XIX.

Empezaríamos a descubrir muy pronto una variedad nueva de impaciencia, una forma más intolerable y aguda de exasperación, la del principio de los últimos meses, la del final próximo y sin embargo inaccesible, como un asidero que los dedos extendidos casi rozan y no pueden alcanzar. En muy poco tiempo se licenciaría el reemplazo anterior al nuestro, y Salcedo, que pertenecía a él, abandonaba parcialmente su circunspección para mirarnos con cierta sorna a Pepe Rifón y a mí y repetirnos las bromas de los veteranos, usando la tercera persona, según el privilegio hereditario de los bisabuelos:

– Conejos -nos decía, con toda seriedad-: El bisa que suscribe tiene el honor de comunicaros que aquí os vais a quedar, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sifilia 67, a hacerle compañía al monolito, al Urumea, al Chusqui y al brigada Peláez, a quien Dios guarde muchos años. A mí me jodería…

Al principio de todo, en el campamento y luego en el cuartel, el bloque formidable de tiempo que veíamos ante nosotros nos había inducido a consagrar instintivamente a la conformidad todas nuestras energías espirituales. Para no claudicar a la desolación absoluta, para sobrevivir sin más, habíamos segregado dosis excepcionales de fatalismo y resistencia, como esas sustancias químicas anestesiadoras que segrega el cuerpo de quien ha sufrido un accidente.

Contábamos días y semanas, borrábamos con saña el recuadro entero de un mes en los almanaques que todos guardábamos o en la lista de meses que todos habíamos escrito en el interior de la gorra, pero en el fondo nuestro instinto nos hacía vivir como si aquello tuviera que durar siempre, pues aquel era el único modo de lograr una cierta adaptación.

No se puede vivir desesperado un minuto tras otro, no es posible mantener sin destruirse uno mismo una rebeldía frontal contra una maquinaria invencible en la que uno además cumple enseguida y sin darse cuenta una tarea de rueda mínima en el engranaje. Algunos desertaban, o enloquecían, o se les escapaba un tiro en la garita de guardia y los mandaban al calabozo, o tenían la desgracia de caerle mal a un oficial sádico que les amargaba la vida, o pagaban con un consejo de guerra y un año atroz de prisiones militares un minuto en el que ya no pudieron contener la rabia.

Los demás aguantábamos, buscábamos un acomodo, aprendíamos a soportar el tiempo, el tiempo muerto de la mili, las horas en las que nada ocurría, las cuatro horas del turno de guardia de un centinela, las cuatro horas de descanso entre guardia y guardia, las dos horas nocturnas de la imaginaria, el día entero que pasaban los cuarteleros en la puerta de la compañía, como ujieres antiguos, sin otra obligación que la de esperar a que llegara un superior y dar entonces el grito de atentos, en caso de que no hubiera otro militar de más rango en el interior.

– ¡Compañía, el capitán! -gritaba el cuartelero cuando lo veía acercarse, y entonces el cabo de cuartel o el sargento que hubiera de servicio ordenaban firmes, y todo el que hubiera allí adentro tenía que quedarse inmóvil, congelado, en suspenso. El capitán avanzaba por el pasillo, entre las camaretas de literas, el cabo de cuartel o el sargento se le acercaban desde el fondo, se detenían con un taconazo a unos pasos de distancia, se cuadraban, daban la novedad, que era decir que no había novedad, y entonces el capitán le decía que nos mandara descanso, y otra vez recobrábamos el movimiento, como si durante unos segundos la presencia del capitán nos hubiera hipnotizado y paralizado y sólo con su beneplácito hubiéramos podido regresar a la vida animada.

