con cualquier pretexto mis cajones y que según supe muy pronto eran quienes me habían reventado la taquilla, buscando qué, me preguntaba, qué podían imaginarse que introduciría yo clandestinamente en el cuartel y escondería en ella. En sus miradas habituales de desdén ahora descubría un matiz de vigilancia y amenaza: ten cuidado, parecían decirme, ahora sabemos quién eres.

Yo era, o volvía a ser, lo que había sido como tantos otros, un huésped y un rehén del miedo, de un miedo inmediato y práctico, recobrado, irrespirable, el miedo de los recuerdos y el de la imaginación agudizado por los rigores inhumanos del Código de Justicia militar, que permitía a los mandos disponer de nosotros casi tan impunemente como de los súbditos de una tiranía asiática. Cualquier cosa podía ser considerada insubordinación, y bastaba la palabra de un superior para arrojarlo a uno a un calabozo inmundo o al espanto de un consejo de guerra. Era mentira la desahogada lentitud que aparentaba la vida en el cuartel, pensaba yo ahora, sintiéndome espiado y amenazado, acordándome de aquella frase, discreta vigilancia durante seis meses: cualquier paso en falso o equivocación mínima, cualquier apariencia de indisciplina, podían hacer que el mundo se trastornara a mi alrededor, igual que ya les había ocurrido a otros; el ejército era una maquinaria de un herrumbroso anacronismo y de una lentitud mineral que seguramente no habría podido ganar ninguna guerra, pero que podía aplastarlo y triturarlo a uno bajo la pura inercia de crueldad de sus normas. Por las tardes, hacia las seis y media, salían un rato al patio los castigados al calabozo, barbudos, muy pálidos, con una palidez blanda y como húmeda, arrastrando los pies, con los uniformes muy sucios, las guerreras desceñidas y las botas sin cordones, vigilados de cerca por soldados de guardia que esgrimían los cetmes en dirección a ellos: al menor gesto sospechoso tenían orden de disparar.

De un soldado vasco de la compañía contaban los veteranos que estaba preso en un castillo militar por culpa del sargento Valdés. Muerto de sed, durante unas maniobras de verano en Jaizkibel, el soldado se había salido de la formación unos segundos para beber de un botijo, y el sargento Valdés, de un puñetazo, se lo había roto en la cara. En un acceso instintivo de ira el soldado había alzado el puño contra el sargento, sin llegar a tocarlo: el consejo de guerra lo había condenado a un año de cárcel por agresión grave a un superior. Cuando lo cumpliera tendría que continuar en el cuartel los meses de mili que le faltaban en el momento de su arresto, durante los cuales lo humillarían y lo vejarían con más saña que antes y lo seguirían amenazando con una nueva prolongación de la mili.

Eso era tal vez lo que daba más pavor, la posibilidad de que el tiempo por algún motivo se dilatara o se detuviera volviendo vanos nuestros cálculos, nuestra paciencia, las tachaduras que cada noche hacíamos en los almanaques, los rectángulos de los meses ya cumplidos furiosamente aniquilados con tinta, como para prevenir su regreso. Entre los atributos de la autoridad militar se contaba también el de detener el paso de los días, y cuando a los veteranos les faltaba poco para licenciarse los sargentos y el teniente practicaban con ellos una forma particular de chantaje que consistía en amenazarlos con arrestos que les impedirían marcharse junto a los demás: en el último día, en las últimas horas, imaginaba uno, la angustia habría de ser tan insoportable como la necesidad de no manifestar abiertamente la alegría de estar a punto de irse de allí para siempre. Un minuto antes de salir con permiso a uno podía sobrevenirle un castigo, y esa noche, en lugar de en el tren, la pasaría en el calabozo o en los bancos de la prevención. Todo podía quebrarse, lo mismo mi destino de oficinista que la democracia española, casi a diario estallaban bombas y eran asesinados militares, policías y guardias civiles, se hablaba en los periódicos de la inminencia de un estado de excepción, de una nueva sospecha de complot militar, siempre desmentida por el gobierno, siempre renovada al cabo de una semana o de un mes. La irascible tensión física y la violencia mal dominada de los sargentos de la compañía eran para mí la forma visible de un peligro demasiado cierto como para no consumarse en desastre. Al general gobernador militar lo habían matado de un tiro en la cabeza el verano anterior mientras caminaba de paisano bajo las farolas blancas del Paseo de la Concha. La planta baja del gobierno militar estaba protegida con sacos terreros, y los soldados que hacían guardia en la puerta iban sin armas, para que no se las robasen a cara descubierta los gudaris de la goma dos, como ya había ocurrido varias veces, para desgracia de aquellos soldados, a quienes la mala suerte de estar de guardia durante la hazaña de los etarras les había costado un consejo de guerra.

