II.

En la infancia de uno la mili formaba parte de las mitologías inciertas de la vida adulta. La mili era una palabra rara que algunas veces oíamos repetir con reverencia y misterio, una región de leyenda en el pasado de nuestros mayores, un tiempo ajeno y anterior al que nosotros conocíamos en el que habían vivido lejos y vestido uniformes, en el que habían manejado no las herramientas cotidianas de trabajo sino armas de fuego, como los héroes de las películas o de los relatos de la guerra.

La mili, según se la oíamos contar a los adultos, era una especie atenuada de guerra en la que no moría nadie, una geografía de lugares remotos que se llamaban Fernando Poo, Sidi Ifni, Tenerife, Infantería motorizada, un mundo tan novelesco y ajeno como el del cine, pero con una densa emoción de realidad: pistolas, bayonetas, machetes, fusiles, ametralladoras, cañones, todas las palabras que habíamos aprendido en las películas de guerra o en los tebeos entonces célebres de Hazañas Bélicas las repetía en casa algunos de nuestros parientes, incluso nuestro mismo padre, y aquello daba a sus narraciones un aliciente de aventura verdadera, y a ellos, a sus voces, a sus caras de siempre, una cualidad de excepción y heroísmo.

La mili era que uno de mis tíos desapareciera durante largo tiempo de la casa, y que yo sólo me diera cuenta de su ausencia cuando al cabo de los meses llegaba una foto suya en blanco y negro y una carta escrita sobre cuartillas rayadas. La cara de la foto apenas se parecía a la de mi tío: era una cara como más decidida o más adulta de lo que yo recordaba, con los dientes o la sonrisa más grandes, con un extraño gorro del que pendía una borla caído sobre las cejas, con las sienes rapadas. A lo mejor la figura sostenía un fusil, y eso era ya lo que la volvía más extraña y más admirable, el fusil y las botas militares, negras y rudas, el cinturón de hebilla metálica que le ceñía el uniforme, aunque también la actitud en la que habían posado para la foto: las piernas abiertas, el gorro con borla sobre la frente, los pulgares incrustados en el cinturón, una media sonrisa como de jactancia y orgullo, la misma que repetían después en la foto de estudio que enviaban a la madre y a la novia, y en la que la cara, inclinada, en escorzo, tenía una cualidad lisa y brillante de cera en blanco y negro, un resplandor ligeramente neblinoso, como de estampa de actor de cine.

Era posible que detrás de la figura apareciese un monumento célebre, una estatua de mármol, una arboleda que resultaba ser el parque de María Luisa, una extensión de agua que no era el mar, como mi ignorante imaginación sugería, sino el estanque del Retiro. Mi abuelo o mi madre leían en voz alta y lenta la carta y mi abuela lloraba, y yo no podía entender la razón de su llanto ni el vínculo entre ese soldado sonriente de la foto y mi tío, al que por lo demás, con esa incapacidad de la infancia para conservar lealtades y recuerdos precisos, ya había olvidado.

La mili era una maleta grande de madera que rondó mucho tiempo por las alacenas de la casa, una maleta hueca, grande, angulosa, la más grande que yo había visto en mi vida hasta entonces, tan grande como un baúl, como un mueble: la maleta de madera que les daban a los soldados hace treinta años, con sus ángulos agudos, sus cierres metálicos, el dibujo de las acanaladuras de la madera, que yo seguía atentamente con los dedos y con la mirada, sumergido en un hipnotismo semejante al de las manchas de humedad de una pared o al de los dibujos inacabablemente repetidos de una cortina. Aquella maleta la había traído mi tío Manolo de la mili, de un sitio que a veces se llamaba Melilla y a veces África, al que había llegado navegando en un barco y donde había pasado una eternidad, ya que el único permiso que le dieron no pudo aprovecharlo por falta de dinero para hacer el viaje. Volvió muy moreno, con una chaqueta oscura y una camisa abierta sobre el pecho, con el pelo muy corto, con un desahogo como de legionario o de indiano, desconocido para mí, y mientras mis abuelos, mi madre y mis otros tíos se abrazaban a él en el portal y lo besaban entre lágrimas al cabo de dos años de no verlo yo miraba la superficie de la maleta, los extraños dibujos que se formaban en ella, su hermoso volumen geométrico, su materialidad de madera y metal, su condición posterior de cofre o cavidad mágica de la que mi tío fue sacando ecuánimes y modestos regalos para cada uno de nosotros.