Pero muy pronto ya no seríamos capaces de aguantar, tal vez porque a lo largo de los meses se había ido agotando el efecto del anestésico moral que todos segregábamos por instinto o que nos era inoculado, y porque desde hacía mucho ya no nos quedaba que aprender, ninguna de las leyes inusitadas y bizarras de comportamiento o de lenguaje que tan extrañas nos parecieron al llegar, ningún pormenor de los rituales del ejército, tantas veces repetidos por cada uno de nosotros que ya se nos gastaba el automatismo, como se nos gastaban las gorras y las botas demasiado usadas.

De nuevo la duración de una hora podía ser asfixiante, otra vez nos herían como bofetadas las chulerías y las sinrazones a las que ya creíamos estar acostumbrados. Nuestras astucias de supervivencia y escaqueo se nos revelaban pueriles, y volvía el miedo que nos pareció olvidado: para no olvidar dónde estaba uno bastaba asomarse al patio a las seis de la tarde. Entonces salían durante media hora los arrestados a calabozo, que se llamaba carcelariamente el maco, sucios y barbudos, con las guerreras de faena sin cinturón y los faldones de las camisas por fuera, pálidos, sin gorra, guiñando los ojos por el sol, arrastrando sobre la grava las botas sin cordones, rodeados por un círculo de soldados de guardia, cada uno con un cargador completo en el cetme y el dedo índice en el gatillo, como si en vez de arrestados a calabozo tuvieran bajo custodia a turbulentos asesinos.

De nuevo, después de tantos meses de embotamiento y costumbre, me parecía estar presenciando por primera vez el espectáculo intolerable de la humillación y el abuso, pero ya me faltaban fuerzas para resignarme, y la rabia volvía a doler como una herida abierta, despertando en mí reacciones de un odio morboso que seguramente no era mucho menos envilecedor que el sadismo de algunos militares. Para Pepe Rifón ese odio poseía una legitimidad ideológica: que un individuo de uniforme, perteneciera a la policía o al ejército, fuese, como él decía, ejecutado, era un hecho político, un acto de una justicia tan indiscutible como la ejecución de un oficial de la Gestapo en la Francia ocupada. ¿No era Euskadi, como Galicia, un país ocupado por un ejército extranjero…?

Me señalaba, desde la ventana de nuestra oficina, las furgonetas de la Policía Nacional estacionadas a un costado del patio del cuartel, las furgonetas marrones con las ventanas y los faros protegidos por rejillas metálicas que de pronto se ponían en marcha con un rugido de motores y sirenas, mientras corrían hacia ellas, armados con cetmes y escudos, policías de los grupos especiales antidisturbios, que por algún motivo estuvieron acuartelados en las dependencias del ejército aquel verano, tal vez porque habían llegado como refuerzos de la dotación habitual y no tenían sitio en los cuarteles de la policía. Ostentaban en general un aire de chulería como de gitanos o andaluces de zarzuela, en parte porque casi todos ellos eran andaluces y extremeños, con duras facciones cobrizas de campesinos y ademanes de legionarios, neuróticos por la tensión de los largos encierros y de las órdenes súbitas de entrar en acción, con tatuajes en los brazos, obsesionados, como todos nosotros, por la idea de marcharse cuanto antes de allí, por el peligro cierto de sucumbir a un atentado.

Veíamos a las furgonetas y a los jeeps salir a toda velocidad y atravesar en formación de convoy el puente sobre el Urumea, las alarmas azules destellando aunque fuera pleno día, el cañón de un cetme asomando por la ventanilla trasera, y ya sabíamos que en el Bulevar o en la Avenida estarían saltando a trizas escaparates de cafeterías y tiendas que no hubieran secundado con la debida rapidez alguna orden de huelga general y que arderían en los puentes pilas de neumáticos y autobuses enteros mientras cuadrillas de jóvenes con chubasqueros de plástico, zapatillas deportivas y pañuelos palestinos embozándoles las caras gritaban consignas de apoyo a ETA o quemaban banderas españolas o colgaban de los cables ikurriñas con fotografías de etarras muertos y crespones negros.