Furgones blindados de la policía por cuya portezuela trasera asomaba el cañón de un fusil recorrían lentamente en fila las avenidas burguesas de la ciudad. Los oficiales llegaban al cuartel vestidos de paisano, y procuraban que en el vecindario donde vivían, si no era de casas militares, nadie supiera a qué se dedicaban. Si tenían que desplazarse a otras instalaciones del ejército lo hacían en convoyes con escolta: al bajarse del coche los rodeaban soldados con subfusiles y cetmes. Casi todos ellos habían sido enviados forzosamente al País Vasco y es probable que contaran los días que les faltaban para irse con la misma avidez que nosotros. Casi todos, salvo unos pocos que habían pedido aquel destino en el norte, por impaciencia de ascender o por heroísmo o por chulería o desesperación: Martelo y Valdés estaban allí voluntarios, desde luego, con dos cojones y a mucha honra, según solían repetir, y cada vez que el periódico traía la noticia de un atentado maldecían y juraban que si a ellos los dejaran con las manos libres iban a salir ahí afuera y a matarlos a todos, no sabía uno si a todos los terroristas o a todos los vascos, o incluso a todos los civiles, porque Valdés y Martelo habitaban un heroísmo imaginario que excluía del honor o de la simple decencia a quien no llevara uniforme, una valentía entre deportiva y etílica, de exhibición de musculaturas y de armas de fuego en los desfiles de los viernes y en las barras acolchadas de los bares de alterne.

También ellos, los militares, respiraban miedo y claustrofobia, y el desequilibrio permanente entre sus fantasías verbales de heroísmo y la estrechez y la angustia de la vida real, entre las arengas de valentía de las que se alimentaban y el hecho nada heroico de que ganaban muy poco dinero y vivían encerrados en mediocres pisos de extrarradio, amenazados de muerte y dejándose matar, los sumía sin duda en un estado de enervamiento y alucinación, los empujaba a afirmarse en las certidumbres ilusorias pero inamovibles que aún poseían, que habían heredado de sus padres y de sus profesores y que transmitirían a sus hijos. Jamás sufrían la menor contaminación de desánimo ni de realidad, entre otras cosas porque no era muy frecuente que se aventuraran en ella: pertenecían a familias militares, habían vivido siempre en barriadas militares, habían ido a colegios donde todos los alumnos eran hijos de militares y desde ellos habían pasado a la academia militar, y cuando se casaban lo hacían con hijas de militares.

Su trabajo diario era una demorada representación teatral, una perpetua ceremonia. A las ocho en punto de la mañana se izaba la bandera en la puerta del cuartel, en un mástil más alto que los aleros y que las copas de los árboles, y mientras iba ascendiendo por la cuerda se oía el toque de homenaje, y todo el mundo, en el minuto largo que duraba la ceremonia, tenía que quedarse perfectamente firme, con la mano derecha en posición de saludo, y sólo podía moverse una vez que terminaba de sonar la trompeta. A las seis de la tarde, la guardia formaba en la puerta del cuartel, y el oficial de guardia la encabezaba en su desfile hacia el mástil, seguido por un soldado que llevaba un cofre abierto y forrado de raso. Sonaba la trompeta, la bandera empezaba a descender, y los soldados adelantaban los fusiles ante el grito de ¡A la bandera! Presenten… ¡Armas!, y de nuevo toda la actividad visible en el cuartel quedaba inmovilizada como por un conjuro, como esos reinos en los que el tiempo se detiene durante cien años. El oficial recogía la gran bandera roja y amarilla, la doblaba con un respeto litúrgico, la depositaba en el cofre, y el desfile se repetía de vuelta hasta el cuerpo de guardia: pero bastaba cruzar al otro lado del puente, al barrio de Loyola, para que nada de eso existiera, para encontrarse en otro mundo del todo ajeno a aquellas ceremonias y a aquella bandera, y cuando uno volvía a esa hora al cuartel y oía la trompeta y tenía que quedarse firmes y llevarse la mano a la sien en mitad de una acera lo veía todo menos ridículo que irreal, aunque la gente, desde el interior de los bares, se le quedara mirando con burla o malevolencia.