Los primeros días, tras su regreso de la mili, los adultos, mis tíos, conservaban aquel aire de veteranía y heroísmo, aquella excepcionalidad con la que ocupaban un lugar en la casa, en la cocina, charlando junto al fuego, en la mesa, a la hora de la comida, cuando les hacían arroz con conejo y les servían las mejores tajadas, hablando incluso con un acento extraño, que se les había pegado en el ejército y que tal vez ellos exageraban por un deseo instintivo de singularidad. O hablaban más alto o era que la casa, desacostumbrada a sus voces, las repetía con ecos desconocidos, más intensos, como los de las voces de una película oída desde lejos, sonando en la noche de julio en un cine de verano.

Podían volver muy morenos, con un bronceado como tropical o marítimo, casi dorado, más llamativo todavía en aquellos tiempos en los que nadie tomaba el sol por gusto ni veraneaba frente al mar, sin la opacidad huraña y seca que daba el sol del trabajo a la piel de los hombres. Podían volver más blancos, y eso les añadía otro prestigio, como el de las manos cuidadas y sin callos, un prestigio de oficinistas y de curas, de gente que engordaba saludablemente sin necesidad de martirizarse bajo el sol. Luego se iban volviendo solubles en la vida común, guardaban para siempre la camisa de picos abiertos y la chaqueta liviana que habían traído del ejército, iban perdiendo el color tostado y africano de la piel o la blancura suave de las manos, y ya no era que volviesen a la vida que dejaron antes de marcharse al cuartel, sino que se habían hecho bruscamente mayores, que habían envejecido, que estaban atrapados por el trabajo y el tedio de la vida adulta, noviazgos y misas de domingo por la mañana, trajes oscuros en Semana Santa y en el Corpus, bodas, hijos, talleres mecánicos, barriga, calvicie, y sus relatos militares, los mismos de aquel primer día en el portal, o de la primera comida de arroz con conejo y sangría para la celebración, se les iban gastando, se les estropeaban igual que los dientes, exactamente igual que se les había gastado y estropeado la vida, no por una crueldad particular del destino, sino porque las cosas eran irremediablemente así, y lo mismo que había un tiempo para que el pelo encaneciera o se cayera y para que a los hijos empezara a cambiarles la voz había existido otro tiempo prodigioso de descubrimientos, audacias y viajes que era el de la mili, la primera y la última vacación que se tomaban en la vida.

Porque aún seguían hablando de la mili, al cabo de los muchos años, y ya eran víctimas de una nostalgia mecánica que encontraba su resonancia en mi propia memoria de testigo, en mis recuerdos de infancia: aquellas cartas sobre hojas rayadas, aquellas fotografías, las cartillas militares, el aire de novedad que traían los mayores al volver del cuartel, el romanticismo del héroe que vuelve, que nunca es más héroe que cuando vuelve y que sin embargo perderá su heroicidad por culpa del regreso. Venían cargados no de trofeos sino de narraciones y de nombres, volvían de aquel viaje y ya no se marchaban nunca más.

Las fotos de uniforme, guardadas en los cajones, perdidas entre los papeles y las mantelerías de aquella casa en la que nunca hubo álbumes de fotos, y en la que por tanto una lata de cacao o un sobre vulgar podían convertirse en yacimientos de recuerdos, se iban volviendo con el paso del tiempo más heroicas y más tristes, como tesoros olvidados de una juventud que sólo pervivía en ellas. Allí estaba mi tío Manolo guiñando los ojos bajo el sol de África, posando junto a los bardales de la granja donde pasó toda la mili, y de la que hablaría inagotablemente en sus conversaciones futuras, como si recordara una isla en la que había sido feliz después de un naufragio: delgado, con el pelo negro, crespo y abundante, con una sonrisa de dientes grandes y sanos, inalterablemente joven en la foto mientras envejecía y engordaba y se quedaba calvo en la realidad y sólo volvía a parecerse un poco a quien había sido en aquellos años después de ponerse una dentadura postiza; allí estaba mi padre, su carnet militar fechado en 1949, el desconcierto de su cara de adolescente vulnerable, sus ojos asustados, el cuello de celuloide blanco del uniforme haciéndole levantar la barbilla, los labios finos y apretados en un gesto que iba a repetirse treinta años más tarde en mis fotos de recluta.