Fue un verano de humo de neumáticos quemados y de botes de gas lacrimógeno, de manifestantes y policías irrumpiendo en una doble estampida entre los bañistas que tomaban el sol en la playa de la Concha, provocando una confusión de gritos, sombrillas derribadas, remolinos de arena, golpes a ciegas de porras de goma, huidas de pánico hacia el mar. En los barrios de San Sebastián y en los pueblos más radicales del interior de la provincia surgía, para entusiasmo de Pepe Rifón, una mezcla incendiaria de amotinamientos y fiestas patronales, y la barbarie vernácula, beoda y masculina que suele desatarse en tales ocasiones se manifestaba igual en asaltos al balcón del ayuntamiento para arrancar del mástil la bandera española que en encierros de vaquillas.

Era un ritual automático, un juego sanguinario y tedioso de banderas erigidas y banderas arrancadas que se repetía en todas las fiestas de verano tan puntualmente como una antigua tradición cerril, lo mismo en la fachada del ayuntamiento de Bilbao que en la de una aldea del interior de Guipúzcoa, la bandera española junto a la ikurriña, la Guardia Civil o la Policía Nacional protegiendo el edificio, las tribus de vándalos con las caras tapadas tirando piedras o escalando la fachada para arrancar la bandera española, y entonces, como estaba previsto, los guardias cargaban contra la multitud, lo mismo contra los amotinados que contra cualquiera que pasara por allí, y la batalla campal duraba hasta después de medianoche, con calles vacías y asoladas por botes de humo, lunas de escaparates y cabinas telefónicas destrozadas y cubos de basura y coches ardiendo con un siniestro resplandor de catástrofe.

En los estrados donde actuaban las orquestas de baile aparecía de pronto un grupo de encapuchados que levantaban los puños y ondeaban la ikurriña con el hacha y la serpiente enroscada de ETA y que después de los gritos de rigor animaba al público ya enfebrecido a cantar el Eusko Gudariak. Otras veces un certamen de bertsolaris o un baile eran interrumpidos por otros individuos también encapuchados o con las caras tapadas por medias, que disparaban pistolas al aire o derribaban a tiros las botellas de una caseta abertzale, se abrían paso entre el público golpeando furiosamente y al azar con porras de goma iguales que las de la policía, incendiaban una ikurriña y se marchaban luego en coches sin matrícula dando vivas a España: eran los miembros del Batallón Vasco-Español, una organización fascista a la que el sargento Valdés se jactaba públicamente de pertenecer, sobre todo cuando llegaba a la compañía después de haberse tomado varios cubatas en la sala de suboficiales:

– Hay que hacer algo, cono, hay que enseñarle a esa gente a respetar la bandera de España.

Yo tenía la impresión de que entre unos y otros nos iban a arrastrar a todos a un desastre de banderazos y de trágalas, de banderazos de ikurriña y banderazos de bandera roja y gualda, de abertzalismo y españolismo, de oír vivas roncos al ejército español y goras a Eta militarra proferidos por amables matrimonios de San Sebastián que caminaban en las manifestaciones, detrás del pelotón de los bárbaros, tan untuosamente como si salieran de misa. En medio de nuestras discusiones le recordaba a Pepe Rifón aquel dictamen de Flaubert contra las banderas, sucias todas de mierda y sangre, y él se revolvía enseguida con su cólera tranquila, me acusaba de no entender nada, de haberme contagiado de nihilismo y de elitismo burgués: no eran iguales las banderas de los explotadores que las de los explotados, no se podía comparar la violencia defensiva de ETA con la permanente agresión del Estado, las brutalidades de la policía, las torturas en los cuartelillos de la Guardia Civil, las provocaciones perfectamente calculadas del Batallón Vasco-Español…

Advertíamos algunas noches, después del toque de silencio, cuando la compañía llevaba largo rato a oscuras y sólo se escuchaban en ella los ronquidos usuales y los pasos lentos del imaginaria, que entraba alguien, el Chusqui, y pasaba entre las camaretas llamando en voz baja a algunos soldados, los protegidos del sargento Martelo, el bocazas Lacruz y el sinuoso Ceruelo, y éstos se levantaban y se vestían rápidamente y en silencio, pero no con el uniforme de faena, sino con ropas civiles. Salían del cuartel por alguna de las puertas traseras, nos contaban nuestros amigos que estaban de guardia, y en la calle ya los esperaban uno o dos coches civiles con los faros apagados.