Aun a la luz del sol y en los días sin niebla bastaba mirar hacia el cuartel desde el otro lado del puente para advertir la fantasmagoría y la insularidad de aquel edificio con aleros mudéjares y torreones de ladrillo, con piezas de artillería decorativas e inútiles asomando sus cañones entre los árboles, con una bandera que a pesar de su tamaño y de la altura del mástil en el que ondeaba también tenía algo de bandera fantasma. Sólo al cruzar el puente se distinguía a los soldados de guardia, los que estaban apostados tras las verjas y entre los árboles, los que asomaban los ojos por las ranuras de las garitas: pero lo que fortalecía el cuartel, lo que irradiaba de sus muros, era la sugestión y la fuerza del miedo, el miedo de todos nosotros, el miedo particular y secreto de cada uno, el del centinela entumecido de frío que a las cuatro de la mañana temía dormirse y ser sorprendido por el oficial de guardia, el del capitán que revisaba todas las mañanas su coche en busca de una bomba o cambiaba el trayecto hacia el cuartel para evitar una emboscada, el del vecino de Loyola que imaginaba camiones y jeeps militares erizados de fusiles cruzando el puente en la noche de un golpe de estado.

Acaso era el miedo la fuerza verdadera que impulsaba aquella máquina a la que todos pertenecíamos y de la que todos formábamos parte, el impulso de gravitación que impedía que la vida militar se dispersara o sufriera un colapso, el miedo administrado a diario, igual que nos decían que nos administraban el bromuro en el campamento, repartido eucarísticamente en dosis reglamentarias, en soluciones químicas de diferente densidad, el miedo de los generales y el de los reclutas, el del sargento Martelo y el de los terroristas a los que soñaba con ejecutar, el mío y el del brigada Peláez, que me invitaba todas las mañanas a un café y a una copa de coñac y se olvidaba del tiempo acordándose de cosas de nuestro pueblo, preguntándome si conocía a gente a la que él llevaba años sin ver, contándome su llegada al ejército, a los dieciséis años, no sólo el miedo, sino el hambre de entonces, el hambre de la que huía al alistarse como aprendiz de corneta y la que encontró en los cuarteles sórdidos como internados de posguerra donde pasó su adolescencia.

Al brigada Peláez tampoco le hablé sobre el informe secreto, del que yo estaba seguro que no sabría nada, porque se vio desde el principio que entre los mandos de la compañía el pobre hombre era un cero a la izquierda. Habría sido inútil buscar apoyo en él porque el brigada Peláez aún me parecía más acobardado y vulnerable que yo. También él tenía miedo de todo, no sólo de un disparo en la cabeza o de una bomba terrorista, sino también de las arbitrariedades de sus superiores, de los embrollos administrativos, de cada uno de los peligros del mundo exterior, que eran infinitos y que a su juicio sólo se detenían en la puerta de su casa, cuando entraba en el piso diminuto que compartía con su mujer en una luctuosa barriada de Martutene y se ponía las zapatillas de paño y se tomaba una copita de fino mirando la televisión mientras ella le preparaba la cena, las frituras y guisos cuyo olor nada más ya lo consolaba de aquel destierro en el norte.

Pero el miedo estaba en todas partes, no sólo en las calles como túneles de Rentería ni en el barrio donde vivía entre la penuria y la clandestinidad el brigada Peláez, sino también en el centro mismo de San Sebastián, en los jardines con tamarindos que hay frente a la playa de la Concha, en el mediodía de la Avenida o del Bulevar, que tenían en las mañanas de domingo una claridad de lujo, un brillo de escaparates de tiendas de joyas o de pieles y de cafeterías con grandes ventanales donde las señoras donostiarras de mediana edad tomaban té y tostadas y sandwiches de jamón y queso después de la misa de mediodía en el Buen Pastor.