Mi padre había hecho el servicio militar en Sevilla, y guardaba de aquella ciudad un recuerdo maravillado y adánico, como el de la granja con umbrías de oasis de mi tío Manolo, uno de esos recuerdos en voz alta que se transmiten a la imaginación de quien los escucha, haciéndole después acordarse vívidamente de lo que no ha visto nunca.

En la mili mi padre había hecho amistad con un sargento que lo protegió mucho, y con el que continuó escribiéndose durante años, y lo volvió a ver en Sevilla cuando yo ya estaba lo bastante crecido como para tener un recuerdo exacto de aquel viaje. Tantas veces le oí repetir con devoción y amistad el nombre de aquel sargento que aún lo recuerdo: don Santiago Simón Rodrigo, un nombre rotundo, de personaje militar, ajeno a nuestros nombres y apellidos comunes, tan raro como los nombres de los futbolistas o el del Cid Campeador del que tanto nos hablaban en la escuela, don Rodrigo Díaz de Vivar. En su regreso a la Sevilla de sus veintiún años mi padre llevó consigo a mi madre, en el tren, y cuando ya se acercaban a la ciudad la hizo asomarse por la ventanilla para que viera los palmerales del río y la Giralda y le dijo:

– Fíjate, Sevilla, con lo grande que es, y también está en medio del campo.

No sólo había en los archivos dispersos de la casa alguna foto militar de mi padre. Había también una postal que le envió a mi madre desde el cuartel, y en la que se dirigía a ella llamándole apreciable Antonia. Yo creo que mi padre no había utilizado nunca ese adjetivo hasta entonces, y que desde luego ya no lo ha vuelto a utilizar. Sin duda lo copió de algún epistolario amoroso de los que circulaban todavía en su juventud, y es posible que eligiese el modelo de carta con la misma atención con que eligió la postal. Era una postal en blanco y negro, y a mí me gustaba mucho mirarla porque aparecía un hombre vestido de centurión romano, con falda y coraza labrada y un morrión posado junto a él en una mesa de mármol. El centurión, de piernas fuertes y peludas, le sonreía hechizadamente a una mujer que medio estaba abrazándolo y pasaba un plumero por su casco labrado, una rubia o pelirroja de melena larga y peinada como la de Verónica Lake, con la sonrisa y la mirada oblicuas de Lauren Bacall, con una túnica ceñida a la cintura que descubría un hombro y que se abría oportunamente hasta la mitad de uno de sus muslos: parecía atenta al mismo tiempo a la limpieza impecable del casco y al modo en que el centurión percibía la sugerencia sicalíptica del plumero. Lo chocante del hombre era que no llevaba el pelo cortado como los romanos de las películas, sino exactamente igual que mi padre y que casi todos los hombres de entonces, ondulado, corto y con brillantina, y que además usaba un bigote de pincel, como el de Robert Taylor.

Con ese intenso erotismo infantil que tan precozmente lo conmovía a uno en la proximidad misteriosa de la piel o de los olores femeninos, en la visión rápida de una desnudez, yo buscaba aquella postal por los aparadores y las alacenas y entre las fotos amontonadas en cajas de cacao, y siempre me sorprendía como un enigma el modo ensimismado en que se miraban el hombre y la mujer y me gustaba mirar aquel hombro blanco y redondo que emergía como un fruto de la túnica, aquella pierna ligeramente flexionada cuya rodilla tal vez rozaba la del centurión con una suavidad no menos delicada y soliviantadora que la del plumero. Pero lo que menos entendía de todo era la leyenda que había escrita en letra cursiva en la parte inferior de la postal:

De los antiguos proviene

el pulcro culto a la higiene.

La mili, o el servicio, como le llamaban las personas de más edad, eran no sólo las fotos, sino también las palabras que traían consigo los soldados al licenciarse, palabras desconocidas y excitantes, que volvían más atractivas las historias que contaban, al principio ante la familia entera, alrededor de la mesa camilla, y luego, cuando se iban gastando, a mí, que las escuchaba sin entenderlas, que no sabía lo que significaba brigada ni batallón ni regimiento de sanidad, y que cuando me hablaban de un arma peligrosa llamada mortero imaginaba el mortero de loza amarilla que mi madre manejaba en la cocina, y lo suponía agrandado hasta una dimensión amenazante, y hecho de acero, o de hierro, pero con una forma idéntica a la del mortero que yo conocía.