Una mañana, de vuelta a la oficina después de recoger el Diario Vasco, Pepe Rifón me señaló una noticia que venía en primera página: la noche antes, en las fiestas de un pueblo, la gente se había enfrentado a unos provocadores del Batallón Vasco-Español, poniéndolos en fuga a todos, salvo a uno que resultó más belicoso o temerario, y que acabó arrojado al río después de que lo obligaran a soltar la pistola que esgrimía dándole un mordisco en el brazo. Aquel día el sargento Martelo no se presentó en el cuartel: llamó por teléfono para ordenarnos que le hiciéramos un parte de baja. A la mañana siguiente llegó aún más cabizbajo y hosco de lo habitual, con unas gafas oscuras, más opacas que las Rayban que usaban todos siempre, y estuvo mucho rato encerrado en la oficina del capitán. Con la valija diplomática bajo el brazo Pepe Rifón estuvo rondando un rato por las inmediaciones, como si aguardara con cierta urgencia al capitán para pasarle un papel a la firma.

– Ahora te fijas en la pistolera de Martelo cuando salga -me dijo conspirativamente-. Está vacía.

Martelo salió del despacho del capitán con la cara del color de la cera, moviéndose por nuestra oficina con una inquietante agitación de escualo, apretando los dientes y respirando por la nariz con un ruido exagerado que le daba de pronto un aire de puerilidad, un descrédito de adolescente mal criado y rabioso: tras los cristales de las gafas se entreveía un ojo hinchado y negro, y en su antebrazo izquierdo tanto Pepe Rifón como yo distinguimos con nitidez, espiándolo mientras fingíamos trabajar con diligencia y mansedumbre, las señales moradas de un mordisco.

En Martelo había algo más peligroso que su fanatismo ideológico militar: un rencor absoluto. El capitán era hijo y nieto de generales con largos apellidos compuestos, y cultivaba en sus modales y en el cuidado de su uniforme una mezcla de energía y dandismo, de autoridad sin gritos e indolencia benévola. Algunas veces, cuando yo entraba en su oficina, lo encontraba leyendo, y no el Diario Oficial, sino un libro, lo cual ya era inusitado, y le gustaba preguntarme algún dato menor de historia o de literatura, sin duda para hacerme saber que tenía presente mi condición de licenciado universitario, y que él de algún modo la compartía. No niego que esas preguntas me envanecían tontamente un rato, produciéndome la emoción abyecta de merecer la confianza de un superior.

El capitán tenía veinticinco años, estudiaba inglés y seguramente se complacía imaginando que era un militar europeo, un oficial británico con botas de montar, pantalón abolsado y cinta roja sobre la visera de la gorra; el teniente Postigo o Castigo era un temible niñato, un pijo al que le temblaba siempre la mandíbula, como revelando el latido de una impaciencia feroz por ser unos centímetros más alto y ascender en el escalafón lo más rápido posible («de los tenientes y de los chinos», recitaba el brigada Peláez, «pueden esperarse los mayores desatinos»); el sargento Valdés, con su tamaño de boxeador y sus balandronadas de macarra, era una mala bestia, pero una mala bestia feliz, que exultaba una violenta arrogancia física, una satisfacción de ser quien era y como era muy parecida al narcisismo subnormal de un campeón culturista.