San Sebastián, en las mañanas dominicales iluminadas por un tibio sol de invierno, era una ciudad balnearia y burguesa, una ciudad de orden, de derechas de toda la vida, con su casino y su Sagrado Corazón en el pico del monte Urgull y aquel palacio gótico tudor con céspedes ondulándose frente a la bahía del que contaban que fue construido para endulzarle las nostalgias inglesas a la reina Victoria Eugenia. San Sebastián tenía como una calma de veraneo antiguo, monárquico y eterno, el veraneo heráldico de los años veinte y el de los veranos fascistas de la guerra civil, cuando los ricos de Madrid, en lugar de volver a la ciudad en septiembre del 36, como habían hecho siempre, prolongaron las vacaciones indefinida y perezosamente esperando a que Franco se la devolviera recién conquistada.

San Sebastián, el San Sebastián de la Concha, de la Avenida de la Libertad (antes de España), del Bulevar, era una ciudad con perspectivas arboladas y ambiciones francesas, con opulencias de repostería y de gastronomía, una postal algo desvaída de la costa azul en el Cantábrico, y uno se paseaba por ella vestido de soldado, con el tres cuartos y la gorra, con los bolsillos y el estómago vacíos, con un desamparo casi de clochard o de inmigrante magrebí.

Pero de pronto, en medio de aquella calma, de los domingos lujosos y católicos, con escándalo de campanas en la catedral y rumor de cucharillas, porcelanas y pulseras de oro en las cafeterías, el miedo irrumpía igual que una inundación, al principio invisible, difícil de advertir para quien no conociera la ciudad, para quien no estuviera acostumbrado a ciertos cambios bruscos que se producían en el aire. Era como una onda opresiva de silencio que se abatiera sobre la ciudad dejando vacía una acera o las esquinas de una calle. Se cerraban puertas, se oía un eco de cortinas metálicas, se quedaban desiertos los veladores de una cafetería. Era el aviso del miedo, la pujanza de su onda expansiva, las décimas de segundo entre el estallido de un relámpago y la llegada del trueno.

Sin darse cuenta, sin saber qué había ocurrido, uno se encontraba atrapado en medio de una contienda de pedradas, de botes de humo y de pelotas de goma, en una discordia de sirenas y gritos, de vidrios rotos y golpes secos de disparos, y la humareda negra de una barricada de neumáticos daba una opacidad de eclipse a la mañana de domingo. Me acuerdo de los autobuses atravesados en los puentes del Urumea y de las siluetas veloces y jóvenes que se tapaban las caras con pañuelos negros y volcaban latas de gasolina sobre las ruedas y las carrocerías para levantar luego murallas de fuego y humo negro contra el avance de los furgones policiales. Saltaban de ellos los policías antidisturbios, con los uniformes marrones que llevaban entonces, algunos protegidos por cascos y escudos y otros a cuerpo limpio, con boinas ladeadas, con las guerreras abiertas, con pañuelos de colores fuertes al cuello, avanzando con el fusil de arrojar pelotas de goma apoyado chulescamente en la cadera, disparando contra cualquier cosa, histéricos de furia y de miedo, apuntando hacia las siluetas embozadas que les lanzaban piedras o hacia los balcones donde les parecía distinguir la figura de alguien. Solían llevar el pelo inusitadamente largo aquellos policías, y los que no se habían dejado barba tenían anchas patillas que les llegaban a la altura de la boca, y que acababan dándoles, junto a los pañuelos rojos o verdes y las camisas abiertas, un aire temible de bandolerismo.

Yo corría sujetándome la gorra para no perderla en la contienda y las piernas se me enredaban en los faldones del tres cuartos, me aplastaba contra una pared, me escondía en un portal abierto, y el olor del humo y el escándalo de las sirenas y de las consignas, la opresión en el pecho, el sobresalto del corazón, me devolvían al miedo de la primera y única manifestación ilegal de mi vida, al espanto de verme esposado en el interior de un furgón, esposado y sangrando por la nariz, mirando hacia la calle a través de una celosía de alambre.