Uno empezaba a intuir que la mili, como el tabaco, como los pantalones de pana, el vino bebido a porrón, la penumbra alcohólica de las tabernas, las varas de varear la aceituna, la pasión enronquecida por el fútbol, era un asunto absoluta y herméticamente masculino, igual que la costura, las alcobas o la preparación de borrachuelos pertenecían a las mujeres. La mili resultaba excitante pero también temible, porque uno se sentía destinado a ella en su calidad de varón, y eso lo hacía parecerse a sus mayores, pero el miedo, en mi caso, era más fuerte que la atracción hacia lo que había de agresivo y despiadado en el mundo de los hombres.

Los gritos al amanecer, las sogas hiriendo las palmas de las manos, los sacos de aceituna cargados a la espalda, el olor agrio del sudor en la ropa, el aliento a vino y a tabaco, las caras con un gesto de violencia y dolor, la grasa de las máquinas: todo eso era, junto al ejército imaginado, el mundo masculino, y uno, de niño, se asomaba a él y transitaba por su cercanía con una sagacidad y una atención entre fascinada y asustadiza, como de gato que cruza entre los seres humanos y lo mira todo y pasa de largo sin interesarse demasiado.

Gatunamente deambulaba el niño entre las vidas adultas de los hombres y las de las mujeres, como si caminara por los barrios cambiantes de una ciudad que todavía no conoce bien, y de una manera gradual, a medida que crecía, iba eligiendo uno de aquellos dos mundos, o iba descubriendo que pertenecía a él, y que en consecuencia llegaría un tiempo en el que sus vagabundeos ya no iban a estar permitidos: se haría adulto y se iría a la mili, exactamente igual que sus tíos, y cuando volviera también él contaría historias que ya de antemano inventaba, porque era extremadamente novelero, zurciendo fragmentos de las que su padre o sus tíos le contaban.

Los relatos de la mili tenían todo el misterio de la masculinidad adulta, y también su literatura tonta y chapucera, como de película barata o de conversación sobre mujeres en un bar, porque al fin y al cabo eran eso, películas de bajo presupuesto para un público lamentable que consistía exclusivamente en mí, películas que circulan por los cines de reestreno después de haber fracasado o de haberse pasado de moda en los más céntricos. Entre los ocho y los doce años casi siempre dormí en el mismo cuarto que alguno de mis tíos. La diferencia de edad los convertía en personajes inalcanzables, en modelos de lo masculino y héroes benévolos que igual me levantaban de una brazada hasta tocar el techo o me contaban en la oscuridad del dormitorio, desde la otra cama, una película del oeste que acababan de ver o una de las aventuras que les sucedieron en la mili. Aún no habían perdido ellos su vehemencia al contarlas ni yo el entusiasmo de la imaginación infantil. Mi tío Manolo imitaba el habla de los árabes que solían visitarlo en aquella granja casi en la frontera de un desierto donde pasó dos años, silbaba separando mucho los labios para fingir el rugido de las tormentas de arena, daba golpes en la pared, sobre la cabecera de su cama, entre los barrotes, para sugerir un galope de caballos.

Mi tío Manolo me enseñaba a imaginar el desierto. Mi padre me mostraba una cicatriz que tenía en el cuello y me explicaba que se la había hecho el sable de un moro en las selvas de Fernando Poo. Mi tío Pedro hablaba de Madrid, cuyas avenidas, edificios, parques y túneles de Metro no eran menos fantásticos que los arenales del Sahara. Mi tío Pedro había servido como cartero en un Regimiento de Defensa Química, y me repetía orgullosamente de memoria los nombres de cada una de las estaciones del Metro de Madrid, por las que aprendió a moverse, con su cartera del correo al hombro, con la misma familiaridad y la misma audacia que un explorador por la selva amazónica. Ser cartero me parecía a mí un oficio admirable. Que uno de mis tíos lo hubiera sido, aunque transitoriamente, no dejaba de darme un cierto orgullo, tal vez del mismo linaje que el de mis compañeros de escuela cuyos padres eran oficinistas o policías municipales.

A mi tío Pedro lo que más le gustaba contar era la historia de cómo había descubierto en el cuartel al verdadero responsable de un robo por el que estaba siendo acusado un inocente. Era la joya de sus narraciones militares, la obra maestra de sus recuerdos en voz alta, la más cuidadosamente graduada para conseguir un efecto de suspenso que se repetía sin gastarse casi cada noche, en la oscuridad de nuestro dormitorio.