Comparado con ellos, Martelo poseía como una parodia de vida interior. A diferencia del tumultuoso Valdés era capaz de una contención helada, incluso de unas ciertas maneras: Valdés, como los demás sargentos, como el Chusqui y mi brigada Peláez, era un plebeyo, y estaba destinado por tanto a las lentitudes humillantes de la carrera de suboficial, pero Martelo pertenecía por su nacimiento a la otra casta, la de los oficiales, era hijo de un general del Estado Mayor, y a la edad que tenía, veintiséis o veintisiete años, debería ser ya capitán: pero había sido desde niño un estudiante pésimo, me explicaba con sorna malévola el brigada Peláez, tan torpe para los libros como para la gimnasia, y después de que lo humillaran varias veces con calificaciones ínfimas en las pruebas de acceso a la academia de oficiales, su padre, el general, le obligó a presentarse a las de sargento, y tal vez apeló en último extremo al peso de su influencia para que lo aprobaran.

Al sargento Martelo las cartas de su padre le llegaban a la oficina en sobres timbrados y por el conducto reglamentario. Desgarraba el sobre al abrirlo, miraba la carta con expresión torcida, la rompía en pedazos y la tiraba enseguida a la papelera. Una noche, en invierno, Salcedo, tras encerrarse bajo llave en la oficina, rescató una de aquellas cartas y tuvo la habilidad y la paciencia de reconstruirla pegando los fragmentos sobre una cartulina: era un catálogo de recriminaciones e insultos, pero estaba redactada con toda la frialdad formularia de un escrito oficial. Cuando el brigada Peláez o algún sargento poco belicoso se ponían a calcular el tiempo que les faltaba para ser destinados fuera del País Vasco, el sargento Martelo los interrumpía con un exabrupto glandular de heroísmo:

– Aquí se viene voluntario, mi brigada, con dos cojones, a defender a España, a meterles una pistola por el culo a estos terroristas.

A mí al principio, recién llegado yo a la compañía, la intensidad del odio con que me miraba y me hablaba el sargento Martelo me habían dado tanto miedo como una navaja que alguien esgrimiera cerca de mi cara. Poco a poco me di cuenta de que en aquel odio no había nada exactamente personal, porque Martelo odiaba a todo el mundo con el mismo encarnizamiento que a mí. Estaba claro que Valdés, por ejemplo, odiaba a los vascos y a los rojos, según propia confesión, y que el resto del mundo, en el que tampoco se fijaba mucho, le daba más o menos igual: Martelo odiaba a los vascos y a los rojos, pero también a los fascistas, que no le parecían lo bastante fascistas, a los civiles, por ser inferiores a los militares, a la mayor parte de los militares, por falta de verdadero espíritu militar, a su padre, por reprocharle siempre que se hubiera quedado en sargento, y a sí mismo sobre todas las cosas, por no haber sido capaz de alcanzar el rango que le correspondía. El rencor no era un rasgo o una debilidad de Martelo: era la forma misma que había adquirido su alma, la sustancia de la que estaba hecha su identidad personal.

Viéndolo acompañado por la breve cohorte de chulos y chivatos que se encerraban con él en el cuarto de los sargentos y que algunas noches lo acompañaban vestidos de paisano (el Chusqui era su obtuso edecán), Pepe Rifón y yo imaginábamos que ésas serían exactamente las caras y los ademanes de una cuadrilla de pistoleros fascistas saliendo en busca de presa, repitiendo un modelo invariable en todos los trances más negros del siglo, camisas negras italianos, bestias alemanas de las SA, falangistas españoles de 1936, colaboracionistas franceses con brazaletes de la Gestapo, ejecutores chilenos, argentinos o uruguayos en la gran marea de horror de los años setenta, que aún duraba por entonces: grupos de hombres jóvenes, aficionados a la crueldad y a las armas, intoxicados de jactancia masculina y de odio, viajando en automóviles sin identificación a altas horas de la noche, guardando pistolas y porras bajo las ropas civiles.