Al cabo de unos minutos, confiado en la duración del silencio, abandonaba mi refugio y los encapuchados y los antidisturbios ya habían desaparecido, pero casi nadie se aventuraba aún en la avenida desierta, y entre los veladores volcados de una cafetería quedaban vidrios de vasos y de botellas rotas. En el aire flotaba todavía un residuo de pólvora y de gas lacrimógeno, y en la perspectiva afrancesada y dinástica de un puente fin de siglo seguía ardiendo un autobús con llamas rojo oscuro y humaredas densamente negras que nublaban el sol.

San Sebastián cobraba de golpe una grisura hostil de ciudad en estado de sitio, una tristeza de domingos militarizados y lluviosos en los que el silencio de una calle podía ser interrumpido por la trepidación cercana de una bomba, por un disparo que fulminaba a alguien sobre una acera y que se confundía de lejos con el petardeo de un tubo de escape. Al general gobernador militar le habían disparado a quemarropa en la cabeza durante la hora más plácida del paseo matinal junto a las barandillas de la Concha, y mientras agonizaba y se retorcía y se desangraba en el suelo la gente se apartaba un poco, como si no viera el bulto oscuro y la gran mancha de sangre, y seguía paseando con una perfecta serenidad de caminata balnearia. En Rentería, unos meses antes, varias compañías de antidisturbios habían entrado a saco arrasándolo todo, disparando a ciegas contra los escaparates de las tiendas y las ventanas de las casas en un paroxismo de barbarie, en una exasperación vengativa del miedo que a su vez alimentaba la embriaguez homicida de los terroristas.

Los sábados y los domingos por la mañana matrimonios perfectamente respetables asistían del brazo en el Bulevar a las manifestaciones encabezadas por grandes fotografías de presos y banderas vascas con crespones negros y con la serpiente y el hacha de la insignia etarra. Mientras tanto, al otro lado del Urumea, por encima de los árboles y de los aleros del cuartel, una descomunal bandera española con el escudo franquista ondeaba al viento que venía río arriba del mar, como la niebla y las gaviotas a las que oíamos graznar sobre el patio en los días de galerna, extraviadas en la lluvia, buscando abrigo tierra adentro.

Asustado y solo, potencialmente peligroso, sometido tal vez a una discreta vigilancia, paseándome con mis ropones de soldado por los atardeceres rosas de la Concha mientras que muy cerca de mí, en la Avenida, sonaban las sirenas, ardían las barricadas de neumáticos y estallaban las pelotas de goma en los cristales de los pisos, yo atesoraba en mi apocamiento, en mi desolación y cobardía, todas las formas posibles del miedo, a las pelotas de goma y a las pedradas, a la ikurriña con la serpiente y el hacha y a la bandera española con el águila sosteniendo un escudo, a los sargentos y a los abertzales. Entraba en una librería, incómodo por la evidencia de excepcionalidad que me agregaba el uniforme, iba al cine y al salir ya era hora de regresar al cuartel, echaba a andar hacia las afueras, para ahorrarme el autobús, y al llegar a Loyola, antes de cruzar el puente sobre el río, tomaba la precaución de tirar El País en una papelera, por miedo a que quienes tal vez me estaban vigilando consideraran el periódico como una prueba más contra mí. Una noche vi al llegar luces que se movían como reflectores bajo el agua, y luego unas figuras de hombres ranas chorreando cieno y manejando linternas emergieron entre la maleza de la orilla, absurdas y solemnes como personajes de un sueño. Uno de ellos se quitó la máscara de goma y vi la cara pálida, desencajada y carnosa, la mirada oblicua del sargento Martelo. En aquellos días se reforzaban las guardias, se entregaba munición doble a los soldados de escolta, se nos mantenía a todos en un estado permanente de alerta. Patrullas de hombres ranas sondaban las lentas aguas verde oscuro y el lecho cenagoso del río. Informes fidedignos difundidos confidencialmente por Radio Macuto aseguraban que el Servicio de Inteligencia Militar había descubierto que los etarras planeaban un ataque submarino o anfibio al cuartel.

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