De la estafeta del cuartel había desaparecido una fuerte suma de dinero en certificados, y a un compañero de mi tío lo consideraron culpable y lo enviaron al calabozo. Mi tío, como los abogados jóvenes y bondadosos de las películas americanas de juicios, estaba seguro de que aquel soldado era inocente, y de que el culpable era otro, un sujeto frío, atravesado y cínico, con granos en la cara, que reunía todos los rasgos odiosos de los malvados del cine. Al inocente le iban a formar un consejo de guerra, el culpable permanecía indemne y disfrutando los beneficios de su robo. De pronto, in extremis, mi tío obtuvo la prueba que necesitaba: una hoja de papel carbón en la que estaba impresa la huella de una bota, tan acusadora y precisa como una huella digital. Se presentó valientemente con ella al capitán, se cuadró ante él (eran siempre relatos muy ricos en esa clase de detalles circunstanciales) y le dijo la verdad: la huella en la hoja de papel carbónico coincidía irrefutablemente con la suela de la bota izquierda del canalla.

– Gracias, Molina -había dicho el capitán, cuyo nombre, apellidos, carácter y apariencia completa detallaba en cada relato mi tío-, si no llega a ser por usted habríamos mandado a prisión a un inocente.

La mili era la literatura y la épica, el cine y el turismo de los pobres, la ocasión que les daban de asomarse a la geografía del mundo, de añorar la vida diaria y aprender lecciones de lejanía y desarraigo, de vivir por primera vez libres de la gran sombra masculina y agobiante del padre, de un padre que en aquellos tiempos también solía ser el patrón. En la mili aprendían a escribir cartas y a disparar armas de fuego, a distinguir las graduaciones de los oficiales y los calibres de las municiones, a tratar con desconocidos absolutos, lo cual para ellos era una grandiosa novedad, ya que en sus vidas, hasta entonces, apenas habían tenido ocasión de encontrarse con extraños. La mili era una ruda antropología pueblerina, un ritual de paso hacia una vida plena de varones adultos, y a nadie se le ocurría quejarse de ella, en parte porque entonces a nadie se le ocurría quejarse de nada: librarse del servicio militar era un mal augurio, a no ser que uno fuera hijo de viuda, pues el que se libraba era que estaba tuberculoso o que tenía cualquier enfermedad oculta o no era lo bastante hombre. Lloraban las madres y las novias, llamaban por el teléfono de alguna vecina a los programas de discos dedicados de la radio para solicitar Soldadito español, pero aquellos llantos y suspiros sobre el bastidor de la costura, aquel riguroso encerrarse de las novias durante la ausencia de su prometido (prometido era una palabra que usaban mucho en los programas de discos dedicados) eran sobre todo pruebas o signos de una sentimentalidad femenina tan reglamentada y roturada como el coraje de los hombres. Yo a veces me dejaba llevar por la inercia tonta de la imaginación y me veía a mí mismo convertido en soldado, galopando en el desierto con el velo azul de un turbante sobre la cara y un fusil a la espalda o esperando tras el bardal de una granja a que me atacaran los bandidos beduinos, pero otras veces tenía raros vislumbres de sentido común e intuía que la mili no iba a ser una novela, sino una cosa tan triste y tan interminable como la vida de un interno en un colegio de curas, una experiencia de brutalidad tan dolorosa como la de casi todos los juegos infantiles de la calle donde yo vivía, y en los que invariablemente salía perdiendo: los mayores, los más fuertes, los más vivos y ágiles, abusaban siempre de los débiles, es decir, de los que eran como yo. En mi calle, como en el ejército, se jugaba a la guerra, y había héroes violentos que asustaban a los más apocados y batallas de estacazos, gritos y pedradas de las que algunos huíamos con una anticipada sensación de ignominia y vergüenza. Yo no podía saber entonces hasta qué punto mi intuición era cierta: la mili, cuando llegara, iba a parecerse mucho no a las historias embusteras que me habían contado mis tíos y mi padre, sino a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada de no ser fuerte ni temerario ni ágil.

Yo no sabía que en realidad se cambia muy poco desde los primeros años de la vida, y que ya entonces, en mi calle, donde durante mucho tiempo fui como un emboscado cobarde, habría podido señalar entre los niños del vecindario a los que disfrutarían de la mili y clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después iba a encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas. La infancia posee una capacidad de obtener sufrimiento de la imaginación que los adultos luego no recuerdan: yo me consolaba pensando que todavía me faltaban muchos años para irme a la mili.

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