Vi cuadrillas así unos meses más tarde, cuando ya me había licenciado del ejército, la noche helada del 23 de febrero de 1981, agrupándose bajo un balcón de Granada del que colgaban la bandera roja y amarilla y la roja y negra de Falange, y me pregunté dónde estaría, qué estaría haciendo en ese mismo instante el sargento Martelo.

Dónde estará ahora mismo, mientras yo escribo y me acuerdo de él, catorce años más tarde, ya entrado en los cuarenta, calvo o con muy poco pelo, pues ya entonces lo tenía escaso, más bien gordo, sin duda, porque a pesar del uniforme y de la energía gimnástica que todos ellos afectaban se le veía blando de carnes, con una de esas caras redondas y de barba débil que incluso cuando ya se han descolgado mantienen una incongruencia de tersura infantil. Es posible, si se quedó en el ejército, que sea todavía brigada, él que tanto desprecio sentía hacia mi brigada Peláez, y que el transcurso del tiempo y el peso tremendo de tantos años de rutina militar le hayan embotado la furia nazi y mitigado su rencor hacia todo el mundo y hacia todo. Pero hay personas capaces de consagrar la vida íntegramente y sin desmayo al ejercicio del resentimiento.

Sobre el porvenir del sargento Valdés no tengo que hacerme ninguna pregunta: supe que murió, y cuando me lo contaron el final de la mili estaba todavía demasiado cerca como para no sentir el alivio de una postergada venganza. Me acordaba de aquel soldado que por culpa del sargento Valdés fue sometido a un consejo de guerra y cumplió un año de prisión militar, y regresó al cuartel con la cabeza rapada y sin la mitad de los dientes, hinchado, con una blancura lívida de difunto, tan ausente de todo como si se moviera por los pasillos enlosados y enrejados de un hospital psiquiátrico.

Me acordé de una noche, a finales de julio, delante del monolito, recién empezada la formación de retreta. Los bisabuelos de la compañía, el reemplazo de Salcedo, estaban a punto de licenciarse, así que vivían en un estado permanente de euforia alcohólica, en un delirio histérico de impaciencia, de felicidad aplazada, de atrevimiento y pavor: en el Hogar del Soldado trasegaban litros de cubata, de lumumba y de calimocho, pero los que entraban de guardia cumplían sus últimas horas de garita con una precaución maniática, con una atención supersticiosa a todos los detalles, para no quedarse dormidos y que los sorprendiera en una ronda el oficial de guardia, para que no se les disparara el cetme, para que nadie los pudiera acusar de negligencia o indisciplina.

Valdés estaba de sargento de semana: el cabo de cuartel dirigió la formación, pasó lista, nos leyó las efemérides militares y el menú del día siguiente, incluyendo el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, falsificado sin duda por mi sucesor como escribiente de cocina, nos dio la orden de firmes y luego la de girar a la izquierda, a fin de que el sargento, tras recibir las novedades, pudiera mandarle que nos mandara derecha y descanso. Bajo la luz de los reflectores, velada tenuemente a esa hora por la niebla del río, los mismos movimientos y las mismas órdenes se repetían como ecos en todas las compañías formadas en el patio.

El cabo de cuartel mandó firmes y se cuadró ante el sargento Valdés con un taconazo. Cuando más inmóviles estábamos alguien dio un traspié y se salió de la primera fila, canturreando algo: un bisabuelo borracho, con uniforme de paseo, con la boina torcida. Yo estaba varios puestos atrás, en una fila contigua a la suya, y lo había visto oscilar de espaldas, moverse inquieto, rascarse la nuca. También vi acercarse al sargento Valdés y oí el crujido de las suelas de sus botas en la grava: su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de la estatura del soldado borracho, que intentó retroceder volviendo a la posición de firmes. Tenía dificultades para mantener el equilibrio: Valdés lo derribó de una bofetada. Todos lo vimos apoyar en la grava las rodillas y las palmas de las manos para ponerse en pie y escuchamos el ruido de su respiración mientras se levantaba. Valdés esperó a que estuviera de pie para darle in puñetazo en el estómago. Se le habían hinchado las venas del cuello y gritaba acercándose mucho a la cara del otro, que tenía la espalda encorvada y parecía no poder sostenerse sobre las rodillas. Le llamaba maricón y borracho, le ordenaba que se pusiera firmes, le golpeaba el pecho con el puño cerrado, le daba patadas en los tobillos, cada vez más fuera de sí, desafiándolo, diciéndole que si tenía cojones se defendiera, poniéndole la cara, anda, decía, si eres tan valiente pégame, borracho, maricón, que sois todos unos maricones, y le pegaba otra patada más fuerte, y adelantaba el pecho hacia él, con la camisa abierta, como presentándolo a las balas, venga, respóndeme, pídeles ayuda a tus amigos, míralos, gritaba ahora hacia nosotros, nadie sale en tu defensa, todos son tan maricones como tú.

Su propio sadismo lo excitaba, y ya no podía contenerse, lo emborrachaba y lo enloquecía la evidencia de su fuerza y la debilidad inerme del soldado que estaba frente a él, pues nada enciende más la crueldad de los canallas que la indefensión absoluta de sus víctimas, la potestad que eso les entrega de abusar de ellas hasta quedar exhaustos.

Nosotros asistíamos callados e inmóviles a aquella minuciosa vejación, y los gritos del sargento Valdés no daban tanto miedo como el ruido excitado que hacía al respirar. Poco a poco, el soldado había recuperado la verticalidad, y aunque lo veía de espaldas yo notaba que ya no estaba borracho, que agrupaba obstinadamente sus fuerzas para no caerse, para no responder, para no buscarse una desgracia cuando le faltaban uno o dos días para irse de allí y no ver nunca más la expresión desencajada del sargento Valdés.

Después de la orden de rompan filas el grito de ¡aire! estalló como si no hubiera ocurrido nada. El sargento Valdés le ordenó al soldado que se quedara en posición de firmes en el patio, y nadie tuvo el coraje de permanecer a su lado, o de hacerle un simple gesto de camaradería. Después del toque de silencio el sargento bajó al patio: desde la ventana de la oficina, con la luz apagada, lo vi acercarse a largas zancadas a la silueta que permanecía vertical y solitaria en medio de la casi oscuridad.

No lo golpeó: vi que hacía un gesto, ordenando algo, y que el soldado se arrodillaba, parecía que iba a tenderse, como en una actitud oriental de sumisión, pero enseguida comprendí lo que el sargento le había ordenado. Estaba haciendo flexiones, y en el silencio del patio se oía la voz del sargento, un, dos, un, dos, un, dos, cada vez más rápida, aunque el soldado era incapaz de sostener el ritmo, se quedaba aplastado contra el suelo, levantaba el cuello a la altura de las botas del sargento, era incapaz de no apoyar las rodillas y los codos para incorporarse. Cerré la ventana de la oficina y me negué a seguir mirando. A la mañana siguiente el bisabuelo castigado por Valdés tenía las dos manos vendadas: la grava del patio le había destrozado la piel.

Unos meses más tarde el sargento faltó durante varios días del cuartel. No tenía permiso ni había llamado para decir que estuviera enfermo. Nadie, ni sus compañeros de machadas en las fiestas de barrio y en los clubs de putas, sabía nada sobre su paradero. Lo encontraron en el apartamento de seductor macarra que tenía alquilado en un bloque de las afueras, tendido en la cama, desnudo, con la cabeza destrozada por un tiro. Se conjeturó la posibilidad del suicidio, o de un atentado terrorista. Pero ni apareció la pistola ni se supo nunca quién lo había matado.

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